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marzo -abril 2000  num 17

biografía  |  versión en inglés

Muerte en tercera persona
por Josh Wardrip

Traducción: Ana Alcaina

Quiero mirar a través de él en lugar de mirarle a él. Se me acaba de ocurrir que si pongo el suficiente empeño podré conseguirlo, de manera que así lo hago, pero con cuidado, no vaya a ser que la fuerza táctil de mis ojos agujeree el papel pinocho de las mejillas quebradizas de Murk. Creo que debería volverme, pero es que tiene una pinta... igual que un crío de cinco años plantado delante de la tele un sábado por la mañana: boquiabierto, encandilado y con un hilillo de baba escurriéndose por la comisura de sus finos labios. Tiene la piel de la cara y los brazos algo pálida, como si fuera masilla. Este tío es un auténtico zombi de mierda. Igual que en las películas, me imagino que bastaría con pegarle uno en la cabeza para mandar a este colgado al otro barrio (hay que apuntarles a la cabeza, dicen siempre). Pero aunque mi intención no es menos sórdida, no he venido aquí para meter a Murk de paquete en la barca infernal de Caronte, sino sólo para, pongamos por caso, dejar que madure, se ponga tieso y se pudra aquí —el fin del mundo a todos los efectos—, en el hedor de la orina y la leche agria.

//

La tele de Murk es una antigualla con la pantalla borrosa, un trasto de mierda con orejas de conejo y botoncitos de ésos que giran para el volumen y que encima están rotos. Está encaramada encima de dos cajas de cartón marrones y sucias para guardar los paquetes de leche, peligrosamente, como un funámbulo novato. A veces parpadea y pasa del color al blanco y negro, y luego al color de nuevo, haciendo que lo que ya de por sí resulta imposible de ver, sea aún más imposible de ver. ¿Y por qué me parece imposible de ver? No es lo que os pensáis. Me aparto de la tele por aburrimiento, porque ésta ya la he visto y porque la cara de tonto de Murk es más divertida y, desde luego, más elocuente. Es su interés lo que me atrae ahora, su particular involuntaria suspensión de la incredulidad... pues realmente creo que cree... Así que aquí estoy, mirándole, viendo cómo mira. Resulta tan fácil olvidar ahora... toda la abigarrada amalgama de motivos, recelos y callejones sin salida culminando en el hecho de que esté sentado aquí en un sofá amarillento del Ejército de Salvación, bordado con este horroroso estampado de flores, viendo una chorrada de vídeo doméstico típico de un aficionado... Todo eso se desvanece en el brillo muerto de los apagados ojos de sapo de Murk.

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Arriba, en la pared, detrás de la tele y justo en frente de mí, alguien ha pintarrajeado las palabras COME MIERDA con espray de color rojo brillante. Las letras son grandes y toscas, como si fuese una birria de trabajo de la clase de dibujo del colegio. Y aunque pienso que el texto bien podría haber sido escrito por el propio Murk en uno de sus momentos más lúcidos, prefiero imaginar que las palabras borbotean de los paneles baratos marrones como macabra manifestación de la voluntad divina, algo así como esas estatuas milagrosas de vírgenes que lloran y Cristos que sangran. Con toda seguridad, un fenómeno tan insólito se prestaría en sí mismo a toda una serie de vías de investigación metafísica potencialmente fructíferas, aunque me veo bastante incapaz de sumergirme en asuntos tan elevados durante más de unos fugaces instantes. Come mierda, nunca mejor dicho: para la mentalidad pragmática resulta excesivo, poco higiénico y del todo innecesario... y son esas mismas palabras las que resumen, precisamente, el modo en que ocupo mi tiempo. En determinados círculos, una propensión a asociar el éxtasis a los actos más primarios es algo raro y noble, y me complace confesar que me desenvuelvo con facilidad en tan elevada compañía. Sin embargo, la cruda realidad del asunto es que comerme mi propia mierda hace ya mucho tiempo que ha perdido su encanto y al final se ha reducido nada menos que a una horrible pesadilla de la cual el presente embrollo no es más que el último episodio.

//

Mis ojos cansados se vuelven de nuevo hacia la tele y descubro que está a punto de acabarse; ésta aún es más cutre que la mayoría, aunque algo menos risible. Sin embargo, la última vez sí me reí: de la manera en que la escena acaba precisamente en el momento en que el clavo oxidado está a punto de atravesar el testículo izquierdo del chico, y luego, cuando aparece otra toma en la que se ve la sangre salpicando el rostro enmascarado del aspirante a sádico que lleva un martillo en la mano. Entonces, la cámara regresa con cierta torpeza a la cara agonizante de un chico de aspecto hispano que no deja de dar gritos. La iluminación y la saturación de color de esta toma difieren radicalmente de la toma anterior, de manera que parece que el chico ni siquiera está en la misma habitación (ni en la misma película) que su agresor. Hay incluso una aceleración bastante asombrosa, que recuerda a Ë Bout De Souffle, aunque sospecho que la incompetencia es la responsable en este caso y no —lamentablemente— las pretensiones artísticas. Justo después de la toma de la cara del chico viene otra transición irregular, esta vez a un primer plano realmente convincente de los genitales ensangrentados clavados a la madera de la silla. Siguen varias torturas simuladas y al final, según creo recordar, el chico acaba descuartizado y parcialmente devorado por los cuatro o cinco hombres, todos ataviados con esas capuchas negras tan horteras. Todo es una farsa demostrable de principio a fin, pero lo cierto es que ahora hay algo en ella que me inquieta, no por su verosimilitud, sino a causa de lo que se me antoja un innegable entusiasmo, sin duda concebido con el fin de servir de compensación por lo que le falta de habilidad técnica. Pese a su mediocridad, no logro quitarme el mal rollo del cuerpo.
        Hace mucho tiempo que no siento semejante repugnancia, al menos no desde que esta pequeña epopeya privada mía empezara unos cuantos meses atrás en una exclusiva velada en Las Vegas. Sospechaba que aquello también era una farsa, de modo que la causa del horror no era la cosa en sí, sino el modo en que todos aquellos ricachones hijos de puta con collares de perlas y Rolex de oro se lo tragaban como si fuera esa mierda de caviar de Beluga. Corría el rumor de que nuestro refinado anfitrión había apoquinado casi cien de los grandes por la cinta, y que muchos de los invitados de esa noche le estaban pagando nada menos que diez mil dólares sólo por verla. Yo no tuve que pagar nada porque estaba medio enrollado con la hija de quince años del tipo. Ni siquiera sabía lo que iba a caer. Sólo aparecía con el propósito de codearme con aquella gente que se comía la médula ósea de los niños en su tiempo libre, y más tarde, si todo iba bien, pasaría a transgresiones de índole más bíblica y pedófila.
        Sin embargo, donde acabamos al final fue en una sala mediana y poco iluminada en algún lugar de las entrañas de la mansión. Había una pantalla gigante de televisión, unos cuantos sofás y sillas y poco más. Después de unos minutos incómodos, el vídeo empezó de repente, sin más ceremonias.
        Algunas personas miraban la proyección embelesadas, como si estuviesen viendo a Jesucristo en persona, la Segunda Venida del Hijo vía satélite; otros seguían con su cháchara, sosteniendo en la mano vasos de martini vacíos —en su mayoría— con aire torpe, mientras que otros se magreaban y se comían a lametones con aire aburrido a falta de algo mejor que hacer. La cosa parecía ser de origen sudamericano, aunque la ausencia de sonido lo hacía difícil de precisar. Si hubiese habido sonido, lo más probable es que fuese una versión doblada cutre y habría sido aún menos soportable. Más tarde descubriría que lo que me había parecido más extraordinario en su momento en realidad era algo bastante frecuente, incluso un cliché: estaba ambientada en la selva, en una especie de fuerte o algo así. Unos hombres de gesto férreo, vestidos con uniformes militares y pertrechados con alicates, estacas fálicas de madera y machetes, infligían diversas modalidades de tortura a varias mujeres de piel morena. Se las follaban, las mordían, las acuchillaban, les marcaban el culo y las tetas con hierros candentes y las obligaban a ayudarles en la mutilación de otras mujeres. Aparecía incluso un curioso artilugio bastante rudimentario: ataban a las mujeres a él, con los brazos y piernas extendidos, y poco a poco las iban bajando hasta clavarlas en un pincho vertical de metal de cuatro puntas. Shish kebab humano, nena... Y la cámara: blanco y negro, cinéma vérité, imagen trémula y granulada. Montaje tosco y disparejo sin asomo de coherencia... Recuerdo que, en un momento dado, aparté la mirada de la pantalla y eché un vistazo alrededor de la sala, para evaluar las reacciones del público, supongo. Y entonces vi a esa pareja de palurdos de mediana edad, feos como un pecado, que se pusieron a follar ahí mismo en el sofá. Ella estaba a horcajadas encima de él y los observé mientras no sin grandes esfuerzos él le levantaba la falda negra ceñida por encima del culo. El tipo empezó a manosearle y a agarrarle las nalgas fofas hasta conseguir meterle al fin un dedo corazón bastante regordete por el agujero del culo. Los gemidos de ella subieron de tono momentáneamente para luego regresar de nuevo al ronroneo gutural y aburrido de un motor de automóvil. Parecía una banda sonora apropiada para la película muda; decididamente, la única banda sonora aparte del tintineo ocasional del hielo al chocar contra el cristal...
        Y entonces se terminó. Me quedé allí sentado un buen rato, mucho después de que hubiesen encendido las luces y la mayoría de los espectadores hubiesen desfilado. Sólo yo, y los dos palurdos que seguían follando en el sofá. No recuerdo casi nada del resto de la noche. Fue la última vez que vi a la hija del anfitrión; poco después, abandoné el país y no he vuelto a saber de ella desde entonces. Y como la mayoría de los finales, supongo, también señaló el nacimiento de algo nuevo que haría oír su voz y exigiría su participación en el mundo de las cosas, reales e imaginarias.

* * *

Un trozo de cartón tapa parcialmente la ventana del cuarto de Murk, y se aguanta en su sitio con torpeza gracias a varias tiras de cinta aislante de color plateado. El brusco viento nocturno se filtra de vez en cuando por una esquina suelta del cartón y me abofetea la mejilla, como el golpe de un cuchillo para la mantequilla con el filo helado. Casi me alegro de que entren estas corrientes de aire ocasionales porque así disipan temporalmente el espeso olor a leche agria que invade el espacio, dando lugar a una leve náusea prolongada que sospecho me acompañará hasta mucho tiempo después de haberme librado de este Murk y de la caja-purgatorio en la que se ha confinado a sí mismo.
        Ahora descubro que la pantalla está toda negra y empiezo a preguntarme cuánto tiempo llevo aquí sentado, así, mirando embobado a la nada. No más de un minuto o dos, me imagino, aunque últimamente los minutos y las horas parecen pasar como si tal cosa, inadvertidos e intercambiables.
        Todo está en silencio salvo por los gritos ahogados y distantes, los chillidos y ruidos sordos de lo que sólo puede ser una pelea doméstica en otra habitación. Está oscuro, y justo cuando empiezo a sentir ligeras punzadas de miedo en la boca del estómago, Murk enciende una luz. Su mirada es esquiva, no la dirige directamente a mí, sino alrededor o detrás de mí. Se aclara la garganta, pero no dice nada. Su respiración es audible, por la boca y la nariz a la vez, como si estuviera durmiendo. Lo miro fijamente. Quiero saber qué es lo que serpentea por las corrientes turbias de su cerebro. Por un momento considero la posibilidad de que está metido en el ajo, de que sabe que todo es humo y espejos: otro gilipollas cicatero que intenta engañarme. Pero ese algo enigmático que hay en la presencia de Murk y en este vientre de ballena que es esta habitación consiguen eliminar esos recelos. Presiento que sabe algo que yo no sé, que es ésta la realidad y que ha estado ahí todo el tiempo, sólo que yo no quería verla, o me impedían verla de algún modo.
        Ahora Murk se pone de pie, un poco encorvado, y desliza las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
        —Mmm, bueno... ahora págame —dice.
        Creo que es la primera vez que lo oigo hablar desde nuestra conversación telefónica de hace unos días. Me asombra lo infantil que parece su voz, no por el tono ni el timbre, sino por el ritmo y la entonación. Su fraseología es clara y directa, inocentemente tosca en su falta de locuacidad.
        Me quedo pensativo un momento antes de hablar, sin saber cómo responder. Mis pensamientos parpadean como luciérnagas en el telón de la noche. No consigo decidirme.
        —Bueno... no sé —digo, más para llenar el silencio que para transmitir algún tipo de significado con mis palabras.
        —Tienes que pagarme ahora —dice Murk, con más ímpetu, aunque sigue sin mirarme.
        Me pongo de pie. Sólo pienso en que tengo que salir de aquí. No quiero hablar del tema. No quiero estar aquí.
        Murk se está poniendo cada vez más nervioso y cambia el peso de su cuerpo de un pie al otro.
        —Te he dejado mirar —dice—. Tienes que pagarme.
        —Ejem, no hablamos de...
        —No es gratis...
        —Tendré que pensarlo —digo—. Además, no llevo nada encima de todos modos. En cualquier caso, tendré que irme y volver...
        —Esto no es un trailer —contesta.
        —Escucha, te diré lo que voy a hacer: si decido seguir adelante, te daré el doble... Tengo que pensarlo, eso es todo.
        No sé decir si va a tragar o no. Se está poniendo cada vez más nervioso y alterado, como si tuviera algo más en la cabeza. Se pone de puntillas y luego baja sobre sus talones de nuevo, como un chiquillo impaciente de segundo curso a quien han obligado a actuar en la obra de fin de curso en contra de su voluntad. Si consigo engañarlo y hacer que crea que puede llevarse un buen pico, podré salir por la puerta sin complicaciones, pero me estoy hartando de tanta diplomacia. Estoy pensando que a lo mejor debería darle una buena paliza y largarme de aquí cagando leches. Todas las señales de peligro se han disipado, y descubro que contemplo a Murk con una mezcla de lástima y desdén. Se me antoja una criatura sádicamente frágil, presa de un sufrimiento inconmensurable. Consigue debilitar a los demás por proximidad —una especie de vampirismo telequinésico— y me siento arrastrado hacia el suelo, mareado, con las extremidades pesadas y exhaustas. Como uno de esos monstruos malheridos de las viejas películas de terror, me escurro entre los mugrientos tablones de madera del suelo, arrastrándome y deslizándome, cada vez más abajo, en un acre submundo donde unos resplandecientes ríos de orina serpentean, como culebras, a través de oscuras cavernas laberínticas. No hay duda de que ésta es la caldera de donde salió Murk por primera vez, inhalando su primera bocanada de aire tóxico antes de ascender al mundo de los vivos.

Después de sacar las manos de detrás de la espalda, Murk sostiene una pistola y está apuntándome al pecho con ella. Sujeta la culata con ambas manos. Automáticamente, levanto las manos, rindiéndome. Sus ojos son los de un loco y tiene las manos temblorosas. Pienso que si no se le cae antes, seguramente acabará matándome sin querer, por accidente... eso suponiendo que el cacharro tenga balas. Tengo la corazonada de que Murk no ha apuntado a nadie con un arma en toda su vida, y de que, probablemente, este nuevo hito en su historia personal es mucho más aterrador para él de lo que resulta para mí.
        Ahora intenta hablar:
        —A-a-a-a-ahora... t-t-t-tú... tú...
       —Eh, vale —le interrumpo—. Escucha... no es ningún problema. No... no es ningún problema, ¿me oyes? Vamos a hablarlo...
        Su voz chisporrotea como la grasa del beicon en una sartén:
        —T-t-t-t... t-t-t-tú...
        Siento cómo yo mismo empiezo a perder los estribos. Si nunca te han apuntado con un arma sostenida por un tipo que está más que dispuesto a utilizarla —y estoy seguro de que Murk tiene muy poco que perder en este momento—, entonces lo más probable es que hayas fantaseado, al menos una o dos veces en tu vida, con el modo en que crees que reaccionarías bajo dichas circunstancias. Y si has tenido la buena fortuna de encontrarte precisamente en semejante apuro, bien, entonces ya sabes que cualesquiera fantasías de machote cinematográfico —esa sangre fría de: «sí, venga, tío, pégame un tiro»— que puedan haber cruzado por tu mente se convierten en una gilipollez pura y dura en cuanto tu corazón empieza a hacer tictac al doble de su velocidad normal, y empiezas a captar de qué hablaba Sartre cuando dijo aquello de que sólo podía concebirse a sí mismo como ser vivo. Yo he visto la escena fingida un millón de veces —e incluso unas cuantas en vivo y en directo (aunque mutilada por la capacidad de abstracción de las versiones de la pantalla de televisión)— y desde entonces me las doy de estar en posesión de ciertos conocimientos sobre la muerte en tercera persona. Pese a todo, el deceso del spectateur consigue escapar a la comprensión más elemental como el jodido cálculo matemático. No obstante, aflora de vez en cuando: breves y repentinas intrusiones en la oscuridad menguante de las cinco de la mañana... un dedo de acero en la entrepierna, un golpe hueco y sordo. Tambalearse por el golpe... dar vueltas y esquivar... librarse y deshacerse de él... epifanías tan mediocres... incoloras, anodinas... Pero sí, vamos a decirlo, ya que estamos: pues sí llega, inocente e inocua, cuando la inutilidad la empuja desde la reflexión más constante. Frágil horror, un estúpido final... final de todos los finales. Completamente anodino...

Durante un momento, nada. Y entonces:
        Clic, clic, clic, clic.
        Y al quinto, sangre, huesos y sesos explotan en el lado izquierdo de la cabeza de Murk. Entre convulsiones, se estrella contra el suelo, con una furia que no se parece a nada que haya visto antes. Perdido en mi propio onanismo estúpido, apenas me he percatado de que Murk se ha apuntado con el cañón del arma a su propia cabeza. Y ahora está ahí tendido, arrugado, como un trapo viejo, con el pelo casi de punta y un charco de rojo extendiéndose bajo su cabeza rota. Tiene la boca abierta en una mueca enorme de paralizado horror. Me fijo por primera vez en la caries del diente que tiene en la hilera delantera superior. El hecho brutal del cadáver ahí tendido ante mis ojos impide cualquier vana especulación sobre el móvil. Sólo puedo quedarme aquí de pie y maravillarme ante esta desdichada cosa a la que acaban de arrancar la vida de cuajo. Nunca he visto la muerte —ni siquiera a una abuelita muerta en el ataúd— y durante un instante fugaz dudo incluso de su veracidad. La pequeña herida circular de la entrada de la bala ejerce una irresistible atracción sobre mí. Quiero tocarla con el dedo índice, para rascar el tejido interno con la uña y luego llevármelo a la nariz y respirar la muerte, como el primer olorcillo a coño. Pero en vez de hacerlo, me dirijo a la puerta.
        Bajo las escaleras entenebrecidas. Casi resbalo por culpa de unas canicas que alguien ha dejado olvidadas en un escalón. Estiro los brazos para agarrarme a algo y recuperar el equilibrio y en su lugar sólo agarro un puñado de aire. Las barandillas están completamente rotas en determinados trozos y los que quedan son muy endebles... Empiezan a elevarse unas voces en respuesta al disparo. Ellos también lo han oído: consenso general de que ha ocurrido algo. No ha sido en la tele esta vez. Ellos también lo han oído. Y sin embargo, sólo yo lo he visto: yo, el incrédulo Tomás que mete la mano en las llagas abiertas de los muertos y los moribundos para satisfacer su propia ansia de pruebas táctiles. Y eso, ahora me doy cuenta, era lo que narraba el críptico rostro de Murk, el mensaje que me parecía tan indescifrable: yo te enseñaré cómo es en realidad. Y ahora lo pruebo, como un metal duro que resquebraja y rompe los dientes. Es abrumador. Hago un esfuerzo por tragar saliva, reprimiendo las náuseas.

[...] Alcanzar la puerta al fin, salir a la acera de la ciudad con paso vacilante. Incapaz de contenerme por más tiempo, escupo un espeso líquido marrón, y mancho y derrito la delicada capa de nieve perfecta, que despide una nubecilla de vapor como respuesta. Me escuece la nariz y la garganta, y me lloran los ojos. Me paso lo que me parece una hora haciendo arcadas antes de que la sensación desaparezca. Cuando consigo erguirme y recuperar el sentido me abro paso precipitadamente por el pavimento nevado, poniendo la máxima distancia posible entre yo mismo y la escena de la muerte de Murk. Dejo atrás varias manzanas con rapidez, doblando esquinas sin rumbo fijo hasta que al final pierdo todo sentido de la orientación en el laberinto de la ciudad. Al doblar otra esquina, levanto la vista y descubro lo que se me antoja una especie de cámara de seguridad instalada en el lateral de una vieja catedral. Me pregunto por cuántos de aquellos voraces ojos eléctricos habré pasado ya sin darme cuenta en el transcurso de mi huida y qué ojos indiscretos me observan desde el otro lado.
        Cuando me siento fuera del alcance de la cámara, a salvo, aminoro el paso e intento recobrar el resuello. Me detengo, apoyo la espalda contra una pared y dejo que mi corazón se recupere... Echo un vistazo a mi alrededor... Me sorprende de pronto el extraño espectáculo de la ciudad a las tres de la mañana. Vacía, soñolienta y silenciosa. Todos los edificios, señoriales y estoicos, apretujados y apelotonados sin demasiado respeto por la estética ni el pragmatismo. Fachadas de ventanas con barrotes, los semáforos parpadeantes balanceándose ligeramente en la brisa invernal. El centelleo estridente de la marquesina de un cine porno... Como a través de un objetivo de ojo de pez, ahora todo parece esperpéntico y deformado, como un país extranjero o un mundo completamente desconocido. Una ciudad antigua construida hace varios milenios por una especie ya extinguida totalmente distinta a nosotros... Ajusto mi visión y la centro para enfocar los copos de nieve que caen amontonándose a mi alrededor; cada uno de ellos perfecto, único y sublime. Imagino un mundo entero en cada uno, dirigiéndose hacia un apocalipsis inminente, ya sea pisoteados bajo unos pies o derretidos bajo la luz del sol... Cuando realizo un reajuste descubro que se ha producido un sorprendente cambio en la escena. Las torres de pisos, el pavimento, las luces y las ventanas... todo se desvanece en una vasta llanura blanca. La ligera nevada prosigue in crescendo hasta convertirse en una violenta y feroz ventisca... A kilómetros de distancia, apenas visible a través de la gruesa cortina de nieve, una manada de inmensos mamuts cubiertos de pelo avanza penosamente por el horizonte... Cerca de ellos, un grupo de mamíferos simiescos y peludos se acurrucan en busca de calor mientras el frío atroz va consumiendo sus vidas... El temporal cede, se tambalea y se desmorona y la Tierra gime y se resquebraja mientras algo extraño y descomunal se va abriendo paso poco a poco. El caos renqueante de la civilización... Los continentes chocan contra otros continentes, las olas se levantan hasta hacerse montañas. Los volcanes despiden nubes negras de ceniza y ríos abrasadores de roca fundida... Dios y Karl Marx no han llegado todavía, y a nadie se le ha ocurrido sintetizar la celulosa, el ácido nítrico y el alcanfor para fabricar una sustancia que posibilite la captura de imágenes en movimiento.

© 2000  The Barcelona Review
Traducción: © Ana Alcaina
Este historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Josh Wardripbiografía

Josh Wardrip nació en 1971 en Kentucky, y ha vivido en Austin,
Texas desde 1995.  Su trabajo de ficción ha sido publicado en diferentes revistas electrónicas, entre ellas 256 Shades of Gray, Indite Circle, Megaera, Morella and News of the Brave New World.  Es el editor de la revista digital Duct Tape Press  www.io.com/~crberry/DuctTape/  Y además, Josh es un músico activo a quien se puede contactar escribiéndole a ducttapepress@yahoo.com

Ana Alcaina es traductora del inglés al castellano. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa y, entre otros autores, ha traducido a Richie McMullen y Matthew Rettenmund. Colabora habitualmente en The Barcelona Review. alcaina@acett.org

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