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La vista desde aquí
por Dorothy Speak
 

I

A LAS NUEVE en punto de la mañana, Dilys baja a ver a Honora con un fajo de facturas en la mano.
        --Victor pregunta si se las puedes clasificar --le dice. Honora está sentada tras el mostrador de recepción del hotel leyendo el periódico. Su trabajo habitual consiste en contestar el teléfono, atender a los huéspedes a su llegada y a su marcha, sacarlos de cualquier duda y resolver los pequeños problemas domésticos que puedan plantearle. Ya hace días, sin embargo, que el teléfono suena muy de tarde en tarde y se ve poco movimiento en las habitaciones y en las escaleras, porque estamos a finales de octubre --en Halloween, para ser exactos--. La temporada turística ha llegado prácticamente a su fin, aunque se notará un último remonte de actividad en fechas navideñas, cuando la gente huya de la ciudad --de Toronto, sobre todo-- para venirse a pasar las vacaciones lejos de la mercantilización, en un lugar de clima templado donde poder pasear por calles sencillas y bajar hasta el lago el día de Navidad para contemplar el agua fría y plomiza y el extraño espectáculo de la playa sepultada bajo una fina capa de nieve cual bizcocho cubierto de polvo de almendra. Entre el veinticuatro de diciembre y Año Nuevo ya no quedan habitaciones libres.
        Hoy el día se ha levantado gris y borrascoso: una mañana ideal, según Honora, porque habrá tan poco que hacer que podrá sentarse en la recepción --un cubículo habilitado en mitad del oscuro pasillo que arranca de la puerta principal aprovechando el hueco de la escalera-- y tomarse tranquilamente su café mientras hojea las revistas que haya tomado prestadas del gabinete, escribe cartas o hace llamadas personales. A veces, como si se distanciara de sí misma, se imagina bañada por la tenue luz amarillenta de la lamparita Tifanny que adorna el mostrador, única habitante de una isla cálida y resguardada que ocupa el mismísimo corazón del oscuro y silencioso hotel.
        --Pero si ves que no tienes tiempo, no te preocupes --añade Dilys. Honora se pregunta si hay un toque de ironía en su voz. Es probable. Ella sabe que su rendimiento no justifica su permanencia en la recepción, pero no se ofrece a hacer más. Tiene cincuenta años y el trabajo no le interesa, de hecho, nunca le ha interesado, y ahora menos aún que antes. De vez en cuando Honora habla de regresar a la ciudad porque sabe que Dilys se llevará las manos a la cabeza. Cinco años atrás Dilys la llamó para pedirle que abandonara Toronto y viniera a echarle una mano con el hotel. Para entonces ya estaba enterada del divorcio de Honora. Es más, puede que incluso se alegrara de saberla libre de trasladarse a Franklin Bay. Honora y Dilys son primas. Crecieron juntas en la misma zona residencial de las afueras de Toronto, entre mansiones de piedra, grandes fincas, setos rococó y verjas de hierro. En el mismo vecindario vivían otros muchos primos suyos, todos alumnos de escuelas privadas, uniformados, mimados y caprichosos, pero, de entre todos ellos, Dilys escogió a Honora.
        --Aquí sola con Victor me ahogo --confesó Dilys para convencer a Honora de venirse a trabajar para ella--. No es que no le quiera, pero me aburre mortalmente. Le falta chispa, sentido del humor. Parece un topo. Te necesito --le dijo--. Tú y yo somos como hermanas.
        Dilys sigue con Victor porque, a estas alturas de su vida, da mucha importancia al matrimonio: si no estuviera casada, sentiría que le faltaba algo. Tiempo atrás llevó una vida disoluta al lado de su primer marido, autor de documentales sobre artistas plásticos, compositores y bailarines. Invirtió buena parte de su herencia en sus proyectos, y no recuperó el dinero gastado. Mientras Dilys recorría los bancos tratando de mantener a flote la productora, su marido estudiaba con ahínco las interioridades de una joven bailarina. Dilys los sorprendió juntos en la cama, y, con lo que salvó de la ruptura, consiguió reunir dinero suficiente para adquirir un hotelito del siglo diecinueve. Así fue como se mudó a Franklin Bay, una población de menos de mil habitantes, para recuperarse. Una reacción que no sorprendió a nadie. Dilys siempre ha sido persona de extremos, capaz de grandes cambios en muy poco tiempo.
        Afuera, en el pórtico, el viento peina las balas de heno, las gavillas de trigo y las coronas de vid que decoran los balaústres fusiformes y los barrocos modillones. Mañana, cuando Halloween haya quedado atrás, Dilys mandará retirar estos adornos junto con las calabazas que ella misma talló en forma de intrincados arabescos. Pronto se la podrá ver sentada frente al escritorio de cualquiera de los dos acogedores salones que se abren a ambos lados del vestíbulo preparando los adornos de Navidad que decorarán el interior y el exterior del hotel: grandes lazos de terciopelo, guirnaldas de abeto, coronas de piñas y constelaciones de bombillas blancas por doquier.
        Victor tiene cabeza para los negocios, y a Dilys le resulta útil como contable, pero es ella quien posee el estilo, el gusto por la decoración, la escenografía y la ambientación que destila el hotel. Los butacones tapizados de terciopelo de las habitaciones, los señuelos de madera y las tallas de faisanes, las chimeneas de gas, los suelos de madera noble, las raquetas, los grabados de Currier y Ives, los espejos dorados, los platos de coleccionista ilustrados, las bombas de agua antiguas convertidas en lámparas... todo es idea suya. Las habitaciones de los huéspedes, revestidas de pino o ladrillo, no disponen de teléfono, pero sí de camas altas y blandas con austeras colchas de color blanco. En todo el hotel reina una simplicidad que a Honora se le antoja afectada, calculada deliberadamente para que coincida con la idea que se tiene de la bucólica vida campestre en la gran ciudad. Puestos a buscar autenticidad, Honora se inclina por esos moteles sórdidos que proliferan junto a las autopistas desiertas, con sus colchones desvencijados y sus bañeras mohosas.
        Los beneficios aumentan de año en año. Con la única excepción de Honora, Dilys aprovecha al máximo el potencial de sus empleados. Y no porque sea especialmente hábil a la hora de gobernarlos, sino porque es de esas personas que no cejan hasta conseguir lo que quieren de los demás, aunque sea a gritos y empellones. Además, se le dan bien las relaciones públicas. Ha logrado convencer a varios personajes importantes --intérpretes de Shakespeare, cantantes de ópera, presentadores de televisión-- para que celebren su boda en el hotel, y siempre se ha preocupado de que los rotativos de Toronto se hicieran eco de la noticia. No hay ninguna revista influyente que no haya hablado del hotel. Según Honora, Dilys se vino a vivir aquí porque quería su propia ciudad. Y la verdad es que si Franklin Bay figura en los mapas es gracias al hotel. Dilys fue la pionera. Tras ella llegaron otros empresarios y, con ellos, una cafetería, varias pensiones, un pub inglés, boutiques y camisetas de marca, artesanía, joyas de plata, objetos de peltre, jerseys de lana inglesa, vidrio coloreado... Los jubilados empezaron a establecerse en Franklin Bay atraídos por lo moderado de su clima y por los pintorescos comercios de York Street, con sus cercas y paredes de madera y sus ventanas de estilo georgiano.
        Dilys se apoya en el mostrador. Todo en su aspecto --el lapiz de labios color berenjena, el maquillaje espeso, la montura de estrás de las gafas, el tinte burdeos del cabello-- está calculado para provocar sorpresa. Dilys se considera una obra de arte, pero el efecto conseguido no es bello, sino grotesco, más bien propio de... en fin, de Halloween. Es de corta estatura y constitución recia, y se balancea un poco al andar. Tiene los pies delicados y eso la obliga a llevar zapatos sin tacón. En la arrogancia de su busto, en el perímetro de sus bíceps, en la envergadura de sus manos, en su manera de plantarse con los pies separados y bien apoyados en el suelo como si fuera un peso pesado, hay algo sólido, algo amenazador. Dilys no es una presa fácil. Más bien es un factor a tener en cuenta.
        --Ayer por la noche bajé al muelle con Victor --dice con intención.
        --¿Ah sí? --responde Honora sin interés.
        --Pasamos por delante del barco de tu amigo.
        --No me digas.
        --¡Daba unos bandazos increíbles! --exclama Dilys con un ápice de incredulidad y casi sin aliento--. Saltaba a la vista. Todo el mundo se dio cuenta de lo que había. Además, esas cortinas que tiene no son opacas del todo. Se veían siluetas. Sombras en movimiento. Y no me extrañaría nada que hasta se oyeran gemidos.
        --Los dos somos mayores de edad. Y estábamos en una propiedad privada.
        --Pero Honora, en el muelle...
        --No obligamos a nadie a pararse a mirar. Ni a escuchar.
        Dilys suspira resignada, puede que con desgana.
        --¿Qué tal es hacerlo con un hombre más joven? --pregunta con un gesto de interés provocado por una envidia mal disimulada.
        --Tiene algo de vicio. De incesto. De fruto prohibido.
        --Creía que solíais hacerlo en tu casa. ¿Por qué en el barco?
        --En la variedad está el gusto.
        --Pues ahí abajo tiene que ser un engorro. En el camarote, con tan poco sitio. Aunque algo parecido a una cama tendrá, supongo. Porque lo hacéis en la cama, ¿no?
        --Jamás. Demasiado fácil. Demasiado cómodo.
        --Pues entonces... ¿dónde?
        --A veces me sienta en la encimera de la cocina. Me ata las manos al grifo y los pies a los tiradores de los armarios. Me amordaza, me venda los ojos. Para empezar usa lo primero que encuentra: mangos gruesos de madera pulida, botellas de cerveza vacías, el engrasador del pavo... Me penetra, me provoca hasta el éxtasis. --Honora exagera porque sabe que eso es lo que Dilys quiere, lo que Dilys necesita--. ¡Y el vaivén! El vaivén del barco te pone como loca. Con el movimiento todo va más deprisa. Es como subirse a una montaña rusa en cuero vivo. Es como montar desnuda un magnífico corcel. Ay, si yo te contara...
        Dilys aprieta los labios para no decir lo que piensa, se pone la gabardina y coge el monedero y las llaves. Esta mañana tiene que cruzar el lago hasta Goderich, donde le están imprimiendo la versión actualizada de un folleto con las tarifas del verano próximo y menús nuevos para el comedor del hotel.
        --Victor está con la moral por los suelos --le dice en confianza--. Hoy lo he visto más deprimido que de costumbre. Necesita algo que lo anime. Si puedes, escápate un momento, a ver si me lo alegras un poco.
        --No sé si podré. Tengo que clasificar estas facturas.
        --Bah, déjate de facturas. Hoy no va a haber mucho trabajo. Tómate un rato libre. Yo voy a estar fuera toda la mañana.
        Honora sabe qué ha querido decir con eso. ¿Acaso no aprovecha Dilys la menor oportunidad para echarlos uno en brazos del otro? ¿No los empuja siempre a caer en la tentación de cometer alguna diablura? No se cansa de ponerla a prueba. Ni a Victor. Meterlos en semejantes belenes debe de provocarle una sensación de poder. Aunque no significa que la crea capaz de sacar provecho de la situación. Dilys confía en la lealtad de su prima. En su amistad.
        Victor tiene su despacho el primer piso del hotel. A veces, durante el día, se encierra con llave. Dilys y Honora creen que lo hace para no ser sorprendido mientras se masturba. A Dilys no le importa. Es asunto suyo, dice. Las necesidades sexuales de su marido le parecen pueriles y dignas de lástima, y ya le ha dicho que no piensa volver a mantener relaciones con él. Honora lo sabe porque Dilys se lo cuenta todo. Habla de Victor como si él fuera un niño y ella una madre que relata sus cuitas a otra madre. Habla de él con la misma y temeraria sinceridad, con el mismo amor propio herido con el que Honora habla de su hija, Rachel, que desde hace poco vive con ella en Franklin Bay. Honora y Dilys llevan muchos años haciéndose confidencias; tantas, que ya nunca podrán permitirse el lujo de poner fin a su amistad. Eso las pondría en peligro, en evidencia. Y hay demasiadas cosas en juego.

II

Honora espera a que Dilys se haya ido para descolgar el auricular y marcar un número de Toronto. Su prima debe de estar al corriente de las conferencias que pone desde la recepción, pero nunca le ha sacado el tema.
        --Hola, mamá.
        --¿Quién es? --responde una vocecilla hostil.
        --Soy yo, Honora.
        --No me llamas nunca.
        --La estoy llamando. Y la llamé la semana pasada. --Mientras va hablando, Honora se imagina las calles tranquilas y arboladas, los caminos circulares y las pistas de tenis del vecindario de su infancia, donde su madre sigue viviendo. La anciana dispone todavía de una considerable fortuna, pero no es nada partidaria de compartirla con su hija. Para que dé el brazo a torcer, Honora tiene que compensarla de alguna manera: llamarla por teléfono es una de ellas; dejarse maltratar es otra.
        --Me duelen todos los huesos del cuerpo y nadie se compadece de mí --protesta enfurruñada la anciana.
        --Debería levantarse de vez en cuando.
        --Se está muy bien en la cama. Aquí está lloviendo.
        --Debería levantarse y estirar las piernas. Toma demasiadas pastillas.
        --Me gustan mis pastillas. Me gusta que sean de colores. Las tengo de todos los colores del arco iris.
        --Pero, mujer, si usted no necesita medicarse. No le pasa nada.
        Toda la vida ha sido igual de hipocondríaca. Honora la recuerda siempre queriendo ser el centro de la atención. Que ella sepa, nunca le dio de comer: para eso estaba el servicio. Su madre prefería quedarse en cama y manejar a su marido a su antojo. Y así lo hizo, hasta matarlo. El padre de Honora era un hombre dócil, paciente y servicial, profesor de matemáticas en la universidad. Cada noche, después de las clases de la tarde, volvía a casa a cuidar de su mujer: le llevaba un tazón de sopa a la cama, le preparaba un camisón limpio y le cepillaba la larga cabellera. Atendía sus necesidades con la disciplina, el pragmatismo y la meticulosidad de un matemático.
        --¿Y yo qué? --le reprochaba Honora.
        --A ti también te quiero --le decía él, pero Honora creía que, si de verdad la hubiera querido, la habría llevado lejos de su madre, donde pudiera tener una infancia. Cuando murió, su madre no fue al entierro.
        --Estoy demasiado cansada --dijo sin levantarse de la cama. Una vez en el cementerio, Honora cogió un puñado de tierra del suelo. Tierra seca, suelta, estéril. Cuando quiso arrojarlo sobre el ataúd, el viento lo esparció casi todo por los aires. Qué tonto has sido, papá --pensó entonces. Cómo has malgastado tu amor.
        --Hoy venía la foto de Ford en el periódico --prosigue la anciana.
        Ford, el ex marido de Honora, es un abogado especializado en derecho penal que aparece constantemente en la prensa. Defiende a asesinos famosos, en su mayoría empresarios acusados de cometer homicidios impecables, brillantes e innovadores.
        --En los ecos de sociedad --insiste--. Lo invitan a las mejores fiestas.
        --Con razón está impresionada...
        --¿Por qué tuviste que irte a Franklin Bay?
        --Porque me gusta la vista que tengo desde aquí.
        --Si vivieras en Toronto --dice la madre--, te daría dinero.
        --Ya he vivido en Toronto, madre, y nunca me dio nada. De todas formas, ahora que lo dice, no me vendría mal una ayuda.
        --A tu edad no debería faltarte el dinero. Si no hubieras dejado pasar la ocasión... Tu padre y yo queríamos lo mejor para ti. Podrías haber ido a la universidad. Tenías cabeza para estudiar. Ahora serías licenciada en letras, como Dilys. Pero no, tú tenías que escaparte a Europa. En mi vida me había sentido tan traicionada.
        --Madre, de eso hace treinta años.
        --Estuviste meses y meses sin llamarnos.
        --Necesitaba estar sola.
        --Vivir en un cuchitril. ¡A quién se le ocurre!
        --Era un piso. Y no tenía nada de sórdido.
        La anciana no sabe de la misa la media. A los veinte años su hija estuvo trabajando en Madrid a las órdenes de un fotógrafo. Creció de la noche a la mañana. Probó el hachís y la cocaína. Aprendió a masturbarse. Se acostó con el fotógrafo y se dio cuenta de que no le provocaban remordimientos ni su mujer, Rosario, ni su hijo pequeño, Jesús. El fotógrafo, que siempre le había pagado muy poco, acabó por arruinarse y no pagarle nada. Honora regresó al Canadá al cabo de un año; en parte porque sus padres se negaban a mandarle más dinero y en parte porque un día, al volver al estudio con unos bocadillos y una botella de vino, se encontró al fotógrafo y a una clienta retozando desnudos en el suelo, entre cables y extensiones. De vuelta en el Canadá, Honora conoció en casa de sus padres a Ford, un estudiante de derecho --hijo de un colega profesor-- con el que se casó. En aquel momento le pareció la salida más fácil.
        --Dilys vino a verme hace un par de semanas --dice la anciana.
        --Ya lo sé. Le dije que te diera recuerdos.
        --Hay que ver qué sobrina más atenta. Y qué ideas tan originales tiene. Ésa es la clase de hija que yo quería. La gente como Dilys es la que mueve el mundo. Me habló de ti, por cierto. --Honora recuerda la promesa que le hizo Dilys al salir camino de Toronto: "Ya tienes quien te defienda".
        --Me mima demasiado --dice Honora.
        --¿Que te mima? ¡Ja! Desde luego, a veces pareces tonta. ¿No te das cuenta de que te tiene envidia? Dice que eres apática y holgazana.
        --Qué sabrás tú...
        --No me lo quería decir, es verdad, pero se lo sonsaqué. Hablamos largo y tendido. Te llamó gorrona. No le digas que te lo he contado.
        Después de colgar, Honora se muerde la mejilla hasta hacerla sangrar. Cómo se parecen Dilys y mi madre, piensa por primera vez. La envidia, la mezquindad, la culpa. ¿Qué habrá hecho ella para que Dilys se sienta amenazada? ¿Serán sus piernas largas? ¿Su voz áspera y grave? ¿La flema que Dilys tanto dice admirar? ¿Los trajes de Chanel herencia de los años vividos al lado de Ford? ¿El toque de clase que da a la recepción, que es precisamente lo que Dilys dijo que necesitaba el hotel? Honora contempla las hojas que vuelan al otro lado de la ventana y las tiendas de la acera de enfrente, casi todas cerradas hasta la temporada que viene: la mayoría no abrirá ni siquiera por Navidad, porque sus propietarios ya se han ido a Florida o a Australia a pasar el invierno. Muy pronto Franklin Bay parecerá un pueblo abandonado. Honora nota cómo la invade una sensación de... ¿Tristeza? ¿Pánico? Una vez más se ve a sí misma sentada en el cubículo de la recepción cual pájaro en una jaula brillante, y, durante un instante, siente ganas de derribar el hotel tabla a tabla.
        Por fin, se pone a clasificar las facturas. No es tanto trabajo como parecía: le lleva menos de media hora. Al principio le tiemblan las manos, pero al cabo de un rato ya no, porque sabe qué tiene que hacer. Recoge las facturas, levanta la trampilla del mostrador, sale de la recepción y vuelve a colocar la trampilla en su sitio. Se dirige al primer piso sin hacer ruido, dejando atrás el restaurante, con su suelo de baldosas anaranjadas, sus sillas Shaker, sus servilletas blancas almidonadas y dobladas en forma de cisne y sus largas ventanas semicirculares con vistas a la calle. Por el camino le llegan de la cocina ruidos sordos y distantes de cacharros y el olor de las cebollas en la sartén. La gruesa moqueta de la escalera acompaña sus cautelosas pisadas hasta el último peldaño. Luego Honora recorre el estrecho y desierto corredor del primer piso. Antes de llegar a la sauna que hay al fondo y que lo llena todo de olor a sal, llama suavemente a la puerta de Victor, mira a derecha e izquierda y entra deprisa.
        Victor está sentado en una vieja y recia silla giratoria, con el mismo traje de tweed de tres piezas que lleva siempre. Para él se ha convertido en una especie de uniforme, en la armadura que lo protege --es un decir-- del ojo crítico de Dilys y de su lengua. La luz nacarada que entra por la ventana le ilumina la cabeza, calva, lustrosa y algo puntiaguda, semejante a la cáscara lisa de un huevo enorme y absurdo.
        --¿Honora? --dice perplejo al volverse y reconocerla. A pesar de los años de trato, Victor sigue mostrándose tímido y desconcertado cuando Honora está presente, tal vez porque ella y Dilys se conocen desde hace tanto tiempo que podría decirse que una parte de su mujer ya estaba comprometida cuando él la encontró. Sea como fuere, Victor no puede librarse de la sensación de ser un advenedizo, una tercera parte, un invitado que se ha colado en la fiesta.
        --Te traigo una cosa --anuncia Honora. Victor tiende la mano para coger las facturas--. No, otra cosa --dice, y las deja caer al suelo. Luego coge la silla por el respaldo y la hace girar hasta ponerla de espaldas a la ventana. Hace calor y el traje de Victor huele a rancio. Honora se agacha y le afloja el nudo de la corbata.
        --Honora, ¿qué...?
        Pero ella ya le ha desabrochado el cinturón, ya le ha bajado los pantalones y los calzoncillos hasta dejarle al descubierto las caderas blancas y las rodillas peludas, ya le ha dejado caer el revoltijo de ropa sobre los tobillos, sobre los zapatos de cordones con mil y una costuras, para que no pueda levantarse e irse aunque quiera. Aunque quisiera. Honora no se sorprende de su propia osadía; se limita a ejecutar su plan con una cierta parquedad, con movimientos diestros y expeditivos. Puede que la misma escena haya tenido ya lugar en su imaginación, en sus sueños.
        ¿Es esto supervivencia?, se pregunta Honora con la mirada fija en la ventana, por encima de la cabeza de Victor, mientras maniobra en su regazo y nota con agrado el rítmico vaivén de la silla. ¿O es destrucción? ¿Qué es lo que quiere, en el fondo? ¿Arremeter contra la alianza de Dilys y su madre? ¿Minar el equilibrio de Dilys con un ataque a sus cimientos? La lana áspera de la chaqueta de Victor le abrasa las rodillas. Se desabrocha la blusa, pero Victor no se atreve a tocarla. Honora lo aterroriza. Dilys lo aterroriza. Por eso se conforma con contemplar sus pechos desnudos, su ombligo, las caderas sinuosas que la blusa ha dejado al descubierto. Tiene las manos quietas, muertas casi, apoyadas en los reposabrazos de la silla. Es como un perro apaleado, piensa Honora con asco. Entonces se oye un quejido, un grito ahogado de indefensión, de gratitud, que le suplica que no se detenga, que llegue hasta el final.
        Qué patético desecho de hombre, piensa Honora. Ella lo ve como una concha temblorosa y hueca, como un recipiente que Dilys ha vaciado, reducido a cenizas, a fuerza de genio y de pura voluntad. Pero ¿no lo están pagando los dos? ¿No son ambos, Honora y Victor, despojo de la ambición de Dilys? Lo que estoy haciendo, piensa Honora, traerá problemas a Victor, y a Dilys también, tarde o temprano. Con eso me basta. No es poder lo que anda buscando. No, la sola idea del poder la aburre. Lo que le interesa son las mentiras y los secretos, las promesas rotas, los tabús, los pecados, las traiciones, las violaciones, la lujuria, el peligro, los placeres prohibidos: lo que ella considera el auténtico telón de fondo de la existencia, la oscura telaraña del deseo, la intersección de las intimidades, entretejidas cual lúbrica lencería pegada al cuerpo, que hacen soportable la parafernalia exterior, el atavío de la vida cotidiana.
        Cumplida su misión, Honora se dirige a la puerta del despacho. Victor ya se ha vuelto a colocar el faldón de la camisa dentro de los pantalones, se ha arreglado la corbata y se ha secado el sudor del cuero cabelludo. Ahora está recogiendo a gatas las facturas esparcidas por el suelo.
        --¿Se lo contamos a Dilys? --le espeta Honora.
        --¡No, por Dios! --dice él con la cara enrojecida del susto.
        --Igual le hacía ilusión saberlo. Le quitaría un peso de encima saber que por fin ha ocurrido. Otra cosa más que podría tachar de la lista. Llevaba mucho tiempo provocándonos, ¿verdad? Ella se lo ha buscado. --Si Honora le contara lo sucedido, Dilys le echaría la culpa a Victor. Y él lo sabe tan bien como ella. Dilys castigaría a Victor antes que a su prima. La sangre es más espesa que el agua.
        --Por lo que más quieras, Honora, no se lo cuentes. Santo Dios...

 III

Dilys no aparece en toda la mañana. Vuelve a las dos, despeinada y con la cara enrojecida por el viento, y, sin quitarse siquiera la gabardina, corre al encuentro de Honora.
        --He visto a Rachel --le dice sin aliento--. Al volver de la imprenta quería pasarme por la ferrtería y he bajado con el coche por Louisa Street, donde tiene su clínica el doctor Holmes. Honora, he mirado hacia arriba al pasar y la he visto en la ventana, abrazándolo a plena luz del día. ¡A quién se le ocurre!
        --Es joven...
        --Ya no tiene veinte años. Debería empezar a comportarse como una persona responsable.
        Dilys no es quién para hablar de hijos ni de responsabilidad, piensa Honora. La hija de Dilys, Euphemia, vive en Alberta en una especie de comuna o de campamento religioso estrafalario. Ha tenido ya tres hijos, cada uno de un miembro diferente de la comuna, y ni siquiera sabe exactamente de cuál. Todos los miembros de la secta, hombres y mujeres, se parecen entre ellos. Todos tienen el mismo aspecto de acólito asexuado, con sus túnicas indias de algodón al viento, sus melenas enmarañadas, sus extremidades mugrientas, sus collares de cuentas y sus sandalias de cuero. Cuentan que hay droga de por medio, e incienso, y nudismo, y trances, y cánticos, y rituales celebrados a la luz de las velas o de la luna llena. Y puede que armas también. Dilys se presentó en la comuna una vez con la esperanza de hacer entrar en razón a Euphemia, de traerla consigo a casa. Volvió asqueada y escandalizada. Dijo que aquello estaba lleno de niños mugrientos y bizcos. Ahora Euphemia y ella no se hablan. Es como si nunca hubiera tenido una hija.
        --Se está pasando de la raya --dice Dilys sobre la conducta de Rachel--. Franklin Bay es un pueblo. La gente es conservadora y muy dada a las habladurías. Si llegara a saberse, se armaría una buena.
        --Pues que se arme.
        --Podría perjudicar al hotel.
        --La gente de Franklin Bay no se hospeda en el hotel.
        --Pero hablarían. Encontrarían la manera de perjudicarnos, de sabotearnos.
        --No te preocupes. Si mi presencia se convierte en un lastre, me iré.
        --¡No se trata de eso!

IV

Camino de casa, Honora atraviesa el pueblo a la pálida luz del atardecer. Ha sido un otoño cálido y lluvioso. Los árboles ya han perdido por completo el follaje, y las últimas hojas yacen empapadas en los jardines húmedos, pegadas a la hierba alta y mojada que no ha vuelto a cortarse desde septiembre. Hace una tarde agradable y no muy fría, teñida de ese aire --no del todo desagradable-- de tristeza y ocaso que lleva consigo el otoño. Por la calle se respira el perfume acre de la muerte, de la materia en perpetuo estado de descomposición, de las hojas putrefactas que sirven de abono, de las manzanas que han fermentado entre la hierba alta, de las ramas arrancadas por el viento que se reblandecen y se deslizan como serpientes por los barrancos, de las setas no comestibles y de la tierra húmeda y fértil. El espíritu burlón de Halloween, con su cortejo de cabalazas, brujas de papel y fantasmas de celulosa, reina por doquier: en los porches, en las ventanas de las plantas bajas, en las ventanas de los dormitorios; un estéril esfuerzo intimidatorio. Una docena de esqueletos en miniatura se columpian de las ramas del manzano silvestre que crece en un jardín escenificando una extraña y macabra pantomima.
        Al llegar a casa, Honora advierte con sorpresa que Rachel está en la cocina comiéndose un bocadillo caliente de queso. Es raro que haya vuelto tan temprano. A esta hora, cuando los pacientes, la terapeuta y el contable ya se han ido, y antes de que el doctor tenga que volver al lado de su esposa, él y Rachel aprovechan para entregarse a sus jueguecitos.
        Honora recorre el estrecho corredor que la separa del cuarto de baño para ir a lavarse un poco y para no molestar a Rachel. Madre e hija van con pies de plomo: han aprendido a no entrometerse la una en la vida de la otra. Su relación, más que un vínculo indestructible, es un polvorín. Todo tiene que ver con Ford y con el motivo de que ambas estén viviendo en Franklin Bay. Rachel sabe lo de la infidelidad de su padre; sabe por qué Honora y él ya no están juntos; y puede que a un nivel ideológico incluso lo entienda, pero a nivel emocional sigue enfadada con su madre. Para eso siempre será una niña, y siempre echará las culpas a Honora, porque es más fácil culpar al sexo conocido que al que se desconoce. Al final, cree Honora, las mujeres acaban siempre por atacarse las unas a las otras como perros furiosos.
        Rachel estudió dos cursos completos en la universidad. La primavera del tercero, sin embargo, decidió colgar los libros, abandonar Toronto y venirse a vivir a Franklin Bay con su madre. Se pasó todo el verano tumbada en la playa. A finales de agosto, cuando dejó de hacer buen tiempo, consiguió trabajo de recepcionista en el consultorio del quiromasajista. Y casi desde el primer día, Día del Trabajo, está liada con el doctor Holmes. En el consultorio, en la sección de fisioterapia --una zona con camas aisladas mediante cortinas--, hay una gran jaula metálica aparejada con cuerdas y tirantes de cuero. Se usan para sujetar extremidades heridas, caderas convalecientes y brazos rotos que necesitan tratamiento y tracción. Rachel ha contado a su madre cómo el doctor Holmes la mete en la jaula, la ata,  inmoviliza con los tirantes, la azota, abofetea y tortura hasta el orgasmo. A Honora esos relatos le provocan una mezcla de fascinación y repugnancia, y también una cierta incredulidad: le cuesta imaginarse al tímido, introvertido, flaco y envarado doctor Holmes, con su aspecto conservador, su cara de pocos amigos, sus canas y su corte de pelo militar, comportándose como el maestro de ceremonias de un circo o un cruel empleado del zoo, látigo en mano. Por otro lado, no duda de su veracidad, porque el tiempo le ha enseñado que la gente suele ser lo contrario de lo que aparenta.
        --Está enfermo. Y lo que te hace es enfermizo --dice.
        --Enfermizo es lo que hacéis Dennis y tú.
        --¿Y tú que sabes?
        --¿Te crees que no oigo nada desde la cama?
        Rachel comenta que el doctor y ella se encontrarán en el consultorio cuando oscurezca. La señora Holmes estará ocupada en casa, repartiendo chucherías entre los niños que llamen a su puerta. Su marido le ha dicho que tiene una reunión de trabajo en Goderich.
        --Y ella es tan tonta que se lo cree --se burla Rachel.
        --Rachel, dudo mucho que la señora Holmes sea tonta. Su negocio va viento en popa.
        Rachel lleva tiempo presionando al doctor Holmes para que éste consienta en hacer oficial su relación. Quiere que deje a la señora Holmes, quiere vivir rodeada de antigüedades en la casa del acantilado, la casa bicentenaria de piedra con su enorme jardín alfombrado con hojas de roble resplandecientes como virutas de cobre al sol y su pabellón de ladrillo reconvertido en garaje para que el doctor Holmes tenga dónde aparcar su Mercedes, la casa donde siempre sopla el viento y donde las aguas del lago, a los pies del acantilado, suben y bajan como el pecho de un gigante dormido.
        --Pero ¿no ves que la casa es de ella? --dice Honora--. Su familia debe de tener dinero.
        --El negocio de Peter va sobre ruedas --arguye Rachel--. Vienen pacientes de todo la comarca.
        --Nadie gana tanto dinero, al menos tanto como hay en esa casa, masajeándole a la gente la espalda. Y ve haciéndote a la idea de que el doctor no querrá renunciar a su Mercedes.
        --Puede irse ella. Puede volverse a Toronto.
        --Rachel, ¿cómo quieres que haga eso? Tiene la tienda de antigüedades. Y él tiene el consultorio. Los dos tienen la vida resuelta. La gente no renuncia a esas cosas porque sí. Ninguno de los dos querría irse, y en un pueblo tan pequeño como éste tendrían que verse cada día. Tú misma tendrías que verla.
        --No me importa.
        --No te pases de lista, Rachel. Es fácil que te salga el tiro por la culata.
        --Me niego a ser como tú. No me voy a conformar con cualquier cosa. Estoy decidida a ser más feliz que tú.

V

Suena el teléfono. Rachel ya ha salido. Es Dennis.
        --En la playa dentro de media hora --dice.
        --¿Por qué no aquí? --pregunta Honora.
        --Demasiado previsible.
        --Tendríamos la casa para nosotros solos. Rachel acaba de irse.
        --¿A tirarse al buen doctor?
        --En la playa hará frío.
        --Encenderemos una hoguera. Además, con hoguera o sin ella, no tendrás frío. Voy a hacerte cosas que no olvidarás jamás.
        Honora recorre un callejón apenas urbanizado para llegar a una empinada escalera de madera por la que descender hasta la playa que se extiende a los pies del acantilado. El corazón se le acelera con sólo pisar la arena, antes incluso de que Dennis, ágil como una gacela, se dejé ver detrás de unos arbustos.
        --¿Te he asustado? --sonríe esperanzado. Dennis ha confesado estar enamorado de Honora, incluso le ha pedido que se case con él, pero ella no lo toma en serio.
        --Se mire como se mire, está claro que no me convienes --le ha explicado más de una vez. Se conocieron hace un año, cuando él amarró su barco en Franklin Bay y empezó a ganarse la vida haciendo chapuzas en el club náutico. A Honora le huele a lago y pescado, a combustible de motor fuera borda y a pintura indeleble, y eso la excita. También la excitan su juventud, su falta de educación, su irreverencia, su fuerza física y su rostro curtido y envejecido antes de tiempo. A sus pocos años, puede presumir de haber bebido como un cosaco y de haber tomado cantidades industriales de cocaína. También ha tenido gonorrea.
        Dennis conduce a Honora hacia la orilla. Después de toda una semana de lluvias, la arena está dura, compacta. Con la emoción del momento, Dennis pasa entre las ramas que las tormentas han esparcido por toda la playa sin pararse a pensar en la hoguera prometida. Su boca ya está en el cuello de Honora, sus manos en todos los rincones de su cuerpo: deslizándose por sus pechos, sus caderas, quitándole el impermeable, remangádole la falda a toda prisa, arrancándole las medias y las bragas sin el menor cuidado. Eso es precisamente lo que Honora espera de él: arrebato, violencia, peligro. Dennis la obliga a tenderse en la arena y se lanza sobre ella como un gato salvaje. Honora finge reparo. Dennis la agarra del pelo con una mano y le balacea la cabeza hasta hacerle daño. Luego le inmoviliza una mano arrodillándose sobre la muñeca hasta enterrarla en la arena, le coge la otra y se la retuerce hasta que le toca la espalda. Para entonces ya se ha bajado los pantalones y ya la ha penetrado. Dennis gime y empuja, gime y empuja, y Honora por fin se entrega a él totalmente, lo abandona todo, siente que sus partes se dilatan fruto del deseo, la necesidad, el anhelo. De pronto, una ola de excitación recorre todo su cuerpo, como si las aguas del lago, las mismas que oye romper a pocos metros de ella, hubieran irrumpido en sus entrañas para inundarla. Finalmente, Dennis se deja caer sobre ella y hunde la cara en la arena.
        Durante unos instantes, Honora yace en la playa en silencio, contemplando la noche estrellada y pensando: ¿Qué es el sexo sino autodestrucción? Eso es lo que queremos todos, ¿no es verdad? Destruirnos a nosostros mismos. Ser uno con nuestra pareja nos hace menos y no más, nos aboca a un vacío negro como el que se traga a Alicia.
        Tres cuartos de hora más tarde, Honora y Dennis emprenden el camino de regreso. Aún no han llegado al extremo de la playa cuando ven que alguien ha encendido una potente linterna en lo alto de las escaleras. El haz de luz describe un círculo para luego iluminar las escaleras y detenerse en ellos un momento. Inmediatamente después se oye ruido de pasos apresurados. Honora deja de subir y se sienta en un banco construido en la pared del acantilado. Un agente de la policía se detiene frente a ella. Unos peldaños más arriba hay otro. El primero la enfoca con la linterna y Honora tiene que taparse los ojos. Sabe que va hecha unos zorros, con el cabello lleno de arena y la gabardina sucia y mojada. El policía debe de estarse preguntando qué hacían Dennis y ella allá abajo. Aunque seguramente ya lo sabe. En cuanto ha visto la linterna y ha oído las pisadas de botas en las escaleras, Honora ha adivinado qué es lo que andaba mal.
        --¿Es usted Honora Gilchrist? --le pregunta el agente. No es de Franklin Bay. Aquí no hay policía, no hay delincuencia--. Se trata de su hija. Lamento decirle que ha muerto. Parece un caso de asesinato.

VI

 --Le vi comprar el arma --dice Dilys--. El día de Halloween. Cuando fui a Goderich a la imprenta. ¿Sabes la armería de la calle Veintiuno, justo antes de llegar al desvío de Clinton? No llegué a ver el arma, claro, pero lo vi salir de la tienda con un paquete en la mano. Debió de comprarla ese día. No quería decírtelo, pero...
        Sí querías, piensa su prima. Honora está sentada en la recepción, metiendo los folletos en sobres. Ha pasado una semana desde el asesinato. Esta mañana, mientras venía hacia el hotel, ha visto caer los primeros copos de nieve de la temporada. Caían despacito, de uno en uno, como los que se ven en las estampas japonesas: decorativos, pintoresos y algo inverosímiles. Ha llegado al hotel con el pelo cubierto por una película blanca.
        --Honora, ¿no te das cuenta? ¡Podría haber evitado el asesinato!
        --Pero si no usó la pistola. No la mató de un tiro. La mató con sus propias manos.
        --Bueno, pero, si hubiera llamado a la policía, habrían podido arrestarlo entonces.
        --No se puede arrestar a nadie por haber comprado una pistola. Además, tenía permiso de armas. --Honora conoce todos los detalles del caso. Ahora sabe más de Peter Holmes de lo que nunca habría querido. Es probable que incluso lo conozca mejor que a Rachel, su propia hija.
        Los periódicos estuvieron hablando del tema durante toda la semana, dedicándole un artículo tras otro. Se diría que la comarca estaba sedienta de emoción y sangre. La gente no quería echar tierra sobre lo sucedido. El primer día de trabajo después del asesinato Honora entró en el cubículo de la recepción y se encontró con un periódico que Dilys había dejado allí subrepticiamente. Hablaba largo y tendido del caso.
        --¡Honora! --exclamó Dilys aquella misma mañana fingiendo sorpresa y preocupación--. ¿Cómo lees eso? ¿Quién ha dejado aquí este periódico? Trae, anda. Ciertas cosas es mejor no verlas--. Honora piensa que a Dilys le gusta creer que podría haber evitado el asesinato. Eso le da un cierto poder sobre Honora, la hace formar parte de su destino. De hecho, Dilys se enteró del asesinato de Rachel antes que Honora. La policía, que acudió a la clínica del doctor Holmes alertada por un vecino que afirmaba haber oído un disparo, fue a buscar información al hotel de Dilys, el único establecimiento que permanecía abierto la noche de Halloween. Fue ella quien les dijo que encontrarían a Honora y a Dennis en la playa. Honora se pregunta si Dilys se alegra del eco que ha tenido el asesinato y que muy bien podría atraer turistas morbosos --clientes potenciales del hotel- a Franklin Bay.

VII

La madre de Honora vino al entierro. Dilys fue a recogerla en coche a Toronto.
        --No me quedó mas remedio --explicó--. Me llamó expresamente para pedírmelo. No podía decirle que no. --La trajiste para fastidiarme, piensa Honora.
        Durante el funeral, Dilys y la madre de Honora se sentaron juntas en un banco casi al fondo de la iglesia. La anciana parecía enferma de ictericia. Había desenterrado su capa de visón, y el roedor cuya cabeza disecada adornaba el cuello de la prenda no apartaba sus ojos malévolos de ella.
        --¡Apestaba a naftalina! Por poco me desmayo --confesó luego Dilys. En nombre de su madre, Honora sintió una punzada de dolor que la dejó sorprendida.
        --¿No estás enfadada? --le pregunta Dilys el día de la primera nevada--. ¿No estás enfadada por lo del asesinato? ¿No tienes coraje suficiente para enfadarte? ¡Era tu hija! Carne de tu carne.
        --Ya sé qué es una hija --la ataja su prima. Honora cree que Dilys se alegra en parte de la muerte de Rachel porque eso las deja a las dos sin hijas (Euphemia vive, pero, para el caso, es lo mismo). Durante años le ha pasado muchas cosas por alto, incluidas su tiranía y su duplicidad, pero esto ya es demasiado--. Sé qué es una hija --repite--. La mía me quiso mientras estuvo viva, que es más de lo que puedes decir tú de Euphemia.
        Dilys se aleja enojada. Honora sabe que sus palabras tendrán consecuencias. No es la primera vez que se distancian a raíz de una pelea. Seguirá un largo período de frialdad entre las dos. Se cruzarán por los estrechos pasillos del hotel sin mirarse a la cara. Se hablarán sólo cuando el negocio lo requiera. Y, durante un tiempo, Honora se encontrará cómoda de este modo. Después de soportar la cháchara impenitente de Dilys, la verdad es que agradecerá el silencio. Le dará tiempo al tiempo. No cederá. Honora no es de las que piden disculpas. Ha cometido errores, no lo niega, pero esos errores forman parte de su vida y no piensa echarse atrás. Y así hasta que un día empiecen a hablarse otra vez, porque sí, porque las familias funcionan así. La reconciliación no tendrá nada que ver con el perdón o con el amor. Honora le dirá algo a Dilys porque Dilys habrá hecho lo mismo antes. O puede que sea al revés. Ninguna lo tendrá en cuenta, ninguna querrá recordar.
        Honora contempla el panorama de tiendas cerradas. La blanca pantalla de nieve las hace parecer borrosas, lejanas. Honora se pregunta si esta virginal nevada la matará, si la destruirá con su delicadeza, si el templado invierno que se avecina, demasiado benévolo después de la muerta de Rachel, acabará con ella.
        En ese momento pasa por la calle, camino de su tienda, la esposa del quiromasajista. Gillian Holmes sigue regentando su establecimiento como si nada hubiera ocurrido. Hace unos días paró a Honora por la calle. Se la veía muy contenta. Llevaba un elegante traje de color rojo y zapatos de tacón de charol negro, y el sol se reflejaba en su pelo rubio.
        --Siento mucho lo de su hija --dijo, para sorpresa de Honora.
        --¿No sabe que ella y su marido...? --empezó Honora.
        --¿Eran amantes? Sí, lo supe desde el principio. Pero no podía hacer nada por evitarlo. Verá usted, mi marido era un hombre enfermo. Violento. Había estado en tratamiento varias veces. Es muy triste.
        Dennis no quería que Honora viera la escena del crimen. Ella había pedido a la policía que la acompañara a la clínica, y él se había pasado todo el camino tratando de disuadirla. Al pisar el umbral Dennis la cogió del brazo y le dijo:
        --No entres, Honora. Ya sabes lo que te espera ahí dentro --. Pero Honora le apartó la mano con rabia.
        --Tengo que hacerlo --dijo--. Tengo que verlo con mis propios ojos. Déjame en paz. ¡Quítame las manos de encima! --Y entró.
        --Zorra, más que zorra --oyó decir a su espalda.
        Honora entró en el consultorio y vio a Rachel colgando boca abajo en la jaula como una res, atada con tiras de cuero, vestida sólo con ropa interior negra. Excepto por el cuello roto, su cuerpo estaba intacto. Después de matarla, el doctor Holmes se había tendido en la camilla de al lado y se había disparado un tiro en la cabeza. Todo parecía cuidadosamente planeado y limpiamente ejecutado. Todo, naturalmente, excepto la sangre del doctor, que yace esparcida por paredes y biombos.
        Durante los pocos días de baja por motivos familiares que se tomó Honora, Dennis fue a visitarla varias veces a su casa, pero ella se negó a abrirle la puerta. Entonces él empezó a dejarle notas.

Querida Honora,
Lo que dige no lo dige de verdaz, me salió espontaneamente. Osea que no tiene nada qué ver con lo que siento por tí ni como muger ni como persona...


 Querida Honora,
Pensandolo bien a lo mejor sí que te dige la verdaz cuando te llamé zorra, por que siempre has tenido un polvo que te cagas y no ay muchas mugeres de tu edad que sepan follar como tu. Asín que hazte a la idea de que fué un piropo. Esto que te acabo de decir es una broma. Te vendrá bien un poco de humor...


Querida Honora,
La noche aquella en la playa iba yo un pelín colocao. No te lo dige por que no tenía bastante coca para los dos. Fue un regalo que me hizo un fulano a cambio de un favor que le hize, osea que tengo una excusa para verte dicho lo que te dige. Haber si me lo tienes en cuenta...


Querida Honora,
Te quiero.

         

VIII

Honora no cree que el amor exista. ¿Acaso no decía Peter Holmes que quería a Rachel y luego la mató? ¿Qué diferencia hay, pues, entre el amor y el odio? Honora piensa en su padre. Ni siquiera el amor que éste sentía por su madre era amor de verdad. En el fondo, era otra cosa. Negociación. Manipulación. Dominio. Codependencia. ¿Había querido Rachel a Honora? ¿La había enseñado ella a querer? No se acuerda.
        Honora se enteró de que Dennis había abandonado Franklin Bay. Dilys se encargó de decírselo. ¿Acaso no lo sabía todo? Ni que decir tiene que Dilys se alegraba en secreto. Ya podía volver a pasear por el muelle cuando hiciera buena noche sin pensar que iba a pasar por delante del barco de Dennis y que Honora iba a estar ahí abajo divirtiéndose, con el mango resbaladizo de una cuchara de madera de arce entre las piernas.
        Honora llega a casa del trabajo y se sienta frente a la mesa de la cocina. La imagen de Rachel colgada de la jaula le pasa fugazmente por la cabeza. Qué inútil es todo, qué insignificante. El dolor le hace un nudo en la garganta. Los ojos desorbitados de su hija muerta la miran, miran al policía, con una expresión abrumadora... ¿De qué exactamente? ¿De sorpresa? ¿De horror? ¿De miedo? ¿De arrepentimiento? No. En su mirada no hay nada de eso. En su mirada sólo hay una acusación.
        Honora entra en su dormitorio, empieza a sacar maletas y se dispone a preparar el equipaje. No sabe exactamente en qué defraudó a Rachel, pero sabe que no estuvo a la altura, y eso la hace, en parte, responsable de su muerte. No supo darle ejemplo. No la enseñó a vivir feliz. No le ofreció ninguna alternativa a su romance con Peter Holmes. Quizá no debió dejar a Ford. Quizá debió quedarse a su lado, igual que hizo su padre con su madre, y puede que eso hubiera salvado la vida de Rachel.
        Honora vacía los cajones de su cómoda. ¿Adónde irá? Recuerda algo que le dijo una vez su padre.
        --Honora, la vida es como las matemáticas. Cuando cometes un error, cuando te das cuenta de que el resultado no es correcto, tienes que volver a empezar. --Honora volverá a Toronto. Empezará otra vez de cero. Intentará de nuevo conseguir el amor de su madre.
        Mientras termina de hacer el equipaje, Honora se consuela pensado que tal vez Rachel sí la quisiera después de todo. Puede que esa expresión suya al morir fuera un mensaje secreto para ella, un generoso regalo de despedida. Cuidado, mamá. Cuidado. Corres el peligro de autodestruirte. Más del que te imaginas.
        
        

© 1996 Dorothy Speak
Traducido del inglés por Mercè López Arnabat

entrevista | inglés original | traduction française

"La vista desde aquí" (The View From Here) es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del autora y Somerville House. "La vista desde aquí" (The View From Here) apareció en la libro de relatos Object of Your Love, publicada por Somerville House,  1996.

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autora. Rogamos lean las condiciones de uso.

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