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julio -agosto 2000  num 19

biografía  |  versión en inglés

Ay, estas parejitas...
 de James Meek
Traducción: Ana Alcaina

 

El hijo de Gordon, Kenneth, iba a venir a cenar con su nueva novia. El timbre de la puerta sonó a las ocho y Gordon fue a abrir. Llevaba un vaso de Grouse con hielo en la mano y se había puesto unos pantalones blancos y un jersey de pico de color escarlata con un suéter blanco de cuello alto debajo. Abrió la puerta y allí estaban Kenneth y la chica.
      — ¡Joder! — exclamó Gordon.
      — ¿Cómo dices? — dijo Kenneth.
      — Encantado de conocerte — entonó Gordon, tendiendo la mano a la chica.
      — ¿Acabas de soltar un taco? — le preguntó Kenneth, vestido con un traje de lino de color violeta y una camisa de seda verde abotonada hasta el cuello.
      — Me alegro de verte — respondió Gordon.
      — Hola — dijo la chica con una enorme sonrisa. Era una mujer... ¡qué suerte la del cabrón! ¡Su propio hijo! Sangre de su sangre... ¿No había una ley para cuando un hijo traía una mujer a casa de su padre legítimo y su padre legítimo quería llevársela legalmente a su habitación? Esas piernas, el vestido negro, sus pechos... era injusto, era tan injusto después de todos aquellos años... El chico no tenía ningún derecho.
      — Te presento a Julie — dijo Kenneth.
      — Hola — repitió Julie, esbozando una amplia sonrisa e inclinando un poco la cabeza hacia abajo. ¡Era alta!
      — ¿Cuántos años...? — murmuró Gordon, y tomó un sorbo de whisky sin apartar los ojos de Julie y con la mano todavía suspendida en el aire, apuntando hacia ella.
      — ¿Cuántos años qué? — preguntó Kenneth.
      — Cuántos años... Cuántos años... — dijo Gordon, mirándole y frunciendo el ceño— . Vamos, entrad.
      — ¿Has estado con eso toda la tarde o qué? — Kenneth estaba empujando a su padre por el pasillo y Gordon estaba intentando quedarse donde estaba para que su hijo pasase primero y así poder tocar a Julie. Kenneth se volvió y dejó pasar a Julie, interponiendo su cuerpo entre el de ella y el de su padre, de manera que durante un instante los tres se quedaron atascados en el pasillo. Julie se echó a reír y dio un pequeño salto para deshacer el apretado trío. ¡Llevaba zapatos de tacón de aguja! No, no, no... Había criado a un monstruo.
      Mary apareció en el pasillo.
      — ¡Julie! — exclamó con voz grave y prolongada, con una sonrisa pegada al rostro, la barbilla escondida en el pecho, los dedos entrelazados y los pendientes temblorosos.
      La señora Stanefield.
      Mary. ¡Julie!
      Mary clavó las manos en los hombros de Julie y le rozó las mejillas. Julie. Mua. Mary la zarandeó un poco y se quedó inmóvil a medio metro de distancia, mirándola y sonriendo como si estuviese imitando a la Reina de las Nieves frente al espejo.
      —Te tienes que estar congelando con ese vestido, Julie —dijo Mary—. Dios mío, Kenneth es un hombre muy afortunado, ¿a que sí, Gordon?
      —Sí.
      —Pero ¿qué te pasa? No te quedes ahí como un pasmarote y tráeles algo de beber a estos chicos. ¿De dónde dice Kenneth que eres, Julie?
      —De Darlington.
      —¡Darlington! Del norte de Inglaterra. Ahora ya no es tan gris ni industrial, ¿verdad que no? —Entraron en el salón y se sentaron en el juego de sofá y dos sillones de piel de color morado. Gordon se sentó en el sofá grande, pero Julie optó por sentarse sola en uno de los sillones. Por dios santo, ese chico no la dejaba ni respirar... La tenía muy bien enseñada. Pues había una ley. Derechos de antigüedad, se llamaba. Habría que encontrar ese texto en la biblioteca.
      —Las bebidas —dijo Mary.
      —Venga ya, Smithie.
      Mary se levantó y se inclinó para decirle algo al Gordon al oído.
      —Si vuelves a llamarme así delante de tu futura hija política te juro que te denuncio. Vete a por las bebidas. —Se incorporó de nuevo con un movimiento brusco, entrelazó las uñas y sonrió a Julie.
      Había dos maneras de que Gordon pudiese enfrentarse a la situación. Una consistía en largarse a su bar de siempre, apoyarse en la barra, pedir una pinta de la cerveza habitual, menear la cabeza y decirle a Jimmy el barman: «Ay, estas parejitas...» Sólo que nunca había tenido un bar de siempre; en su vida únicamente existía el club de golf y cada vez que iba había un chico diferente detrás de la barra. Ya nunca contrataban a chavalitas. Y tampoco tenía una cerveza habitual, sino que le gustaba probar las distintas lager alemanas.
      Mary quiso un gin tonic. Kenneth prefirió un Perrier porque tenía que conducir y Julie se tomó una copa de vino blanco. Gordon se desplomó en el sofá, se echó hacia delante con un chirrido de los pantalones al frotarse contra la piel del sofá, tomó un sorbo de Grouse y se regodeó en silencio con los muslos de Julie.
      —Me muero de ganas de saber cómo os conocisteis —dijo Mary.
      —Pues fue en el centro de convenciones, mamá —contestó Kenneth mientras observaba las burbujas—. Ahora los dos estamos con contratos fijos. Era un congreso de consultores ecologistas.
      —No, Kenny. Era de franquicias de comida rápida.
      —Era de consultores ecologistas, Jul. ¿No te acuerdas de ese tío que se electrocutó con la maqueta del bosque tropical?
      —Era de franquicias de comida rápida, señora Stanefield —dijo Julie—. Me acuerdo porque se encargaron de su propio catering: tacos, zarzaparrilla, alitas de pollo y esas cosas. Los ecologistas pidieron Liebfraumilch a granel.
      —Ése es el nombre de una cerveza rubia alemana —explicó Gordon.
      —Es vino —repuso Mary.
      —Es cerveza.
      —Es vino, papá —interrumpió Kenneth—. Pero sí; también es alemán. El nombre significa «leche de muchachita».
      Hubo un breve silencio.
      —¿Dónde habéis dejado el coche? —quiso saber Gordon.
      —En la calle de enfrente.
      —Uy, pues ahí no está nada seguro. A varios vecinos les han rajado los neumáticos.
      —Pero en este barrio hay vigilancia, ¿no? Todas estas casas tienen alarma antirrobo.
      —Eso es precisamente lo que atrae a los ladrones.
      —¿Y entonces por qué tenéis una?
      —Y además están esos gamberros que sólo roban coches para ir a dar una vuelta y luego abandonarlos.
      —Pues no van a ir muy lejos con un Vectra de 1,3 litros —dijo Kenneth—. El mes que viene será distinto, cuando me compre el Puma, ¿verdad Jul? Cuando salga con él a la autopista...
      —Tal vez deberías traerlo y aparcarlo en la entrada si no es un lugar seguro —sugirió Julie, volviéndose para mirarle y jugueteando con la copa de vino. Miró a Gordon, cruzó las piernas y se estiró el dobladillo de la falda hacia las rodillas. Lo soltó y Gordon se quedó absorto viendo cómo retrocedía el material elástico, milímetro a milímetro.
      —Es la primera noticia que tengo de que alguien haya pinchado neumáticos en este barrio —intervino Mary—. Tú a veces dejas el coche ahí.
      —No siempre le cuento a tu madre todo lo que pasa por estos parajes —explicó Gordon. Dejó el vaso de whisky sobre la mesita de café y se levantó—. Iré a comprobar que el coche sigue en perfecto estado.
      —Ya voy yo —dijo Kenneth.
      —No, tú descansa. Habéis venido desde muy lejos.
      —¿Qué? ¿Desde Barnton?
      —Relájate —dijo Gordon. Se volvió, lanzó una sonrisa a los muslos de Julie y cerró la puerta al salir del salón. Se dirigió al armario que había bajo las escaleras y extrajo una caja de cartón con las palabras «Bananas Winward Islands». Metió la mano y empezó a rebuscar entre los clavos, las bisagras y los tornillos retorcidos hasta que percibió el tacto suave del mango rechoncho de la cuchilla en la palma de la mano. Cogió el cutter y se lo metió en el bolsillo. Sacó un taladro manual de uno de los estantes y subió al piso de arriba, pisando sólo en los laterales de las escaleras para que no se oyesen los crujidos de sus pisadas. Entró en el viejo dormitorio de Kenneth y dejó el taladro en la moqueta junto al zócalo de la pared que daba al cuarto de invitados. A continuación bajó las escaleras y salió para internarse en la noche.
      Qué embriagador resultaba ese aroma, el olor a hojas quemadas de noviembre en una noche de escarcha... Tendría que quemar unas cuantas. Al día siguiente iría al centro de jardinería a buscar un saco de ellas, las auténticas hojas de otoño. Allí las tenían a granel en barriles enormes. Sírvase usted mismo. Ya no se acordaba de qué había que hacer para que no se escurrieran por entre la rejilla de los carritos. ¡Su hija política! ¿Lo ves? Hasta Mary comprendía la dimensión de la ley. Ella lo entendía todo. Para eso estaban los amigos. Aquel olor de noviembre... pero claro, entonces solían comprar una caja grande de fuegos artificiales, cuando eran pequeños e iban siempre los dos juntos. ¿Qué era lo que solían hacer? La rueda de fuego... ¡Menuda traca! Y tan brillante... Él y Smithie.
      Abrió la verja y salió a la calle. El coche de Kenneth estaba ahí delante. Se agachó junto a la primera rueda y extrajo la cuchilla del cutter hasta la segunda muesca. Colocó la mano izquierda sobre el neumático, se apoyó en él para conservar el equilibrio y hundió la punta de la cuchilla en el caucho. La cuchilla se dobló sobre sí misma y no dejó marca alguna. Gordon suspiró, movió los pies, se limpió la nariz con el dorso de la mano izquierda y giró sobre sí mismo hasta colocarse en sentido perpendicular a la rueda. Agarró la cuchilla de nuevo, tiró con firmeza de ella desde el otro extremo de la rueda, empujando y tirando de ella al mismo tiempo. La cuchilla se ancló suavemente en la goma y se hundió en su interior. Se oyeron nuevos suspiros en la noche. Gordon se acercó en cuclillas hasta la otra rueda y repitió el proceso. El Cavalier se aposentó apaciblemente en el bordillo. Mierda, venían unos críos. Los hijos de los Willman, los gafotas.
      —Mira, es el señor Stanefield pinchándole las ruedas a un coche —dijo el mayor de ellos.
      —Buenas noches, chicos —los saludó Gordon—. De juerga hasta tarde, ¿eh?
      —Venimos de la reunión del club de Exploradores —contestó el más pequeño.
      —¿Ah, sí? ¿De los Exploradores? —preguntó Gordon—. ¿No fue ahí donde hubo un escándalo con unos pederastas hace poco?
      —¿Qué está usted haciendo? —dijo el mayor.
      —¿Qué? No me digas que tu padre nunca os ha dejado ayudarle a sacar el aire del verano de los neumáticos... Cuando llega el invierno, como ahora, o sea, cuando hay heladas por las noches, hay que dejar escapar el aire caliente que ha estado ahí dentro toda la primavera y el verano. Si no lo haces, las ruedas pueden explotar. ¡Pum! Venid, acercaos a echarme una mano, venga.
      Fueron los tres juntos al otro lado del coche. Como sólo eran un par de renacuajos, nadie iba a traicionarlos en aquella calle.
      Les tendió la cuchilla. El más pequeño se la quitó de las manos, pero su hermano forcejeó con él hasta arrebatársela al fin.
      —¡Bueno, basta! Ya es suficiente —dijo Gordon—. Hay una rueda para cada uno, los dos tendréis vuestro turno. Y en cuanto a esa cuchilla, no es ningún juguete, ¿de acuerdo? Venga, agachaos. —Los tres se pusieron en cuclillas—. Cuidado con los pantalones —les advirtió Gordon—. No quiero que vuestro padre la tome conmigo por haberos destrozado los pantalones. Y no tardéis mucho o pillaréis una pulmonía. —Cogió aquella manita fría, sacó la cuchilla, la guió hasta el caucho e inició el corte. Luego soltó al muchacho, se puso de pie y lo observó mientras seguía pinchando y hundiendo la cuchilla. Eran buenos chicos.
      —Me voy adentro —dijo Gordon—. Traedme la cuchilla cuando hayáis terminado. No tardéis mucho y tú sé bueno y déjale su turno a tu hermano pequeño.
      Grodon regresó al salón. Mary estaba hablando, pero se calló y todos levantaron la vista para mirarle.
      —Parece que vais a tener que pasar la noche aquí —anunció Gordon—. Están ahí fuera rajándote las ruedas. —Se sentó y dio un sorbo a su Grouse.
      —¡Sí, hombre! ¡Y una mierda! —exclamó Kenneth. Se levantó de un salto y se acercó a la ventana en saliente. Apartó las cortinas doradas de terciopelo falso unos cuantos centímetros y apretó la cara contra el cristal doble.
      —No vas a ver nada desde ahí —le avisó Gordon—. El seto está en medio.
      —Voy a llamar a la policía —dijo Mary levantándose.
      Kenneth permaneció allí sin moverse unos instantes. Se volvió y se desabrochó el primer botón de la camisa.
      —Ahora se van a enterar —dijo quitándose la chaqueta y doblándola con cuidado antes de dejarla en el respaldo de una silla. Julie se levantó y la cogió.
      —Deja que la policía se ocupe de ellos, Kenny —sugirió Julie—. ¿Me deja una percha para la chaqueta? —le preguntó a Gordon.
      Gordon se puso en pie y se dirigió hacia ella.
      —En el piso de arriba hay todo un armario vacío, ven conmigo —le dijo.
      Kenneth se interpuso entre ellos.
      —¿Cuántos son? —le preguntó a Gordon.
      —Un par. Creo que son unos chavales del barrio.
      —¡Mierda! Pijos gamberros con cerebro de mosquito. Son los peores.
      —Llevaban unos jerséis idénticos y esos pañuelos tan raros.
      —Joder, unos cabrones zumbados vestidos con ropa de pandilla callejera. Habrá que poner a trabajar la vieja materia gris. No sería muy prudente precipitarse.
      Sonó el timbre de la puerta.
      —Deben de ser ellos —especuló Gordon.
      —¡Oh, dios mío! —exclamó Julie agarrándose al antebrazo de Kenneth. Gordon dejó el whisky en la mesa de un golpe y se quedó mirando fijamente los dedos de Julie clavados en la carne de su hijo. Todo aquello habría sido distinto en los viejos tiempos, cuando tenías el poder de decidir la vida y la muerte de tus propios hijos. Si no te gustaba tu hijo o era un auténtico coñazo, se lo llevaban para siempre. Sólo había que firmar un poco de papeleo y eras libre. Smithie nunca tendría hijos. Sólo que Smithie todavía estaba por allí, ¿no? Ay, pero si estaba casado con ella... Bueno, ¿y entonces qué pretendía Kenneth apareciendo por la puerta y ligándose a todas las chavalitas, eh? Había cosas que resultaban difíciles de asociar unas con otras. Como las hojas de otoño y los carritos de supermercado, por ejemplo.
      —No vayas, Kenny —dijo Julie—. Se irán. La policía vendrá de un momento a otro.
      —¿Qué edades dirías tú que tenían? —quiso saber Kenneth.
      —Uno tenía alrededor de doce años, y el otro era un poco más pequeño —contestó Gordon—. ¿Te encuentras bien? Estás sudando a chorros.
      —Doce —repitió Kenneth al tiempo que asentía con la cabeza. Acto seguido empezó a inspirar y expirar hondo—. Doce. Doce. Doce. —Levantó los antebrazos, apretó los puños, cerró y abrió los ojos, salió disparado del salón, recorrió el pasillo y abrió la puerta principal. Gordon estaba extendiendo los brazos para agarrar los hombros desnudos de Julie cuando Mary regresó al salón y anunció que la policía estaba de camino.
      Oyeron chillar a unos niños y los gritos de Kenneth desde la puerta principal.
      —Oh, dios... —exclamó Julie tapándose la boca con la mano y mirando a Gordon y a Mary. Los sonidos se movieron en el exterior durante unos segundos, luego la puerta se cerró de un portazo y Kenneth regresó al salón, sonriendo y frotándose sus problemas de las palmas de las manos.
      —¡Menudo susto nos has dado! —dijo Mary con la mano en el pecho—. Qué bobo eres a veces... ¿Les has dado una paliza?
      Julie se acercó a él, lo abrazó y retrocedió un paso, mirándole, agarrándose la garganta con una mano, acariciándole con la otra y mordiéndose el labio.
      —No creo que vuelvan a aparecer por esta calle en mucho tiempo —dijo Kenneth. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo el cutter—. Una herramienta muy práctica, ¿no os parece?
      Julie se llevó la mano a la boca e invocó a dios de nuevo. Gordon le quitó la cuchilla. A Kenneth le temblaba la mano. Gordon limpió la cuchilla con cuidado con una servilleta de papel y se la devolvió a Kenneth.
      —Ten —dijo—. Quédatelo de recuerdo. —Kenneth sonrió y la devolvió a su bolsillo.
      —Bueno, te mereces algo un poquitín más fuerte que el agua, ¿no? —dijo Gordon al tiempo que le servía un vaso grande de Grouse y se lo ofrecía.
      —Pues sí, creo que sí —contestó Kenneth. Se sentó y Julie se adhirió a él.
      —¿Es sangre eso que tienes en la mano? —preguntó Julie.
      Kenneth se miró los nudillos.
      —Ah, debe de haber sido cuando le he arrancado las gafas al chico de un manotazo.
      —¿Y si es seropositivo? —dijo Julie apartándose un poco de forma que quedaba un centímetro de aire entre ella y Kenneth.
      —Es mía, no del chico —contestó Kenneth—. No creo que fuesen lo bastante mayores para serlo. Bueno, por supuesto que eran lo bastante mayores pero quiero decir que no parecían maricones ni yonquis, vaya. Pero sólo la amenaza, Jul... La pura amenaza... Sueles verlos en vídeos, cuando van a por alguien que está indefenso y ves cómo disfrutan, ¿no? Lo empujan y se burlan de él porque saben que no puede escaparse. Abrí la puerta y ahí estaba ese chico con gafas... Bueno, no eran gafas de verdad, ya sabéis. Sólo se las ponen para ir de modernitos, con cristales normales y tal. Bueno, pues me apunta con la cuchilla y me dice: «Terminado». Así, sin más. Terminado. Era una voz grave, grave y suave al mismo tiempo. Grave, suave y... como fría.
      —Será mejor que empecemos a cenar —dijo Mary.
      Pasaron al comedor y comieron salmón ahumado. Mary retiró los platos, trajo un estofado y llegó la policía. Gordon fue a abrir. Eran dos agentes, un hombre y una mujer. Los invitó a pasar al salón.
      —Estábamos cenando —les explicó.
      —Su esposa nos llamó por teléfono —dijo el agente.
      —Deben de conocer a mi hermano Bruce —dijo Gordon—. Bruce Stanefield. Es del departamento de investigación criminal.
      —Seguimos investigando el caso —contestó la mujer—. Ahora no podemos decir nada. Estoy segura de que volverá al trabajo muy pronto.
      —Sólo lo han suspendido de empleo, no de sueldo —dijo Gordon.
      —Yo no lo conozco personalmente —repuso el hombre.
      —Me preguntaba si los compañeros están haciendo algún tipo de colecta para ayudar a su familia mientras está suspendido —dijo Gordon—. Me gustaría contribuir. —Sacó un billete de cincuenta libras del bolsillo y lo sostuvo en el aire entre los tres. Nadie dijo nada durante un rato.
      —Es para el fondo de ayuda —repitió Gordon.
      —Nosotros somos de la policía uniformada —contestó el hombre—. Debería hablar con los que van de paisano directamente. —Miró a la mujer—. ¿Verdad, Wendy?
      —Sí. Será mejor que hable con ellos, señor Stanefield. Verá: se supone que no podemos transmitir mensajes de la gente corriente. Ya sé que el inspector es su hermano y todo eso, pero existen un montón de reglas en cuanto a la aceptación de dinero por nuestra parte, ¿verdad, Lindsay?
      —Pues entonces, nada —dijo Gordon guardándose el billete—. ¿Es a mi hijo a quien quieren ver? Ha sido a su coche al que le han pinchado las ruedas.
      —Sí, ya —dijo Lindsay—. Pero es que hemos recibido otra llamada de sus vecinos, los que viven un poco más arriba de la calle, los Willman, diciendo que su hijo les ha dado una paliza a los suyos. Llegaron a casa con la cara completamente magullada y los chicos dicen que era usted el que estaba pinchando los neumáticos.
      —Esta noche hace un frío espantoso, y ya no soy tan joven. Soy un viejo jubilado. ¿Qué motivo tendría yo para hacer una cosa así, jovencito? ¿Dónde está el móvil?
      —Tiene que entender que debemos preguntárselo, señor Stanefield —dijo Wendy.
      —Ya saben la de cosas que llegan a inventarse los críos.
      —Sí, claro, pero tenemos que preguntárselo de todos modos —insistió Lindsay.
      —Bueno, está bien —respondió Gordon—. Salí a comprobar que el coche de mi hijo estaba bien y vi dos figuras oscuras pinchando las ruedas y volví a entrar en casa.
      —¿Podría darnos una descripción?
      —No. Ya le he dicho que todo era muy oscuro. Pero sí recuerdo que olía mucho a hojas quemadas.
      —¿Cree que a su hijo le importaría acompañarnos a comisaría para charlar con él un rato?
      —Bueno, no es el mejor momento, pero ¿qué le vamos a hacer? Iré a buscarlo.
      —Nunca se ha mostrado violento, ¿verdad que no? ¿Agresivo tal vez?
      —¿Kenneth? ¿Nuestro Kenneth? ¿Agresivo? Ese chico es incapaz de matar una mosca.
      —Ya veo.
      —A lo mejor por eso lleva un cuchillo en el bolsillo. Para defenderse, supongo.
      —¿Qué clase de cuchillo? ¿Una navaja?
      —No, qué va. Una de esas herramientas de bricolaje. ¿Cómo se llama...? Un cutter, creo. Lo que quiero decir es que cuando has bebido un poco más de la cuenta como él ha hecho esta noche, a lo mejor bajas la guardia y necesitas un poco de protección adicional, ¿me comprenden?
      Los agentes se levantaron y se colocaron las gorras.
      —¿Podría ir a buscarlo, por favor? —dijo Lindsay.
      Gordon regresó a la mesa de la cena.
      —Quieren que los acompañes a la comisaría —informó a Kenneth.
      —¿Qué quieren qué...? Hijos de puta, por poco me matan ahí fuera...
      —Cuida ese lenguaje, Kenneth... —lo regañó Mary.
      —No puedo evitarlo, mamá, tú lo sabes. Cada vez que me sulfuro por algo... Ni siquiera he probado el estofado. Tendrían que estar persiguiendo a los psicópatas que me han rajado las ruedas.
      —Querrán que prestes declaración, supongo —dijo Mary—. Recuerda cómo solía trabajar tu tío.
      —Joder, si el tío Bruce tuviese algo que ver con esto tendría que ir a comisaría con un casco de protección...
      —No hables así de tu tío. Tiene el doble de cerebro que su hermano y lo del alcohol no es culpa suya.
      —¿Puedo ir con él? —preguntó Julie.
      —Será mejor que no —contestó Gordon—. Lo traerán de vuelta muy pronto, ya lo verás.
      —Yo de aquí no me muevo.
      —No te preocupes, cuidaremos de Julie —lo tranquilizó Gordon—. Será mejor que paséis la noche aquí; podéis quedaros en el cuarto de invitados.
      —A lo mejor te pueden interrogar aquí —dijo Mary.
      —No pienso ir a ninguna parte —insistió Kenneth y empezó a cortar un trozo de carne de su plato.
      —Creerán que ocultas algo si no vas —intervino Gordon—. Eso es lo que pensaría yo.
      —Esto está realmente delicioso, mamá —dijo Kenneth.
      —A lo mejor afecta a tu seguro del coche... —añadió Gordon.
      —¡Está bien! ¡De acuerdo! —gritó Kenneth al tiempo que arrojaba el cuchillo y el tenedor al suelo—. ¡Muy bien! ¡Iré! ¡Vale? Pero nos os acostéis hasta que haya vuelto. —Salió de la habitación y los demás lo siguieron. La policía estaba esperándolo en el recibidor. Las luces azules de sus coches parpadearon por los cristales de la puerta.
      —¿Señor Stanefield? —dijo Lindsay.
      —Está bien, ya voy, ya voy —repuso Kenneth—. Cuanto antes acabemos, mejor.
      Gordon captó la mirada de Wendy e hizo un gesto.
      —Todo irá bien —dijo. Aquellos gritos habían estado completamente fuera de lugar. Aquel niño mimado nunca había aguantado bien la bebida. Dios... Si su hermano hubiese estado de servicio lo habría llamado y habría salido con el pasamontañas a enseñarle a su sobrino la diferencia que hay entre ser un hombre y ser un chiquillo, y a no liarse con las mujeres de sus mayores.
      —Nos lo traerán de vuelta, ¿verdad? —le preguntó Julie a Wendy.
      —Por supuesto —contestó Wendy—. Sólo es un trámite rutinario. —Se dirigieron hacia el coche patrulla y se lo llevaron.
      —Llamaré a un taxi para irme a casa —anunció Julie.
      —De eso nada —dijo Gordon—. Te quedarás aquí con nosotros hasta que vuelva Kenneth. No podemos permitir que te quedes en casa sola preocupándote por él.
      —Tendría que haberle acompañado.
      —Gordon tiene razón, cariño —intervino Mary, mirando a Gordon y entrecerrando los ojos—. Vamos, tomaremos un poco de Bailey’s y un café. También tenemos Amaretto si quieres.
      Gordon bostezó y se desperezó.
      —Me voy a la cama —anunció.
      —¿A las diez? —exclamó Mary.
      —Ha sido un día muy largo.
      —Pero si esta mañana no te has levantado hasta las nueve y media...
      —He estado trabajando.
      —No has estado trabajando. Tú no tienes trabajo. Estás jubilado. No le hagas caso, Julie. Vamos a prepararnos una copa.
      —Buenas noches —dijo Gordon.
      —Buenas noches —respondió Julie, mirándole por encima del hombro y sonriendo. Gordon subió las escaleras hasta la habitación donde había dejado el taladro, escogió un punto a la altura de los ojos y empezó a taladrar un agujero en la pared. Avanzaba a un buen ritmo; en un minuto ya hubo atravesado la primera capa de yeso. Se quedó encallado en un trozo de madera. Por dios santo, ¿por qué no hacían las paredes ya con agujeros para que la gente pudiese mirarse unos a otros? Al fin y al cabo, lo hacían con las puertas... Se desplazó unos cuantos centímetros y empezó a hacer otro agujero. Aquél sí era perfecto. Justo al otro lado.
      —¿Qué diablos estás haciendo con mis paredes? —dijo Mary.
      —Joder, Smithie. ¿Es que no puedes dejarme en paz ni un minuto? —exclamó Gordon, parando el taladro y dejando el trozo empotrado en el yeso.
      —No soy Smithie. Soy Mary, tu mujer. Smithie está muerto, ¿no te acuerdas? Se metió una escopeta en la boca y se voló los sesos. —Mary se acercó y sacó el taladro de la pared.
      —Ay, estas parejitas... —dijo Gordon, metiéndose las manos en los bolsillos y mirándola, frunciendo los labios. ¿Cómo no la había oído entrar? Porque se había entrenado en la selva, por eso. Era capaz de moverse con todo el sigilo del mundo. Había estado practicando. Mientras él estaba en el campo de golf, ella había estado practicando moviéndose silenciosamente por toda la casa. No era justo.
      —Así no vas a conseguir verle las bragas a Julie —dijo Mary apoyándose en el marco de la puerta y jugueteando con el taladro—. Al otro lado sólo hay armarios.
      Gordon se sentó en la silla del viejo escritorio de Kenneth, encima del cual todavía estaba colgado aquel póster de Iron Maiden. El chico nunca había tenido un póster de una chavalita colgado ahí arriba y se había llevado una Julie. La injusticia de aquello era tan terrible que sintió deseos de echarse a llorar.
      —Ay, estas parejitas... —dijo, volviéndose hacia Mary—. Cuántos años...

© 2000 James Meek
Traducción: © Ana Alcaina
versión en inglés

"Ay, estas parejitas..."(These Lovers) fue publicado por la editorial Rebel Inc en la antología de cuentos The Museum of Doubt, 2000. Esta versión electrónica  ha sido publicada en  The Barcelona Review con el permiso de Canongate Books, Escocia.
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

James Meek nació en Londres en 1962 y creció en Dundee, Scotland. Ha publicado dos novelas y dos volúmenes de cuentos. Trabaja como periodista desde 1985. Durante los años noventa vivió en Ucrania y Rusia. Ahora reside en Londres donde escribe para The Guardian.

Traductora:
Ana Alcaina es traductora del inglés al castellano. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa y, entre otros autores, ha traducido a Richie McMullen y Matthew Rettenmund. Colabora habitualmente en The Barcelona Review. alcaina@acett.org

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