ÍndiceNavegación

índex català  enero-febrero  n° 40

Véase en este mismo número el relato
Juntas caminan por el bosque de su soledad del mismo autor.

Bajo el mismo cielo de siempre
por Santiago Vaquera-Vásquez

       
Nunca le preguntamos a Javier sobre Elisa. Cuando se fue, la borró del chip. Era como si el año en que estuvo casado con ella jamás hubiera pasado: como si todo lo que ocurrió hubiera sido un episodio del Twilight Zone. Y como Javier es cuate, nunca le preguntamos acerca de Elisa. Es un dolor que nunca nunca nunca se puede nombrar. Ni la mencionamos, ni yo mismo quien tuvo más contacto con ella. Cuando se fue, yo la quise olvidar también: Javier es cuate.
      Domingo por la tarde y allí estamos todos, como siempre: en casa de Javier. Cuando se casó, su cantón se volvió nuestro lugar de reunión. Es humilde, con dos recámaras y dos baños. Una casa común, de esas que se ven en los suburbios. Cuando se casaron los dos dejaron la ciudad para vivir cerca del trabajo de ella. Ya estaba cansada de tener que tomar el tren para ir al trabajo, ahora le tocaba a Javier. La casa tiene una yarda grande, el pasto siempre está bien recortado. El patio de atrás también es grande. Elisa había empezado un jardín, pero ya se marchitó.
      Javier no me quiso decir el nombre de su novia por casi tres meses. Supongo que lo hacía para protegerse en caso de que su nueva relación se volviera como las demás. La verdad es que no me molestaba que no me dijera, aunque Javier era mi mejor amigo y nos conocíamos desde la secundaria. Reconocía que había sido maltratado en su pasado amoroso y que su necesidad de ocultar el nombre de su jaina era más para su bienestar que por nuestra amistad. Pues ya se sabe, somos cuates.
      Aunque ni me la había presentado —ni menos dicho su nombre— entre nuestro pequeño grupo de amigos ni siquiera la había mencionado. Sólo yo sabía que tenía novia: era nuestro secreto. Lo que sí hacía era que cuando él y yo nos juntábamos para hacer cualquier cosa —ir a nuestro cine favorito, caminar por el centro, jugar el racquetball—me la describía. Pero no de una manera que ella dominaba la conversación, sino la mencionaba en algunos momentos de transición. Estaríamos saliendo del museo, o escuchando algo en la rocola vieja que había conseguido en una tienda de segunda, o al subir a un vagón del metro o a un autobús —siempre teníamos las mejores conversaciones en el tránsito público, cosa que a los demás les parecía loco—, me comentaría que podía reconocer los pasos de ella porque siempre llevaba zapatos negros y caminaba rápido, que nunca vestía en pantalones de mezclilla, que le encantaba caminar a su casa porque sabía que ella lo estaría esperando en los escalones frente a su edificio, que a veces hablaba cuando dormía. Así su imagen se me fue construyendo en mi mente como un gran puzzle hasta que una noche, en un bar donde estábamos escuchando a un grupo de rock me dijo, Elisa, se llama Elisa.
      Es en el patio donde cocinamos las carnes asadas. Javier es el mejor asador de carne que conocemos. Al llegar a su casa las brasas ya están calientes, la carne sazonada, las chelas en la hielera y la baraja en la mesa del comedor. Bebemos cerveza fría, comemos bien y terminamos en el comedor jugando póquer.
      Me voy a casar, me dijo. Estábamos sentados en el parque viendo a las beibis pasar por el lago. La verdad no me sorprendía, ya que desde que empezaron a salir juntos veíamos menos a Javier solo. Ya se habían convertido en Javieryelisa, o Elisayjavier, un solo nombre, un solo personaje.
      Con ella me siento tan bien. Continuó. No he sentido esto con cualquier otra. No sé, quizá suena a lugar común decirlo, pero con ella me siento completo.
      Yo le felicitaba, pero también pensaba en las otras veces que lo había escuchado decir lo mismo. Javier se enamoraba fácilmente. Aunque tenía su pegue, él también era tímido. Me acuerdo que en la secundaria las chavas hasta casi se tiraban en frente de él y ni cuenta se daba. Creo que se le entorpecía la boca. Muchas veces en los bares lo veía intentar una conversación con una chava y fallaba fallaba. Balbucía. Pensé en las otras con que se había clavado, muchas de ellas lo habían aguantado hasta un punto y luego se iban. Querían que fuera más aventado.
      Una vez salió con una chava que tenía novio cuando la conoció. Dejó al novio cuando estuvieron juntos, no por él sino porque había conocido a otro bato. Javier se quedó con ella por los primeros seis meses de esa relación. Todos nos reíamos, después él también. Necesitábamos un esquema para descifrar quién le ponía los cuernos a quién. Javier decía que ella era vulnerable y que él sólo la acompañó —de la mano— de un novio a otro. Nos reíamos más. Aunque se metía en relaciones destructivas, al final terminábamos todos con Javier, apoyándolo. Así son los cuates.
      Estás perdido, my friend. Le dije. Antes de verla por primera vez ya la conocía. Javier la había descrito tanto que ya era también una parte de mi vida.
      La boda fue una gran pachanga. Parecía una de esas que salen en las revistas de bodas fantásticas. Todos nos pusimos hasta la madre. No recuerdo mucho de la fiesta después del brindis, y eso también es borroso ya que habíamos empezado a brindar a Javier la noche anterior en varias cantinas. De la fiesta, tengo vagos recuerdos: cargamos a Javier por el salón en nuestros brazos y lo depositamos en la piscina, escandalizamos a la mamá de Elisa, hice mi dirty dancing con no sé quien. Al día siguiente desperté en un cuarto de hotel con una de las primas de la novia.
      No sabemos por qué se quedó con la casa. A mí me decía que en realidad no le molestaba tomar el tren al trabajo. Cuando empezó a verse con Elisa ya casi no salía, decía que la ciudad ya no le parecía tan interesante, los mismos cines, los mismos parques, los mismos paseos. En la ciudad ya no hay espacio, sólo se puede imaginar. Ahora ir al centro para cenar o para ver un concierto era una aventura. Decía que por la mañana podía escuchar los pájaros. Qué feo, ¿no? comentó Fernando cuando escuchó esto. Para nosotros la ciudad todavía no había perdido su interés. Pero todos los domingos allí estábamos, en casa de Javier, aunque todos teníamos que trabajar al día siguiente.
      No es que somos profesionales, la verdad es que no somos muy buenos. Ni diría que hemos mejorado en los años que nos conocemos. Tampoco jugamos por mucho dinero. Nunca iríamos a Nevada para apostar, ni jugaríamos con alguien que no fuera del grupo.
      Empezamos el juego para hacer algo en una fiesta fatal en que nos conocimos. La gente que estaba allí eran unos freaks. Javier y yo fuimos porque una chava que le interesaba le dijo que iría. La anfitriona era una fanática del flamenco y cuando entramos tenía el estéreo a todo volumen con los gritos de un ciego de no-sé-donde y después pasaron a los Gypsy Kings y Azúcar Moreno. Javier esperaba que en cualquier momento alguien intentara una movida y soltara con unos pasos flamencos. Fernando encontró una baraja y los cinco que nos encontramos en una esquina de la sala empezamos un juego improvisado. Por fortuna, la anfitriona también tenía gatos y Poncho tiene una alergia terrible a ellos. Comenzó a toser, los ojos le empezaron a arder y luego perdió la voz. Con eso los cinco que ni nos conocíamos nos escapamos juntos. Fue afuera donde nos presentamos y decidimos ir a un bar cerca del campus. Cuando llegamos Fernando sacó la baraja que también había liberado de la fiesta.
      La chava que Javier quería ver nunca apareció.
      ¿A quién le toca barajar?
      Al Beto.
      No manches. Una regla antes que nada. Beto no baraja.
      ¿Qué traes, ca—?
      Beto no sabe cómo. Siempre pierdo con él.
      Todos le decimos que pierde porque no sabe jugar.
      ¿A quién le toca?
      No es un juego serio. Casi siempre nos ponemos a platicar o a discutir sobre cualquier cosa. Antes nos veíamos en diferentes lugares, algún café, una cantina, el departamento de uno de nosotros. Cuando Elisa y Javier se fueron a vivir a los suburbios, siempre nos reuníamos en su casa. Quizá fue porque Javier tenía la mejor colección de discos, o porque Elisa preparaba el mejor café que habíamos probado. En fin, allí nos encontramos los domingos.
      Ella nos aguantaba, quizá porque nunca jugábamos dentro de la casa. Javier había construido un espacio en el garaje. Lo había alfombrado y tenía un refri pequeño que había "liberado" de algún dormitorio. Había también una mesa donde nos reuníamos. Elisa a veces salía para ver cómo andábamos, siempre estaba dependiente de todo. Otras veces ella salía con amigas de la escuela. Pero casi siempre estaba en el cuarto que habían designado como la oficina, preparando actividades para su clase o leyendo alguna novela.
      Como yo era el mejor amigo de Javier, Elisa empezó a hablar conmigo. Los dos nos llevábamos bien. A veces nos encontrábamos en una librería. Una vez me invitó a que diera una presentación a sus estudiantes. Les leí un cuento. Yo lo vi como un performance medio malón, pero según ella la clase se quedó fascinada. Cuando me veía con una chica, Elisa me daba consejos, aunque no los pedía.
      Encontrar a Elisa en el centro siempre era un placer. Sus ojos se le abrían más y parecía como que un spotlight se le enfocaba en la cara. Para Javier eso fue uno de sus momentos favoritos con ella, ver esa luz que se prendía. Le gustaba también despertarse antes que ella y estudiarla en la luz que filtraba por la habitación.
      Los cuates se reían, decían que yo andaba "cuidando" a la esposa. Era un chiste muy malo y me encabronaba cuando lo decían. No por mí, ya me conocían y sabían que me había echado unas casadas. Me encabronaba por Javier. Pues es cuate.
      No sé qué voy a hacer con él. Me dijo Elisa a los seis meses de casado. Nunca habla, siempre está en su estudio o leyendo algo. Yo no digo nada. Sólo la puedo escuchar. Conozco a Javier y sé que pasa gran parte de su tiempo caminando por los pasillos de su mente. Elisa no está preparada para entenderlo, ni menos aceptarlo. Yo le cuento chistes malos, le hablo de las chicas con que había salido, de un programa de televisión que vi, lo que sea, hasta que se empieza a reírse. Le pido que me hable de sus estudiantes, que me diga de sus sentimientos. Le pregunto si ha intentado hablar con Javier acerca de sus pensamientos. Me responde que sí, claro, pero que nunca da señas de entendimiento, ni menos de vida.
      No sé, no sé. Me dice Javier. De todo lo que hago nada es suficiente. Estamos en un bar tomándonos unas chelas. No sé qué decirle. Me dice que cada vez que él intenta hablarle de algún problema ella le responde que nada más lo hace por obligación, que en realidad no está interesado en lo que ella piensa. Según ella, para mí todo está perfecto. Pero no sé qué decir, no sé. Mi silencio se vuelve una capa que demuestra según ella mi gran desinterés. Y tú sabes que sí, que sí que sí la quiero muchísimo. Pero sólo dice que ella me cree, que cree que yo creo, que estoy convencido, que la quiero. No sé, no sé.
      No sé qué recomendarles. Eso de dar consejos no es para mí, ya se sabe que yo mismo he estado en situaciones donde estoy perdido. Lo que sí es que los entiendo a los dos: ellos están en las mismas de todomundo, tanteando por pasillos muy poco iluminados.
      Salgo.
      Damn! Fuera también.
      I’ll raise you lo que queda en mi cartera.
      ¿Cómo? he visto tu cartera y no tienes nothing de nada.
      Elisa se fue al año. Que ya no podía con él. Siempre se parecía distraído, como que no estaba conectado con el mundo. Ella sentía que vivía en un especie de monasterio, los dos compartían el mismo espacio pero no el mismo lugar. Me dijo que unos días tardaba horas en dirigirle alguna palabra. Elisa necesitaba conversación. Javier no podía. No sabía.
      Lo encontré en la oscuridad. Estaba sentado frente a la tele con el control remoto. Zapping. Pasaba de canal a canal. Los dos no hablamos por mucho rato. En el aire, los gritos de Elisa antes de marcharse. Platos rotos en la cocina. Sus maletas ya no estaban. Estamos allí, en la oscuridad, sólo la luz de la tele mientras repasa los canales. Zapping. Me quedé con él por tres días. Hablamos poco. Llamé a su trabajo para avisar que estaba enfermo.
      Javier me dijo que si Elisa lo dejara que él la olvidaría fácilmente. Pondría su recuerdo en una caja fuerte y la hundiría en la mar del olvido. Sería la única manera para seguir. Me quedé sorprendido por la convicción de sus palabras. Jamás lo había conocido como alguien que borraría una memoria. Es la única manera, me dice. Y baja su mirada a su vaso de cerveza, casi vacío.
      Elisa vive cerca de aquí. Tiene un apartamento en un edificio cerca de la escuela donde trabaja. Ella me llamó para decírmelo y darme su número de teléfono. Lo dejó en la máquina. Nunca la he llamado y ella tampoco ha vuelto a hacerlo. Supongo que se sentiría mal en dejar un mensaje como las otras que me han telefoneado. Sería otro nombre en la libreta. También se dará cuenta de que no le puedo dar un fonazo. Javier es cuate.
      Pero allí está su mensaje. Aún no lo he borrado.
      Al final de la jugada todos nos despedimos. Yo me quedo al último para ayudarle a recoger los vasos. Meto las botellas vacías en una caja. Él pone los trastes en el lavaplatos. Sacamos la basura al garaje, donde lo colocamos en los botes de basura. Después los sacamos a la calle, el día siguiente pasan los basureros.
      La luna está llena, ilumina toda la calle. Me subo al carro, Javier y su perro se quedan en la banqueta. Es hora de hacer su caminata. No sé por qué, pero pienso en esa canción de Patsy Cline, "Walkin’ After Midnight."
      Cada domingo Javier y su perro caminan al edificio de Elisa sólo para verla por lo menos un instante. Los dos parados en la esquina, mirando hacia su ventana. Parados debajo de la luz de un poste. Esperando.
      Nunca me ha dicho que lo hace. Lo sé porque yo también siempre estoy, sentado en el carro con las luces apagadas en otra esquina. En silencio. Allí estamos esperando la apariencia de Elisa, bajo el mismo cielo de siempre. Estamos esperando su llamada para que podamos caminar al lado de ella otra vez. Pasear con ella por los varios caminos que llegan a la ciudad.
      Luna llena, me dice antes de partir. Empieza a caminar por la calle. La noche preferida de Elisa.
      Ya sé. Le contesto.

 © Santiago Vaquera-Vásquez 2004

Véase en este mismo número el relato Juntas caminan por el bosque de su soledad del mismo autor.
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
VaqueraBIO: Santiago Vaquera-Vásquez nació en California, Estados Unidos en 1966, hijo de padres mexicanos. Después de graduarse en Artes Plásticas y Letras, hizo sus estudios doctorales en la Universidad de California, Santa Barbara. Ha trabajado en Texas A&M y en Dartmouth College. En la actualidad se desempeña como Senior Lecturer de Literatura Latinoamericana y de US Latino en la Pennsylvania State University. Además de dar clases, ha sido dj en la radio y es pintor. Ha publicado cuentos en revistas californianas y mexicanas, y en las antologías Líneas aéreas (1998) y Se habla español (2000).

navegación:    

enero-febrero  n° 40

Narrativa

Ilan Stavans
Xerox Man

Santiago Vaquera-Vásquez
Juntas caminan por el bosque de su soledad

Bajo el mismo cielo de siempre

Víctor Vegas
Signos de puntuación

Entrevista

Ilan Stavans

Poesía

Más poetas de Barcelona (6)
Rodolfo Häsler

Reseñas

Haruki Murakami Al sur de la frontera, al oeste del sol
por Carlos Vela

Pablo Alonso Hérraiz y Juan Francisco Ferré I love you Sade
por Robert Juan-Cantavella

Anónimo Yo cacé terroristas
por Alicia Tudela

Marlen Haushofer
La puerta secreta
por Judit Amazares

Secciones fijas

-Reseñas
-Breves críticas (en inglés)
-Ediciones anteriores
-Envío de textos
-Audio
-Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalán | francés | audio | e-m@il