The Barcelona Review

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La luna

 
      

Valentine Neary, portero jefe del Peacock Bar and Niteclub, notaba algo en los dientes. Con la lengua se hurgaba los de arriba, donde algo tieso y pinchudo se le había enganchado entre los premolares. Val consiguió desengancharlo dándole unos golpes rápidos y seguidos con la punta de la lengua. Se pasó el meñique por el interior de la boca y lo levantó a la luz amarilla del alero. Val examinó lo que llevaba pegado a la yema brillante del dedo. Cuando se dio cuenta de lo que era, no pudo reprimir una sonrisa.
       Boris, mano derecha de Val, salió de espaldas por la puerta lateral oculta en la entrada de doble puerta del club, llevaba dos pintas de Lucozade repletas de cubitos de hielo.
       —No te lo vas a creer, Boris.
       —¿El qué, jefe?
       —Acabo de sacarme un trocito de coño de la boca.
       Boris miró a Val a la cara sin entender del todo.
       —¿Cómo que un trocito de coño?
       Val bajó la vista hacia su meñique enhiesto y observó el filamento vagabundo allí pegado; era un pelo de coño, rojo eléctrico, y pertenecía a Martina Boran, la hija menor y más guapa de Davy Boran, propietario del Peacock Bar.
       —Nada, chico —Val sonrió otra vez y dando un capirotazo al aire encomendó el pelo a la noche del condado de Mayo norte-. Gracias, Boris —añadió aceptando la pinta de Lucozade.
       —De nada, jefe.
       Val oyó que un coche se aproximaba al desvío. Tomó un sorbo de Lucozade, se enjuagó la boca antes de tragar y echó un vistazo al reloj. La una y treinta y tres de la mañana, las luces se encenderían en poco más de una hora pero seguían llegando, en un flujo constante, se bajaban de los taxis y las furgonetas bajo la luz de los reflectores del aparcamiento de grava del club nocturno, los chicos y las chicas del pueblo de Glanbeigh y alrededores.
       El público del Peacock era joven. Con los años había ganado fama por su selectiva, y selectivamente indulgente, política de admisión; el cartel clavado en la pared del fondo de la taquilla decía: «NO SE ADMITEN MENORES DE 21», pero todo el mundo sabía que había cierta manga ancha. Ellas casi siempre entraban sin carnet con tal de que estuvieran emperifolladas como corresponde. De los chicos se esperaba que hicieran un esfuerzo; calzado adecuado, camisa y que se acercaran a la puerta en grupos de no más de tres. La norma principal era nada de borrachos. Val llevaba ocho años vigilando la puerta y notaba quién iba bebido con solo mirar las caras, era infalible. Él y el resto del equipo: Boris, Mick y Mossy, no aguantaban chorradas. Al primero que se le ocurría siquiera hacer una gansada lo ponían de patitas en la calle.
       —Movidita la noche —dijo Boris cuando el taxi entró en el aparcamiento. Se bajaron cuatro chicas. Val y Boris las observaron, las cuatro con las piernas al aire, en minifalda, tacones y tops confeccionados con muestras de tela admirablemente inadecuadas. Val enderezó los hombros y carraspeó. Ninguna de ellas tenía siquiera los dieciocho. Al acercarse las chicas se quedaron calladas bajo el frío vataje de la mirada de los porteros.
       —Buenas noches, señoritas. ¿Qué tal estamos?
       —Bien.
       —Estupendamente.
       —Genial.
       Solo una no contestó enseguida a la pregunta de Val; era la más bonita. Levantó la cara pálida, se metió un negro mechón de pelo detrás de la oreja y entrecerró los ojos castaños.
       —¿Y tú, preciosa? —dijo Val y sonrió.
       —No del todo mal, Val, diría que no peor que tú.
       De modo que sabía quién era, aunque en el pueblo casi todo el mundo lo conocía, al menos por su fama. Val no sabía cómo se llamaba la chica, pero algo le decía que podía tratarse de una Devaney.
       —La noche está a punto de terminar, chicas —Val fingió mirar el reloj—, creo que a lo mejor no os merece la pena.
       La presunta Devaney sonrió con amargura, miró de reojo el costado del edificio, donde solo había aparcados dos coches del personal. Miró otra vez a Val, levantando una ceja perfectamente grabada.
       —Ay, no, Val —dijo—, pero lo mismo queremos entrar.
       Val inclinó la cabeza e infló las mejillas, como sopesando una prueba reveladora, luego se hizo a un lado y abrió la puerta.
       —Adelante, chicas. Que os divirtáis.
       Las caras de las otras se iluminaron aliviadas.
       —¡Gracias, Val!
       —¡Gracias!
       —Gracias, ¿eh?
       Val se limitó a asentir, impasible. La presunta Devaney le sostuvo un momento la mirada y luego entró en silencio. Val se tomó otro sorbo de Lucozade y examinó sin el menor disimulo los traseros de las chicas que hacían cola en la taquilla. Una vez selladas las manos, de una en una se metieron sigilosas en el interior del club con su martilleo y sus luces estroboscópicas.
      

       La primera vez que había visto a Martina Boran, ella todavía era una niña de dieciséis años, muda y aplicada, que lucía aparatos en los dientes y exceso de adiposidad infantil. A veces, al salir de clase pasaba por el Peacock, cuando su padre atendía el bar y Val echaba una mano al personal de sala y lo preparaban todo para la noche. Las tardes de los días laborables el bar era como un depósito de cadáveres, los únicos clientes habituales eran un puñado de borrachines veteranos, resueltos a beberse el dinero de la jubilación en un horario decente. A Davy le encantaba exagerar cuando hablaba de sus hijas, la mayor era maestra en Naas, la mediana era auxiliar de radiología en Bristol, y con Martina hacía lo mismo.
       —Esta, muchachos —solía decir agarrando a la chica de los hombros sin forma—, irá a Trinity. ¡Hará medicina!
       Martina se limitaba a poner los ojos en blanco y a suspirar. Ocupaba un reservado al fondo del salón, sacaba un mamotreto del bolso y se pasaba las dos horas siguientes con la cabeza sepultada en él, con una expresión de desdichada diligencia, mientras su padre, feliz, tiraba pintas para los vejestorios que se encurtían en sus taburetes.
       Pasaron un par de años. Martina prácticamente desapareció del mapa el año que terminó el bachillerato y el examen de ingreso, después Val se enteró de que iría a la universidad, pero a la de Galway, no a la de Dublín, y que cursaría humanidades, no medicina. A principios de ese verano volvió a aparecer, Davy había decidido ponerla a trabajar en el Peacock los fines de semana. Con diecinueve, Martina había crecido y era dueña de sí misma. La primera noche que fue a trabajar, se presentó con unas botas de cuero hasta la rodilla y unas mallas rosa, estratégicamente caladas, el pelo teñido de anaranjado furioso, y un destello asesino en los ojos que proclamaba que la adolescente sin gracia, con pinta de ratón de biblioteca estaba muerta y enterrada.
       Val empezó a inventarse excusas para rondarla. Se acodaba en la barra cuando Martina metía las copas en el lavavajillas, se paraba al lado de un reservado cuando ella pasaba un trapo húmedo en las mesas pegajosas por las bebidas derramadas. Se hacían bromas, comentarios chistosos, intercambiaban miradas de complicidad mientras a su alrededor la multitud del sábado a la noche se movía tumultuosa. Una noche de hacía unas semanas Val se había ofrecido a acompañarla a su casa. Sentados uno al lado del otro, aislados en el Nissan de Val, en un rincón en penumbra del aparcamiento, durante unos minutos mantuvieron una agradable charla, hasta que Martina interrumpió la anécdota o la observación que Val le estaba soltando y le pidió que se dejara de huevadas e hiciera lo que quería hacer. Val agarró con fuerza el volante y masculló que no estaba seguro de qué quería decir. Martina se limitó a chascar la lengua y luego, decidida, le metió la mano en el pantalón.
       Desde entonces se veían ocasionalmente un par de veces por semana, en general, las noches en que sus turnos coincidían. Como él tenía casi treinta y ella diez años menos, como ella volvería a la universidad al final del verano, y dadas las inevitables complicaciones que surgirían si el padre de Martina llegaba a enterarse con exactitud de quién se estaba cepillando a la niña de sus ojos, Val le había propuesto que lo que había entre ellos quedara entre ellos. No serviría de nada que se ventilara por todo el pueblo.
       «De mí no saldrá», había dicho Martina.
      

       Después de cerrar el club nocturno y echar a los últimos clientes, Val fue a buscar a Martina. No la encontró en el salón, donde los demás camareros colocaban los taburetes patas arriba encima de las mesas. Supuso que se había escaqueado y estaría arriba fumándose un cigarrillo. Subió la escalera hasta la primera planta, pasó delante de los lavabos de señoras y caballeros y abrió la puerta de la salida de incendios al final del pasillo.
       Martina y Joan Doody, una chica corpulenta y agradable con la que Val había echado un par de polvos las pasadas navidades, estaban ahí fuera, en un extremo del pequeño balcón vallado que daba al aparcamiento. Le daban la espalda a Val. Compartían un cigarrillo, pero por el olor, aromático y embriagador, Val supo que no era un cigarrillo normal.
       —Vaya —dijo Val.
       Las chicas se sobresaltaron y se volvieron; a Martina casi se le cae el porro.
       —Por dios, Val —dijo Martina. Juntó los labios y soltó un chorro de humo plateado.
       —Espero que sea medicinal —dijo Val y se rió. Y después sorprendió a las chicas y se sorprendió a sí mismo cuando, con toda tranquilidad, hizo tijera con el índice y el medio en dirección al canuto.
       —Gracias —dijo.
       Val sujetó el porro entre los dedos con torpeza, estaba casi terminado, y se llevó el extremo a los labios fruncidos. Aspiró. El extremo encendido brilló más, le quemó la punta de los dedos y el humo le arañó la garganta.
       —Aguántalo lo más que puedas, Val —dijo Joan sonriendo.
       Val trató de contar mentalmente hasta diez, llegó a cuatro y tosió con fuerza. Los ojos le chispearon llenos de lágrimas. Se llevó la mano a la boca, recobró la compostura.
       —No sabía que fumaras, Val —dijo Martina, recuperando el porro.
       —Me habéis pervertido, chicas.
       Val se preguntó si Martina sabría que él y Joan habían tenido un rollo, pero supuso que no. De todos modos no había sido nada serio, se fue apagando sosegadamente y desde entonces Joan había vuelto a salir con el chico con el que por entonces estaba pasando por una mala época. Val tenía el don de ganarse la simpatía de las mujeres con las que se acostaba, una habilidad necesaria cuando uno opera en un radio tan estrecho como el del pueblo de Glanbeigh. Miró hacia abajo a través de la alambrada de panal de abeja.
       —¿Qué tal va todo allá abajo? —preguntó.
       —Los últimos siguen sin ultimar —contestó Martina, dio un paso adelante hasta quedar hombro con hombro pegada a Val.
       Desde su hueco elevado, los tres observaban a los rezagados de la noche dispersarse poco a poco. Las chicas se arrimaban unas a otras restregándose los brazos desnudos, con carne de gallina. Los chicos iban solos, sacando pecho, los puños hundidos en el bolsillo, mirando ceñudos la oscuridad con ojos derrotados, inyectados de sangre. Otros chicos y chicas caminaban abrazados, riendo abiertamente. Los dedos, cuidadosos, marcaban números en los móviles. Las chicas se entretenían delante de la puerta del taxi mientras los chicos les robaban un último beso y abrazo, el toqueteo de acompañamiento, la palma abierta rozando la curva de una nalga, tan breve como para resultar involuntario. Y algunas parejas ya se habían escabullido juntas, dejando que sus amigos regresaran solos a casa.
       —Tontos del culo —dijo Martina.

*


       —A lo mejor se tiene que ir.
       —Porque es el batería —dijo Joan.
       —Sí. A lo mejor ha llegado la hora de que le dé el pasaporte.
       —Al de tu curso. Aiden.
       —Sí —dijo Martina.
       Val sonrió.
       Martina y Joan estaban acostadas encima de una manta de cuadros escoceses desplegada sobre la hierba, delante del Nissan de Val. Val se apoyaba contra el parachoques, con la rabadilla apuntalada en el borde del capó. Los brazos cruzados sobre el pecho, las manos pensativamente metidas debajo de los sobacos. Se encontraban a orillas del río Mule, el coche aparcado a unos tres metros del agua, al final del camino de arena que se desvía de la carretera principal. El Peacock estaba a medio kilómetro por esa carretera. Eran más de las cinco de la mañana. Justo antes de cerrar Martina le había enviado un SMS a Val. NOS TOMAMOS UNA COPA EN EL MULE. DONDE SIEMPRE DENTRO DE 15 MIN ;-). Val se marchó primero, en su coche, Martina lo siguió a pie, la botella de ron birlada en el cuarto de suministros oculta debajo de la chaqueta, con Joan a remolque.
       La oscuridad empezaba a disiparse, pero cuando Val observó a las chicas desde arriba, siguió viéndolas borrosas en la penumbra.
       —¿Y qué ha hecho el muy tonto para ganarse que le dieran la patada? —preguntó Val.
       Silencio. Martina hizo un ruido, se encogió de pronto como un gato. Joan reaccionó con una risita nasal. Val pasó el peso de un pie al otro, sintiéndose regañado por haberse atrevido a meterse en la conversación de las chicas.
       —No es tonto —dijo al fin Martina—. Bueno, no exactamente. Es simpático, Val, simpático. Pero ya llevamos saliendo cinco o seis meses. Y me tiene hasta el coño, se ha pasado todo el verano insistiendo para que vaya con él o para venir él aquí y quedarse, y... ninguna de las dos cosas me apetecía.
       —Así que es un tipo simpático, pero no tan simpático o a lo mejor es demasiado simpático —opinó Joan sabiamente.
       —No sé, es algo así como... a ver, chico, tómatelo con calma, ya nos veremos cuando nos veamos —dijo Martina.
       —Qué rabia me da cuando pasa eso.
       —Ni siquiera me gusta su grupo. Toca en un grupo y ni siquiera me gusta.
       —En el mejor de los casos las relaciones son... propuestas arriesgadas —dijo Joan y se echó a reír. Seguramente a esas alturas debía de haber adivinado lo que había entre él y Martina, pensó Val.
       —Es tan excitable. Me lame el cuello como un perro. Jadea —dijo Martina, sacó la lengua y empezó a decir: ah, ah, ah, ah. Joan se desternillaba de risa.
       Val se apartó del capó del Nissan y caminó hasta el borde del agua. Estaba acelerado, como siempre después del turno de la noche del sábado. La luz de la carretera principal alumbraba un poco el río a lo ancho dejando ver los innumerables hoyuelos de las olas negras al pasar.
       —Bonita, ¿no? —Martina se había acercado a Val por detrás. Presionó la boca de la botella de ron contra su espalda, se la pasó por las muescas de cada vértebra.
       —¿El qué? —dijo Val.
       —El agua. Es bonita. La forma en que se mueve, como... como una criatura bien amaestrada.
       —¿Estás pedo? —dijo Val.
       —Creía que a un hombre como tú no le hacía falta preguntarlo —dijo ella.
       —No te veo la cara —dijo Val.
       —Que se besen, que se besen —pidió Joan, tendida de espaldas en la manta.
       —Este lugar me recuerda a Groningen —dijo Martina.
       —¿Groningen? —preguntó Val.
       —Está en Holanda. Fui el verano pasado con gente de la universidad, en un viaje por Europa. Nos alojamos en las cabañas de madera de un parque inmenso en las afueras de la ciudad, bueno, era más bien un bosque, con un lago y un montón de cisnes que vivían en él. Por la noche nos tomábamos unos hongos, nos sentábamos a la orilla del agua a ver cómo se deslizaban los cisnes, y esperábamos a que viniera el viejo Padre Tiempo.
       —¿El Padre Tiempo? —preguntó Val.
       —El Padre Tiempo —repitió Martina, y Val oyó la sonrisa en su voz—. Un vagabundo, creo que vivía en el parque, aunque nadie sabía bien dónde. Aparentaba por lo menos doscientos años y llevaba una barba blanca, descomunal y enmarañada, que le llegaba hasta la entrepierna. Se paseaba a todas horas por el bosque en la bicicleta más vieja y chirriante que puedas imaginar. Y estábamos ahí sentados, con un buen colocón, helándonos con los cisnes a las dos de la mañana, y entonces oíamos el chirrido de las ruedas y el golpeteo de la cadena, nos dábamos codazos y decíamos: «Ahí viene el viejo Padre Tiempo», y nos partíamos el culo de la risa. Entonces él pasaba zumbando y le gritábamos y le hacíamos señas pero él no se paraba nunca ni decía nada, se limitaba a mirarnos con los ojos muy abiertos y alucinados como hacía siempre. Tenía un perro, un Jack Russell terrier precioso que siempre lo seguía al trote. El perro llevaba collar con una correa enganchada, y perseguía la bicicleta con el extremo de la correa entre los dientes.
       —Un perro de lo más inteligente si se sacaba a pasear solo —dijo Val observando un par de faros acercarse y detenerse al otro lado del río. La orilla opuesta estaba relativamente edificada; había un aparcamiento iluminado, un paseo entablado y un muelle de madera donde unos cuantos vecinos amarraban sus botes de remo y sus veleros de un palo.
       —Mira —le dijo.
       Del coche se bajaron dos hombres. Iban equipados con cañas, cajas de pesca y botas altas, de esas con tirantes que cubren el pecho, impermeables. Los dos avanzaron por el paseo, pesados, patosos, sin elegancia, como si vistieran traje espacial. En la orilla del río, comprobaron las líneas y se metieron con cuidado en la corriente.
       —Te gusta este sitio, ¿no, Val? Te gusta todo lo que hay aquí —dijo Martina.
       —Suena a acusación.
       —Para nada. Alguien tiene que quedarse aquí de guardia.
       —Tampoco te vas a ir tan lejos.
       —Galway no está tan lejos —dijo Martina—, pero para la gente como tú es como si fuera la luna.
       Uno de los pescadores levantó la caña por encima del hombro y la lanzó hacia adelante con un movimiento fluido. El anzuelo con el cebo fue a sepultarse bajo piel del agua.
      

El sábado siguiente, primero de septiembre, Martina se saltó el último turno planificado del Peacock para regresar temprano a Galway. No hubo polvo de despedida para Val, ni siquiera un adiós por SMS. Fue una noche de mucho trabajo. Val se pasó la velada resistiendo el impulso de mirar el móvil sin mensajes. Justo antes de las dos de la mañana, Mossy llamó por radio desde la pista de baile. Val y Boris se abrieron paso entre el gentío para localizar a dos chicos que se estaban zurrando de lo lindo debajo de la cabina del pinchadiscos. Mossy intentó separarlos y por tomarse la molestia recibió un puñetazo en los riñones. Se dobló en dos y cayó al suelo. Sin decir una palabra, Val se acercó por detrás al chico alto y lo envolvió con una llave de cabeza. El chico echó un brazo hacia atrás tratando de arañarle la cara. Val subió el antebrazo y le apretó el cuello hasta que el chico dobló amablemente las rodillas.
       Al final de esa noche, ya en casa, al desnudarse para meterse en la ducha, Val comprobó que, después de todo, el chico había conseguido su propósito. Se frotó la nuca. Detrás de la oreja derecha notó una hilera de marcas estrechas, en forma de media luna, donde el chico le había hundido las uñas; los arañazos habían roto la piel, pero no sangraba. Después de ducharse, Val se fue a la cocina en calzoncillos, secretando un rastro de huellas húmedas y babosas en el linóleo, y rescató una botella de cerveza del fondo del frigorífico. A través de la ventana, la luna, henchida y brillante, proyectaba su luz encima del fregadero. Val se sentó a la mesa durante un tiempo que pareció muy largo. Al cabo de un rato, buscó el móvil.
       El SMS que al final le mandó a Marina fue tan largo, que tuvo que dividirlo en cuatro mensajes. No creía probable que Martina contestara, y si lo hacía, en su respuesta no diría nada importante. No obstante, le preguntó cómo se encontraba, si Galway estaba tan animado como siempre, si estaba decidida a plantar al batería o si iba a darle otra oportunidad. Val le decía que a las cuatro de la mañana estaba en gayumbos, sentado en la cocina, que en el Peacock todo había sido la mierda de siempre, sin ningún cambio ni posibilidades de que los hubiera, y que no importaba lo que había pasado o dejado de pasar entre ellos, esperaba volver a verla la próxima vez que regresara de la luna.

       © Colin BarrettTraducción: Celia Filipetto

     

Colin BarrettColin Barrett (condado de Mayo, Irlanda, 1982) estudió escritura creativa en la University College de Dublín y ganó en 2009 el premio Penguin Irlanda. Debutó en 2013 con el aclamado libro de relatos Young Skins, galardonado con los prestigiosos premios Guardian First Book Award y Frank O’Connor Interantional Short Story Award. Young Skins ha sido publicado en Irlanda, Inglaterra, Estados Unidos y Holanda. En febrero de 2016, la editorial Sajalín lo publicará en castellano, en traducción de Celia Filipetto.

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