The Barcelona Review

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portadaNi sombra de lo que fui
Luis Martínez de Mingo
Eirene editorial, Madrid, 2013

 

       “Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París  –y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.”
        César Vallejo

 

     Ni sombra de lo que fui, el libro de poemas que acaba de publicar Luis Martínez de Mingo (Madrid: Eirene editorial), no sólo  refleja la sombra de lo fue, sino que es el vivo rescoldo, lumbre de lo que es. No me corresponde en esta ocasión pasar revista a sus novelas y cuentos; sólo recordaré la potente voz narrativa de su novela El perro de Dostoievski  (Barcelona: El Aleph, 2001) y la descacharrante colección de relatos titulada El Estado contra natura y otros cuentos (Logroño: Pepitas de calabaza, 2008). Hoy toca hablar de su poesía, de este su tercer poemario, que sigue la estela de Cauces del engaño (Barcelona: Ámbito literario, 1978) y de Anacrónica y Fidel (Barcelona: Anthropos, 1985).

     El título de esta crítica o, más bien, comentario, pretende situar el libro en dos claves y en dos referentes literarios que pueden facilitar su mejor lectura y valoración. Comenzando por el final, “Y no me corro” es una directa referencia, como es sabido, al soneto “Piedra negra sobre una piedra blanca” de César Vallejo, “el mejor poeta del siglo que ha pasado” (XII),  al que Luis convoca también a su propia trastienda: “Y me viene, ay, a veces una gana ubérrima” (XLIX). Vallejo -sin duda el poeta que mejor escribió el drama de la Guerra Civil española- había dicho textualmente “Me viene, hay días, una gana ubérrima, política,” en un poema que, utilizando la primera persona del singular, ha expresado la solidaridad con más hondura que ningún otro. Pero el soneto de Vallejo es, en realidad, una premonición, una visualización del último día de su vida. Y los poemas de Luis deben leerse con la perfecta seriedad que exige el texto de alguien que habla habiendo mirado de frente a la muerte; y, además, viendo la vida, manriqueñamente, pasada pasando: Fugit irreparabile tempus. El soneto de Vallejo anticipa algo parecido a lo que le ocurrió a él mismo: después de colaborar a favor de la República española y viviendo ya en París como profesor de Lengua y Literatura,  adverbialmente, un mal día, sufre un desfallecimiento general y muere -tal vez a consecuencia de un mal curado paludismo-, un viernes con lluvia, el 15 de abril de 1938. El poema de Vallejo, como el libro de Luis Martínez, comparten esa visión de quien ha mirado los vertiginosos ojos claros serenos de la muerte, y se enfrenta a ella oponiendo lo vivido, lo gozado y, por supuesto, lo corrido: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, dijo Pavese.

   El primer referente del título, “una pedrada en la sien”, remite a Ramón Irigoyen -poeta de formación clásica y traductor de Catulo, Cavafis entre otros-,  que pertenece, por cronología, a la generación de los Novísimos, pero que publicó aparte y a su debido tiempo, y al que el propio Luis Martínez evoca en el poema XXXIII. En un intento de lograr la definición de poema, Irigoyen sentencia:


                                   Un poema si no es una pedrada
                                   -y en la sien-
                                   es un fiambre de palabras muertas
                                   si no es una pedrada que partiendo
                                   de una honda certera
                                   se incrusta en la sien
                                   y hay un muerto.

 

      En parecidos intentos de definir el poema, a menudo se ha recurrido a metáforas expresivas contundentes. Eliot, por ejemplo, consideraba que “un poema es un epitafio”. Pedrada o epitafio, en la concepción de la poesía de Irigoyen y en la de Martínez de Mingo, se da cierta coincidencia: ambas confluyen en el epigrama, que va derechamente a la mar, que es la poesía. El epigrama, ese género literario clásico, aparentemente ancilar,  es de una ductilidad extraordinaria: permite incorporar en él diversos tipos textuales (narración, descripción, chiste, argumentación) y variados tonos (elegíaco, humorístico, grave, irónico, soez), pero resulta inherente a él la esperada presencia inexorable del látigo verbal, de la reflexión ingeniosa y aguda, de la sentencia moral, de la ruptura sin perdón del tópico, de la digresión displicente o humorística, del distanciamiento que da la ironía, que suele aparecer hacia el final, como un golpe de gracia, como una vuelta de tuerca, como una pedrada, y en la sien; o sea, un golpe que se dirige certeramente al cerebro, al pulso del intelecto, allí donde, si todavía hay vida, hay latido, o sea, pensamiento y corazón, víscera e idea. Y de todo esto está generosamente sembrado Ni sombra de lo que fui.

     Este procedimiento de la pedrada verbal, del remate final del poema al modo epigramático es una constante tanto en la primera parte del libro, “El tiempo, las máscaras” -un sucesión de sonetos-, como en la segunda, “La muerte, la caída de la máscara” –una reflexión descarnada sobre los últimos días de la madre- y en la tercera, “El Tao, contra la máscara y las máscaras” –una serie de poemas, en su mayoría eróticos, escritos bajo la sombra propicia del Tao. A pesar de los títulos de estas tres partes, no hay, creo, en el libro “máscaras”, sino experiencias que se vuelcan sobre formatos u hormas preexistentes (el soneto, el epigrama) o sobre una forma geométrica -la elipse, en la tercera parte-, que se convierte en un verdadero “bucle” retórico, a través del que se  logra la recuperación de las experiencias y, a la vez, poner distancia y freno verbal a las mismas. Creo, además, que el libro se sostiene precisamente en lo que tiene de poesía de la experiencia, a la que se añade -y con mérito- reflexión, esa distancia que da el conocimiento. En este libro se alcanza una concreta demostración de maestría, pero siempre sobre la base de la poesía de la experiencia, que tiene su modelo reciente más conocido en Gil de Biedma, aunque por el libro circulen otros nombres complementarios: Pessoa, Vallejo, Machado, Cernuda.

      El tono epigramático está diluido en la serie de sonetos de la primera parte, a pesar de que, como artefacto, el soneto propiamente sea más bien un ejercicio de habilidad y pericia verbal que busca la dificultad o el enigma. Luis Martínez de Mingo, en estos sonetos, suele desplegar el tema en los dos cuartetos y el primer tercero, para conseguir, en el segundo, taponar y clausurar la salida del poema con un verso cierre o, mejor, un verso presa. El primer soneto, por ejemplo, producto de una  determinada visita a una medina árabe, probablemente marroquí,  cierra: “y van y vienen siglos en las mulas”. Todos los finales responden a la misma intención de clausurar, taponar el poema llevándolo a la reflexión, y produciendo un efecto: la pedrada en la sien. El soneto V, sobre el amor fou, concluye: “apostaré por ti, mi dulce daga”. El poema XX termina así: “la estulticia es eterna/, no merece más trato que un final de epigrama”. Y el XXIV: “de qué espectros escapa mi lascivia” y  IV: “aguanta que te llamen gilipollas”. Finales que, a la vez, son cierre y salida, valga la contradicción.

     El soneto es un contenedor, un recipiente, mientras que el epigrama es un estado de ánimo; de ahí, su ductilidad y eficacia expresivas. La tercera parte, poemas escritos desde una idea vagarosa del Tao –sobran, por innecesarias para mí, las menciones a Buda o Lacan y, en general, todas las referencias culturales del  libro-, acomete una serie de poemas amorosos o eróticos en los que el epigrama se funde y confunde con la sentencia taoísta. Por ejemplo, tras un elogio a la risa “desbocada” y libre de la amada, remata el poema con este verso sordina: “Por eso, si te ríes, avisa antes de hacerlo”. En esta tercera parte, desde el punto de vista del epigrama, resulta menos sorpresivo e inteligente el final, pues el Tao acostumbra a recurrir a un mecanismo retórico que coincide, a veces, con el de los poemas: el oxímoron o la paradoja. En el Tao no hay reflexión individual puesto que ya está todo dicho. Esa intemporalidad del pensamiento resta sorpresa al poema, aunque la sentencia sirva como inducción a la reflexión, pero suena a sabido y repetido: “Si lo sabes, no entiendes” o “La trampa está en el verbo ser porque el Tao no es”. ¿Debería decir “porque el Tao es no ser”? Desde los presupuestos occidentales, creo que es de una extrema dificultad y riesgo aproximarse, en poesía, al Tao -cuyo objetivo es la inmortalidad- y al pensamiento budista –en el que el Tao influyó-, porque se corre el riesgo de repetir un mantra, una fórmula que se queda absorta en su propia antítesis, lo que nos deja sumidos en la perplejidad contemplativa. Como lector, uno se siente aquí no tanto activo seguidor de Confucio o de Buda, como un pequeño saltamontes.

     El taoísmo, además, implica la negación de sí mismo, al menos en estados elevados de progreso espiritual. Pero en este Ni sombra de lo que fui, se despliegan dos planos del yo poético con distintos resultados literarios: un yo superpuesto sobre el Tao y otro, que es experiencial y verosímilmente biográfico. Las experiencias amorosas y eróticas están impostadas usando el filtro –“la máscara”- del Tao; en cambio, la muerte de la madre y otras experiencias (virtualmente biográficas) utilizan el recipiente y el tono –que no es máscara- del poema epigramático o el habilidoso ejercicio circense del soneto. Sin ningún lugar a dudas, los mejores poemas del libro se dan en la primera y segunda parte, que coinciden con la propia tradición cultural del autor. La tercera resulta de interés precisamente en los poemas en los que rompe con el sentenciario taoísta; por ejemplo, el poema XLIX, que arranca “Fue sin duda la zozobra del aire”, endecasílabo que me permite entrar en la segunda referencia cultural de este libro: el surrealismo, o, dicho de forma más ambigua, la imaginación vanguardista.

      Vallejo fue un poeta vanguardista. Esta clasificación es de manual,porque su poesía no sólo se distancia del ejercicio provocador –incluso revolucionario- y lúdico de las vanguardias en general, sino que lleva el lenguaje a unos extremos expresivos que muy pocos poetas han logrado en ninguna lengua. Y es ahí donde encaja también la poesía de Luis Martínez de Mingo, entre los “intersticios” extremos de la expresividad, en forzar que la lengua hable, en obligar a la lengua cotidiana a que diga más, en alejar los puntos A y B de la metáfora hasta tal extremo que de su relación surjan chispas, ¡qué digo chispas, electrolisis!: “el facundo ofertorio de los choclos”…

     Tal vez por esa influencia vallejiana, a Luis Martínez, el papel en blanco no le suscita la célebre angustia mallarmeana; para él, el papel en blanco equivale a la mesa de disección de los surrealistas, en la que pueden aparecer una máquina de coser y un paraguas, e incluso los más inesperados objetos, ideas y palabras. Las imágenes, las metáforas no le acuden como en ristra: unas arrastran a las otras siguiendo una cierta lógica y proximidad imaginaria. A Luis Martínez, las imágenes le vienen desde un fondo verbal y mental que no es el común: está forzado, violentado. Le vienen, tal vez, desde la música, desde una adánica memoria musical. No obstante, en todo este libro no he leído la palabra glomérulo ni bucle, que me vienen sin precisión de alguno de sus libros anteriores, en los que las palabras se imponían en torrente, por su evocación musical. En este libro, están corregidos, macerados, aquellos extremos verbales, aunque siempre las palabras –y por tanto, las ideas- le acuden a Luis de esa tendencia, de un forro surreal, del forro, sí: “rodeados de pibas como oblatos”, “desvío la espiral que me provocas”, “naufragios a granel”, “con el corazón en el escroto”, “manillar de nata”, “sombra de mi fauno”… y descienden o se posan en el papel, siempre mancillado, reciclado al fin, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano. Javier Pérez Escohotado
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portadaOptimístico
Iñaki Echarte Vidarte
Baile del sol, 2013

            Iñaki Echarte Vidarte es un poeta joven, iconoclasta, directo que en este libro nos ofrece  una  visión del amor, tema lírico por excelencia, que se centra de forma directa en el cuerpo de modo que más que del amor tendríamos que hablar del deseo con el que va irremediablemente unido. Esa pulsión oculta y personal que muy pocas veces se expresa en la poesía como lo hace este escritor.
            El deseo es el de un cuerpo masculino al que se contempla y no se tiene “te veo a diario”, “te miro/hasta que/ desapareces/ de mi vista”.
            También aparece la cotidianidad  asfixiante que se vive en la gran ciudad donde el anonimato es una losa “dicen que madrid es una ciudad/donde cada día ocurren cosas diferentes/ puede ser”. Quien vive en la ciudad y está sujeto a una vida repetitiva, monótona no puede apreciar  casi nunca los acontecimientos diversos que el teatro de la cioudad ofrece.
            El deseo está siempre condicionado por la inevitable existencia del tiempo que marca el encuentro y el desencuentro de los amantes “cada segundo que pasa nos ahoga/ en la fría tristeza/ de la soledad futura” la ciudad es el escenariodonde se buscan y se propician los encuentros, donde los cuerposven limitada su capacidad de ser y de conocerse, donde los deseos se frustran o se cumplen y donde no hay nada que pueda permanecer inmutable.
            Iñaki Echarte Vidarte como un Cernuda del siglo XXI recorre los tortuosos caminos de la vida intentando que los instantes de placer robados al tiempo permanezcan más allá de lo que la misma vida puede tener programado en su inevitable transcurrir.
            Poemas de verso corto exentos de elementos retóricos, sencillos y directos en los que la melancolía pende siempre de aquello que podría ser posible y pocas veces es. MCM.

 

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portadaCosas extrañas que sin embargo ocurren
Inma Luna
Cangrejo Pistolero ediciones, Sevilla 2013
La carrera literaria de Inma Luna está desde su inicio marcada por la necesidad de transmitir el latido de las cosas pequeñas y el de los sentimientos que las mismas cosas suscitan. Otra de las caracteríaticas de su obra es la presencia en sus poemarios de un yo que mira, analiza, comprende y siente una total empatía por los otros. Ese yo es siempre el de una mujer.

            El punto de partida de este poemario es la desaparición del padre y todos loa acontecimientos corrientes, banales que este hecho suscita, como si la vida tuviera que detenerse cuando un hecho asi se produce y en cambio vemos como todo transcurre como si nada sucediera.

            El dolor, la enfermedad, y, en definitiva, la muerte están refñejadas en estos versos que nos interrogan “¿Por qué tanto dolor?” “¿no nos podríamos marchar de otra manera?”. Pero no es únicamente el itinerario de la desaparición, lenta y dolorosa del padre lo que nos convoca en estos poemas, hay también un canto a la vida, o mejor dicho, al vivir, al estar y al ser sobre la tierra y a la existencia del amor que hace menos dura la travesía por el mundo “Llegar a casa/ que me estés esperando con la puerta entreabierta/ y unos besos de viernes bienvenido.”

Inma Luna escribe una poesía directa y certera en la que también aparece la reflexión sobre la propia escritura. En uno de sus poemas dice “En la escritura viven todos los desperfectos/ y pasan las cosas de la vida/ las cosas de la muerte.” Toda una declaración de principios: la escritura como entidad totalizadora de la existencia.

            Poesía en la que se mezcla el vocabulario más cotidiano con la reflexión más profunda y que no deja indiferente porque Luna es capaz de explorar los momentos más extraños, más insólitos, más inesperados y traducirlos para sus lectores a través de unos versos certeros que nos llevan a comprender que la realidad está siempre más allá de lo que nos rodea y que tenemos que aprender a mirar y ver. MCM


      

© tbr 2014

 


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