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noviembre -diciembre 2000  num 21


Barcelona, cuatro poetas
Edgardo Dobry, Ferran Gallego,
Javier Pérez Escohotado, Carlos Vitale

por Daniel Najmías

 

Edgardo Dobry, Cinética

Desde Buenos Aires nos trajo Edgardo Dobry el pasado invierno su último poemario, Cinética (Tierra Firme, 1999; colección de poesía Todos bailan, 275).  Dobry (Rosario, Argentina, 1962) reside desde 1986 en Barcelona, donde, además de proseguir su labor de poeta, iniciada con la publicación de Tarde del cristal  (Último Reino, Bs. As. 1992), se ha dedicado a la traducción, combinando esa labor con la crítica literaria en revistas y periódicos tanto españoles como argentinos. Si cinético es "lo que tiene el movimiento como base o principio", los versos de este libro sin duda lo son; más aún, por momentos parecen tenerlo como fin: «Que mueva apenas el silencio/ como se agita apenas/ este mar de tibias crestas» ("Atisbo de una poética").  Así lo afirman también los versos finales de "Diferencia", pequeño manifiesto poético: «No sólo porque la palabra/ es hija del aire y al aire/ quiere volver, el deseo/ del poeta es parecerse al viento». Movimiento, vuelo, vibración, desplazamiento no sólo en el espacio, sino también entre dimensiones («la moneda del nombre erosionada/ que en el trueque lujoso del matiz/ adocena materias en sonidos -piedra/ guijarro/ esquirla/ pedernal-»; "Atisbo de una poética").  Al fin y al cabo, la sublimación no es otra cosa que el paso del estado sólido al gaseoso, un proceso de purificación, de reducción a las esencias: «que en el humo.../ ella y yo nos inmolemos juntos» ("Cuaderno de Buenos Aires").  No deja el humor de matizar este proceso,  colándose en los títulos ("Mitológica mélange", "Pizza Margarita") o en los versos de más de un poema: «Tú con mi mermelada/ yo con mi miel;/ yo pintaré una piel de manteca/ en cada rebanada»; "Amor real").  Y si la cinética es la teoría que aspira a explicar un fenómeno o un conjunto de fenómenos a partir de los movimientos de las partículas, es muy probable que para el poeta esas partículas en movimiento sean las metáforas («La metáfora constituye el eje del poema, circula por su interior y se difunde por las nervaduras hasta la última letra», ha dicho Ana Basualdo en su comentario a este libro). Hay química («estragos de óxido») y hay física («giro pésimo») en "La pena de las cosas"; hay olor a Buenos Aires y paseos por Madrid, por Roma, por puertos varios, pues «a la fatua gaviota le gusta estar al viento» ("Marina");  hay ecos  de sonidos ya callados («el silencio del poema de las horas perdidas») y búsqueda de otros nuevos, también en las sólidas versiones de Browning y Yeats casi al final del libro. Y movimiento, casi en cada verso:

Amor se eriza

Los pulmones como higos en sazón
guardan niebla de puerto, aserrín,
alguna tinta de fotografía.
Sólo agua y aire por la piel;
puja apenas la luz
y se traba además
en su cristal el corazón:
quiere la Tierra, sin protestas,
soportar las vueltas de nosotros.

Máquinas también: ya por la cornisa
de un tornillo pasea, soberana,
la conducta del día. Es dosis
de ocupación insuficiente
que pone igual el interior
a la intemperie: anemia del futuro,
instrumento de su fuga
malhadado en la repetición.

Erizado de dientes
-engranaje del mar-, Amor
gesticula y hace miedo.

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Ferran Gallego,
El beneficio de la duda

Ferran Gallego (Barcelona, 1953), profesor de historia contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y colaborador en El Mundo de Cataluña, inaugura, o remata, este dudoso milenio con El beneficio de la duda (Madrid, Calambur, 2000). Los títulos de las tres primeras partes de las cuatro en que se divide el volumen -a saber: "La madurez en contra", "A tu debido tiempo" y "Las edades cautivas"- permiten intuir el tema en torno al cual giran sus versos: el poeta, llegado a cierta edad, se detiene, vuelve la vista al pasado y tiene la «impresión de haber vivido/ de forma irreparable" ("Todo el pasado en vano"). Desde allí, se desdobla y se dirige a alguien que parece buscar a tientas «aquellas ganas de vivir que has extraviado» ("Otro tiempo"); evoca fechas y lugares que hoy sólo existen en la memoria ("Atocha", "Parque de Monterolas", "Sant Jordi, 1998") y celebra un secreto aniversario en la «edad imprecisa y distanciada en la que sólo aciertas a saber lo que ya no serás» ("Arrabal de aniversario"). "Porque de todo sigue haciendo veinte años", dice Gallego en su dedicatoria; será por eso, tal vez, que todavía escribimos, por eso que aún «nos recibe,/ después de tanto tiempo,/ esa pasión deliberada y tenue/ que han podido inculcar a su deseo/ los amantes de largo recorrido» ("Cuerpos presentes"). Y es por esa razón, seguramente, que el cuerpo acompaña a cada paso las cavilaciones del poeta, y es lugar, también, de las más íntimas angustias, cuerpo que hoy existe sólo como reflejo, como eco de otro -«Deja sonar mi cuerpo como el eco/ de tus propios sentidos» ("El último refugio")- o si lo mira otro: «para nada me sirve este cuerpo que llevo/ si tus ojos no emprenden su mirada rotunda» ("Lugar común"). No casualmente se tituló Cuerpo en falso (Barcelona, El Bardo, 1984) el primer libro de poemas de Ferran Gallego, prologado por Manuel Vázquez Montalbán, quien ya entonces lo calificó de «poeta con futuro, partidario de la palabra como alternativa de eternidad, alternativa al silencio». En "Las edades cautivas" tenemos la impresión de asistir a un personal desfile de personajes: (aparentemente) lejanos y extravagantes unos ("Audrey Hepburn"), cercanos y de entrañable memoria otros. Ecos borgianos tienen "Kaspar Hauser" y "Anastasia"; fuerza, belleza y emoción en desacostumbradas dosis es lo que encontramos en "Juan Eduardo Cirlot y el silencio de Bronwyn" (poema de largo aliento) y en el titulado "Alfonso Sánchez Ferrajón". Y en la parte final, en un único y largo poema que presta su título al volumen, el cuerpo reaparece, solitario vestigio que «a modo de venganza/ o resignación ... recibes/ como si lo entregaran otras manos». La edad «que anochece» concede al poeta, reo de todos los delitos, el beneficio de la duda. A cambio, eso sí, de la edad aquella en que todo estaba abierto «hasta el amanecer».

Cuerpos presentes

Nos recibe,
después de tanto tiempo,
esa pasión deliberada y tenue
que han podido inculcar a su deseo
los amantes de largo recorrido.

Ni siquiera
echamos en falta
aquellos episodios atestados
de turbación y de imprudencia,
la calidad furtiva de la carne,
recién verificada, las palabras
intransigentes y definitivas.

Más bien, utilizamos la nostalgia
como un punto de encuentro
a donde acude todo lo que entonces
no supimos poner en algún orden,
sino sólo en aquella intensidad
efímera que aqueja
lo que creemos imperecedero.

Y, en ese territorio,
nos amamos con una sensación
cercana a la indulgencia,
sin el resentimiento que otros ponen
al recobrar los cuerpos iniciales.
con la tranquilidad y la destreza
de habernos aprendido en toda nuestra vida,
como si nos hubiéramos buscado
a través de olvidados compañeros de viaje.

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Javier Pérez Escohotado,
Laura llueve

Llover es verbo terciopersonal. Hasta que un poeta lo coge y lo transforma y lo personaliza, claro, como ha hecho Javier Pérez Escohotado (Logroño, 1951) en Laura llueve (Barcelona, Carena, 2000). Y en este poemario quien llueve es Laura, la dama que el poeta nunca deja de amar, sinónimo –casi– de Poesía. Laura llueve «sin esfuerzo,/ naturalmente», como afirman ya los primeros versos; llueve «gota a gota», no de golpe; llueve menudito, y así también se va desgranando un universo poético cuyo secreto, al parecer, reside en «mezclar/ la filosofía corriente/ y el número de la más alta poesía». Así exactamente son los versos de este libro, sus temas, sus imágenes: puesto que «jamás la ciencia ha resuelto/ las tardes del domingo», el poeta nos propone un método para rescatar lo cotidiano. «Pienso, luego llueve:/ eso es el paraíso», nos dice en bello díptico y personal recreación del lema cartesiano. Súbitas evocaciones de un paseo por una Habana poblada de taxis «caducos de lujo viejo»; siete gatos, todos con nombre propio; el recuerdo de un padre que dejó «su juventud/ épica en guerras sucesivas»; todo eso, y además –o antes, o en todo eso-, una reflexión poética sobre muchas otras cosas. Sobre la naturaleza pasajera y contradictoria del deseo, por ejemplo, y la necesidad de retenerlo a cualquier precio. Sobre el tiempo también, o mejor, sobre el paso del tiempo («con la edad empeoran los pronósticos»). Y, tangencialmente, sobre la poesía misma, que se cuela, como la lluvia por las goteras, en las sugerentes citas que preceden a los poemas o en versos que nos aproximan a una íntima e intensa relación con la palabra («cuando ya nada quema en el fuego,/ sólo palabras, Laura»). Todo bajo esa lluvia que en imposible imagen «estalla/bajo el paraguas», esa lluvia casi omnipresente, leitmotiv de estos versos, seguida, muy de cerca, por la muerte –basta detenerse un momento en las cuatro citas que abren el libro-; muerte propia («Vive, Laura, y déjame vivir/ mientras me muera.») o –nunca del todo- ajena. Reproducimos más abajo el poema «Fueron President Hoover unas rosas», que cierra el libro de Javier Pérez, vecino de Valldoreix, profesor de lengua y literatura, crítico, guionista y traductor, cuyos poemas anteriores están antologados con el título Por vivir y extraviarme (La Rioja, 1986), y autor, entre otras obras, de Sexo e Inquisición en España (Barcelona, Temas de Hoy, 1992) y la antología de poesía española Poemas memorables (Madrid, Castalia, 1999).
 

Fueron President Hoover unas rosas
amarillas fragantes prietas breves,
un regalo tópico pero infrecuente
que un día pudieron aparecer
sobre tu mesa de estudio.

Olvidadas en su búcaro de cristal,
mientras tú te distraes
leyendo historias ajenas,
atendiendo las comunes hogueras,
las rosas se han mustiado.
ese día también descubres
en el amor que las sostuvo
la textura incorrecta del pergamino,
la consistencia de lo imperecedero,
la rigidez de la mortaja.

Despiden las rosas un olor propio,
pero no el acostumbrado;
fermentada el agua que las mantuvo
frescas vivaces tersas intensas,
sólo las visitan ya, avinagradas,
las mismas moscas minúsculas
de la fruta que, a la intemperie,
en verano, sin remedio se pudre.

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Carlos Vitale, Unidad de lugar

El sobrio, aristotélico, título del último libro de Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) nos sirve a la perfección para resumir el espíritu de este artículo, en el que cuatro poetas convergen, por distintas vías, en una misma ciudad. En el caso de Vitale, prolífico e incansable traductor de poesía italiana –de obligada mención son sus versiones de los Cantos órficos, de Dino Campana y, más recientemente, de El dolor de Giuseppe Ungaretti– y autor también del volumen de narrativa breve Descortesía del suicida (1997), podría decirse que la "unidad de lugar" es el verso, a veces único protagonista del poema: «¿Quién no atiende a sus muertos?» ("Memoria de T.K"). Reúne este volumen (Barcelona, Plaza & Janés, 2000) sus poemarios anteriores: Códigos (1981), Noción de realidad (1987) y Confabulaciones (Premio de Poesía Ciudad de Zaragoza, 1992). Ya desde el primero de ellos, compuesto entre 1976 y 1981, parece el poeta hacer de la brevedad consigna; prueba de ello es la cita de Alejandra Pizarnik que antepone a sus composiciones: Cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa. No hay largas estrofas, ni comas ni puntos; sí, en cambio, versos breves que se atraen o se repelen gracias a una singular música interna: «Por mis manos/ limitado/ al ritmo de mis pies/ ando y desando/ mi destino posible» (Códigos, 11). Sin que nos demos cuenta, nos cuentan algo; un sueño, tal vez: «Yo pedía socorro/ yo estiraba los brazos a la nada/ yo pedía socorro/ yo gritaba y gritaba/ yo pedía» (íd., 10). O nos transmiten una imagen, una impresión fugaz que el poeta, renunciando a muchos artificios, aspira a retener: «En tenso vuelo/ se eleva/ y resplandece» ("Ars Amandi"). No desdeña Vitale la meditación poética, cargada muchas veces de ironía («Nunca mentí/ Quién sabe si hice otra versión simultánea», en "Enero/Enero") o de terribles intuiciones («Con estos labios/ besaré la muerte", en "De la proximidad como sistema de desconocimiento"). En Confabulaciones (1986-1990), junto al "apunte" y las "figuras", encontramos momentos en que el poema busca alzarse en rápido vuelo narrativo («Vagaba por la casa con ambición furtiva./ Una prisión doméstica bastaba/ para hacer muros de huesos compartidos», "El triunfo de la muerte", 9) para despedirse en un tono reflexivo, ya esperanzado, ya sarcástico o amargo, casi siempre en la constatación de algo que se revela inevitable: «No hay belleza superflua», íd., 3; «Ya llegará el tiempo de mirar lo oscuro»; íd, 10. Reproducimos a continuación la serie titulada "Figuras", segunda parte de las Confabulaciones:
 

FIGURAS

1
Apenas destruye
porque apenas construye.

2
Era una cita en la luz.
pero quemaba.

3
Todo respira
para ti.

4
Duermes.
Silencio.

5
En sus ojos brilla.
De deseo vive.

6
Alegre el desamparo
de su rendido talle.

7
Una canción de invierno.
Sorda y muda.

8
¿Gaviota o paloma?
En el espejo vuela.

9
Ardes como un bosque en sombras.
Sálvame de ti.

10
Aliento del vacío.
Forma.

11
Tus ojos
en la bruma de tus labios.

12
Equivocado
el sol alumbra otra ventana.

13
La noche
dentro y fuera.

14
En la piedra gris
la calma de los árboles.

15
Un paisaje detrás de otro paisaje.
Y la niebla dorada.

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Los cuatro libros arriba reseñados pueden los lectores encontrarlos en la librería La Central de Barcelona.

© 2000 The Barcelona Review

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