The Barcelona Review

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imageRaúl Ortega Alfonso

La familia

 


 

Mi madre inventó el miedo. El suyo —que es muy particular— lo guarda en las gavetas de un enorme escaparate que fabricó mi abuelo con las cajas que le robaba a los muertos segundos después de que fueran enterrados. La vieja cursó estudios de fobia en la universidad antes de casarse con mi padre, y logró —llevada por su verdadera vocación— acumular y clasificar el horror de los demás, que colocó en grandes anaqueles diseminados por las habitaciones de la hermética casa en que vivíamos, convertida ahora, por obra y gracia suya, en un flamante almacén del miedo.

 

Mis hermanos y yo —trece en total— dormíamos sobre unas literas que ella amarró con hilos de araña del techo del segundo piso, quedando el agradable dormitorio justo encima del hueco del sótano que nos miraba con su ojo burlón, desde una distancia de más de veinte metros. Mi madre, ayudada por el insomnio, tejió grandes sacos que acomodaba debajo de nuestros cuerpos suspendidos sobre el abismo, para recoger —según le escuché murmurar en su monólogo—, sin perder una sola gota, el espanto que destilábamos durante el apacible sueño.

 

Eran días de fiesta las veces que llamaban a la puerta. Ella embellecía de miedo y nosotros corríamos cada cual a su escondrijo; entonces, obedeciendo a una señal de mamá, mi padre se hinchaba de pavor y enviaba su sombra a recibir el visitante. Si por casualidad era una citación, nos pasábamos meses y meses sin salir del agujero, temiendo ser el que mandaron a buscar. Durante ese periodo, mi madre recuperaba unas libritas y risueña se paseaba con una aspiradora que le servía para extraer el pánico de nuestros escondites, sin tener que molestarnos. Se moría de felicidad el día de su cumpleaños. Nosotros recolectábamos todo los sustos regados por ahí y se los obsequiábamos envueltos en una caja adornada con sapos y culebras, que a ella tanto le horrorizaban.

 

Creo que la gente nos quiere a pesar de que por temor no le devolvemos el saludo.
Muchos de los que vienen a vendernos el miedo, se compadecen —claro, desconocen que somos casi ricos con nuestra colección— y nos lo ceden gratis. A mi padre no le alcanza el dinero para comprar todo el terror que nos traen; él tenía buen salario, pero complaciendo a mi madre, se trasladó para una fábrica de torturar, y aunque gana menos porque está de ayudante de apretar cuellos, retorciendo testículos y otras menudencias; puede robarse pedacitos del miedo que sueltan los usuarios y regalárselos a su esposa.

 

Hoy nadie ha salido de su madriguera. Pensamos que mamá enloqueció. Siempre tan alta de cuello, la vimos desnudarse frente a la ventana que nunca se había abierto, vociferando palabrotas y señalándose el sexo; mientras la gente uniformada que desfilaba por la calle, la miraba despavorida.

 


© Raúl Ortega Alfonso 2011


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Raúl Ortega Alfonso, 1960. Poeta y narrador. Ciudadano mexicano por naturalización, país donde reside desde 1995. Ha publicado los poemarios Las mujeres fabrican a los locos (Abril, 1992), Desde una isla, en colaboración con el pintor Carlos Alberto García (1997), Acta común de nacimiento (Praxis, 1998), Con mi voz de mujer (Arlequín, 1998), La memoria de queso (La Torre de Papel, 2006), Sin grasa y con arena (Velámenes,   2011). Ha colaborado en la sección “Noterótica” de la edición Mexicana de Playboy, como columnista en el suplemento cultural Sábado, del periódico UnomásUno.