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robert(a) marshall

LA CASA

Traducción colectiva dirigida por Juan Gabriel López Guix

 

Las niñas están jugando en la casa de juguete. Ha estallado una trifulca. Dos de ellas (supongo que hermanas, tal vez primas; caras parecidas, ambas con pantalones cortos azules) se han apoderado de la estructura de plástico rojo vivo. Otras dos niñas (puede que también hermanas, o primas, ambas vestidas de rosa) intentan entrar en la casa de juguete. Sin embargo, las niñas que están dentro (las llamaré las niñas de azul) les impiden el paso. Las niñas de rosa empiezan a llorar. Me digo que tengo que hacer algo.
       Me abstraigo con facilidad. Me pregunto por qué, con una sala llena de juguetes (y niños), resulta tan importante para las cuatro niñas estar dentro de la casa. Que es, me digo, una sala dentro de la sala, de esta sala de bloques de hormigón y sin ventanas cuyas paredes están cubiertas de dibujos hechos con lápices de cera. ¿Por qué valoramos tanto el santuario interior? ¿Qué es lo que tiene el control de los umbrales? Me levanto de mi silla amarilla de plástico (pensada para un jardín de infancia), me arrodillo y cruzo gateando el suelo de moqueta gris. Hacia el conflicto. 
       Como el gigante torpe de algún dibujo animado, asomo la cara por la ventana de la casa de juguete.
       —Necesitamos compartir —digo en español a las niñas de azul.
       Una de ellas, que parece la mayor, que lleva un lazo en el pelo, me lanza una mirada furibunda.
       Lo repito en inglés:
       —We need to share.
       Reacciona, de lo más afligida, entre sollozos:
       —¡No! ¡Es mi casa! 
       —No, es la casa de todos —respondo.
       Intento que no parezca que me enfado, intento no enfadarme, pero no me gusta el comportamiento de las niñas de azul. Me compadezco de las dos que están fuera. Siento que debo defenderlas. No tengo que olvidar, me digo, que, casi con seguridad, todos los niños de la sala de juegos, cuya ubicación no mencionaré (se supone que no debo hacerlo), cruzaron México en alguna caravana; a lo mejor viajaron sobre el techo de un tren; pueden ser deportados cualquier día. Sus padres se encuentran ahora mismo en una asesoría jurídica. Mientras tanto, me encargo, junto con otros voluntarios posiblemente bienintencionados, de vigilarlos. Seguro que están todos traumatizados. Han tenido que dejar atrás casas de verdad, no de juguete. Pero todo eso me resulta abstracto. Lo que es real: las niñas de azul son egoístas. Sobre todo la más grande, que parece ser la que manda, que se acuclilla enfadada en un oscuro rincón de la casa. Que ahora suelta: 
       —¡Es mi cumpleaños!
       Ah. Es su cumpleaños. Mi calculadora de imparcialidad se reajusta. La niña está conteniendo los sollozos. La cuestión: lo entiendo, entiendo su deseo de tener algo propio, algo especial, en su cumpleaños; con eso me puedo identificar, está pasando su cumpleaños en una guardería masificada y no muy bien dirigida mientras sus padres están en una asesoría jurídica tratando, probablemente en vano, de evitar la deportación. Aunque no comprenda todo eso, seguro que lo siente. Conozco la deprimente decepción de los cumpleaños, el mío se acerca... ¿quién se acordará si no me encargo de que alguien lo recuerde? Me acuerdo vagamente de los generosos cumpleaños de mi infancia, de la pila de regalos sobre el sillón de la sala de estar... fue así durante un tiempo... Le digo a la niña que cumple años que ella y su amiga (o hermana o prima) se pueden quedar en la casa durante media hora. Explico a las niñas que intentan entrar que es el cumpleaños de la niña que está dentro... mi español es mediocre, no sé lo que entienden. Sé que ninguna parece contenta. No soy Salomón.  Intento que canten el Cumpleaños feliz; no funciona. Reparto palitos de queso y jugo de frutas. Juego con un niño con un barco pirata. Se acerca otro niño, se lleva uno de los piratas de madera. ¿Por qué, me pregunto, es siempre tan importante tener el juguete del otro? Reconozco que en mi vida fuera del voluntariado, en mi «carrera literaria», y en otras partes, siempre me fijo en lo que tienen los otros y yo no.
       Por los siglos de los siglos.
       Consulto a menudo el reloj, con ganas de llegar a casa y ponerme a ver algo en Netflix. Un documental conmovedor, quizás. Los fluorescentes parpadean, igual que lo hace una pregunta: ¿quiero hacer el bien o sólo que me vean como alguien que hace el bien? El viejo dilema. ¿Se preguntan lo mismo los demás voluntarios?
       Cuando llegué a este lugar hace dos años, después de las elecciones, quería sentirme parte de algo más grande; eso no ha sucedido, al menos no con los otros voluntarios, que son reservados. Al principio, era capaz de congeniar con los niños, les leía cuentos, hacía que me los contaran ellos, creábamos libros de cartulina con sus cuentos, y aquello era gratificante, pero ahora estamos desbordados y no hay tiempo para nada y eso hace que me sienta, muchas veces, desalentado. Lo que siento no es tan importante, intento decirme. Hay cosas más grandes en juego, intento decirme. Una niña que empuja un juguete de madera con un rodillo lleno de bolitas choca conmigo, luego sigue alegremente. En las paredes:  princesas, dragones, monstruos.
       Ha pasado media hora. Les digo a las niñas de azul que tienen que dejar entrar a las niñas de rosa. Chillan y sujetan con fuerza la puerta de plástico. No sin dificultad, de forma algo absurda, consigo abrirla. Tal vez esté empeorando las cosas con mi lastimoso intento de mostrar imparcialidad. Las niñas de rosa se cuelan dentro. Me distrae una pelea en otro rincón. Consuelo a un niño que llora por razones que no entiendo. Le canto un poco y le doy una ración extra de queso, luego oigo gritos y lloros desde la casa. Tratando de no pisar a nadie, vuelvo a la casa, las niñas de rosa están ahora dentro, las niñas de azul fuera. Las de rosa sujetan maliciosamente con fuerza la puerta de plástico e impiden la entrada a varios niños que se han congregado. He empezado a darle vueltas a una historia, y una posible moraleja está cobrando forma: una conclusión simple y desoladora sobre la naturaleza humana. Pero me resisto a ella, como se resisten las niñas de rosa a quienes quieren entrar, entre quienes se encuentra un niño que, me doy cuenta, tiene marcas en el cuello. Alza la vista en un ruego mudo.

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© 2020: robert(a) marshall

© 2021 traducción: Sara de Albornoz Domínguez, Mar Cobos Vera, Oana Dumitrescu, Clara González García, Lorena González de la Torre, Haley Mendlik, Andrea Mullor Martín, Javiera Reyes Navarro, Andrés Ruiz Worth, Marcela Sotelo Agurto, Julio Valenzuela Durán, Sebastián Vélez Ariztizábal y Pep Verger

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biografía del autor:

American Trickster, la biografía Carlos Castaneda escrita por robert(a) marshall será publicada por University of California Press en 2022. Su novela, A Separate Reality, fue publicada por Carroll & Graf en 2006 y seleccionada para el premio Lambda a una primera obra de ficción. Los dibujos, pinturas y fotografías de robert(a) marshall han sido objeto de múltiples exposiciones en los Estados Unidos, Europa y América Latina. Su prosa y su poesía han aparecido en N + 1, Salon, The Evergreen Review, The Michigan Quarterly Review, The Kenyon Review Online y otras publicaciones. En 2016, recibió el premio Hazel Rowley otorgado por la Biographers International Organization (BIO).

 

biografía del traductor:

Esta traducción fue realizada en el marco de un taller de traducción organizado por el Centro Internacional Antonio Machado en febrero de 2020. A lo largo de las doce horas de reuniones, participantes procedentes de Chile, Colombia, Perú, España y Estados Unidos debatieron y aportaron perspectivas y soluciones para resolver las dificultades y llegar a una traducción satisfactoria. La traducción resultante es fruto del trabajo colectivo de Sara de Albornoz Domínguez, Mar Cobos Vera, Oana Dumitrescu, Clara González García, Lorena González de la Torre, Haley Mendlik, Andrea Mullor Martín, Javiera Reyes Navarro, Andrés Ruiz Worth, Marcela Sotelo Agurto, Julio Valenzuela Durán, Sebastián Vélez Ariztizábal y Pep Verger.

 


       Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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