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enero - febrero 2001  num 22

Comentarios (integrales) a la obra de
José María Conget

por Javier Pérez Escohotado

     José María Conget (Zaragoza, 1948) posee la rara cualidad de ser   un brillante escritor y un ejemplar ciudadano; también, la de ser conocido sólo por aquellos que, además de comprar, leen. Si yo fuera un reyezuelo ilustrado, pondría de moda con frases así a narradores de su calaña. José María Conget juguetea a veces con una supuesta lista de worst-sellers en la que estaría él y también -añado yo-  Felisberto Hernández, Ferlosio, Benet et alii. Y no es que su obra no sea comercial; se trata simplemente de reconocer una paradoja: el comercio es lo menos comercial que hay en el mercado.

     José María Conget no sólo es un novelista de culto -y cultivado-, sino también un lector voraz de novela y cómic que conoce el cine con la exactitud de un ciego el suelo de su casa; recuerda textualmente muchos diálogos de películas y, por supuesto, su argumento, sus actores e incluso la música que sonaba; para camaleones, claro. Conget comenzó su carrera literaria con una trilogía, lo que no deja de ser un arrojo meritorio y una demostración de largo aliento que su autor sobrelleva con naturalidad elísea. Quadrupedumque (1981), la primera  novela de la trilogía, nos obliga, a través de las andanzas de la pareja compuesta por Tana y Miguel Zabala,  a entrar en  el  reino puro y duro de la literatura y no tanto de la historia: «las cosas son más como se cuentan que como son en realidad». Quien firma este “Comentario” escribió de la novela: «Utis-Miguel Zabala es un desdoblamiento de personalidad que nos sitúa cerca del monólogo dramático de la lírica inglesa o de Gil de Biedma» (Quimera, nº 28, 1983). Por su parte, Raúl Ruiz escribía: «Plagada de alusiones cinematográficas, salpicada de alusiones pictóricas y filosóficas […], la novela navega empeñada en una odisea semejante a Ulises: urdir singladuras que signifiquen algo. Ulises, Utis, Zabala y Conget quieren comprender, comprenderse y volver a Itaca» (Camp de l’Arpa, núm. 97, 1982).

     Esa odisea está organizada en torno a dos polos: el recuerdo y el lenguaje, la memoria y la literatura. En 1984 publicó Conget los Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias, en la que el mismo protagonista de Quadrupedumque, un Miguel Zabala enamoradísimo de Tana, profundiza en su infancia, sus miedos, el cine, las lecturas y, sobre todo, mientras escribe la novela, se salva de la mortal cotidianeidad que es trabajar de docente. Hay en la novela una compleja experimentación con el lenguaje; la capacidad del autor para reproducir tonos, idiolectos y registros es muy elevada. Gaudeamus (1986), la última de la trilogía, relata el curso 67-68, clave para toda una generación que vivió con más o menos conciencia –o con ninguna– la llamada “revolución del 68”. Sus protagonistas, Rafa, Migue y Santi, son tres jóvenes que tienen en ese momento 20 años y están en la Universidad, en una ciudad que podría ser, pongamos, Zaragoza. La novela alterna la narración clásica con el monólogo interior en un alarde de buen oído e introspección social y psicológica.

     El valor aglutinante que la memoria tiene en toda la obra de Conget puede relacionarse con la vida nómada de su autor, que proporciona  algunas claves para su lectura. Entre 1974 y 1976 vivió en Lima; cuando regresó a España,  tras un breve tiempo en Tudela se instaló en Cádiz hasta 1984. Entre este año y 1990 trabajó en Londres y,  después de un intermezzo sevillano vivió entre 1991 y julio de 1998 en Nueva York, donde ha sido el mejor embajador cultural que ha podido tener España en el Instituto Cervantes de esa ciudad y donde ha tenido incluso su propio programa de televisión.

     Todas las mujeres (1989), Palabras de familia (1995) y Hasta el fin de los cuentos (1998) son un nuevo ciclo creativo. Todas las mujeres utiliza el género epistolar, cartas en las que confía a un hipotético editor su momentánea incapacidad para escribir nuevas novelas. En paralelo, a lo largo de siete sesiones de cine, relata la historia íntima de un ser que imita al propio autor y, a la vez, a un personaje recreado.

     Palabras de familia, título que recupera el final del poema «Arte poética» de Gil de Biedma, es ya un anticipo de lo que será la novela: la crónica hablada de una familia en una ciudad de provincias –como se decía entonces– superpuesta a las andanzas del protagonista, que vive convencido de haber sido suplantado por su hermano pequeño. En este nuevo ciclo, aparece ya con descaro y frescura un  muy agudo sentido del humor. Por ejemplo, el Don Agapito de la novela  resuelve su «dificultad congénita para pronunciar la /z/» del mismo modo que una ilustre voz de la posguerra: Matías Prats. Así, la ciudad en la que nació nuestro autor se pronunciaría “Faragofa”. Hasta el final de los cuentos cierra, por ahora, una prolífica producción narrativa en la que, a mi juicio, domina la experimentación formal y la memoria de una realidad ensanchada por la cultura.

     Conget realiza la tarea de escribir  con la mayor naturalidad, como quien respira, y encuentra la inspiración como Santa Teresa a Dios: en su magín y en la vida cotidiana; es, creo yo, el narrador nato, Tusitala. A las seis novelas anteriores, seis, hay que sumar tres obras de difícil clasificación, fronterizas entre el ensayo, las memorias, la narración y el homenaje: Cincuenta y tres y octava (1997), Vamos a contar canciones (1999) y Una cita con Borges (2000). Precisamente en esta última, utilizando su agudo sentido del humor, traza de sí mismo un retrato completamente novelesco a partir de amistades, contactos   literarios y, sobre todo, de sus dobles y homónimos: el escritor Salman Rushdie y el prelado oscense que lleva el nombre de nuestro autor. Nuevamente y como siempre, con la mano segura del que sabemos que cuenta y sabe contar,  fantasía y realidad se combinan en un novedoso cóctel en el que «la vida nos sujeta porque precisamente/ no es como la esperábamos».

© 2000 Javier Pérez Escohotado (véase en el nº 21 el artículo “Barcelona, cuatro poetas”)

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