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índex català     deciembre 2006   n° 56

La casa con las paredes de viento

Iulia Sala

Traducido del rumano por Joaquín Garrigós


 A la anciana señora le entró una gran añoranza de su antigua casa porque desde hacía dos meses estaba viviendo en la capital, con su hija y su yerno.
      La casa en que vivían era elegante, pintada con unos colores vivos muy bonitos que, a la luz de la mañana, daban un brillo juguetón, pero era superficial e impulsiva como cualquier casa nueva. Cuando puso por primera vez los pies en ella, la casa le indicó a la anciana, con toda claridad, cuáles iban a ser las relaciones entre ambas. Ya desde el principio le dejó bien claro que, aunque toda la familia se portaba muy bien con la señora de pelo blanco, la madre de su nueva dueña, ella, la casa, podría causarle muchos disgustos si se atrevía a cambiar algo de la disposición interior de la casa, sumamente moderna.
      También le dijo la casa a la madre de su nueva dueña que conocía muy bien a esa clase de señoras ancianas, mangoneadoras, que meten sus largas narices en todos los cajones y todos los rincones y, lo que más le disgustaba, que siempre quieren traer a una casa joven y muy bien decorada trastos viejos llenos de polvo que, en su opinión, solo valen para meterlos en el desván y dejarlos allí olvidados para siempre.
      A la anciana señora le cogió por sorpresa la actitud agresiva, e incluso podría decirse que insolente, de una casa tan elegante, sobre todo porque ni siquiera habían tenido tiempo de conocerse y que, sea como fuere, ella no se habría permitido tratar de imponerse en un lugar que no era el suyo, ya fuera viejo o nuevo.
      En los dos meses que llevaba viviendo en la capital la relación entre ambas no cambió absolutamente nada. A la casa nueva no le prestaba atención salvo cuando quería reprocharle algo, a diferencia de su antigua casa, con la que se pasaba las horas muertas charlando en las lánguidas tardes de canícula, cuando las calles se quedaban vacías, y en las noches cuando las luciérnagas parecían prenderse fuego si, por error, se rozaban las alas con la tierra calcinada por el sol del verano. Con la casa nueva no habría tenido motivo de tertulia porque esta no tenía pasado, simplemente se hallaba al principio de su existencia y, con su actitud, daba pruebas de la inconsciencia e impaciencia de los jóvenes que todavía no saben lo que es la vida.
      Pero ahora que se había decidido a volver al pueblo recordó, sonriendo con indulgencia, los primeros minutos pasados en la casa nueva, cuando entró en el amplio y reluciente recibidor de puntillas, por miedo a dejar manchas de barro en las baldosas de vivos colores, aunque no había estado caminando por las calles sucias de la ciudad ya que su hija la había traído desde la estación en un coche grande, negro y brillante como un abejorro. Esta había logrado convencer a su madre de que viniese a vivir a la capital por lo menos tres meses para que, luego, si se habituaba a la vida de la ciudad, se quedase definitivamente con ellos y vendiese su casa del pueblo.
      Fue una decisión difícil de tomar, la de la venta de la casa. Había pasado allí toda su vida y allí habían vivido sus padres. Era el lugar donde se había casado y había traído al mundo tres hijos, donde había llorado cuando al menor de ellos lo trajeron muerto unos hombres del pueblo, con su cara pequeña y pálida salpicada de manchas azuladas, ahogado en la balsa que había en la punta sur del pueblo, donde los chopos se elevan al cielo. En la casa antigua era donde había llorado cuando sus padres murieron, el uno después del otro diríase que por miedo no se fueran a perder si no se apresuraban a reunirse de nuevo en el otro mundo, el mundo de las sombras leves que se olvidan de dónde vienen y adónde van. Y también era el lugar donde había llorado la muerte de su marido durante horas y horas después del entierro, solas las dos, la casa y ella. Tras el entierro y tras la marcha de sus dos hijos, fue menester que las pobrecitas se las arreglaran solas en los largos días que siguieron, la anciana señora y la casa, cansadas y tristes, llorando los tiempos perdidos en la niebla de las cosas que ya habían dejado de existir.
      La casa antigua chirriaba con nostalgia mientras devanaban los pequeños recuerdos sobre acontecimientos sucedidos años atrás, cuando sus amplias habitaciones, ahora sombrías y frías, estaban llenas del calor de la vida, de risas, de disputas, de palabras dulces de amor y de lágrimas.
      Cada noche, cuando los marcos de madera seca de las ventanas crujían a la menor corriente de aire y el suelo de tarima suspiraba bajo el peso de los pesados muebles de nogal cubiertos de polvo, ella le susurraba a su dueña palabras de aliento hasta que esta se dormía envuelta en el perfume agridulce del pasado que fundía sus sentidos arrastrándola con facilidad a un sueño pesado como el plomo.
      Cuando se fue a vivir a la ciudad, lo que más impresionó a la anciana señora fueron las cosas de la casa de su hija. Esta lo había comprado todo nuevo y no aceptó ninguna de las antiguallas que su madre le había traído como regalo de la antigua casa. Las cosas nuevas tenían un olor raro y le daban a la anciana una sensación de agobio, por ejemplo, casi se mareaba si se acercaba mucho a los muebles, hechos de un extraño material, no eran de madera, aunque vistos a distancia sí lo parecía. Entonces pensó con cariño en los muebles de madera maciza de su casa cuyo olor dulce y familiar sentía entrándole por la nariz a cientos de kilómetros de distancia de las oscuras habitaciones que la esperaban con impaciencia a que volviera a ellas y les insuflara vida de nuevo, algo de la poca vida que a ella todavía le quedaba en las venas.
      Al cabo de menos de dos meses, la anciana volvió a ellas. Añoraba la vieja casa.
      En cuando llegó, dio rápidamente una vuelta y tocó levemente con los dedos las esquinas romas de las mesas, pasó las agrietadas palmas por el brillo polvoriento de los estantes de la biblioteca, pegó la mejilla a las crujientes puertas del gigantesco armario de la alcoba, abrió cajones olvidados, algunos los dejó abiertos para que salieran de ellos los aromas perdidos y se filtraran por rincones oscuros en forma de largos hilos invisibles.
      Respiró con fuerza el aire encerrado y triste que tanto había echado de menos mientras su vieja amiga le contaba lo que había pasado en el tiempo en que había estado ausente, el cristal que se había roto con la tormenta asustando a las tazas de la vitrina con el ruido de vidrios rotos caídos al suelo. Pero a la anciana señora no le interesaban las novedades, ella quería oír constantemente las historias venidas de lejos, por el camino seco de los pesares y que hacían que se le encogiera de dolor el corazón a cada recuerdo, como una bola de papel de esas que, cuando era pequeña, les tiraba a los gatos para que jugaran.
      Al otro día, la anciana señora se sintió mal, se pasó todo el día en la cama y, cuando el sol se puso tras las colinas, supo que iba a morir.
      La antigua casa estuvo en vela junto a ella toda la noche. Le contó sus historias preferidas, las dos lloraron y se rieron del pasado que lentamente perdía su perfil, el tiempo se volvía fluido y los recuerdos se mezclaban con las ráfagas de viento que chocaban contra las ventanas cerradas y el maullido de los gatos en los tejados, los mismos gatos con los que había jugado muchos años atrás. Pronto, todo se ahogó en la oscuridad y la anciana señora se fue en busca de los muertos, a los que tanto quería.
      Al día siguiente del entierro, la casa antigua ardió hasta los cimientos sin que nadie pudiera decir la causa.
      Lo que no había podido decirle la casa antigua a su amiga, para no entristecerla, era que ellas estaban ligadas no solo por los momentos que habían pasado juntas en los últimos tiempos, solas, sino también por los destinos de todos los que habían sido parte de la vida de ambas y que, después del entierro de la anciana señora, ella se suicidaría y la seguiría al mundo del más allá, donde las casas tienen paredes de viento y techo de nubes.

    
      

© Iulia Sala 2006.
© de la traducción: Joaquín Garrigós


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 Carné:

Iulia Sala fotoIulia Sala. Nacida en 1972 en Bucarest, estudió Lenguas y Literaturas Extranjeras en dicha ciudad. Desde el 2004 trabaja en el programa Executive MBA del Instituto Nacional de Desarrollo Económico de Bucarest en colaboración con el Conservatoire des Arts et Métiers de París. Hasta septiembre de 2006 ha sido administradora del Bureau para Europa Central y Oriental de la Agence Universitaire de la Francophonie en la sede la capital rumana. El volumen La casa con paredes de viento recibió en 2003 el premio opera prima en prosa concedido por la Unión de Escritores Rumanos. Desde octubre de 2006 reside en París

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