The Barcelona Review

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La casa de nuestros sueños
      

 

 

Habíamos visto dos casas; no nos gustaron nada. Pero la tercera era perfecta, en cuanto la vimos, supimos que era para nosotros. Nos endeudamos más de lo que nos podíamos permitir, pero lo hicimos con mucho gusto, se puede decir que de alguna forma estábamos comprando nuestra felicidad. Enseguida la llenamos con los muebles más chic. Nos habíamos dejado convencer por una diseñadora que se basaba en el concepto de «neominimalismo ecológico» para hacer sus creaciones. En realidad no nos parecía muy diferente a otros diseños que habíamos visto, pero nos gustaban las formas y los colores que combinaba, además, se suponía que no se deforestaba ningún bosque para que nosotros nos pudiéramos sentar. Mi objeto favorito era el espejo del recibidor: precioso, enorme. Me gustaba mirarme antes de salir de la casa. Después de elegir los muebles, empezamos a pintar; lo hacíamos nosotros mismos los fines de semana porque la mayor parte del presupuesto se había ido en la decoración y preferimos ahorrarnos el pintor. ¡Pero cómo nos divertíamos! Acabábamos como dos niños, llenos de pintura, abrazados y llenándonos de caricias con las vistas de Barcelona a nuestros pies.
       Conseguimos una casa digna de revista de decoración de interiores, pero a mí me daba la impresión de que era más pequeña de lo que había pensado. Él me dijo que los colores en las paredes hacían ese efecto y que los muebles ocupaban mucho espacio. Me quedé tranquila.
       A los pocos meses me di cuenta de que ya no se podía pasar entre la mesa del comedor y el sofá. Me pareció muy extraño, pero no le di mucha importancia. A las pocas semanas, se me hacía muy complicado abrir la puerta del armario porque chocaba con la cama; entonces me empecé a preocupar. No le dije nada para no asustarlo, pero busqué fotos de cuando nos acabábamos de mudar y efectivamente ni la cama pegaba con el armario, ni la mesa del comedor pegaba con el sofá. Se me ocurrió pensar que pudimos haber rodado los muebles para limpiar y que después no supimos ponerlos en su sitio. Me quedé más tranquila.
       Un día quise desayunar en el balcón, pero me di cuenta de que ni siquiera cabía una silla; también se había encogido.
       —¿Por qué tienes esa cara? —me dijo con la taza de café en la mano.
       —Compramos una casa que se encoge —le respondí.
       —¿Cómo se va a encoger? Yo la veo igual.
       —¿No te das cuenta de lo difícil que es abrir el armario del cuarto, de que ya no se puede pasar entre la mesa y el sofá y que ya ni cabe una silla en el balcón?
       —Yo lo veo todo igual.
       En esa época vivía obsesionada con el tamaño de la casa. Estaba todo el día contando pasos y anotando en un cuaderno los milímetros o centímetros que se perdían cada día. Cada vez que le sacaba el tema su única respuesta era: «Yo lo veo todo igual». Al poco tiempo se hacía muy incómodo estar en el baño o en la cocina, casi no había espacio para moverse, incluso consideré deshacerme de varios muebles.
       —Eso es porque hoy fuiste a comer a casa de tu amiga esa —me dijo sin dejar de mirar la tele—. Te da envidia que ella tenga una casa más grande.
       —He ido a su casa muchas veces. Y veo claramente que su casa no se encoge y la nuestra sí.
       —Yo lo veo todo igual.
       —Una vez leí que el universo se expande constantemente. Quizás ahora se esté encogiendo y haya decidido empezar por nuestra casa.
       —Si el universo se estuviera encogiendo, los de la NASA se habrían dado cuenta antes que tú.
       Un día llegué del trabajo y no pude entrar a la cocina, la nevera tapaba la puerta de entrada. La pared se había arrimado demasiado. Él estaba de viaje por trabajo, así que le tuve que pedir a un vecino que me ayudara a trasladar la nevera hasta el cuarto de la plancha, el único sitio de la casa donde todavía quedaba algo de espacio. Me deshice de un par de muebles y apilé otros porque me gustaban mucho. El espejo se quedó; como ya estaba muy apretado en esa pared lo cambié de lugar, pero tenía que quedarse, era el único mueble que realmente adoraba.
       Lo vi entrar a la casa con la maleta en la mano, yo estaba en el sofá y acababa de apagar la tele porque me dolían los ojos de verla desde tan cerca.
       —¿Qué hizo con la casa? ¿Qué pasó con el espejo? ¿Y la nevera?
       —El espejo ya no cabía en esa pared y lo guardé debajo de la cama. Si levantas un poco el colchón, te puedes mirar sin problemas.
       —¡Qué susto me diste! No te había visto, pensaba que no estabas en casa.
       —¿Cómo no me ibas a ver si me tienes justo delante? Si necesitas sacar algo de la nevera, la puse en el cuarto de la plancha porque ya no cabía en la cocina. Le pedí al del segundo que me ayudara a moverla.
       Empecé a complementar mis apuntes de medidas con fotografías, y quedaba muy claro que la casa cada día era más pequeña y que los muebles nos sobraban (aunque él lo viera todo igual). A mí también me empezó a costar distinguir si él estaba en casa, a veces lo tenía al lado y no me daba cuenta de su presencia. En repetidas ocasiones creía que había un fantasma que cambiaba el canal de la tele, que abría las ventanas, que usaba nuestro shampoo y dejaba los platos sucios; pero al final terminaba recordando que él también vivía ahí, aunque no nos viéramos.
       Vendí la mayoría de los muebles y me quedé con lo imprescindible, con lo poco que cabía. Lo que más me dolió fue deshacerme de mi espejo, pero lo tuve que hacer porque, aparte de la falta de espacio, me daba la sensación de que ya no me reflejaba. Adiós al «neominimalismo ecológico» y al orgullo que me daba presentarles el concepto a mis amigas. Adiós a la única cara que me hacía compañía: la mía reflejada en ese espejo.
        A veces lo oía preguntando por alguna cosa que yo había vendido y me daba cuenta de que estábamos en la misma habitación sin darnos cuenta. Recuerdo que un sábado por la tarde me asomé a la ventana (porque el balcón se había reducido tanto que se convirtió en ventana) y lo vi hablando en la calle con un amigo cuyo nombre no recuerdo. Le decía que le costaba mucho subir a casa porque yo me había vuelto loca, que yo nunca estaba y que sólo iba a buscar muebles para venderlos. Lo que decía no era para nada cierto: yo estaba en casa tanto como antes y vendía los muebles simplemente porque no cabían, además, tenía pruebas contundentes de que el lugar se había encogido. Aunque tengo que confesar que a mí también me costaba permanecer allí: estaba incómoda, las paredes y los muebles me comían y, sobre todo, porque a pesar de la estrechez, ya no nos veíamos.
       Ayer salí del trabajo y de camino a casa iba pensando en regalar los cuadros, porque el día anterior los había visto apilados en el pequeño trozo que quedaba de pared, incluso uno estaba en el suelo porque otro había ocupado su lugar. Entré en el ascensor, marqué la planta, pero no pasaba nada, las puertas no se cerraban y el ascensor no subía. Decidí subir por la escaleras, pero en la planta donde se suponía que estaba mi casa no había nada. Bajé a la calle y subí unas cinco veces, a ver si mi casa reaparecía, pero finalmente entendí que la casa se había hecho tan diminuta que nunca la encontraría.
       La casa de nuestros sueños se nos hizo pequeña y nosotros nunca nos volveremos a ver.

 


© Raquel Aquino para The Barcelona Review 2015


Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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Raquel AquinoRaquel Aquino (Caracas, 1987), estudió Traducción e Interpretación en la Universidad Central de Venezuela. Ha traducido ensayo y cómic para varias editoriales españolas. Una versión anterior del relato aquí recogido fue premiada en 2014 en el concurso Contos no Mediterráneo. Actualmente reside en Barcelona, donde inventa palabras y, ocasionalmente, rumía algún cuento.