índice | índex | navegación

julio -agosto 2000  num 19

biografía  |  versión en inglés

Y los días son cada vez más cortos
de
James Meek
Traducción: Ana Alcaina

Era la primera vez que Gordon iba al centro de jardinería andando. Había un buen trecho desde el aparcamiento hasta la entrada y además estaba empezando a llover. ¿Qué estaba haciendo dejando a Smithie largarse con el coche así como así? Era suyo, lo había pagado él. Esos criajos con aquellos pedazos de motores, cajones sobre ruedas japoneses de color rojo para gente que en su vida había aprendido a atarse los cordones de los zapatos y sólo se ponían chancletas; debería haber una ley que los obligase a pararse ante sus mayores y dejar a éstos colocarse al volante. «Lo siento, chico, pero voy a tener que quitarte este vehículo y llevármelo unos días. Parece que va a empezar a llover...» «Lo entiendo, señor, se ha ganado usted el derecho, aquí están las llaves.» «Así me gusta, hijo. ¡Hasta la vista!»
      Entró, cogió un carrito y se paseó por los pasillos. Echó en el carro un taladro eléctrico, una gorra de béisbol que decía «Equipo Bosch» y una herramienta de acero brillante que iba dentro de una caja desplegable y tenía cuarenta accesorios distintos. No sabía para qué servía pero parecía muy entretenida. ¡Joder! ¿Y esa fuente? Sólo había que enchufar la manguera y empezaba a borbotear. ¡Qué estilo! Se podía poner en el salón y meter el tubo bajo la alfombra. Plástico de imitación de mármol. Un verdadero milagro, una joya. Sí, claro, de China seguramente pero ¿quién la había comprado, eh? ¿Quién tenía el buen gusto y el poder adquisitivo que hacían falta? El viejo Charlie Chan no, desde luego.
      Podía comprarle una a Smithie. Uy, no, a Smithie, no; a la otra, la de las tetas. ¿Y cómo sabía ella que Smithie estaba muerto? Nunca te explicaban nada. Bueno, había algo seguro: a Smithie le habría gustado que su amigo Gordon se quedase con la escopeta. Ése sería el punto número uno del orden del día para la próxima reunión.
      Las tumbonas de nuevo, era la tercera vez que pasaba por allí. Había un chico con una camisa blanca, unos pantalones negros y una plaquita con su nombre por si se olvidaba de quién era en plena transacción comercial. La verdad es que te facilitaban mucho las cosas; a Gordon le habrían resultado muy útiles en ciertas ocasiones, habría bastado con un rápido vistazo por la ventanilla para quedarse con el reflejo y leer todas las letras, pero hasta entonces siempre había tenido que apañárselas él solito.
      —Busco hojas de otoño —dijo Gordon.
      —¿Cómo dice? —preguntó el chico apretando la cara contra la de Gordon.
      —Hojas de otoño —repitió Gordon—. Sí, para esparcirlas por el jardín, y para las fogatas.
      —Ah, lo siento pero no vendemos esas cosas. Tendrá que intentarlo en otro sitio. —Hizo amago de alejarse.
      —Antes sí solían venderlas. Tenían unos barriles de madera enormes, las sacaban con pinzas y las vendían a peso.
      El chico entrecerró los ojos y se rascó la cabeza. En su placa se leía: «Sr. Campbell Ferrier».
      —No —dijo—. Hace dos años que trabajo aquí y nunca hemos tenido hojas de otoño. —Aunque estaba empezando a tener sus dudas.
      —Pues yo llevo viniendo aquí toda la vida y siempre he comprado hojas de otoño —repuso Gordon—. Montones de ellas. Y ahora precisamente es la época. Estamos en otoño.
      —Creo que casi todo el mundo las recoge de las calles, señor, de verdad —le explicó el señor Campbell Ferrier—. Estoy seguro de que en el ayuntamiento le dirán que puede recogerlas. Además, este centro abrió hace sólo un par de años.
      —Debería preguntárselo usted al encargado —sugirió Gordon.
      —De verdad, señor, le dirá lo mismo que yo.
      —Ya, y ahora me dirá que tampoco venden ramitas.
      —No, tampoco vendemos ramitas. ¿Qué clase de ramitas? ¿Como de plástico?
      —¿Y para qué iba a querer yo ramitas de plástico? ¡Ramitas de verdad! De las que dan un chasquido cuando las pisas.
      —¡¡Campbell!! —Apareció otro hombre. Era exactamente igual que el señor Campbell Ferrier sólo que su bigote parecía de verdad y su placa rezaba: «Sr. Fairlie Cochrane»—. En la zona diez necesitan más arbustos.
      —¿Vendemos hojas de otoño y ramitas? —inquirió el señor Campbell Ferrier.
      —¿Qué clase de ramitas? —quiso saber el señor Fairlie Cochrane.
      —De las que dan un chasquido cuando las pisas.
      —Para saber cuándo viene alguien, para oír las pisadas —explicó Gordon—. Solían venderlas en paquetes de diez.
      El señor Fairlie Cochrane se quedó mirando a Gordon y a su carrito durante un buen rato con la mandíbula hacia fuera y la boca ligeramente abierta. Puso la mano encima del hombro de Gordon y señaló hacia el fondo del almacén.
      —¿Ve allí donde pone «Seguridad en el hogar»? —dijo con voz suave—. Inténtelo ahí a ver si ellos tienen ramitas, pero no le prometo nada. Si no tiene suerte, pruebe en esa puerta pequeñita de la parte de atrás, ¿de acuerdo?
      En «Seguridad en el hogar» la cosa les sonaba, pero no tenían ramitas. Gordon fue hasta la parte de atrás y empujó la puerta con el carrito para abrirla. El crudo aire de noviembre se precipitó hacia el interior y Gordon traspasó el umbral. Había un tramo de asfalto, unas cuantas bobinas de hilo de bramante verde, una furgoneta y varios sacos de fertilizante. El asfalto estaba rodeado por una alambrada muy alta y en la verja abierta había una caseta de fibra de vidrio para vigilarla. Más allá de la verja había una carretera, campos y edificios de granjas.
      Gordon empujó el carrito por la verja y se asomó a la ventana de la caseta. Estaba vacía. Atravesó la verja y enfiló la carretera en dirección a las granjas. El traqueteo del carrito sobre la carretera... lo lógico sería que la hubiesen embaldosado y tapado por fin después de tantos años, ¿no? Ahora bien, había un estupendo olor a boñiga. Gordon inhaló el aire húmedo y gris mezclado con el olor dulzón de caca de vaca. Hacía mucho tiempo que realizaba allí sus compras.
      Dio con el sitio después de unos quince minutos. No había ningún letrero colgado ni nada donde colgarlo salvo el cielo y los propios árboles. Los árboles eran los mismos árboles. ¿Qué eran? Hayas, ¿verdad? Después de todo ese tiempo lo lógico sería que hubiesen plantado árboles más modernos, acordes con el resto del centro de jardinería. Una fogata no estaría mal. El olor a hojas quemadas y el olor a boñiga. Los grajos parecían pavesas de papel carbonizado desprendiéndose de una hoguera recién hecha, por el modo en que caían y quedaban suspendidos en el aire. Los árboles flanqueaban ambos lados de la carretera, formando una avenida, y se adentraban un poco en los campos hacia un costado. Entre el bosquecillo y el campo había un dique de piedra. Había vacas en el campo.
      Gordon arrastró el carrito hacia el borde y echó a andar entre los árboles. Recogió varios puñados de hojas húmedas de haya y las depositó en el carrito. Como era de esperar, varias de ellas se escurrieron entre las rendijas. Era un mal negocio y una vida muy dura. Gordon siguió paseando en dirección al dique. ¡Chas! Dios, qué susto. ¿Lo ves? Ya estamos. ¿Había que pagar las ramitas que usaba uno? No deberían dejarlas ahí tiradas en el suelo. Se agachó y recogió unas cuantas. Un grajo emitió un chillido y las copas de los árboles empezaron a susurrar. Gordon alzó la vista. Los árboles eran mucho más grandes que él. ¿Y si se caían? Era un lugar frío, inhóspito y salvaje. Gordon miró por encima del hombro y una sensación como si acabase de despertar de una pesadilla en plena oscuridad se apoderó de él. Si hubiese habido alguien ahí para preguntarle lo que era, se habría agarrado a ese alguien y le habría preguntado si él mismo no sería un ladrón que había irrumpido en su propia mente y había descubierto que era un lugar espantoso y terrible pero que no podía salir de él ni hacer nada al respecto.
      Gordon llegó al dique, se detuvo para meterse las manos en los bolsillos y se puso a observar la media docena de vacas que había en el campo. Una de ellas estaba tendida en el suelo, no como solían estarlo normalmente, sino apoyada en un costado, como si estuviese borracha. Mientras la observaba, otra vaca empezó a desplomarse, justo cuando se oyó apagarse el sonido de un disparo. La vaca se tambaleó hacia delante unos cuantos pasos, meneó la cabeza de lado a lado y cayó al suelo. El resto de los animales empezaron a moverse nerviosos y a emitir débiles mugidos, y lanzaron una mirada inquieta hacia los bosques con el rabillo del ojo.
      Gordon echó a andar por el muro y vio a un granjero insertando cartuchos en una escopeta rota. El granjero la cerró de golpe, apuntó el arma apoyando los codos en el dique y disparó. Cayó una tercera vaca. Godon echó a correr y se puso a gritar:
      —¡Eh, tú! ¡Déjame disparar!
      El granjero miró a su alrededor, meneó la cabeza y realizó una segunda descarga.
      —Vaya, mira lo que has hecho —dijo—. Le he volado el hocico por tu culpa. —Empezó a recargar la escopeta mientras la vaca galopaba por el prado chillando. Gordon nunca había oído chillar a una vaca. Era un ruido desagradable.
      —Lo siento —se disculpó—. Déjame a mí, ¿de acuerdo? Vamos...
      —¿Has utilizado alguna vez una de éstas? —inquirió el granjero al tiempo que bloqueaba el arma.
      —¡En el servicio militar!
      El granjero vaciló unos instantes y frunció el ceño.
      —No —contestó—. Es mi escopeta y son mis vacas. —Volvió a disparar con los dos cañones y los chillidos cesaron.
      —Oye, ahora me acuerdo de ti —dijo Gordon—. ¿Te acuerdas tú de cuando solíamos venir y construir guaridas y putear a esos montañeses de las tierras altas?
      —Ya lo creo. Me acuerdo muy bien. Yo era uno de los montañeses. Tú eras uno de esos paletos estirados de Heriot.
      —No era de Heriot —repuso Gordon—. Déjame probar, ¿de acuerdo?
      —No. —El granjero cerró el arma y se la enroscó en el brazo. Se apoyó en el dique con la mano que le quedaba libre—. Y si la memoria no me falla, éramos nosotros quienes os puteábamos.
      —¿Y por qué estás disparando a tus propias vacas?
      —EEB.
      —Ah, entonces... ¿están todas locas?
      —La verdad, no lo sé —contestó el granjero—. Pero me dan una indemnización.
      —Qué pena, ¿no?
      —Sí.
      —Déjame disparar.
      —No. Podrías ser de la protectora, por ejemplo.
      —Cierto —dijo Gordon—. Pero no lo soy.
      —La enfermedad del granjero loco, eso es lo que es —contestó el granjero—. Fui un idiota por no deshacerme del ganado hace años y pasarme a los productos subvencionados. ¿Sabes dónde está el dinero en estos tiempos? En los avestruces. Ahí es donde dicen que está el futuro.
      —¿Los avestruces? —exclamó Gordon—. ¿Por las plumas?
      —Por la carne. Dicen que es muy sabrosa.
      —Sí, claro, pero ¿cómo metes a uno en el horno?
      —Buena pregunta —señaló el granjero—. Otro problema son las precipitaciones. Si comparas los matorrales africanos con las ciénagas del centro de Escocia, hay una diferencia abismal.
      —En eso tienes razón.
      —Y el avestruz se dará cuenta, ¿a que sí?
      —Ajá. —Se quedaron callados durante un rato. El avestruz en la lluvia. Y la nieve, y el viento. Parpadeando, llorando. Sin poder ni siquiera quejarse.
      —Si son avestruces lo que quieren —dijo Gordon—, ¿por qué no osos panda? Siempre están diciendo lo escasos que andan de osos panda.
      El granjero frunció la nariz.
      —No consiguen que se reproduzcan —contestó.
      —Eso es porque no les dan muchas opciones —le explicó Gordon—. Ponte en el lugar del panda. Estás sentado en un cuchitril y de pronto se abre una portezuela y pasas por ella porque no hay nada mejor que hacer y te encuentras a una hembra desnuda comiendo brotes de bambú. Y se supone que tienes que abalanzarte sobre ella y echarle un polvete, sólo que no es ningún bombón, sino que es vieja, gorda y horrible y encima no está por la labor. Y no te dan ninguna otra opción: o ella o nada. Y encima se extrañan de que no pase nada.
      —¡No me jodas! —exclamó el granjero—. Se merecen extinguirse por tener esa actitud con respecto a la reproducción. Te digo una cosa, yo me la tiraría si no hubiese otra cosa, aunque fuese gorda y fea. Piensas igual que los jóvenes de hoy en día.
      —¡No señor!
      —Sí, sí señor. Si no te puedes cepillar a una chavalita joven y flacucha, prefieres quedarte sin follar o abusar de ti mismo. Así es como piensa todo el mundo hoy en día. Por eso la cantidad de esperma está bajando, si quieres saberlo. Le echan la culpa a los granjeros. Le echan la culpa a los fertilizantes. ¿Pues sabes de qué se trata en el fondo? Demasiadas fotos de chicas flacas y perfectas en todas partes, en la tele, en las revistas y en los anuncios. Si esto sigue así, vamos a morirnos todos como los pandas porque somos unos exigentes de mierda.
      Gordon se apoyó contra el muro. Se estaba levantando un poco de aire y los enormes árboles negros y desnudos se agitaban como las algas en una marea, silbando.
      —Oye, ¿y piensan tapar todo esto con algo o qué? —preguntó—. Es un poco incómodo empujar los carritos por aquí.
      —No he oído nada —contestó el granjero.
      —Me acuerdo cuando todavía no habían asfaltado ese centro de jardinería —dijo Gordon—. No tenían carritos ni cajas registradoras. Sólo había hierbajos creciendo en un campo. Era una especie de autoservicio. Había tierra y cardos y a veces hasta traían erizos... ¡y huevos!
      El granjero siguió el recorrido de sus ojos hasta el hangar corrugado, pintado de gris y escarlata.
      —La verdad es que es un adefesio —comentó—. Es una pena. Y encima me pagaron una miseria por las tierras.
      —¿Cuánto quieres por la escopeta?
      El granjero sostuvo el arma entre las manos y empezó a darle vueltas despacio, frunciendo los labios.
      —No está a la venta —murmuró.
      —Te daré 200 por ella.
      —¿En metálico?
      —Ajá. Con los cartuchos, claro.
      Gordon le dio el dinero al granjero y agarró la pesada arma con las manos. La dejó en el carrito y se metió los cartuchos que le había dado el granjero en el bolsillo.
      —Te hará falta la funda —señaló el granjero.
      —Da igual —dijo Gordon—. Ya vendré luego a por ella. Me darán una bolsa en caja. —Estrechó la mano del granjero y empujó el carrito de nuevo hacia el asfalto. Las ruedecillas chirriaron y se echaron a temblar en el camino de vuelta al edificio. Gordon atravesó la misma puerta trasera y se dirigió a la caja.
      La cajera sostuvo el láser suspendido en el aire con la mano derecha y atrajo la rejilla del carrito hacia sí con dedos blancos y esbeltos y unas uñas carmesí que brillaban como espadas. Hurgó con la mirada entre las capas de hojas húmedas y ramas. En su placa se leía: «Srta. Caitlin Fernie».
      —¿Dónde está el envoltorio? —preguntó.
      —No llevan envoltorio. Las venden a peso —contestó Gordon.
      —Pues tienen que llevar un código de barras porque si no, no me lo acepta. ¿Qué son?
      —Hojas de otoño y ramitas.
      La chica se acercó a un micrófono y el eco de su voz solicitando ayuda retumbó por todo el edificio.
      —Bueno, mientras tanto, ya le guardo yo esto —dijo al tiempo que echaba mano del arma. Asió el cañón y la sacó del carrito, frunciendo el ceño y arrugando la nariz por el esfuerzo. La sujetó con la culata apoyada en la cinta transportadora y la hizo girar sobre sí misma, acariciándola con el láser.
      —Ya la he pagado —explicó Gordon.
      —Ah, bien —contestó la chica—. ¿En qué departamento?
      —Donde están los árboles.
      —Tendré que comprobarlo, pero sólo será un momento. —Devolvió el arma al carrito y marcó los demás artículos. Entrelazó las manos dejando el láser en el regazo y se puso a mirar alrededor con gesto impaciente. Gordon empezó a meter sus compras en bolsas de plástico. Encontró una buena bolsa, muy grande, para el arma y la envolvió cuando la chica estaba mirando para otro lado. En ese momento apareció un supervisor llamado señor Forbes Cameron.
      —Este surtido de hojas y ramas no lleva código de barras —le explicó la chica.
      —Vaya, ya vuelven a venderlas sueltas —contestó el señor Forbes Cameron con aire indignado—Bueno, márcalo como abono orgánico.
      —Pero ¿cuánto pongo? El cliente dice que las venden a peso.
      —A nosotros nunca nos explican nada. Márcalo como una bolsa de dos kilos. Lo siento, señor. Es por culpa de la reorganización. Esto es un caos.
      —Un caos —repitió Gordon antes de asentir con la cabeza. El señor Forbes Cameron se alejó de allí y la señorita Caitlin Fernie marcó una bolsa de dos kilos de abono orgánico mientras Gordon metía las ramitas y las hojas en una bolsa. Las cargó a la tarjeta Visa y se marchó cruzando la puertas automáticas. El cielo se había oscurecido y la tormenta estaba arrojando lluvia en sentido horizontal por el aparcamiento de coches.
      —Hombre, Gordon —dijo Charlie Sturrock, al salir del centro de jardinería detrás de él con dos latas de gasolina y un rollo de tubería de plástico delgado y transparente—. ¿Qué tal te va? Bien, ¿no? A mí también me va estupendamente. No me podría ir mejor, no señor. La facturación, hay que vigilar la facturación. No quiero andar escaso de dinero en efectivo, no quiero preocupaciones, no señor. Qué tiempo más horrible, ¿verdad? Horrible. No, todo fenomenal, la verdad. ¿Y tú...? Tú... Ahora hace tiempo que no te veo por el club. Todo bien, ¿verdad? ¿Sí? Me alegro, porque no puedes dejar que estas cosas te depriman, no, son cosas que pasan. Y dicen que sus libros estaban en muy mal estado.
      —Muy bien, Charlie —dijo Gordon—. ¿Y tú qué tal?
      —Oh, de maravilla. Fantástico. Siempre liquidez. Ni una sola vez me he quedado en números rojos. En ninguna de las operaciones. Sí, sí... Es una lástima quitarles el dinero, pero es su problema si no saben qué hacer con él. No, nos sentimos todos muy bien al respecto. Vamos a ampliar pronto el negocio, hay que reinvertir los beneficios, ya sabes.
      —¿«Vamos»? —dijo Gordon—. Creía que estabas tú solo.
      —No, qué va. Tenemos una gran plantilla. Está Liz y el director de la oficina y el contable y el personal del bar y los gorilas. Es una operación muy gorda, Gordon. Y la pasta sigue entrando sin parar, es imposible detenerla. Es como... ¿has oído hablar de esas montañas de dinero? Pues es así, una montaña de dinero.
      —Me gustaría subir a lo alto de esa montaña —dijo Gordon—. ¿Me llevas?
      —¿Es que no has traído el coche? No pasa nada. La limusina de la compañía está ahí esperando.
      —¿Te has comprado un coche nuevo?
      —Sólo es un Jaguar.
      —Siempre has tenido un Jaguar.
      —No es el coche, son los gastos de mantenimiento —contestó Charlie—. Cualquier gilipollas fanfarrón puede comprarse un Jaguar nuevo, pero tienes que estar forrado para llevar uno de época.
      Gordon puso sus compras en el maletero y se acomodó en los gastados asientos de piel. La lluvia fustigaba las ventanillas y golpeteaba el techo, y el coche llegó incluso a crujir ligeramente por el viento. De época. Otra palabra para decir que algo era viejo. Traje de época. Pescado de época. Hombres de época. Gordon, Charlie y el granjero, hombres de época. Cabrones de época. Idiotas de época.
      —Mira esa pobre chavalita del centro de jardinería corriendo bajo la lluvia —dijo Charlie mirando por el espejo retrovisor mientras el Jaguar se alejaba—. Algún cabrón de mierda debe de haberse largado sin pagar. Malas noticias para el jefe, ¿eh? El flujo de caja es esencial.
      —Menudo tiempecito... —señaló Gordon meneando la cabeza—. Como esto siga así no voy a poder preparar un buen fuego para las hojas.
      —No sé —repuso Charlie—. Depende de dónde lo enciendas. —Se aclaró la garganta y pulsó el pedal con el pie.
  

© 2000 James Meek
Traducción: ©
  Ana Alcaina
versión en inglés

"Y los días son cada vez más cortos" (And the Days Grow Shorter) fue publicado por la editorial Rebel Inc en la antología de cuentos The Museum of Doubt, 2000.   Esta versión electrónica  ha sido publicada en The Barcelona Review con el permiso de Canongate Books, Escocia.
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

James Meek nació en Londres en 1962 y creció en Dundee, Scotland. Ha publicado dos novelas y dos volúmenes de cuentos. Trabaja como periodista desde 1985. Durante los años noventa vivió en Ucrania y Rusia. Ahora reside en Londres donde escribe para The Guardian.

Traductora:
Ana Alcaina es traductora del inglés al castellano. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa y, entre otros autores, ha traducido a Richie McMullen y Matthew Rettenmund. Colabora habitualmente en The Barcelona Review. alcaina@acett.org

navegación:                     barcelona review #19                     julio - agosto 2000 
-Relatos Esther Tusquets: Orquesta de verano
Juan Abreu
: El Masturbador
James Meek: Ay, estas parejitas...
James Meek: Y los días son cada vez más cortos
Lynn Coady: Dios Santo, Murdeena
Sebastián R. Bekes: Todo un error
-Entrevista Esther Tusquets por Marcia Morgado
-Cuestionario William Faulkner Las respuestas
-Reseñas  J.K.Rowling, Milan Kundera, Malcolm Lowry etc
-Secciones fijas Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il