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índex català     septiembre - octubre  n° 50

Hay una bomba en el cielo
Por Hernán Ortiz

       

Cargando aguacates como si fueran bebés, el aguacatero se sienta en su caja de madera. Un sombrero de paja lo cubre del sol, formando una sombra hasta su nariz. Más abajo, un palillo de madera que muerde como un chicle le despeina el bozo húmedo y tupido.
      El semáforo cambia a rojo, y a través de los vidrios semipolarizados, veo al aguacatero caminando hacia el carro.
      Yo estoy en la silla de atrás porque hoy contraté chofer. Pero a él no le ofrece aguacates. Me los ofrece a mí. Gesticula que están maduros, y con el dedo índice le digo que no, gracias. Él se queda parado frente a la ventana, mirándome con un aguacate extendido. Cargo el programa de gráficos de mi Pocket PC, y dibujo la caricatura del aguacatero con la fruta extendida, su color verde iluminado bajo el sol brillante, como un meteorito radiactivo. El chofer me observa por el retrovisor y le digo que a mi lado está la nueva Gioconda.
      — ¿Por qué no le toma una foto? — me pregunta.
      — No quiero darle pistas al inconsciente — le digo.
      El semáforo cambia a rojo. La mano del aguacatero toca el techo del carro y se escucha el sonido de dos piezas encajando.
      Mi Pocket PC se apaga. Miro el celular, y está apagado. También está apagado el reloj.
      Se apaga el carro.
      Miro hacia atrás y veo que el aguacatero se acerca, caminando despacio y coordinado como un vaquero. Abro la puerta y el aguacatero se agacha en cuclillas. El chofer intenta encender el carro, pero sólo logra hacerlo temblar, y el aguacatero escupe el palillo de madera y me dice que le compre. Me dice que están frescos y que, por favor, no utilice su imagen para mis pinturas.
      El aguacatero sabía que yo era pintor.
      — Vi un programa suyo en televisión — me dice —. Lo de la pintura orgánica. Si me quiere utilizar, tiene que comprarme este bulto. Este que tengo acá — me dice, mostrándome sus bebés verdes.
      — Eso me halaga — le digo al aguacatero, y el carro sigue moviéndose en espasmos—. ¡Ya no intente más! — le grito al chofer—¡Páseme la billetera!
      El chofer me la da y detrás de nosotros pita un carro, enciende las luces y vuelve a pitar.
      — ¿Cuánto vale? — le pregunto al aguacatero.
      — Deme ese aparato — me dice, señalando la Pocket PC—. Démelo, y me dejo utilizar en sus cuadros...
      En mi mente, la imagen de él extendiéndome el aguacate está mucho más clara que en la Pocket PC.
      Le digo que sí.
      — Bueno señor, que tenga un buen viaje — me dice.
      El aguacatero pone una mano sobre el techo del carro y se escucha el sonido de dos piezas desencajándose. Luego se va caminando por la acera.
      El carro de atrás sigue pitando.
      — Intente otra vez — le digo al chofer.
      Y el chofer le da vuelta a la llave.
      Y ahora, creo saber por qué, por fin prende el carro.


Me despido del chofer, llego a mi casa y busco el teléfono de Zorker: mi amigo experto en EMPs — generadores de pulso electromagnético—.
      El teléfono lo encuentro en el cajón de mi nochero: un papel cubierto de talco para pies. Lo soplo y voy hasta el computador. Marco su número. Me contesta Zorker con voz de anciano.
      Un maestro en EMP no puede usar su propia voz. No, al menos que quiera que lo encierren en sótanos, que lo alimenten con pastillas grises que saben a mierda, y que le ablanden el cerebro con inyecciones hasta sacarle información. Hasta que le vacíen las neuronas y después lo maten.
      Eso, o modificar la voz con software.
      Pero de tantas voces que hay para seleccionar, no sé por qué Zorker prefiere la del anciano. La decrépita, roñosa, chirriante y destemplada voz del anciano.
      Imagínate escuchar a un viejo jubilado — de los que se sienta en los parques a ver a las palomas— hablándote de generadores de pulso electromagnético. Diciéndote que con poco de conocimiento sobre electromagnetismo, entiendes que al generar pulsos pequeños e intensos, creas un campo electromagnético potente. Con este campo se producen kilo voltajes transitorios, con los que se pueden dañar semiconductores de metal óxido. O sea, computadoras, cámaras de video, o vehículos computarizados. Fue algo que se descubrió en las primeras pruebas de armas nucleares. En el proyecto GLASSTONE64.
      El aguacatero podría ser un agente encubierto probando una bomba EMP contra un área específica. Seguro el dispositivo que puso y quitó del techo del carro es un rastreador satelital, y debe haber algún generador flotando en el cielo — un satélite disfrazado— que apunta a la zona señalada y destroza cualquier conductor eléctrico.
      Ya entiendo por qué el aguacatero me pidió el Pocket PC: debe estar vaciando mis datos en algún servidor. El computador debe estar malo pero no el disco duro.
      Tal vez ya analizó mis pinturas, y notó la esteganografía.
      Si le preguntaras a Zorker que significa esteganografía, te diría con voz de anciano que es el arte de ocultar información. Te contaría la historia de ese mensajero mudo que llegó a la oficina del gerente de una empresa. Un mensajero con motilado redondo como un fraile y una nota en la mano que decía rápame. Y cómo el gerente de la empresa le hizo caso, llamó a su peluquera para que lo rapara, y descubrió en su cabeza un mensaje tatuado. Un mensaje que decía: Hay una bomba en el sótano.
      Luego te contaría cómo, después de diez minutos, el edificio explotó.
      Utilizo esteganografía porque trafico información militar y la vendo al gobierno que más me pague y me reúno con ellos en unos sótanos de Maicao para hacer una especie de subasta underground. Mis pinturas tienen el password de alguna importante base de datos o la frase para acceder a alguna sociedad secreta o el comando para lanzar algún cohete a Marte.
      Información por la que paga el gobierno de Japón y Rusia; y a veces, el gobierno de Irak.
      Zorker y yo trabajamos en equipo, pero Zorker no se reúne con ellos. Si él fuera conmigo a esas reuniones, terminaba drogado, persuadido y muerto. Zorker es el que consigue la información. Yo soy el artista: el que la esconde en pinturas.
      A mi no me atrapan. Cuando me preguntan de dónde saco la información, les digo que me la envían hackers por Internet. Hasta ahora no me han hecho nada. A Zorker tampoco.
      Así que le cuento a Zorker lo del aguacatero y me dice que lo siga con cuidado. Que rastree todos los movimientos del tipo. Me pregunta si tenía información importante almacenada en la Pocket PC y yo le digo que no.
      Miento.
      Todas mis pinturas estaban ahí.
      Intento prender mi celular, y nada, no funciona. Ya está de noche y la imagen del aguacatero sigue fresca en mi mente. Saco los óleos, el caballete, y comienzo a pintar.
      Y en algún momento de la noche, sumergido en un sueño profundo, termino el cuadro.
      Me levanto. Llamo al chofer desde el teléfono fijo y le digo que venga por mí.
      A los cinco minutos llega y le digo que vamos al semáforo.
      La carretera está cromada; el día está tan gris que los pájaros no se atreven a salir de sus nidos y las nubes parecen teñidas de contaminación.
      Y ahí lo veo, sentado en su caja de madera, con cientos de aguacates sobre papel periódico.
      El semáforo cambia a rojo.
      Bajo la ventana del carro y lo llamo con los dedos. El aguacatero se acerca abrazando a sus bebés verdes.
      — ¿De donde sacó tantos aguacates? — le pregunto.
      — Del aparato ese — me dice —. Lo vendí, y con lo que me gané, los compré.
      — Entonces le sobró mucha plata...
      — No, no me sobró — me dice—. Ese aparato ya no servía. Usted me lo dio malo.
      El aguacatero me mira con ingenuidad, pero se le nota que está actuando. A mi lado tengo la pintura que hice anoche. El semáforo cambia a verde, y los carros de atrás comienzan a pitar. Le digo al chofer que espere. Saco la pintura por la ventanilla. El aguacatero pone sus bebés verdes en el piso.
      — ¿Y esto qué es? — me pregunta.
      — Ese es usted — le digo—. Le voy a regalar la pintura.
      El aguacatero la coge de los bordes, y le pregunto:
      — ¿Sabe que significa esteganografía?
      El aguacatero mira la pintura con detenimiento y sonríe. Pone sus manos sobre el techo y se escuchan las piezas encajando. Descarga la pintura y la apoya sobre la caja.
      — Interesante el mensaje oculto — me dice, alejándose— pero falta uno más importante. — El aguacatero mira hacia el sol, hacia las nubes, y dice—: falta mencionar la explosión.
      Algo viene muy rápido desde arriba y sólo alcanzo a cerrar los ojos.
      Hay una bomba en el cielo.
      Siento la descarga.
     
      

 © Hernán Ortiz 2005
En este número véase el relato Aura en mi nariz, del mismo autor.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Hernán Ortiz Carné: Hernán Ortiz (Medellín, Colombia, 1982). Escribe cuentos de ficción y combina esta actividad con periodismo narrativo (no-ficción). Ha publicado cuentos en The Barcelona Review y en Los Noveles, y artículos periodísticos en el suplemento Generación del periódico El Colombiano. Actualmente está dedicado a la escritura de su primera novela y la finalización de su primer libro de cuentos.
      Contacto: hortizro@gmail.com

      Véase en TBR 44 el relato Un dios sin ideas, del mismo autor.

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septiembre - octubre  n° 50

Narrativa

Rafael E. Saumell: Mi padre, que es una persona importante
Hernán Ortiz: Hay una bomba en el cielo
Hernán Ortiz: Aura en mi nariz
Enrique Vásquez Valladares: ¡Cómo te quiero, manito…!
José Luis Torres Vitolas: El retrato
Gabriela Izcovich: Larga duración
David Vergara: Glenda y Martina

Ensayo

La cirugía estética aplicada a la sociedad por Begoña Matilla

Notas de actualidad

VI Encuentro Internacional de Mujeres en
el Arte México-Italia 2006

XVII Concurso Navideño de Literatura en Euskera

Reseñas

Leyendo, escribiendo Julien Gracq
Cuentos sanfermineros Patxi Irurzun
El vano ayer Isaac Rosa
Mujeres difíciles, hombres benditos Fernando Ampuero

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