The Barcelona Review

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BONNIE JO CAMPBELL

LA CASITA DE JUGUETE

Traducido del inglés por Oihana Berakoetxea Bernaras

 

Cierro tras de mí la verja de casi dos metros de altura del pequeño patio de la casa de mi hermano. Llegar sin avisar no debería de ser un gran problema, ya que suelo pasar ahí media vida. Desde que nací, y no exagero, nunca había estado tanto tiempo (tres semanas) sin ver a Steve. No quiero dramatizar, pero desde su fiesta de solsticio de verano tengo náuseas y me siento rara, y por dos veces Steve no me ha devuelto las llamadas. Tal vez las salchichas no estaban bien cocinadas o estaban pasadas y por eso me he sentido algo revuelta. Nos peleamos en la fiesta y, después de decirle «Vete a la mierda» me fui donde las peonías rosas a beberme una botella de tequila (hasta ahí me acuerdo), pero luego me desperté en casa. Me desperté en la ducha, más precisamente, con el agua fría cayendo sobre mí, y mi novio, JC, dando gritos. No es de extrañar que no soporte que JC me toque desde esa noche.
       Unas enredaderas de hojas brillantes ocultan casi todo el vallado, y los macizos de gladiolos y lirios se han descontrolado, de tal modo que invaden las losas y me pintan las piernas de polen de color mostaza. Esta primavera ayudé a Steve a descargar un camión lleno de estiércol de vaca, algo que provocó ataques de ira de los vecinos y que todavía puedo oler. Al torcer la esquina de su casa, los racimos rosados de un arbusto en flor me golpean y rebotan como si tuvieran muelles. A ambos lados de la puerta cuelgan cestas rebosantes de petunias morado oscuro, y el olor es excesivo. Me inclino sobre una fuente de azucenas amarillas y vomito. Pienso en volver a mi coche y limpiarme la boca (hay un guante de tela marrón en el asiento trasero) pero la luz exterior de seguridad se enciende y luego la de la cocina. —Mira, es Janie —le dice Steve a la niña que lleva en brazos, y al verlo con su hija de tres años, el corazón se me llena de felicidad.
       —Hola, gente —digo—. Cuanto tiempo.
       —Y tu tía Janie tiene el pelo naranja. ¿Qué demonios te has hecho?
       —Hola, Pinky —digo.
       En realidad se llama Patricia, pero nadie la llama así. Pinky tiene los mofletes rosados y el pelo rizado, oscuro como el de Steve, y como el mío antes de cometer el error de decolorarlo. No puedo evitar sonreír al mirarlos y pienso en que ojalá le hubiera traído un regalo a la niña, un libro con dibujos o algo que brillara en la oscuridad.
       —Al final me he decidido ir a la universidad, a la Universidad de los Payasos —digo y entro tras él.
       Tengo el pelo horrible, ya lo sé, no hace falta que nadie me lo diga.
       Pinky parece feliz, como si la llevaran a un sitio al que le gusta ir. Tiene tres años y sigue queriendo que su padre la lleve en brazos.
       —¡Eh, cierra la puerta! Que tengo el aire acondicionado puesto —dice Steve—. ¿En qué sitio te has criado?
       —En el mismo que tú, tío.
       Su casa de una planta es tan grande como la de JC, donde llevo viviendo dos años, pero Steve tiene un gran jardín trasero donde hace barbacoas en verano. El persistente olor de las salchichas que deben de haber cenado y los platos grasientos de papel que veo en el basurero vuelven a revolverme el estómago. Quiero preguntarle lo de la intoxicación por algo en mal estado, pero no deseo empezar con algo negativo.
       —¿Quieres una copa de vino? —pregunta Steve mientras deja a Pinky en el suelo—. Y en serio, ¿qué le ha pasado a tu pelo?
       —Me lo lavé en el río Kalamazoo —respondo.
       Lo sigo a la cocina, pisando el revestimiento acolchado de vinilo amarillo y blanco (el tacto es raro si no te lo esperas). Justo antes de que Pinky naciera, instaló una amortiguación bajo el nuevo vinilo, para que el suelo no fuera tan duro si se caía. Se gana la vida instalando parqués, así que conoce bien todos los materiales especializados.
       Acepto el vino blanco en una copa con un par de cubitos de hielo, con la esperanza de que mi estómago mejore, y rechazo el cigarrillo que Steve se ofrece a liar para mí. Estoy intentando dejarlo, aunque hoy ya me he fumado tres en el trabajo.
       —Bueno, y ¿qué has estado haciendo aparte de destrozarte el pelo? —me pregunta Steve cuando nos acomodamos en el sofá.
       Delante de nosotros, casi bloqueando la televisión y tapando los muebles, hay una gran casa de juguete de plástico. La casa dentro de la casa ocupa una gran parte de la habitación, parece luminosa y segura con su techo magenta ligeramente inclinado sobre unas paredes amarillas con unas pulidas ventanas. Debajo de la ventana dispuesta en nuestra dirección hay pegatinas de frutas. Detesto el modo en que la casita de juegos hace que el cuarto parezca abarrotado, pero no me voy a empezar a quejar nada más llegar.
       —Solo estaba haciendo una prueba —digo.
       JC piensa que mi pelo es una señal de que me estoy volviendo loca. He prometido volver a teñírmelo de negro, pero las sustancias químicas del tinte me resultaron nauseabundas la primera vez, y no estoy preparada para olerlas de nuevo.
       —Bueno, al pelo de Pinky ni te acerques —dice, como si no pasara nada entre nosotros.
       A lo mejor su móvil no funciona, y tal vez no ha estado ignorando mis llamadas. El vino tiene un sabor amargo. Prefiero las bebidas combinadas cuando hace un calor así, o simplemente varios chupitos. No tantos como los que me tomé en la fiesta.
       Steve se incorpora de repente, como si lo hubieran pinchado con una descarga eléctrica. La gente siempre dice que Steve y yo tenemos mucha energía. Nuestro padre también tiene la misma energía, y la usa para intentar arreglar los aparatos electrónicos que llenan por completo su caravana, todo salvo el catre en el que duerme.
       —Eh, Janie, tienes que ayudarme con esta casita de juguete. He intentado que la Zorra lo haga, pero me ha dicho que no piensa acercarse a mí y a mi taladro. Me dice que tengo rabia interior. Le respondí: «Antes mi rabia interior te gustaba, Zorra».
       La Zorra es la madre de Pinky, que aún viene a verla a veces, aunque perdió los derechos de custodia cuando la condenaron por cocinar metanfetamina.
       —No vas a sacar eso al jardín, ¿verdad?
       —Ha hecho 37 grados hoy. La loca de mi hija es capaz de quedarse dentro y cocinarse. La sacaré por la puerta corrediza cuando la temperatura baje.
       Hace un gesto de asentimiento a la puerta corredera de cristal, como si hubieran llegado a un acuerdo.
       —¡Es mi diver-diver-divercasa! —dice Pinky.
       —Así es como llaman a la casa que tienen en la guardería. —Steve se vuelve hacia Pinky y le dice animadamente—: ¿A que es diver tu divercasa?
       Doblando las rodillas y agitando los brazos exageradamente, Pinky da un pequeño salto en el aire, se va corriendo a la casita de juguete y abre las puertas abatibles. Desaparece dentro. Me pregunto si alguna vez en mi vida fui tan joven o me sentí tan feliz.
       —Diría que es todo plástico. ¿Para qué necesitas herramientas eléctricas?
       —Empujó el techo con la escoba y se salió. Será algún defecto de fábrica. No quiero que se le caiga encima —dice.
       Pinky sale de la casita y se sienta a mi lado en el sofá. La rodeo con el brazo y me pregunto si realmente se cocinaría al sol con tal de pasárselo bien. Tiene suerte de tener a un padre que la proteja. Cuando Steve sale de la habitación para ir a buscar su taladro inalámbrico, dejo escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Cuando vuelve, abre la mano para enseñarme cuatro tornillos galvanizados de unos siete centímetros y medio. Le tiembla, como a mí, la mano.
       Vacío mi vaso y lo dejo en el estante que hay detrás del televisor. En la fiesta vi a Pinky bebiendo de los vasos que la gente iba dejando en la mesita del salón. No se te pasa por la cabeza que a una niña de esa edad le guste el sabor de los combinados aguados, el vino y la cerveza pasada. Cuando le saqué el tema a Steve, nos peleamos.
       —Apóyate en esta parte —dice Steve, y le da un golpecito al borde del tejado hueco antes de adentrarse gateando.
       Ver a su padre, que mide más de uno ochenta, agachado en la casita de juguete, hace reír a Pinky. Mete el brazo por la ventana y le da un golpecito en la cabeza a Steve. Él no parece darse cuenta del roce de su hija, concentrado en encontrar la postura adecuada para su taladro. Se contorsiona hasta quedar boca abajo; y Pinky se aparta de un salto cuando el taladro se pone en marcha y se tapa los oídos para protegerse del sonido chirriante. Steve asegura sin dificultad el techo mientras empujo hacia abajo suavemente con el antebrazo. Después del segundo tornillo me muevo al otro lado, donde está la pegatina que dice «Gasolina», y justo encima tiene una manguera de gasolina (un pedazo de cuerda brillante con una boquilla de plástico al final).
       En la tele dan un reportaje sobre el impuesto justo. He oído mucho ese término, y me pregunto si realmente es justo, así que me apoyo en el techo y miro la pantalla, pero con el taladro chirriando no puedo entender lo que dicen. Cuando llega el turno del cuarto tornillo Steve dice:
       —Presiona fuerte hacia abajo. Aquí no se está alineando bien.
       Cuando enciende el taladro, aprieto con más fuerza el antebrazo contra el techo y, de repente, siento algo más que presión. Algo va mal; un tornillo me agarra y me atraviesa la piel, y el chirrido del taladro me vibra por todo el brazo y el hombro. Cuando intento apartarme, siento un desgarro.
       —Eh, Steve, tío, ¿podrías sacar ese tornillo? —jadeo, como si mi voz fuera la de un robot, intentando mantener la calma para no asustar a Pinky.
       Sin embargo, tengo el corazón desbocado, y empiezo a sudar por todo el cuerpo.
       —¿El tornillo ha traspasado el techo?
       —Exacto. Sácalo —apoyo mi brazo fuerte contra el techo de plástico al que se ha quedado fijado, e intento no tirar del tornillo.
       —Eso del impuesto justo es una trola —dice Steve, enfadado de golpe, negando con la cabeza hacia la tele, aunque no pueda verla del todo porque está dentro de la casita de juguete.
       —Sí, ya, ¿podrías sacar el tornillo? Eh, ahora mismo,tron.
       Cuando Steve vuelve a poner en marcha el taladro, siento un rasgado, y durante un instante el tornillo se me adentra más en el brazo, y tal vez me toca el hueso.
       —Perdón —dice.
       Cambia la dirección y lo retira.
       —Joder —murmuro e intento recuperar el aliento.
       Me apoyo contra la pared y presiono con fuerza la herida para detener la posible hemorragia, pero no me atrevo a mirar.
       —Mierda, ahora está saliendo por aquí. —El taladro rechina de nuevo—. Me sorprende que haya traspasado el techo.
       Saca el brazo por la ventana situada encima del surtidor de gasolina y palpa el tejado con los dedos hasta que encuentra el agujero que el tornillo ha hecho. Sin mi peso comprimiendo el techo, el tornillo ya no traspasa el techo. Ver su brazo fuera de la ventana me hace pensar en Alicia en el país de las maravillas, cuando la protagonista bebe algo y ya no cabe en la casa.
       —¿Ves el precio del surtidor de gasolina?Solo dos dólares el galón. Eso sí que son tiempos felices.
       Steve empuja el techo desde abajo y se asegura de que esté sujeto. Después vuelve a poner el taladro en su estuche y sale gateando de la casita. Me ve haciendo muecas.
       —¿Qué pasa? —me pregunta—. No se te habrá metido el tornillo en el brazo, ¿verdad?
       —Pues sí.
       —Déjame ver.
       Me agarro el brazo con más fuerza.
       —Ven, deja que eche un vistazo —dice y le da palmaditas al cojín del sofá.
       Cuando me siento a su lado, coge el brazo y entorna los ojos mirando la herida.
        —Parece que solo ha traspasado la piel.
       —¿En serio? ¿No crees que debería ir a urgencias?
       —Si vas a urgencias vas a estar pagando la factura durante años. Lo sabes ¿no? ¿Te duele?
       —No. Pero me ha dolido cuando ha entrado.
       —Yo creo que está bien. Míralo tú, ¿crees que ha pasado la piel?
       —Me parece que sí.
       Miro. Resulta que no está sangrando nada. La herida parece inexistente, solo un puntito rojo. Sus palabras tranquilizadoras me relajan, como siempre, más que mis propios pensamientos.
       —Bueno, lo que está claro es que no puedo llevarte a ningún lado. Si conduzco con Pinky en el coche después de haber bebido, la estoy poniendo en peligro. Ya te digo, seguro que no es nada.
       —Si tú lo dices…
       Vuelvo a echarle un vistazo al punto rojo.
       —Hace poco vi un reportaje sobre urgencias. —Sacude la cabeza—. Es probable que sea el mayor problema del sistema sanitario en este país, que la gente va a urgencias como si fuera al médico de cabecera. A los contribuyentes ir a la consulta les cuesta más que un mes de alquiler, y eso sin contar las pruebas médicas.
       A los dos nos gusta reírnos del mundo, pero Steve tiene la capacidad de pasar de las bromas a las opiniones reales, y las defiende. Para mí, en cambio, es más fácil seguirle la corriente para evitar discusiones.
       —No tengo médico de cabecera —digo—. Salvo en la clínica ginecológica.
       —¡Mi nueva divercasa! —exclama Pinky.
       Está dentro, asomada entre los postigos, apoyando los codos en un alféizar que tiene debajo dibujos de naranjas, manzanas y plátanos, como si fuera una pequeña dependienta mofletuda de otra época. Sostiene en la mano un conejo de peluche con un lacito rosa alrededor del cuello. Le regalé el conejo por su cumpleaños en abril, y me siento de lo más agradecida de que le guste.
       —Es una monada, ahí, asomada a esa ventana —digo.
       Pinky nos saluda, y le devolvemos el saludo.
       —¿Te acuerdas de nuestra casa de juguete? —pregunto cuando me vuelvo a acomodar en el sofá con la segunda copa de vino.
       —Era una casa de juguete estupenda —dice Steve—. Pero sigo sin saber cómo cocinaban los indios dentro de los tipis sin ahogarse con el humo.
       El verano que él tenía catorce y yo once, dormíamos en el jardín para poder fumar cigarrillos y maría. Aunque en octubre intentamos encender una fogata dentro y quemamos la casita. Teníamos un vecino que era mayor, un amigo de Steve, que traficaba con maría y solía juntarse con nosotros. Un día que Steve no estaba, el tío se me puso encima y me tumbó en la alfombra vieja. Llevaba puestos unos pantalones cortos, así que pude meter la mano y pellizcarle los huevos, y seguí apretando hasta que pegó un grito y me soltó. Parece una tontería ahora, pero me pasé días asustada y temblorosa, y después de lo que pasó nunca más me volví a meter en la casa de juguete sin Steve. A Steve le pareció graciosísimo, que le pellizcara los huevos, y unos meses más tarde, cuando el tío dejó de aparecer, a mí también me empezó a parecer un poco gracioso.
       Pinky vuelve a saludar desde la ventana de la casita, y el gesto me deja sin razón alguna al borde de las lágrimas, así que le pregunto a mi hermano por el impuesto justo. Siempre está al día con la política y le gusta despotricar contra los conservadores. Estoy bastante segura de opinar lo mismo que él, pero no se me da bien explicar las razones, sobre todo a JC, que detesta por igual a los demócratas y a los republicanos.
       —Ah, es una mierda de impuesto republicano sobre las ventas —dice Steve—. Si dependiera de esos cabrones, no tendríamos ni impuestos ni derechos laborales, ni sindicatos y ni agencia de protección ambiental. Ahora tengo que pensar en el rollo ecológico, por Pinky. 
       Está preocupado, pero cuando vuelve a mirar a la casita de juguete y saluda a Pinky, su agitación desaparece. 
       —Tiene más pelo que cuando la vi hace tres semanas —digo—. Ese pelo negro rizado es una preciosidad.
       —A la gente le encanta —dice Steve. Tiene un tobillo encima de la rodilla y flexiona el pie sobre la moqueta—. En el supermercado me dicen que lo tiene muy bonito, o cuando vamos al médico. Y un pelo así es difícil peinar. He tenido que aprender a usar pasadores. Estoy aprendiendo cómo puñetas se hacen las trenzas. Esa clase de rollos no es algo que un tío sepa hacer así sin más.
       Deja de tamborilear con los dedos y enciende un cigarrillo. Cuando me lo ofrece, lo acepto, y se lía y enciende otro para él. Mantiene entreabierta la ventana que tiene detrás, pero aun así el humo azul permanece en el aire. Steve está perdiendo su ondulado pelo negro, aunque solo tiene veintiséis años, ¿es posible que se le haya caído tanto en tres semanas?
       —¿Qué tal te va en Smart Mart? —pregunta.
       —Una puta mierda, como siempre. Viene un tío por la mañana con una mierda de calcetín asqueroso lleno de centavos. Se pone a contar tres dólares en el mostrador, con la cola detrás de él, así que le hago un letrero de cartón: «Prohibidos centavos guarros». Justo en ese momento viene Matt y me tira el letrero encima y me dice que tengo que limpiar el baño antes de irme.
       —Pues ya lo sabes, sácate el maldito graduado escolar y consíguete un trabajo mejor.
       Cuando Steve dice eso, el brazo me duele un poco más. Me termino el vino y voy al baño a mirarme el brazo en el espejo. La herida sigue siendo un simple punto rojo, tapada ahora de pelusas del sofá. Puede que esté un poco hinchada. Meo, tiro de la cadena y salgo, pensando en pedir a Steve que le eche otro vistazo.
       Cuando vuelvo, Pinky está apoyada contra la mesita del salón, sosteniendo mi copa de vino, parece una borrachina pequeña y mofletuda. Cuando se lleva la copa a los labios, le agarro la mano y suavemente hago que retire los dedos de ella.
       —Gracias por venir —dice Steve, con los ojos llorosos como si estuviera a punto de llorar. Su frente se arruga—. Quería decirte que siento lo que dije en la fiesta, lo de llamarte zorra estúpida. Sé que odias esa palabra. —Observa a Pinky abriendo y cerrando cuidadosamente tras ella las puertas de vaivén—. Supongo que iba demasiado colocado, y la Zorra estaba aquí, y nos estábamos peleando, y me había tomado los antidepresivos esos que me habían dejado hecho mierda —dice Steve—. Te alegrará saber que los he dejado.
       —No empieces a lloriquear como un maldito bebé —digo.
       Sin embargo, entonces empiezo a llorar de alivio, y una vez empiezo, el dolor del brazo (en ese momento ya sí me duele) hace que sea difícil parar. Me muevo hacia su lado en el sofá y rodeo a mi hermano mayor con un brazo. No voy a preguntarle por qué no me devolvió las llamadas, me olvidaré y haré como si nada.
       —Supongo que no era asunto mío —digo—. Lo que dije. No debería haberlo dicho.
       —¿El qué? Me estoy intentando acordar de lo que dijiste.
       —Lo de Pinky bebiendo de los vasos de la mesa. Estaba preocupada.
       —Ahora me acuerdo. Dijiste que era mal padre.
       —No dije eso, ¿verdad? —Retiro el brazo—. No lo haría. Eres un buen padre.
       —Como si tuvieras alguna puñetera idea de lo que es ser padre. —Niega con la cabeza como si se estuviera cabreando otra vez—. Ahora me acuerdo.
       —No quería decir lo que dije, sea lo que sea lo que dije. Solo estaba preocupada.
       —Se suponía que la Zorra iba a cuidar de Pinky esa noche, pero decidió quedarse y pasárselo bien. —Levanta la voz mientras sigue—. Te habría pedido que la vigilaras, pero ya ibas demasiado borracha. Y que estuvieras tan borracha y descuidada con Pinky presente tampoco ayudó. No quiero que vea esas mierdas.
       —¿Qué mierdas? Sabe que la gente bebe —digo.
       —¿Te acuerdas siquiera de cómo llegaste a casa esa noche? Roger me dijo que te caíste de morros delante de la puerta principal. Estaba preocupado.
       —JC se cabreó conmigo. Lo sé. Estábamos enfadados de antes, y va y me encuentra a las tres de la madrugada tirada en la puerta de casa —me reclino en el sofá.
       JC me dijo que alguien llamó a la puerta, y que cuando salió estaba inconsciente y sola, con vómito en la camiseta.
       —Siento decirte esto Janie, pero JC es un cretino. Te mangonea como si fueras su hija. Y es del Tea Party o algo así, ¿no?
       —No conoces a JC. Es un buen tío. Solo que…
       —Es un capullo, Janie. Todos los hombres lo son —dice Steve—. Te lo digo yo, que soy hombre.
       —Ahora está cabreado conmigo porque no quiero follar con él.
       —¿Por qué demonios no quieres follar con él? Parecías muy dispuesta en la fiesta.
       —No lo sé. No quiero y ya está.
       No le pienso contar nunca a Steve que JC y yo follamos habitualmente dos veces a la semana, los viernes por la noche y los domingos por la mañana. Pensaría que soy un bicho raro, pero lo único que pasa es que me gusta saber las cosas de antemano. Aunque desde la fiesta, pensar en sexo me revuelve el estómago.
       —Por cierto, ¿cuántos años tiene ya? ¿Cuarenta? —pregunta Steve.
       —Treinta y ocho.
       —Es un vejestorio. Elige a alguien de tu edad. Sal con uno de esos tipos que te estuviste tirando en mi fiesta. Roger es un buen chico. Tiene un trabajo decente.
       —¿A qué te refieres con tirando? —pregunto.
       A través de la ventana de la divercasa, puedo ver a Pinky hablándole de un asunto serio al conejo de peluche. Cuando me ve que la miro, cierra las contraventanas.
       —Pues lo que he dicho. Tirando —dice Steve en voz baja.
       Fija la mirada en la tele, pero está midiendo sus palabras con cuidado.
       —No me tiré a nadie en tu fiesta. Sabes que no soy así.
       —Antes no lo eras —Steve niega con la cabeza, aunque está mirando la tele con más atención, moviendo su pierna con mucha energía—. ¿En serio no te acuerdas de lo que pasó con Roger? ¿Ni con ese amigo suyo, Mickey?
       —¿De qué estás hablando?
       —Te estabas tragando la botella de tequila donde las peonías, y a ellos se les acabó el alcohol, así que les dije que fueran a donde estabas y que te molestaran un poco.
       —Espero que los hijos de puta no me dejaran sin tequila —digo forzando la risa.
       Me acuerdo de tener las peonías cerca de la cara. Ya no eran bonitas, sino que estaban esparcidas en la hierba, como si los tallos cansados ya no pudieran sostener las grandes y mustias flores. También me acuerdo de la pata astillada de la mesa de picnic con la pintura desconchada. Ahora que Steve lo ha mencionado, me acuerdo de que alguien me arrancó la botella de tequila de la mano, aunque la estaba agarrando con fuerza.
       —Mickey te sacó fotos con el móvil —dice Steve—. No te preocupes, cuando vi que se las enseñaba a Roger, le quité el móvil y las borré todas.
       —¿Fotos? ¿Qué fotos?
       —No eran algo que un hermano quisiera ver.
       —¿Dices que Roger me llevó a casa? ¿Por qué no me llevaste tú?
       —No pude hacerlo porque Pinky estaba aquí. De todos modos, Roger estaba menos borracho que yo.
       —Ni siquiera tiene el carné de conducir, ¿no? —digo—. Me estás vacilando ¿verdad? Deja de vacilarme, Steve. —Me levanto, me lío un cigarrillo suelto y torcido, y me vuelvo a sentar—. No he dejado de sentirme como el culo. Me preguntaba si tal vez habíamos comido carne pasada o algo.
       —Te comiste unas buenas salchichas, eso sí. Mickey se puso de mala leche cuando borré las fotos, pero pensé que no querrías que llegaran a manos de JC —dice y mira a Pinky para asegurarse de que no esté escuchando antes de añadir—, y un hermano no quiere ver a su hermana con la polla de un tío en la cara.
       —Sería otra, no yo.
       Miro a través de la puerta corrediza de cristal y solo puedo ver el patio, pero sé que las peonías están solo unos treinta metros más allá. Cualquiera me podría haber visto allí tirada.
       —Oh, te aseguro que eras tú. La primera foto era de Roger dando un lengüetazo al tatuaje del demonio de Tasmania que tienes en una teta. Imposible confundirse.
       Una sensación eléctrica me golpea el pecho izquierdo. Steve se levanta, le pone a Pinky un vídeo para que se entretenga y le dice que falta media hora para irse a la cama, y Pinky se acurruca en su pequeño sillón, en miniatura un sillón como el que usaría un viejo, solo que en rosa. Por la pantalla desfilan dibujos animados de osos.
       —Joder —digo en voz baja. No dejo de negar con la cabeza—. Imposible que fuera yo.
       —No te culpes. Estabas borracha. Estabas enfadada con JC. Por fin te relajabas, te divertías un poco.
       —Pero has dicho que estaba inconsciente en el jardín.
       —Me imaginé que te despertaste cuando las cosas se pusieron interesantes.
       —Estás diciendo que me quité la camiseta con un desconocido.
       —Roger no es un desconocido. Lo has visto muchas veces por aquí. Es un buen tío.
       Siempre me ha dado vergüenza desnudarme delante de JC y nunca follo con él si no me he duchado y limpiado los dientes antes.
       —Después de borrar las fotos, bajé y te puse la puñetera ropa de nuevo. Y no colaboraste nada. Fue como vestir un maldito cadáver. Y eso que fácilmente puedo con una niña que no para quieta. Al principio me diste lástima, pero luego me puse de mala leche. Me robaron algo de dinero y maría mientras hacía el gilipollas intentando vestirte. Tal vez no deberías beber tanto, Janie.
       El brazo me duele ya tanto que no puedo soportarlo. Debería hacer algo, algo para cambiarlo todo. Levantarme y gritar, hacer el chirrido que hizo el taladro. Dejar de beber, pasar el mono, ya mismo. O tal vez mañana. Ir a urgencias y que me miren el brazo. Pero no me gusta hacer una montaña de un grano de arena, y esto tiene que ser el grano de arena. Estoy esperando a la frase que me descubrirá que todo es solo una broma de Steve. Cuando se levanta para llevar a Pinky a la cama, me hago un ovillo y me duermo en el sofá con los murmullos de Steve leyéndole un cuento.
       Más tarde, me despierta un llanto solitario que podría ser mío, pero el sonido viene de la habitación de Pinky. La pequeña casa está a oscuras, iluminada solo por la tele que tiene el volumen muy bajo. Siento punzadas en el brazo, y cuando me levanto, me invade una oleada de dolor, y vuelvo a oler la grasa de las salchichas. En la encimera hay una nota de Steve que dice que ha ido a comprar zumo para el desayuno de mañana, que vuelve enseguida. La habitación de Pinky huele a talco para bebés, a algún tipo de ambientador y a orina, y me oriento hasta ella gracias a la luz que emana una lamparita rosa con forma de conejo. La niña deja de llorar cuando la saco de la cuna. Menos mal que se agarra a mi hombro como si fuera una cría de chimpancé, porque no puedo reunir mucha fuerza con el brazo punzando de dolor. La cambio de lado con cuidado y la llevo al baño, le acomodo el camisón bajo el trasero, y la pongo en el lavabo. Cuando enciendo la luz, el ventilador se pone en marcha, y Pinky se frota los ojos. Sus pequeños puños me hacen sentir melancolía. Me pregunto si Steve conocerá a otra chica o volverá con la Zorra para tener otro bebé, para darle a Pinky un hermano o una hermana. Me ha dicho que tendría que darle un primo para que jueguen y no esté sola cuando crezca. Me habría sentido perdida de tener que crecer sola sin Steve.
       Me toco el punto rojo del brazo y pienso que me va a salir la sangre a borbotones, pero solo está un poco hinchado. Manteniendo con una mano a Pinky en el lavabo, hurgo en el botiquín de Steve. Al poner a contraluz un bote de pastillas, veo que las dos pastillas que tiene son de Vicodin, aunque la etiqueta dice prednisona (seguramente Steve se las esconde a la madre de Pinky). Me pongo en la mano una pastilla marcada con una V; Pinky intenta quitármela, así que me la tomo con rapidez.
       —¿Qué demonios está pasando? —dice Steve desde la puerta del baño, con la cara brillante de sudor.
       No lo he oído entrar. A veces la maldad y el buen humor se enfrentan en la mente de Steve, sobre todo cuando va colocado, pero la mayoría de veces puedo ponerlo de buen humor. Aunque ahora, con el calor y humedad que emana su cuerpo y que llena el pequeño cuarto alicatado, no siento que pueda influenciar a nadie.
       —Estaba llorando, así que la he cogido en brazos.
       —No tienes que cogerla cada vez que llora. A veces llora en sueños.
       Mi hermano se mueve como si le faltara el equilibrio, pero es poco probable que se estuviera colocando tan entrada la noche, así que tal vez sea yo la que va desequilibrada. Sus hombros anchos llenan la puerta del baño, y se alza imponente frente a mí y Pinky. Una simple palabra de su boca habría hecho parar a esos tíos en las peonías, fuera lo que fuera lo que estuvieran haciendo conmigo. Si es que estaban haciendo algo.
       —He pensado que tal vez estaba asustada —digo.
       —Habrá notado que me he ido —dice Steve, suavizando la voz—. Tenemos un vínculo fuerte, Pinky y yo. ¿A que sí, Ojos Brillantes? Necesitas un pañal nuevo, tu tía debería haberte cambiado.
       Mientras la cambia y la lleva a la cama, vuelvo al sofá con otro cigarrillo mal liado y observo la divercasa de plástico. No teníamos nada parecido cuando éramos unos niños, aunque JC se queja de que mi generación ha sido muy mimada. Me pregunto qué estará haciendo JC, si estará preocupado, si habrá hecho una lista de las cosas que me quiere decir. Ni en un millón de años le contaría lo que Steve dice que pasó. No haría más que gritarme y se volvería loco sólo con pensar en las fotos, aunque le asegurara que estaban borradas. Cuando Steve sale de la habitación de Pinky, levanto el brazo en la tenue luz.
       —¿Entonces crees que el brazo está bien? ¿Aunque esté así de hinchado? —pregunto.
       —No me parece que tenga tan mala pinta, Janie. Solo es un puntito. Pero es tu brazo, así que tú lo sabrás mejor.
       Steve se frota los ojos. Creo que nadie debería de tomar decisiones a las tantas de la noche, cuando todo el mundo está tan cansado. El Vicodin empieza a surtir efecto y el dolor disminuye.
       —¿Te estás inventando lo de las fotos? —pregunto.
       —¿Por qué me iba a inventar algo así? —dice—. No quiero ver esa mierda. Dos tíos reventándote.
       —Creo que estaba dormida.
       —A ver, Janie, una persona no se queda dormida haciendo algo así.
       —¿En serio me estás diciendo que follamos? —pregunto y cierro los ojos—. ¿Que follé con los dos?
       Se encoge de hombros.
       —Roger me dijo que te gustó.
       —Joder, Steve. Tendrías de haberlo evitado. —Paso los dedos por el pelo, que noto encrespado, como si fuera de otra persona, y tiro de él—. No tendrías que haberles dicho que me molestaran.
       —No me eches la culpa, hermana —dice Steve, y algo en la manera en la que lo dice me hace saber que ha pensado mucho en el tema y que ya ha tomado una decisión—. Haberles dicho que no si no querías hacerlo. Haberles pellizcado los huevos. Dijiste que JC y tú estabais enfadados. Pensé que querías darle una lección.
       —Pero tendrías que haberme protegido —digo con voz chillona.
       —¿Protegerte? Demonios, si alguna vez se te ocurre venir a protegerme mientras estoy en un rincón con dos tías calientes dándose el lote conmigo, te daré una patada en el culo. —Ya habla como siempre—. Sabes, tuve que llevar a Pinky a su habitación y leerle un cuento para asegurarme de que no te viera en el jardín.
       —Creo que me violaron, Steve.
       La palabra violación suena horrible, y el corazón late con tanta fuerza que me entran náuseas.
       —¿Roger? No flipes. Trabajo con él todos los días. Es un tío decente, tal vez no sea el más listo, pero no es un violador, Janie.
       Dice la palabra violador como si estuviera diciendo marciano.
       —O que fue algo parecido a una violación —insinúo.
       La segunda vez que digo la palabra, parece incluso más exagerada, como si realmente fuera una melodramática que se inventa de la nada una víctima, sus agresores y todo lo necesario.
       —Lo único que digo es que a mí no me lo pareció. —Steve le da una calada al cigarrillo, echa el humo lentamente y luego lo aplasta—. Aunque supongo que tú eres la única que puede saberlo.
       Suspiro. Steve se va a la cama, y me tumbo en el sofá. Lo veo todo muy confuso, pero puedo sentir las peonías marchitas cerca de la cara (¿o tal vez es piel presionada contra mi boca?) y oler la hierba fresca. Recordar esas cosas es como recordar algo muy antiguo, de una época en la que aún no podía ni hablar, como la gran altura de mi abuelo muerto; murió cuando yo tenía la edad de Pinky, pero solía esconderme de él detrás del sofá, por miedo a que me pisara y aplastara. Tengo la nítida sensación de que me quitan los pantalones sobre aquella hierba fresca, de ser arrastrada por los pies. El peso de un cuerpo encima de mi cuerpo. Intento pronunciar la palabra violación de nuevo, y sigue sin encajar con el estúpido de Roger ni con nadie de las fiestas de Steve, sin encajar con las peonías ni la mesa de picnic. Si tan solo pudiera ver esas fotos, sabría qué pasó. ¿Estaba con los ojos abiertos?
       Steve tiene la música puesta en su habitación, así que no me oye salir. La puerta lateral se cierra con un sonido de succión, y cierro la contrapuerta con cuidado.
       Los racimos rosados y los lirios me olisquean, y tengo la sensación de que si me quedo quieta las enredaderas se deslizarán desde la valla y me agarrarán. En el coche, tengo problemas para mantener el brazo a la altura del volante, y cruzo el otro brazo para poner la marcha automática con la mano izquierda.
       Después de pasarme un buen rato sentada en el aparcamiento del hospital, salgo del coche y me cruzo con un guardia de seguridad de hombros anchos, que resulta ser una mujer enorme que seguramente siempre sabe qué le ocurre en cada minuto del día, pase lo que pase. Me registro en la recepción de urgencias, me siento cerca de la puerta y observo pasar la aspiradora a una mujer de piel oscura y pelo gris. Parece una persona que no está para tonterías, así que me muevo a una zona que ya ha limpiado. Recordar las peonías en la cara, la hierba y que me quitan los pantalones no demuestra nada, pero ya no puedo fingir que no sé todo eso. Al cabo de media hora, una enfermera de aspecto cansado encargada del triaje me lleva a una habitación pequeña con una mesa y me toma la presión y el pulso, escucha mi lamento por no tener seguro. Luego me levanta el brazo suavemente, lo examina y asiente. El que alguien reconozca algo no está bien es como si el viento cambiara bruscamente de dirección.
       —Tenemos muchos casos de accidentes con herramientas eléctricas —dice la enfermera después de que le explico lo del taladro y los tornillos—. Muchos tíos se caen de las escaleras con sierras, con motosierras, o con sierras circulares. Las sierras de mesa también son un gran problema. ¿Por qué has tardado en venir?
       —Es difícil saber si algo realmente está mal —digo y me pregunto si de veras sé más en ese momento de lo que sabía antes—. No me gusta exagerar —digo—. Solo parecía un punto rojo.
       —Bueno, menos mal que no has esperado más tiempo —dice.
       Las palabras de la enfermera me proporcionan ese alivio que siento cuando le doy el primer trago de tequila después del trabajo, pero me vomito encima antes incluso de poder pedirle una toalla a la enfermera.
       —Lo siento —digo—. No dejo de hacerlo últimamente. No te lo tomes a mal.
       —¿Cuánto tiempo llevas con vómitos?
       —Tres semanas. De manera intermitente. Aunque es peor esta noche.
       Parpadea, y siento que hay un resquicio, un lugar en el que ella podría querer escuchar cómo me siento, querer escuchar lo que creo que sucedió, lo que temo que sucedió, pero no sé cómo empezar. Y, de todos modos, seguro que pensará que soy una zorra y me dirá que me apunte a Alcohólicos Anónimos
       —¿Es posible que estés embarazada? Te haremos una prueba.
       Me lo dice antes de que pueda responder que no, tomo la píldora, que tomo exactamente a la misma hora cada mañana. Tuve la regla hace dos semanas, pero el mundo se ha convertido en un lugar en el que todo es posible.
       Me lleva a otra parte del hospital, a una habitación sin ventanas, y corre una cortina delante de la entrada para que me sienta envuelta y aislada, congelada en un momento del tiempo. Cuando llega el médico, un hombre pequeño y regordete con una placa que dice «Dr. Sethi», me examina el brazo sin siquiera presentarse, me hace preguntas en un inglés de acento marcado, se ajusta las gafas de montura dorada y me explica con seriedad que me va a abrir la herida para sacar la sangre y suero que se haya podido acumular dentro.
       —Has notado que está hinchado —dice.
       —Sí —respondo y me siento orgullosa de mí misma por haberme dado cuenta.
       Después de que la radiografía no muestre daños en el hueso y que la prueba de embarazo haya dado negativo, el doctor Sethi me inyecta un analgésico. Su ayudante limpia la zona con antiséptico y me pega gasas esterilizadas en el brazo para delimitar el lugar de la intervención, de modo que todo lo que el médico ve al volver es un rectángulo de piel. Su voz es relajante mientras me hace un corte en el brazo anestesiado. Cuando un fluido rosa sale e impregna la gasa, mi alivio es instantáneo. Agarra las pinzas hemostáticas (como las que usábamos Steve y yo como pinzas) y muy despacio me saca algo del brazo y lo sostiene en alto. Tengo que entornar los ojos para distinguir una pequeña espiral magenta, de poco más de medio centímetro. Mientras lo miro, una pequeña gotita de sangre acuosa cae del plástico a la gasa.
       —¿Es un adorno de fiesta? —pregunta el doctor Sethi, y los tres examinamos la pequeña espiral.
       Los ojos de la ayudante sonríen bajo la mascarilla. Tendrá mi edad, veintitrés años, con el pelo de ese color miel que yo había intentado conseguir por mi cuenta. Estaría bien tener un trabajo como el suyo, que ayudara a la gente, aunque mi tendencia a quitar importancia a las situaciones quizás no sea del todo adecuada ahí. Me gustaría trabajar en un sitio limpio como ése en vez de hacerlo detrás del mugriento y desordenado mostrador de Smart Mart. Desde la fiesta, cada vez que veo a niños agarrando caramelos y chicles, pienso en las manos regordetas de Pinky agarrando las copas de vino y los vasos de cerveza.
       —Es parte de una divercasa —digo.
       —¿Divercasa? —pregunta la asistenta.
       —Es la casita de juguete de una niña, pero la llama su divercasa. Es lo que estábamos arreglando mi hermano y yo.
       De repente me entra el miedo de que el médico le eche la culpa a Steve. Quiero decir: «Lo que pasó fue culpa mía. Él no sabía que tenía el brazo justo encima del tornillo».
       —Divercasa —dice el médico, sujetando todavía la espiral de plástico.
        La manera en la que lo dice me hace reír. ¿Quién no se reiría si alguien le sacara del brazo un trocito de juguete ensangrentado?
       —¿Crees que hay algo más ahí dentro? —pregunta.
       Al principio lo dice con cara seria, pero luego se ríe al ver que me sigo riendo.
       —Es difícil decirlo —digo.
       Me fascina como todos los armarios y cajones de la habitación llevan la etiqueta de su contenido: Esponjas y vendas, Mascarillas, Bastoncillos, Frascos de muestras, Cortinas y mantas. Me gusta estar en un sitio en el que siempre puedes saber desde fuera lo que hay dentro.
       —Esto te podría haber causado una infección —dice el médico—, pero lo hemos evitado a tiempo.
       Me seco las lágrimas de los ojos. Creía que me estaba riendo, pero en ese momento lloro y respiro entrecortadamente. Me estoy imaginando a Pinky de adolescente. Tendrá las piernas largas de su madre y el revuelto pelo rizado de su padre. Se escabullirá por la ventana de su habitación las noches de verano como cualquier otra chica, pero no tendrá a un hermano que la cuide, estará sola. No sé cómo se puede evitar que una chica beba hasta el punto de no saber lo que hace, lo que pasa. Puede que todas las precauciones del mundo no sean suficientes para una chica a la que le gusta divertirse. De entrada, tendría que haber enjuagado mi copa de vino y haberla dejado en el fregadero antes de salir de casa de Steve.
       —Jodie te va a limpiar —dice el médico y desaparece detrás de la cortina.
       La ayudante saca la gasa y deja al descubierto todo el brazo. Abre una envoltura de papel y está a punto de aplicar una venda especial para cerrar la herida, pero se detiene un momento.
       —¿Te duele? —pregunta—. Estás aguantando la respiración.
       Lo hecho hecho está, es lo que pienso, pero ella me pregunta como si realmente quisiera saber. Siento que estoy a punto de soltarlo todo, pero contarlo no va a mejorar las cosas y abrirá un cajón entero de mierda, así que respiro hondo y me concentro en no vomitar. Cuando pienso en Pinky, segura en la cama de su habitación iluminada por la luz rosa de conejito, oliendo a polvos de talco, rodeada de peluches de animales, por fin puedo soltar el aire. Por ahora está a salvo.
       —¿Ocurre algo? —dice la asistenta.
       Me doy cuenta de que he apartado de ella mi brazo ensangrentado, que me estoy abrazando a mí misma.
       —Pues, sí —digo, apretándome con más fuerza, sin hacer caso a la sangre que me gotea sobre los pantalones—. Sí, la verdad es que duele bastante. Ahora que lo dices.

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© Bonnie Jo Campbell
© 2021 traducción: Oihana Berakoetxea Bernaras

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biografía de la autora:
Bonnie Jo Campbell enseña en el programa de maestría de baja residencia de la Pacific University. Es autora de Once Upon a River; American Salvage, finalista del National Book Award y del National Book Critics Award; y más recientemente, Mothers, Tell Your Daughters. Vive en Kalamazoo, Michigan.

 

 

biografía de la traductora:

Esta traducción fue realizada por Oihana Berakoetxea Bernaras en la primavera de 2021 en el marco de un trabajo de fin de grado dirigido por Juan Gabriel López Guix en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.


Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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