The Barcelona Review

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La práctica de lo salvaje Gary Snyder

Magistral Rubén Martín Giráldez

Lecciones de tiempo Antonio Tello

Grietas de luz Goya Gutiérrez

La hija María García Zambrano

Los cuentos de la casa barroca Alberto Tugues

 

portadaMaría García Zambrano:
La hija
Ed. El sastre de Apollinaire, 
Madrid, 2015.


Expresar el amor y no sentir dolor

El título de este comentario es un verso del poemario La hija  de la poeta  española María García Zambrano que expresa de manera rotunda la esencia del mismo puesto que todo el libro gira en torno a estos dos términos, amor y dolor, que se complementan, se contraponen y se diluyen el uno en el otro  para transmitirnos una vivencia personal vital, rica e inalienable.
            María García Zambrano se dio a conocer como poeta con el libro El sentido de este viaje (2007) y con Menos miedo (2012) obtuvo el premio  Carmen Conde que otorga la Editorial Torremozas de Madrid.
            La hija  nace de una necesidad imperiosa de explicar que una dura experiencia personal nos lleva al límite de nosotros mismos como individuos y al mismo tiempo nos impele a buscar  nuevos límites que podremos traspasar si seguimos con empeño el camino que nos trazamos sin flaquear nunca.
            A partir de la experiencia del nacimiento de una hija que no va a ser como los demás niños en el libro aparece toda la parafernalia hospitalaria que rodea todo nacimiento en nuestro contexto civilizado y aséptico. Junto al nacimiento aparecen las dudas, la incertidumbre, la esperanza y la desesperanza. La poeta nos dice “Hundo mis pies en lo real y te libero hija mía de los falsos sabios “. Porque es a partir de la realidad la única manera de enfrentarse con lo que soñamos, con lo que esperamos  y no nos dejamos llevar por  las palabras de los otros que no parten, porque es imposible, de nuestra propia realidad.
            La hija ha llegado al mundo marcada por una diferencia que resuena en el interior del poemario, expresión lírica de una vivencia extrema que podría ser inasumible pero que en estos versos se asume con serenidad. Solo así se comprenden estos versos “Respiraré por ti/ hasta que ya no quede savia en este cuerpo/ entonces /inventaré otra vida para seguir respirando.”
            La vida y la muerte enfrentadas como el cielo y el infierno. Dentro el hospital y sus códigos, fuera el mundo.
            En el libro abundan las citas con las que la poeta ha querido apoyar sus versos. Asi cita,entre otros, a Hélène Cixous, Raúl Zurita, María Negroni, Albert Camus.
            Versos duros, directos, sinceros y de una gran calidad.    
M. Cinta Montagut

 

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portadaAlberto Tugues
Los cuentos de la casa barroca,
Barcelona,
Emboscall Editorial, 2015.     
                                                       

 

LO QUE MUESTRA EL BLANCO

“Así fue pasando su vida, huyendo siempre de la blancura, a un prudente distancia del blanco”.
Los cuentos de la casa barroca


Si algo da sentido y límite a un conjunto, ese algo tiene que estar fuera de dicho conjunto, pues si no mantuviera una relación de diferencia a los elementos del conjunto pertenecería al mismo. De igual manera, si no pudiera darse nada distinto y distante a los elementos que conforman el conjunto, dicho conjunto desaparecería (pues no tendría sentido al ser la totalidad) Por eso, Hegel, señalaba que si queremos establecer el límite de algo, ese algo tiene que ser visto fuera del propio límite. Así, si queremos establecer el “conjunto ovejas blancas”, tiene que existir una oveja negra que desde la lógica diferencial establezca la homogeneidad categorial de las blancas. Pero si lo que queremos es establecer la categoría “forma oveja”, entonces es necesario que exista, al menos, un lobo (o un ornitorrinco o unos algos que sean una “no-oveja”). Tal vez, si lo complicáramos un poco y quisiéramos articular “lo ovejil” necesitaríamos una oveja (no importa el color), pero que siendo oveja trascienda a las demás ovejas, una especie de oveja fundacional, primigenia, que por su condición se diferencia, sin dejar de ser oveja, de las demás del conjunto.
            Ese elemento divergente/distante que da sentido a la homogeneidad de los elementos que en cuanto a tales conforman un conjunto, ese “excluido” que por el hecho de su exclusión prefigura sentido grupal a los no-excluidos, es el “forajido” (el que, etimológicamente, está fuera del “egido”; de la circunscripción que da ampara legal y moral a los ciudadanos de la circunscripción), pero también es el “monstruo” (aquel que por desbordar el ámbito del límite se presentaba como una señal divina, como algo procedente de la exterioridad al conjunto). Así, para establecer, por ejemplo, el conjunto de género universal “masculino” debe existir un masculino externo, una excepción (paradójicamente, la condición de cualquier universal es que exista algo que no cumpla ese universal) que no se someta a la homogeneidad, a la norma de los demás masculinos; ese monstruo, ese forajido es, por ejemplo para Freud, el “Padre de la horda primitiva” (ese hombre no sometido a ley que homogeniza el conjunto “masculino”, pues dispone a su entero capricho de todas las mujeres de la comunidad sin restricción cultural o moral alguna. Pero, además o junto a lo externo que representa el forajido y el monstruo, hay una tercera figura limitante: el que se encuentra situado justo en la línea limítrofe de separación del conjunto. Es el habitante del “limes”, el fronterizo, el “liminar” (el que conforma “umbral”), el “excéntrico” que pertenece al conjunto pero al que las dinámicas centrífugas del mismo lo sostienen sobre la línea exterior limitante del conjunto.
            Así, tenemos que para definir un conjunto, una categoría o un universal que “ad-miramos” (al que “miramos” con insistencia) necesitamos de algo exterior a ello o semejante pero discordante, o algo que se encuentre lo suficientemente “al margen” como para que mostrando divergencia no constituya una excepción radicalmente “marginal”.
Alberto Tugues lleva casi toda una existencia (y Los cuentos de la casa barroca son una insistencia, una persistencia más de esa existencia) estableciendo magistralmente el conjunto “comunidad” (“polis”) y “ad-mirando” todos y cada uno de sus detalles; su ley, su orden moral y su gestión (“política”), “el malestar de la cultura” que en ella se fragua, los dispositivos de subjetivación con los que ella construye los individuos homogéneos que conforman su categoría, la lógica afectiva que en ese proceso de homogenización los semejantes del conjunto establecen entre sí (su “erotismo”) y las presiones ideológicas que se instalan de forma constituyente en el sujeto. Esa categoría de la comunidad, literariamente metaforizada de forma recurrente en “el barrio” o en la “escalera de vecinos” (las estructuras de acogida que biográficamente le son más propia a Tugues), para tener consistencia grupal, sentido categorial, para “cerrarse” (pues es cerrada y excluyente) también necesita, como venimos diciendo, de su exterioridad diferencial. La genialidad de Alberto Tugues estriba, a mi entender, en que no recurre al forajido ni al monstruo, sino al elemento bisagra, al liminar, al desajustado más que al divergente; al “sospechoso”. A aquél del que nadie puede demostrar que haya hecho algo, pero tampoco nadie puede demostrar que no haya hecho nada. El que no es el delincuente: es solo el que, por estar en el umbral, nadie le integrará como no-delincuente, como perteneciente al grupo comunitario que se acoge a ley. Así, el sospechoso deviene en toda la estructura compositiva de Tugues el punto periférico que alumbra el centro, el flujo de fuerza que da sentido al conjunto. A diferencia del “coro” en la tragedia griega, que refuerza el hilo argumental al espectador anticipando la amenaza al héroe, o del bufón isabelino, el único que siempre dice al Rey (y al espectador) la verdad que nadie más puede enunciar, el sospechoso es el único que con su distancia establece la cercanía de conjuntados y dibuja el conjunto al lector. Es el “espía” que mira sin ser absorbido, el “mal vecino” (“sospechosamente” así compuesto), el que subvierte pero no invierte el orden racional, el que despliega poemas, el inútil erótico (el “mal amante” en el sentido más amplio del término que tiene todas las novias muertas y no sabe qué hacer con sus vestidos), el “desviado” (que pliega o dobla las trayectorias) o el “delirante” (el que abandona el “surco” sin abandonar la tierra)…el que pone en evidencia, con su desajuste, el perfecto ajuste de los elementos del conjunto. Unos elementos cohesionados gracias a la necesaria existencia del “sospechoso”, que, como sincrónico mito fundacional, les permite su cohesión interna, a la vez que él solo puede alcanzar identidad dinámica y sentido en esa colectividad sobre la que se desajusta.
            Por ello, el sospechoso es un sujeto (no lo suficientemente “sujeto”, pues es capaz de alejarse) que lleva adherida a su estructura de acción y a su despliegue de pensamiento todos los flujos de subversión posibles que desestabilizan el orden inmaculado y racional de la comunidad (toda su “blancura”), pero sin llegar a quebrarla (pues si quebrara el conjunto, si lo ennegreciera del todo, lo perderíamos de vista) Desde el humor al absurdo, pasando por lo grotesco y lo onírico, la obscenidad y lo truculento, la inconveniencia, la torpeza, el ridículo o el disparate…, toda suerte de deslizamientos para lo que está correctamente establecido y regulado en la integración cultural y política comunitaria. Con el sospechoso, lo comunitario se tambalea pero no cae, pues si cayera de la composición, Tugues perdería el motivo sobre el que se teje la estructura literaria. Pero, como las arañas, todo está tejido alrededor de algo que no se ve, pues Tugues, con un enorme talento de costurera, traza con discontinuidad, a sorbos, la línea de una forma primordial (lo comunitario) que nunca es vista. Nunca en sus obras, salvo para emitir sanción o juicio como conjunto, aparecen explícitos “los convenientes”, los dignos de crédito, los elementos del conjunto, pues ellos son solo las sombras de la línea que dibuja el sospechoso, cumpliendo así Tugues con la condición radical que enmarcó Deleuze: “La literatura consiste en inventar un pueblo que falta”.
            Desde la costura del mundo, asistimos al propio mundo, desde el envés de la alfombra, vemos la alfombra, desde la fuerza/sentido de profundidad vemos el pliegue de superficie y, contrariando a Aristóteles, desde la potencia podemos pensar el acto. Ahí quizá apreciamos el barroquismo de su trabajo; flujos parciales (como a modo de historietas de a cinco céntimos que se inician y perecen) construyen la totalidad (la gran historia de la emergencia y composición de un sujeto en lo colectivo), la teatralidad se manifiesta poderosa pues la totalidad se impone a lo concreto (no importa una historia sino el escenario que todas ellas construyen). Nada está fijo dentro del conjunto y todo puede ser, en cualquier momento, otra cosa, pues el sospechoso amenaza continuamente con desbordar la línea que cohesiona el conjunto y sobre la que él se mantiene como un funambulista sobre el alambre. Además este “trazador”, el cicerone, concuerda con la humanización de las figuras propias del barroco, y más que una “figura del exceso” (monstruo o santo) es, ante todo, humano (“sospechosamente” humano)
            La propia literatura de Alberto Tugues es limitante, marginal y sospechosa; no se sitúa en un punto completamente externo al propio sistema (algo que intentaron las vanguardias históricas del arte –que por situarse en el “afuera” se situaron hasta en el “afuera” del propio arte-). Pero sí lo suficientemente centrífuga como para que ese orden ideológico de regulación que nos conforma con sus simplezas, su “normalidad”, su “para todos los públicos”, sus lógicas eróticas suplantadas por el intercambio de mercancías, sus exigencias de utilidades y carencias de sentido, su imperativo de sumisión y rendimiento a cambio de un plus de goce (un televisor de plasma o vacaciones en las Seychelles) y que viene parasitando con eficacia nuestros procesos de subjetivación, pueda alcanzar la propuesta crítica de Tugues de pleno, la haga digerible, la asuma y la convierta, como a todo, en un bien de cambio y no de uso. Eso hace actualmente de él como creador, y de su literatura, (de la que “Los cuentos de la casa barroca” son un ente más, pues la literatura de Tugues, como la vida, como el ser, se manifiesta copiándose, pero copiándose mal, permitiendo la emergencia de las mutaciones) la excepcionalidad (una disonancia, un desafinar). Si no existiera literatura extraña, valiente y arrojada como la de Alberto Tugues, el gran resto homogeneizado de literatura (el conjunto hoy en día “literatura”) no solo sería mala, banal e inocua, sino que además dejaría de ser literatura.
            El conjunto imposible de la totalidad en el que la uniformidad lo abarcaría todo (pues todos los elementos  serían homogéneos entre sí, sin diferencia ni por tanto diálogo ni más movimiento que el circular,  distopía cada vez más implantada en nuestra cultura), se haría efectivo y el centro lo ocuparía todo, todo se volvería invisible de puro blanco. Si Alberto Tugues fuera eso que se dice hoy un autor de éxito, estaríamos, sin duda, un poco más oscurecidos, pues su escritura se presenta hoy como “modélica”,  pues el “modelo”, por más que se esfuercen las homogeneizadoras fuerzas dinámicas del conjunto (que en su voracidad ignoran su necesidad), siempre será distinto; más alto, más delgado, más cruel, más delicado, más feo o más rugoso.
            Al sospechoso de la casa barroca hay que agradecerle que nos permita ver el blanco, porque acomete la oscura tarea de alejarse de él (…y eso hoy en día es dar en el blanco)

Jorge de los Santos

 

© tbr 2016


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