índex català noviembre-deciembre 2007 no. 61 |
Extracto de La desaparición, consulte la reseña en este número. Petersburgo
Más allá de Petersburgo no hay nada
www.petersburgo.org: aparece en la pantalla el mapa de Petersburgo a una resolución de 720 por 456. En el mapa aparece la zona del centro de Petersburgo. La avenida Nevski cruza las islas de casas partiéndolas en un juego simétrico de calles engarzadas a edificios. www.petersburgo.org/foto1.jpg”: así se crean los links que conectan los edificios con bloques de texto, imágenes y sonidos. Un link es simplemente una conexión de temas, un renglón seguido de otro distinto. Cuando con el puntero del ratón rozas un edificio como el Teatro Mariínski, éste se ilumina de un color fosforescente y parpadea. Con un click entras en otra zona distinta. El mapa pasa al fondo de la pantalla, casi desapareciendo, casi transparente. Entras, entonces, en otra ciudad. Abres una puerta hasta ahora hermética, y detrás hay una historia que lleva a otra. Es como navegar entre imágenes: un loco corriendo, un hipnotizador moribundo, un baile perfecto, una sala con mil bombillas, un padre con cáncer junto a una cucaracha: uno puede transitar por las mil ciudades que se esconden tras el imperial nombre de Petersburgo con tan sólo mantener la mirada fija, muy fija, sobre la pantalla. Hasta la hipnosis. www.petersburgo.org/hipnotizador: En los últimos decenios, el interés por los hipnotizadores ha decrecido mucho en Europa. Antes era distinto. La apoteosis de los hipnotizadores tuvo lugar en los años veinte. Interrumpida por la segunda guerra, se volvió a encumbrar en los cincuenta. Incluso tuvo una innegable repercusión en movimientos de vanguardia, como el surrealismo y el psicoanálisis. Pero el interés decreció y , poco a poco, la gente dejó de prestar atención a la hipnosis. Los hipnotizadores se refugiaron en los circos. Con su decadencia y la entrada masiva de malabaristas de buen ver y de acróbatas de mallas ajustadas, los hipnotizadores se transformaron en algo parecido a los viejos artistas del hambre, relegados a mera reliquia de algún circo nostálgico. Es por eso que cuando le surgió la oferta, no pudo rechazarla, y algo de su viejo orgullo resucitó en su cara moribunda y durante algunos días se le pudo ver por el circo incluso sonriente. El Teatro Maríinski dejó intranquilo al hipnotizador. Como buen edificio del barroco ruso, su arquitectura comunicaba algo furioso. Los bastidores eran rojos y opulentos. El camerino, pequeño y austero: espejo, armario sin puertas, dos sillas, maquillaje, carteles de antiguos espectáculos, botella de vodka con un vaso limpio a sus pies y cenicero ribeteado de dorado. Se encendió un cigarrillo para tranquilizarse. También hizo uso del vodka. Repasó las actuaciones que mejor resultado le habían dado. Siempre supo qué número representar. La hipnosis sexual era la que más enfebrecía al público. Eso era lo que el hipnotizador buscaba. La fiebre del espectador. De todos los espectadores. La fascinación masiva al comprobar que un tipo delgado, de túnica amarillenta y ojos de sapo penetrantes podía llegar a dominar, tan sólo con la cadencia de su voz, a cualquiera. Y aquí había un miedo atávico, decía el hipnotizador al contar sus viejas historias, un miedo ancestral que la hipnosis despertaba. Se le antojaba que era como la fascinación de la víctima frente al asesino. Y algo de eso había: un potlach primitivo y brutal. El número sexual atraía más a la gente. Porque se trataba de algo más básico y primitivo. Porque lograba que, mediante la sugestión, se descubriese el estrato más profundo de una burguesía que –en aquellos tiempos dorados– pagaba lo que fuese por sentir. Pero de eso hacía mucho tiempo. Y había estado demasiados años relegado a números infames, demasiado cortos, en los que por seguridad (pues la hipnosis requiere un estado de ánimo, una dilatación del tiempo y un silencio absoluto que no se suele dar en los circos) el supuesto hipnotizado era un actor que sabía perfectamente cómo comportarse. A pesar de ello, su nombre todavía era grande. Prueba de ello ha sido la llamada petersburguesa, ciudad en la que el arte de la hipnosis todavía se aprecia. Los motivos exactos no los comprende. Pero no puede ahora el hipnotizador preguntarse por causas, concentrado como está en espiarse la mirada que le devuelve el espejo de maquillaje. Tiene los ojos hundidos. Los glóbulos salientes como dos burbujas hinchadas. La cara marcada por la delgadez. Afuera, se comienzan a oír voces en ruso. La ciudad apenas la ha visto. Por culpa de un retraso del viejo bimotor de la Aeroflot, ha llegado al aeropuerto de Pulkovo tarde y ha tenido que coger un taxi y cruzar Petersburgo a un ritmo frenético. Ha parado en la puerta del Mariínski y ahora está en el camerino que le han señalado con prisa, un poco molestos por su tardanza. Otro trago de vodka para templar el frío que por primera vez cala en los huesos. Deja el espejo y mira la botella de vodka. Hace demasiado tiempo que no hipnotiza a nadie. Dentro de unos momentos va a obligar a una mujer a quitarse las medias frente a ochocientas personas tan sólo para provocar la fascinación masiva. Se mira de nuevo en el espejo. Está viejo. La piel caída, flácida. El cabello blanco. Se pone la túnica amarillenta: un fetiche. Piensa en una frase que leyó: cuando uno está viejo, los miedos le buscan las vueltas. Y siente que, por primera vez, tiene miedo de salir a escena. Ahora, cuando podría volver a encumbrarse como el artista que siempre fue, cuando podría decirse en voz alta, solo y en la oscuridad, ‘estoy aquí de nuevo’, precisamente ahora, siente un pánico total que relaciona con la fachada del Teatro. Piedras agarradas entre sí, pensadas para formar un edificio en cuyo vientre casi mil personas quedan inmovilizadas ante un arte ancestral que ya no se enseña, que ya casi no existe, que ya no importa. Está pálido y asustado. Llaman a la puerta. Dos minutos. No conoce el interior del teatro. No ha visto ni siquiera, como solía, las caras de sus víctimas. Se levanta. Le tiemblan las piernas pero todavía anda y todavía siente la arrogancia de los viejos tiempos y se encuentra con los hombres del teatro que le llevan hasta los bastidores. Respira hondo, cierra los ojos, recuerda en relámpago el delicado arte de la hipnosis y abre la puerta como un desconocido que encuentra una ciudad completamente extraña. www.petersburgo.org/desconocida: El desconocido abre la puerta y encuentra una ciudad completamente extraña. Viene de la Avenida Nevski corriendo entre un remolino de caras pálidas y abrigos con bufanda. Ha robado el busto de Dostoievsky y se lo ha metido en el maletín. Cierto que al principio había pensado que era demasiado grande, pero ahora está aquí dentro (lo toca, acaricia la piel de cuero negro del maletín gigantesco). Solamente espera que nadie lo haya seguido. Su aspecto no llama la atención. Capote negro, cara tabacosa, bigote cincelado a lo Trotski, un poco demodé en conjunto, pero cumple el objetivo de pasar inadvertido. Se sienta en el sofá del comedor. La entrada da a un comedor mínimo y claustrofóbico. No es lo que esperaba. Le habían dado la llave número trece del hotel K... El desconocido nunca había pisado un hotel ruso, menos todavía Peterburgués, por eso nada más entrar se siente en una ciudad extraña: las costuras de las fundas de los sofás, los ovillos de lana que hacen filigranas en los manteles, los brocados, el hedor a humedad agarrado a las paredes. Se abre la puerta de golpe. El desconocido se levanta y mira a la desconocida que ha entrado. Rubia, pecosa, deliciosa, fuerte. El desconocido levanta las manos mientras la desconocida le cachea. No comprende, dice, si al menos no estuviese en una ciudad desconocida. Pero es que él había robado el busto de Dostoievsky y lo había traído hasta aquí, hasta el hotel K, habitación 111. La desconocida comprueba la bomba y se tranquiliza. Mira al desconocido y siente que no es peligroso, que quizá haya sido todo un plan de la organización para que, sin saberlo, traiga la bomba hasta aquí. Baja la pistola. www.petersburgo.org/condena: www.peterburgo.org/amigo: Si dijera que conocí a mi amigo de Petersburgo una tarde en la Facultad, si dijera que, poco después, jugando a bolos, me dijo que le encantaban Pushkin, Gogol y Biely, si dijera que después de eso comenzamos a salir por las noches agarrándonos a los bares, y que allí borrachos y tambaleantes de vez en cuando nos entendíamos a través de algunas casualidades que nos habían ocurrido, si dijera todo esto estaría aceptando que la historia de uno es una línea recta y absurda. Y es que mi amigo se convirtió en peterburgués mucho después. Dice Kafka que, cuando estuvo en Trieste un catorce de febrero, se dio cuenta de que en esa ciudad había un ángel de bronce que acababa con la vida de los viajeros procedentes del norte; y entonces Kafka quiso marcharse con todas sus fuerzas. Esto puede explicar mejor que nada porqué mi amigo de Petersburgo se marchó a Petersburgo justo cuando mejor le iban las cosas, aquí, en Barcelona. Entonces le rodearon un grupo de hombres también de tono grisáceo. Todos afeitados pulcramente, con la ropa demasiado estrecha y gastada. Con gestos y un inglés pésimo le hicieron entender que lo invitaban a beber en un reservado, que los extranjeros les complacían. El reservado era una habitación pequeña, unos cinco metros cuadrados, dos sofás, una mesa, varias sillas. Encima de la mesa algunas jarras de cerveza y varios vasos. Nunca ha soportado bien la bebida, y al cabo de un par de horas, completamente borracho, mi amigo caminaba por las calles de Praga –estrechas hasta permitir tan sólo el paso de dos personas– : algunas calles morían en edificios lúgubres y enormes, otras en riachuelos de asfalto que se perdían por avenidas más anchas. www.petersburgo.org/amigo: A lo largo de la Nevski fue, mi amigo, cruzando los puentes de los ríos Fontanca y Morca, y del canal de Griboedor, para desembocar en la inmensa plaza del palacio junto al Ermitage. Desde allí podía ver el río Neva, que esperaba verde y profundo. Pero el Neva estaba congelado y parecía una autopista de vodka helado. Con esta primera frustración a cuestas, con el frío calándole los huesos más escondidos, mi amigo petersburgués se fue hacia la avenida Nevski, sin duda esperando encontrar una rusa hermosa, a la que poder seguir hasta su casa. Pero la Nevski estaba prácticamente vacía. Solamente un fuerte viento glaciar rociaba a los pocos transeúntes que se atrevían en pleno febrero a pasear. Por los mil puentes con los que la Nevski Prospect llega al Neva mi amigo andaba observando el hielo, sin nada concreto que hacer. Su estado debía ser patético: dos semanas de viaje, histerismo, ansiedad, una ciudad extraña, el pelo alborotado, esa cara que traen los viajeros perdidos y casi congelados. No puedo saber qué conexiones neuronales le despertaron la visión de los mil puentes como redes de araña de la Nevski, el Neva helado como un presagio de parálisis, la poca gente que caminaba enfundada en sus abrigos gruesos, los bigotes a lo Stalin, las caras enrojecidas y abultadas por la temperatura. Quizás mi amigo no estuviese tan perdido como aquí parece. Quizás encontrara una pensión agradable y paseara por la ciudad para habituarse. Pero los hechos que después ocurrieron, aquella nariz que me envió por correo en un paquete oscuro que me hizo dar un grito a lo Kim Novak y el resto de cosas de las que me enteré después, todo eso hace indicar que los primeros signos de locura se manifestaron, ya claramente, nada más entrar a la ciudad. www.petersburgo.org/condena: –Cucaracha. Casarte con esa furcia. Sucio desagradecido. Me avergüenzo de haber concebido un desastre como tú. Epipteloide. Gusano. Tu amigo de Petersburgo es nadie. ¿Acaso crees que esas cartas que te llegan de Rusia te las manda tu amigo? ¡ja! www.peterburgo.org/desconocida: La desconocida se escurre aterrada entre las calles como si quisiera desaparecer tras cada esquina. El error que ha cometido no se lo perdonará la mafia peterburguesa. Y lo peor es que no hay rincón de Petersburgo que no esté, en mayor o menor medida, controlado. La desconocida no conoce demasiado bien los engranajes ni los métodos de la mafia. Lo justo como para no ser peligrosa y tener miedo. Así que va de esquina a esquina, silenciosa, buscando las zonas menos iluminadas. Mueve rápido los pies pero sin llamar la atención. Gafas oscuras en plena noche y la bufanda cubriéndole los labios. La desconocida aprieta el paso hasta la estación Vitevski. Son un par de manzanas. Quedan veinticinco minutos para la salida del tren. Al dejar los rublos sobre la mesa se ha dado cuenta de que le tiemblan las manos. www.petersburgo.org/hipnotizador: Queridos petersburgueses –dice el hipnotizador mientras es ametrallado por las ochocientas miradas del teatro Mariínski– sin duda el arte de la hipnosis ha quedado hoy en manos de licenciados en economía, de trapecistas del márketing y de publicistas televisivos. Quiero hablarles, no de todos esos espectáculos imbéciles y europeos. Pero antes de comenzar la hipnosis, quiero hablarles de ese arte noble que se ha enseñado de maestros a discípulos durante siglos –avanza un paso y la túnica amarilla le baila con el aire–, quiero hablarles de ese arte ancestral que logrará que dejen de mirarme con esos ojos telescópicos. Soy viejo y estoy cansado, como podrán ustedes comprobar, pero todavía puedo llevarles a regiones nunca vistas, regiones que romperán las cadenas de sus trajes, sus tarjetas de crédito, sus funcionariados. Puede que rechacen lo que van a ver, que busquen explicaciones, que se marchen dejándome con la palabra en la boca. Aún así, lo que seguirá siendo cierto es que soy el último hipnotizador, y éste será, probablemente, mi último espectáculo. Van a presenciar algo único: la despedida de un arte en desaparición. El momento en que se desintegra algo que se ha transmitido durante años de la manera más noble, casi en silencio. Hace un momento estaba ente bastidores, antes en el camerino, antes en el asiento trasero de un taxi recorriendo como un relámpago las calles de esta ciudad, arañando las fachadas de los edificios, sus colores llameantes y las caras de la gente. Todo se mezclaba en la ventanilla del taxi, y parecía una masa de líneas rápidas e hipnotizantes. Ahora entiendo por qué aquí, en esta ciudad, la hipnosis todavía existe. Y, por esto mismo, en el camerino, cuando escuchaba el ruso de los empleados del teatro, me he dado cuenta de que tengo poco que ofrecerles. Quizás muy poco: otros han hecho ya mi trabajo. Tenía preparado un número sencillo, efectivo: se trataba de hacer que una joven petersburguesa se quitara las medias delante de todos ustedes. Pero como hoy se despide un arte ancestral en este escenario, y en esta ciudad ya lo saben todo acerca de la sugestión, he decidido celebrar un funeral. Un funeral hermoso, alegre, como decíamos en el circo, a lo grande. Se dice que, hace siglos, los más grandes maestros hipnotizadores podían hipnotizar a un gran número de personas a la vez. Hoy que muere este arte, quiero repetir la proeza. Sudaba, se movían los ojos a lo largo de las filas pobladas de bultos vestidos y sonrojados, gestos arrogantes, manos entrelazadas, miradas curiosas. Voy a llevar a cabo algo así como una hipnosis general. Y, créanme, si en algún lugar se puede hacer, es en éste. Nada más han entrado en el teatro y me han visto, la ciudad de afuera se ha desvanecido. Al escuchar mi voz, han dejado de prestar atención a la historia que su acompañante les susurraba. Por eso es el momento más adecuado para intentar llevar a cabo la hipnosis. No será una hipnosis convencional, como quizás ustedes suponen. No dejarán de ser conscientes en ningún momento, no habrá magia, ni siquiera les ordenaré acciones absurdas. Al contrario, lo único que me queda por hacer es volverlos conscientes de sus propias entrañas, de qué hay bajo el suelo que pisan. Sé que parezco un viejo horriblemente cansado. Tan cansado que podría morir aquí mismo. Tengo ochenta años. Demasiados años para haber seguido el ritmo del circo, al que me había acostumbrado con resignación. Así que, cuando acabe la hipnosis, caeré en redondo. Pero antes quisiera preparar un poco más el terreno. Hacerles ver qué clase de ciudad habitan. Y que clase de ciudad han construido. Miren directamente a mis ojos, observen la cadencia de las manos, oigan el ritmo de mi voz, una voz casi silenciosa, imaginen una fachada como la de la Iglesia de la Sangre Derramada, que ustedes tantas veces han visto, recorran en silencio las arquivoltas, los cimborrios, las agujas de hierro que sobresalen como espadas clavadas, sus colores histéricos, piensen en las líneas rectas de sus calles vistas desde el vértigo de las alturas como si todas fuesen una repetición de la misma, visualicen las entrañas de esas calles, los cadáveres estratificados, esa luz que se parece a la de este teatro y que hace que todo parezca un universo falso. Fijen todo esto en su mente. www.petersburgo.org: El puntero del ratón camina hacia el comando Delete: are you sure: yes. Brilla la pantalla. Un ruido sordo y mecánico comienza como si nunca fuese a cesar. Unos escasos minutos y mil imágenes se borran de la memoria. Así de sencillo. Todo se acaba. Emanación, locos, viejos, padres, identidades, Kafka, eterno retorno, muertes, frío, simetría, verdes, rojos, Biely, calles, condena, Vitevski, formas, teatros, bares, lógica difusa, narices, pistolas, Gogol, el metro, el aeropuerto, el público, iglesias, conexiones, fantasmagorías, links, Dostoievski, palabras entrecruzándose, textos, poemas escondiéndose, sofismas, jinetes de bronce con túnica amarilla, fetiches, Trieste, Neva, agnosis, Nevski, Oxana, síntesis, Praga, Zagorodny, Moskovsko, desconocidos, el ruido de un móvil, un baile, ausencia, la Unesco, Gorvoskaya, desfundamentación, un Dodge flotando, corbatas, bigotes, correos, periódicos, constelación, hipnosis, potlach, cadáveres, hielo: San Petersburgo.
© Joaquín Fortanet 2007 |
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. Joaquín Fortanet (Castellón), 1978 es autor de la novela La desaparición (Dilema, Madrid, 2007), de la que éste relato forma parte de un modo extraño. Ha colaborado en revistas como Lateral, El Crítico, Code, Astrolabio y Sorry I’m a Lady. Ha estudiado Filosofía y ha impartido clases en la Escuela de Letras de Barcelona.
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