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biografía

LA NOCHE DE LAS CUATRO PAREDES
por Antonio Vera-León


     Todo empezó inocentemente. Que equivale a decir que nadie supo cómo, dónde, ni en qué momento. Ni los médicos más precavidos imaginaron entonces que tal insignificancia echaba a rodar una bola de nieve médica. Eso pensaron resignadamente, al final, tras recibir la noticia desde Minnesota una tarde bajo el embate de un temporal que hacía correr torrentes de agua por los ventanales del hospital hasta darles la opacidad de cristales esmerilados. Sólo la madre, que siempre anunció escollos al acecho donde los demás no advertían indicio alguno de peligro, vislumbró desde el miedo lo que podría ocurrir. Aunque ella presintió sólo el final. No, por supuesto, los detalles recónditos; tampoco la forma diminuta en que actuaría la dolencia.
     Todo esto tuvo que hacer crisis cuando aquello, porque el telegrama que remitió el padre desde el campo comunicándole a su esposa que tomaría el primer tren de la mañana siguiente, no pudo ser entregado a tiempo. En medio de los trastornos iniciales los carteros del pueblo no encontraron la casa.
     Tres noches antes el padre se había metido en un cañaveral y le había hablado a Dios a gritos. Maldijo el aislamiento con que era castigado, las doce horas diarias de corte de caña, la negación de pases para ir a su casa, la imposibilidad de comunicarse con la familia para informarles de su paradero cuarenta y cinco días después de haber sido mandado a la zafra. Por las noches, acostado en el albergue que apenas lo protegía de la intemperie, se hundía en el cansancio que lo llevaba hasta el sueño y recreaba en duermevela la escena que vivía dos veces por semanas en el corte de caña. La voz de los macheteros se le acercaba con urgencia creciente desde el otro extremo del cañaveral hasta llegar a él, "Ahí va, ahí va". El también gritaba para avisarle a los que estaban más adelante, y como los demás, sin parar el corte y rodeado de los gritos que estallaban como minas en torno suyo, buscaba en el cielo hasta encontrar el avión de Iberia e identificar las letras rojas y amarillas en la cola del aparato. Lo seguía hasta que el bronco rugido de los reactores se dejaba de escuchar y el destello silente se perdía en el cielo azul y foráneo. La mayor parte de las noches tenía la seguridad de no poder resistir dos o tres años de corte de caña: se enfermaría, se moriría antes de recibir el telegrama autorizando la salida del país.
     Pero el padre se equivocó. No se enfermó y el telegrama recibido desde Tequesta no comunicaba la salida del país sino la enfermedad y hospitalización de su hijo.
     El muchacho se llamaba igual a su padre, Ramiro Bentos. Era hijo único y fue saludable durante la niñez. Mi hermano, Elpidio Arbona, fue su médico, como lo había sido de toda la familia. Ramirito era un niño completamente normal, con los problemas que tiene cualquier muchacho. Padecía de la garganta, que si lo operaban de las amígdalas, el sarampión, las paperas, uno que otro clavo que se hincó en los pies jugando pelota descalzo en los patios. La abuela materna era diabética. Uno de los abuelos, el paterno, había muerto de cáncer de la laringe. Descontando esos casos, la familia tenía un historial médico por el que resultaba imposible prever un asunto como este. Aunque ningún historial hubiera servido para nada. Al menos eso pensaron varios de los médicos que creyeron enfrentar una especie de enfermedad sin memoria, un estado sin etiología.
     Cuando Ramirito empezó a desarrollar y pasó a la escuela secundaria, la madre, Florinda, lo llevó para que Elpidio lo viera. La mujer se preocupaba por el peso del muchacho. Elpidio le repitió que convenía hacerlo bajar de peso. Por sí solo adelgazaría y daría un estirón; pero para echarle una mano al muchacho debía dejar de freír la comida con manteca de puerco --que la madre conseguía en bolsa negra--, hacer que el muchacho se ejercitara. Lo normal. La madre, como siempre, insistiendo en que Elpidio le recetara vitaminas, Complejo B y otras cosas, que la alimentación era deficiente. Florinda era una mujer muy nerviosa, lo que se complicaba por la espera del inventario y la separación inminente del marido una vez que lo mandaran a trabajar en la agricultura.
     En esa consulta Elpidio descubrió que Ramirito tenía un quiste en la tetilla izquierda. Le aclaró a la madre que muy probablemente se disolvería solo, y si no, podían intervenir quirúrgicamente. Nada más se requeriría de una incisión muy menor que no tendría, en caso de ser necesaria, ningún tipo de complicaciones. No haría falta hospitalizarlo, saldría el mismo día. Fue el día antes de esa intervención que el Ministerio del Interior les inventarió todo en la casa, le dieron la baja al padre de la libreta de abastecimiento y lo mandaron para el corte de caña a los pocos días.
     Varias semanas después el chiquito llegó de la escuela con una fiebre muy alta. De las aspirinas inútiles la madre pasó a prepararle compresas, bolsas de hielo y baños de agua fría. Nada le quitaba la fiebre. Como a las nueve de la noche Florinda llamó a Elpidio, y mi hermano la hizo llevar al muchacho inmediatamente a la clínica. Tenía bien la garganta, no había signo alguno de infección de oídos. No encontró nada anormal. Sí orinaba mucho. Por temor a una meningitis, Elpidio lo ingresó, le pasó sueros y lo mantuvo en observación toda la noche. Como a la mañana siguiente no mostraba mejoría alguna, Elpidio lo mandó en ambulancia para el hospital William Soler. Allí lo vio Armandito Robles, el hijo de Adalberto, que como tú sabes estudió en Alemania Oriental y es un joven eminente. Armandito Robles no le encontró nada, ni supo explicar la fiebre o el sopor en que languidecía el muchacho. Estaba como poseído por un estado somnífero, con los ojos abiertos pero sin poder fijar la mirada en ningún objeto o persona, sin capacidad de concentración, perdido en una niebla de sonambulismo. Todavía sin alarmarse, aunque muy intrigado por el estado del niño, Armandito llamó a su padre Adalberto que esa noche estaba en el cuerpo de guardia, y entre los dos examinaron minuciosamente al muchacho. No se explicaron la fiebre, que era altísima y sostenida ya por muchas horas. Llamaron entonces a Antonio Rodríguez Zamora, un inmunólogo de lo mejor que ha dado aquello y que ya en esa época tenía experiencia tratando a soldados que padecían de todo tipo de condiciones somáticas producidas por el estrés del combate. Yo creo que tú llegaste a conocerlo. Un pelirrojo alto, pecoso, de unas manos así enormes. Cuando yo le miraba las manos me daba la impresión de estar viendo una fuente llena de calamares gigantes. Unos dedos así muy impactantes. Verdaderamente parecían manos anormales. El caso es que Rodríguez Zamora examinó al muchacho y se quedó como si toda su experiencia médica no le sirviera para nada.
     Dos o tres horas después de ingresar, el chiquito estaba prácticamente en manos de toda la planta pediátrica y de medicina interna. Nadie tenía la más mínima noción de lo que le pasaba al niño. Armandito Robles entonces volvió sobre un detalle que le había indicado Rodríguez Zamora y que él mismo había notado, aunque sin saber qué significación podría tener. La piel del muchacho estaba extremadamente seca, parecía no sudar. Al examinarlo, Rodríguez Zamora tuvo la impresión de pasar la mano por una superficie cubierta de cenizas y no por el brazo de un niño. Armandito revisó la ropa del muchacho, la camisa, la camiseta, olió las medias, los calzoncillos. El laboratorio del hospital realizó un análisis de toxinas y descubrió que en la ropa no había ni rastro de sudor. Llamaron entonces a Guillermo Alvarez Cachán y a Rogelio Fuentes Matons de Dermatología, quienes sometieron al muchacho a todo tipo de exámenes tópicos. Resultado: una disfuncionalidad epidérmica ocluía la sudoración, muy seguramente causando la fiebre.
     El problema era hacerlo sudar. Unas enfermeras lo acompañaron por los pasillos en carreras que le subieron la temperatura sin provocar la más mínima transpiración. Todo lo que probaron fue inútil, hasta que Armandito se sentó en la cama y con mucha paciencia le habló al chiquito diciéndole que tenía que sudar, que si no sudaba la fiebre le iba a hacer mucho daño. Al instante la piel se le humedeció para sorpresa y confusión de los médicos. Al poco rato la temperatura se había normalizado y el muchacho se durmió tranquilo. Armandito, aliviado pero también muy desconcertado, calmó a la madre, que se puso a llorar de la alegría o de la confusión y del miedo. La siesta fue larga, pero al despertar había vuelto la fiebre. Armandito se sentó otra vez con él en la cama y le dijo que tenía que sudar. Y el muchacho volvió a hacerlo hasta que le bajó la fiebre.
     Sin perder más tiempo Armandito Robles reunió un equipo de médicos bajo su dirección. Le hicieron todo tipo de pruebas con lo último que tenían en el hospital en materia de tecnología médica. No encuentran nada.
     Los médicos se reunían en un salón del mismo piso a estudiar las placas, las imágenes electrónicas y las gráficas con los resultados de los análisis. Por entre las persianas, tras el cristal, se podían ver los gestos de aquel grupo de hombres y mujeres inclinados sobre las mesas o recortados contra la luz de las placas al estudiar una imagen, como generales en una sala de guerra en la que se imponen la perplejidad y la indecisión. A las dos semanas de consultas y reuniones del equipo médico, Armandito Robles llegó a la única conclusión posible: esa función del cuerpo había sufrido un cambio. Lo que hasta ese momento fuera involuntario, sudar, se había mutado en función voluntaria, por lo que el muchacho transpiraba sólo cuando se le pedía. Varios médicos rechazaron esa hipótesis, por simplista y superficial; más que aceptarla, a la larga se resignaron a ella cuando el trabajo del equipo pareció corroborarla, o al menos, cuando el paso de los días no produjo una explicación alternativa que la contradijera o abriera otras vías posibles de investigación y tratamiento.
     Al cabo de tres semanas le dieron de alta al chiquito, pero antes dos o tres de los médicos le explicaron lo que le estaba sucediendo, y lo mandaron a que sudara cada siete minutos. Le advirtieron que no podía ya dejar la transpiración a cargo de su cuerpo sino que era una función que él tenía que asumir. Armandito Robles le repitió que debía planear los días en intervalos de siete minutos, y que por las noches tendría que dormir en la bañadera con el agua cubriéndole la mitad del cuerpo. Semanalmente uno de los médicos que lo atendieron lo visitaría en la casa para examinarlo y seguir de cerca la sintomatología y la evolución de su estado. Imagínate, la casa no tenía bañadera y, agárrate, Armandito tuvo que recetarle una bañadera al chiquito para que el consolidado les vendiera los materiales y pudieran construir una bañadera por razones médicas. En medio de todo aquel susto Florinda y los médicos se echaron a reír cuando Armandito dijo que esa era la receta más inverosímil de toda la historia de la medicina cubana.
     Aunque los médicos temían por el muchacho, decidieron no franquear sus preocupaciones con la madre para no inflingirle angustias innecesarias, ya que no era seguro que el caso siguiera el curso temido por la mayoría de ellos.
     Florinda comenzó a vivir presa del pánico que le provocaban los posibles olvidos de su hijo. Pero lo cierto es que en cuanto el muchacho se sentía afiebrado, sudaba y se controlaba la temperatura. Así estuvo varias semanas. Oí decir que tenía buen sentido del humor y que cuando regresaba de la escuela en guagua a las doce del día, con la gente a su alrededor bañada en sudor y él impecable, como si viviera en otra estación del año o en un país frío, decía no entender por qué la gente se quejaba del calor. La madre, recordando con el desconsuelo insufrible con que los padres hablan de sus hijos muertos, me contó que cuando se les rompió el televisor su hijo iba a casa de la vecina, que no sabía nada de la enfermedad, mientras les arreglaban el aparato. Se sentaba en un butacón a ver los programas de aventuras y para hacerle bromas a la vecina se ponía a sudar hasta que la señora, con mucha pena, le pedía que se sentara en el suelo. El sudaba más todavía y la pobre vecina le traía el ventilador, maldecía el verano y la humedad de Tequesta, le hacía jarras de limonada, que él se tomaba de lo más contento, y seguía sudando a mares mientras la mujer se afanaba con el palo de trapear a su alrededor. Cuando terminaba el programa el chiquito dejaba un charco frente al televisor y le decía a la vecina que se iba a su casa a bañarse.
     Así estuvo varias semanas hasta que surgió la primera complicación con los riñones, a partir de la cual comenzó a desarrollarse la pesadilla temida por los médicos. Ya no se trataba sólo de una disfuncionalidad epidérmica, sino que el muchacho tuvo que empezar a hacerse cargo de los riñones también, y muy pronto, aunque gradualmente, del proceso digestivo. Comía y, chiquillo al fin, se ponía a jugar o a hacer la tarea y se le olvidaba hacer la digestión, por lo que le daban unas descomposiciones de estómago muy serias que derivaban en todo tipo de complicaciones. En ese momento, Armandito habló con Florinda. Pero antes de hacerlo tuvo que enfrentar batallas muy fuertes dentro del equipo médico, que se había dividido. Algunos creían que el muchacho debía seguir en el hospital como un caso de estudio aunque no se le pudiera ofrecer posibilidades de cura. Sobre todo Fuentes Matons se mostraba intransigente en cuanto a esto ya que para él y los de su opinión el episodio constituía una oportunidad científica y de notoriedad profesional caída del cielo. Dejarla escapar sería una torpeza. Rodríguez Zamora y Alvarez Cachán pensaban que el muchacho debía ser enviado urgentemente a la URSS, donde tendría mayores posibilidades de tratamiento. Armandito Robles, su padre y otros, eran de otra opinión, que fue la que impusieron después de largas horas de enfrentamientos e incluso de rupturas totales, como ocurrió entre los Robles y Fuentes Matons.
     Esto es lo que habló Armandito con la madre del muchacho.
     --Florinda, yo la conozco a usted y a su familia. No puedo engañarla ni darle falsas esperanzas. Nosotros no podemos hacer nada más por Ramirito. Esto es un caso único, lo más delicado y extraordinario que hayamos visto. No sabemos cómo tratar esta mutación de las funciones del cuerpo de su hijo.
     --¿Y quién nos puede ayudar doctor? Mi marido está en la caña, yo estoy sola en mi casa. Voy a mandarle un telegrama a Ramiro para que venga inmediatamente, pero usted tiene que ayudarnos.
     La mujer le hablaba desde una intemperie que él sólo podía ver desde el otro lado.
     --Ya nosotros hemos hecho todo lo que podemos en materia de medicina. Por alguna razón, su cuerpo se encuentra en remisión de sí mismo, abandonando su esfera de vida y recluyéndose, o en fuga, hacia una interioridad recóndita más allá de las funciones y del territorio vital reconocido hasta ahora por la medicina. Si Ramirito continúa así no va a quedar más remedio que pedir la salida del país por razones humanitarias, médicas. Usted puede contar con mi padre y conmigo para esos trámites. Pediríamos la salida para Francia o Estados Unidos. Yo creo que deben ir a los Estados Unidos.
     Florinda se comunicó por telegrama con su esposo en la agricultura, porque había decidido mantenerlo fuera del asunto hasta ese momento para no darle más preocupaciones al hombre. Te imaginas. Se tramitó todo por la embajada de Suiza y salieron para los Estados Unidos en cuestión de dos semanas, porque los médicos estaban de acuerdo en que el niño debía ingresar urgentemente en la clínica Mayo en Minnesota. Allí el problema médico fue diseñar programas de computadoras que asumieran y controlaran varias de las funciones del cuerpo para aliviarle la carga al muchacho. Y lo lograron por un tiempo. Lo conectaron a un centro de información, una especie de cerebro electrónico encargado del funcionamiento de los órganos vitales, y a un respirador artificial para que no se asfixiara.
     De inmediato comenzó una especie de peregrinación de médicos e investigadores de todas partes que venían a examinar a Ramirito, quien de súbito era el centro de un enorme revuelo científico, por lo que los padres del niño, sin saber inglés ni tener la más mínima idea de cómo manejar la situación, sólo podían contemplar a su hijo convertido en una curiosidad médica sobre la que todos querían opinar; su hijo era un nido de carne en el que se hundía una infinidad de cables, rodeado por el palpitar de lucecillas y pizarras electrónicas, y por las declaraciones de los médicos a revistas científicas. El padre y la madre se paraban en la puerta del cuarto, calladitos, hablándose con los ojos, escuchando la respiración perpetua de las computadoras y horrorizados por la cara de su hijo. El esfuerzo de concentración que el muchacho tenía que hacer era tan grande que se le borró de la mirada todo brillo de inteligencia, la cara fue adquiriendo el mutismo, el aire ese de ausencia que uno ve en los ojos de los animales cuando comen. La madre lloraba desconsolada por los pasillos del hospital, aniquilada por la tristeza de ver la cablería de las máquinas sumergirse bajo la piel de su hijo. Sólo hablaban con el intérprete mexicano que les puso la clínica o en llamadas de larga distancia a familiares en Tequesta o en Miami.
     Y después con un médico que hablaba español y que se incorporó al equipo encargado del caso.
     Aquí Arbona empinó la tacita de café y con un ademán lento depositó sobre la mesa todo lo que pudiera ocuparle las manos, el lapicero, la taza, los espejuelos. Miró a Montalvo como sorprendido, con la cara extraña, la boca un poco deformada, el labio inferior medio caído o vencido por la inutilidad. Una cara aplastada por el peso de ese viejo relato. Se inclinó sobre la mesa, yo diría que intentando rodearse de la luz de las tardes de Tequesta cuando la llegada lenta de la noche se movía como el mar entre los toronjales de los patios. Aguantó la respiración para sumergirse en el resto del relato, y lo hizo recordando el medio punto que sobre la puerta de la sala de su casa en Tequesta daba el tiempo a colores en la media esfera de su despanzurrado reloj.
     Después de hablar por teléfono, el padre se acercaba a la cama y le ponía el dedo índice en la palma de la mano al muchacho para que lo apretara y poder de esa forma comunicarse con él. Pero las más de las veces al contacto con su piel no se sucedía la comunicación sino una experiencia de los límites de los cuerpos, y el padre contemplaba a su hijo en el fondo de un vórtice, consumido por un fuego que él no podía ni sospechar. Lo abatía la impotencia de verse reducido a sólo mirar el cuerpo de su hijo como si éste habitara una ciudad infranqueable, amurallada y convulsa, sacudida por sus propios enigmas y misterios.
     Cuando la enfermedad se agudizó el muchacho empezó a pensar que el cuerpo tenía sus semanas y sus lugares. A veces, con un esfuerzo que lo dejaba extenuado, lograba contarle a sus padres a gritos algo de lo que sentía. El estómago y los brazos eran Minnesota, los pies Miami, el corazón los deseos perdidos por ahí en Tequesta, como un velero visto desde la costa: se ve su figura recortada contra el horizonte, pero nada se sabe de él ni de los vientos que lo impulsan. Para ese muchacho cualquier cosa podía ser los ojos o las rodillas. Cualquier lugar o un día era un antebrazo o un ombligo. La cabeza, casi de forma inadvertida, pero con la constancia del mar que vuelve a la playa, se convirtió en La Habana. Llegó a creer que se tragaba la ciudad completa el día que le dio por pensar que La Habana era la lengua.
     En la clínica fue trasladado a una sala especial de cuidados intensivos que los médicos llamaban la noche de cuatro paredes. Un cuarto absolutamente tapiado y de paredes negras en el que no se producía ningún estímulo visual, porque ante el más tenue brillo el muchacho se perdía en un laberinto de luz. En esa habitación de Minnesota, Ramirito descendió a la noche absoluta, al lado hembra de su cuerpo. Como un buzo anduvo por la existencia acuosa de las membranas. Se hizo idéntico al peso de los huesos, mudos, y sintió todo su cuerpo como deben haber sido las cosas un día antes de la vida, qué sé yo, como si no hubiera en el mundo más que un hueso, un hueso silente, pero hueso vivo que siente que es hueso y que en su médula gotea la vida. Percibió el interior de las articulaciones como un espacio inmenso cruzado por las ataduras de los tendones, irreconocibles, porque dejaron de ser tendones al cobrar el esforzado aspecto de los cables de acero de un puente colgante. Le sorprendió ver cómo su cuerpo perdía la consistencia, la naturalidad que hasta ese momento le había atribuido sin saberlo. Se le quebró la verdad del cuerpo asumido a ciegas, como el pez dentro del agua, durante toda su vida. Su cuerpo estaba hecho de espacios enormes que los músculos y los tendones, las membranas mantenían unidos en un esfuerzo incesante. Sintió la gravedad con una fuerza nueva operar en lo más íntimo. Se hizo estómago de un golpe. Húmedo, cálido, vibrante. Pero fue una sensación al revés. Los estímulos venían del otro lado de la sensación: el estómago sintiéndolo a él, y fue ahí cuando se perdió. Ni las paredes del cuarto, ni los pasos de su madre, ni la luz verdosa y estilizada que saltaba de los controles de las computadoras lo apartaron de la minúscula y violenta respiración de las células, él-reacciones-químicas, él-paredes-del-esófago, él-segregación-de-jugos-gástricos, él-paredes-del-estómago, él-jugos-gástricos-actuando-sobre-él-mismo. En el silencio abovedado del estómago se llenó de horror con el estrépito de la digestión, y se deslizó hasta los intestinos donde creyó dormirse mecido por las vibraciones marinas de esos túneles de carne. Mientras pudo contempló el cromatismo de las vísceras, brillosas y aceitadas de vida; desde el tierno púrpura hasta el río azuloso que le pulsaba por las venas, exploró esa escala cromática como un piano en el que pulsaba un teclado infinito de color y de carne agitado con el tacto de las arrugas de los órganos, las grietas de las cortezas, la planicie estriada y color rosa en el interior de los riñones, cuyo brillo pulido y mineral le recordaba las cavidades de un caracol. Anduvo por los suaves misterios del metabolismo, los ritmos en que la vida se adelgaza hasta el suspiro. Y en esos momentos de asumir radicalmente el cuerpo, al detenerse en la respiración, supo que dejaba de ser cuerpo. Ya no sentía el aire sólo cuando le penetraba las fosas nasales, sino que su propio cuerpo vivía como aire dentro del aire. En la dilatación de los pulmones se detuvo y los vio como sábanas oscuras puestas a orear en el centro del cuerpo. Por la enormidad de su interior, por el viento que circulaba dentro de sí con una helada sideralidad, se sintió solo y abandonado en el interior de su cuerpo, perdido en un hangar demasiado enorme para sus piernas, demasiado hondo para que lo recorriera su voz. Desde la sangre reconoció el interior de sus testículos, que recorrió como quien camina por una cantera palpitante y repleta de piedras que él mismo había tirado. Después de un recorrido tubular llegó a la interioridad del glande, una cámara cóncava y de pulpa violeta por cuya superficie se dejó llevar como agua en el interior de un caracol sedoso y bruñido.
     Al comienzo, cuando sólo se trataba de sudar, el niño pudo pasearse por su piel activando las glándulas como quien recoge flores en una tarde de domingo. Pero según aumentó la complejidad de su estado, fue succionado hacia una hiperrapidez febril que lo sumió en el diminuto huracán eléctrico que le circulaba por todo el cuerpo. En pulsaciones vertiginosas de hiperrapidez recorrió la extensión esponjosa de los nervios que como cabellos finísimos se perdían en esa enormidad grana y tremulante que era él mismo. Según progresaba su estado cada segundo se convirtió en una encrucijada intolerable de pulsaciones, sensaciones térmicas, impulsos eléctricos, reacciones químicas, transformaciones y operaciones minúsculas en órganos recónditos que la enfermedad había sacado al primer plano de percepción y de voluntad. Todo el cuerpo tiene que haber sido una carga infernal, una apretada biología sin descanso.
     Pero la mayor sorpresa, tal vez el único consuelo, se la dieron los músculos. Esto casi le cuesta la vida porque intentó detenerse más de lo debido en las estrías de la musculatura al encontrar allí toda la historia de su vida anterior a la memoria. Por eso lloraba, y su madre y los médicos pensaban que era de dolor, pero fue de descubrir una certera biografía en las trazas de la memoria muscular. Los primeros movimientos de los dedos, los músculos de la cara, los cachetes, los labios, tan mudos como los del presente, mamando el pecho de su madre. La disciplina en las pantorrillas y en los muslos al aprender a caminar, los dedos pulsando las cuerdas de una guitarra, esforzándose por vencer la descoordinación. La herida de clavo de los ocho años, nítida, como un rallón en los surcos de un disco. En los músculos de todo el cuerpo tenía estampado el primer esfuerzo que produjo el equilibrio el día que aprendió a montar bicicleta, el exacto momento en que la mano de su padre soltó el asiento y él continuó pedaleando sólo sin saberlo. En la mano, grabado firmemente, el gesto del puño que se cierra sobre el pene. El adiestramiento en el tacto hasta lograr la suavidad con que tocó la piel del pene y exploró las tonalidades de la sensación en diferentes zonas de la entrepierna. La piel rugosa en ciertas áreas, en otras adelgazada hasta la delicadeza de la transparencia. La música de la piel y sus placeres, algunos tan delicados y sutiles en su consistencia y textura que más que sentirlos creyó olerlos. El estrépito de la eyaculación que lo hizo sentirse redondamente alegre, en posesión de un juguete rabiosamente único. Y todo eso rumiarlo en silencio porque su cuerpo hablaba sólo para sí en un lenguaje carnal, intraducible, vorazmente encerrado en la extrañeza de su propia carne.
     Descubrió la historia de sus modales de mesa. Podía ver como las manos habían registrado los varios grados de destreza en el manejo del tenedor y del cuchillo, las diferentes formas de agarrar un vaso de agua, o la más fina disposición de los dedos para levantar una tacita de café. Vio en sus manos las clases de caligrafía. Las mañanas se hicieron luminosas porque en la extensión de los antebrazos descubrió el peso de la maleta que llevaba al colegio llena de libros y cuadernos. Redescubrió la maravilla diminuta que es afilar la punta de un lápiz, el olor de la madera liberada de la pintura.
     En uno de esos arbitrarios recorridos por su cuerpo lo asaltó de nuevo la mirada de un fumigador que fue llamado a su casa cuando él tenía diez años. El fumigador lo miraba ahora desde el fondo de un recuerdo. Aquel hombre esparcía el veneno por esquinas y rendijas de la casa y mientras lo hacía se detuvo frente a las fotos de familia, que ante sus ojos aparecían desnudas de las complicidades y sentimientos que sólo tienen existencia para quienes las cuelgan o las enmarcan. Para el fumigador eran pura extrañeza. Por un descuido de la abuela el niño entró a la casa justamente en el momento en que la extrañeza se dibujaba con mayor fuerza en la cara del fumigador. El niño no se olvidó de la cara porque en aquel momento supo lo que el fumigador estaba pensando, aunque lo conoció en la forma oscura y neblinosa con que los niños intuyen. En Minnesota, perdido en su cuerpo, el niño creyó por fin saber que miraba el interior de su cuerpo con la mirada del fumigador, la mirada extraña ante la cual las figuras en la imagen comunican, ante todo, que temen ser irreconocibles, frágiles, pasajeras, sombras. Un fumigador que mira extrañado una serie de fotos que no significan nada para él, fotos de familia; unos policías que entran a la casa para realizar un inventario de las pertenencias personales de la familia; un adolescente que años más tarde, enfermo, recorre su cuerpo y reencuentra esas miradas que ahora son suyas, aunque conservan suficiente brillo ajeno como para saber que son de otros ojos.
     Florinda me dijo, dijo Arbona, que ella estaba en el pasillo, cerca de la puerta del cuarto cuando oyó que el hijo le gritaba, Me voy a morir. Ella corrió para el cuarto y se paró al lado de la cama, petrificada de miedo, sin saber qué hacer, y vio al hijo hacerse su propia muerte. Como en las películas esas que uno ve al sereno apagar todos los faroles de una calle, así, uno por uno, ese muchacho tuvo que recorrer su cuerpo arbitrario apagando cada órgano en un inventario salvaje y final.
     ¿Te imaginas, le preguntó Montalvo, lo que le pasaría por la cabeza a ese muchacho, la ira fulminante y la humillación con que debió morirse? ¿Cómo te enteraste de todo eso? Sintió en el labio inferior el latido intermitente que a veces le pulsaba en los párpados. Había escuchado todo aquello en silencio, cambiando de posición en la butaca sin llegar a acomodarse.
     Ahí no termina la cosa, prosiguió Arbona. Casi al final, el muchacho experimentó una mejoría que no supimos explicar. Sólo la autopsia reveló que los riñones habían comenzado a funcionar involuntariamente pero esta vez haciendo las funciones del páncreas, el hígado como la vesícula, el estómago como los pulmones. Una transfuncionalidad que no fue descubierta a tiempo. Como siempre, la ineptitud médica. El muchacho era un cuerpo viejo con órganos nuevos o al revés, no sé cómo decirlo.
     Y lo que nos aguardaba después: abrir el escroto de ese muchacho fue como deshacer un collar. Por el suelo del quirófano rodaron una cantidad de gotas de semen calcificadas muy peculiares porque eran completamente redondas. Cuando las llevamos al microscopio no esperábamos encontrar la fantasía granulada que vimos en cada gota: niños jugando bajo la lluvia, una gata blanca y negra acostada en un zaguán de baldosas en damero que destaca el amarillo casi imposible de los ojos del animal, una bolsa de bolas chinas de todos los colores, un libro de tapas a colores sobre los distintos medios de transporte, una muchacha de unos trece años de edad petrificada en el gesto de componerse el pelo, una bicicleta a la sombra de un árbol junto a un arroyo, una enredadera frondosa que cae sobre el enrejado mohoso y querido de un jardín hasta casi tocar la acera, una esquina extenuada por el sol en la que un grupo de jóvenes hablan junto a las balaustradas de un ventanal y desconocen la muerte, un niño que se tira al agua y nada por primera vez.
     ¿Cómo te enteraste de todo eso? Preguntó Montalvo de nuevo.
     El muchacho, concluyó Arbona, le contó lo que pudo a los padres. ¿Te acuerdas que mencioné a un médico en Minnesota que hablaba español?
     Ese era yo.
      

© 1999 Antonio Vera-León

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Antonio Vera-León (La Habana, 1957). Ensayista y crítico. Profesor de Literaturas Latinoamericanas y del Caribe en la Universidad Estatal de Nueva York, en Stony Brook. Su cuento pertenece al libro inédito Pedir de boca.

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