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Beatriz García Guirado

imagen Una buena mujer judía

 

 

Por fuerza debía ser una mala persona, tal vez una fugitiva o la amante llorosa de algún Mr. Perfecto con demasiadas promesas incumplidas. ¿Qué iba a hacer si no una mujer sola en un motel de carretera que une dos ciudades en las que nunca ocurre nada?, pensaba los huéspedes con malicioso aburrimiento. “Lee la Biblia todo el tiempo. De algo sí se arrepiente”, siseaban las camareras de piso entrando como serpientes en la habitación para buscar el rastro de Mr. Casado, que esconde en la guantera su anillo antes de subir furtivamente al cuarto de la inquilina. Pero nunca encontraban nada, excepto aquella Biblia con un peine de púas a modo de marca-páginas. Y es que Samara era un misterio incluso para sí misma, y si alguien le hubiera preguntado a qué demonios esperaba, si es que no tenía adónde ir, se hubiese encogido de hombros y golpeado una piedra con la esperanza de que apareciera agua, pero ni siquiera él la hubiese entendido, cuando él, sí, él, era el motivo de que aún estuviese en aquel lugar. “No, Efreim, la fe no mueve montañas tan pesadas…”. Eso quiso decírselo al rabino, decirle: — “¿Quién espera cuarenta años en el desierto? Demasiado incluso para un creyente”.
      Pero para Efreim Wasdrum, rabino de Eslava, un pueblo tan pequeño que ni siquiera Dios lo recuerda, el tiempo no se mide en años, sino en ascensos y, sobre todo, caídas. Y ya había perdido la cuenta de cuántos atardeceres se habían apagado como el pábilo de una vela frente al porche de aquel motel. ¿Pero qué demonios hacía aquel rabino de Eslava en un purgatorio de polvo y arbustos que ruedan? “Penitencia, eso seguro”, rumoreaban los huéspedes, aunque las camareras de piso no entrasen en su cuarto porque en la puerta había un saquito de sal y la letra hebrea ‘Yod’ colgando del pomo, torcida.

Lo que sí todo el mundo sabía, gracias al verbo venenoso de la gobernanta, Emilia, era que la singular amistad que había entre la mujer sola y el rabino no traería más que castigos divinos. Pero era tal el sopor de aquel lugar… “¡Que lluevan ranas si el Altísimo así lo dispone, pero os apuesto una ración de pastel a que ese judío no se da cuenta de que ella lo pretende!”, aseguraba Emilia. Y todos se echaban las manos a la cabeza, pero pujaban, sí, y entonces ella insistía con lo mismo: “Leer no te hace más sabio, sólo te cansa la vista, y ese judío no ve más allá de sus narices”. En algún momento, pensaban, habría de caer la letra ‘Yod’ del pomo de su puerta. Alguien, aparte de aquel viajante, un putero confeso, tenía que marchar acompañado a su habitación… Tal vez el siguiente fuese un rabino pelirrojo, de barba picuda, chaleco negro y ojos tristes, siempre parco en palabras, siempre estudiando el Talmud al abrigo del desierto.
Cada día al caer la tarde Samara se sentaba junto al rabino en el porche del motel con la Biblia apretujada contra el pecho y en silencio ambos veían ocultarse el sol entre las montañas, lentamente, como quien ve morir a un enfermo. Y apenas oscurecía, como si la noche le cediera la palabra, ella lanzaba una pregunta al aire y él la recogía. Podían hablar con la misma profundidad de armadillos y arcángeles, de recetas de cocina y salmos, que lo hacían sobre el sentido de la vida; con la misma hondura, también, que ella empezó hablarle de amor.
       —Siempre me llamó la atención ese pasaje del Libro de los Corintios: ‘Si no tengo amor soy como un pedazo de metal ruidoso’  –le dijo Samara. Y sonrojándose -: ¿No le parece, rabino Wasdrum, que este silencio y esta noche bastarían para demostrar lo contrario?
       Y entonces el rabino, que al pensar siempre se mecía de atrás hacia delante de forma talmúdica, contestó:
       —¿No cree usted, querida, que es del todo lógico que Dios tenga ombligo? Pues fuimos hechos a imagen y semejanza suya y Adán también lo tenía.
       —Ay, rabino, ojalá conociese yo a un hombre tan amante de los pequeños detalles como usted, cuyo ombligo poder reverenciar…

Aquella noche el rabino no asistió a la cena, tampoco desayunó en el salón. Cuando Samara lo encontró al caer del día siguiente en el porche del motel parecía algo más cansado, más taciturno y envejecido. Todo lo contrario que aquel nuevo inquilino, un joven matemático, estudioso de Fibonacci, que la miraba como si ella fuera X2 y también Pi; aunque para Samara la única incógnita que era preciso despejar era aquel rabino Wasdrum.
Un nuevo sol resbaló entre las montañas y la mujer sola volvió al porche en su segundo intento de declararse al rabino:
        — Estaba pensando, Efreim, que Dios nos dijo: ‘Amaos los unos a los otros’, y es evidente que aquí sólo estamos usted y yo.
       Y el rabino, balanceándose de atrás hacia delante, como si rezase o se lamentase frente a un muro, respondió:
       —Querida, ¿a usted le parece que Dios hubiera podido hacer el mundo en un solo día?
       —Hubiese sido estupendo, rabino, los fines de semana serían tan largos… Ay, rabino, ojalá conociese yo a un hombre como usted, que pueda decir tanto con tan poco…
El rabino volvió a ausentarse toda la noche y gran parte del día siguiente, y por la tarde, sentado en el porche del motel, su barba pelirroja estaba encanecida, tenía unas marcadas ojeras y apenas fuerzas para dirigirle la palabra. Justamente las que le sobraban a aquel otro huésped, un poeta que hablaba como si recitase y recitaba como si todo el mundo estuviese escuchándolo, le había dicho la gobernanta, cansada de que el hombre amenazase con suicidarse cada vez que Samara le rehuía.
       —¡Por mí que se mate si quiere!
       —Ay, muchacha… Cuándo te darás cuenta de que lo que ese rabino busca es una buena mujer judía. ¡Y tú ni eres judía ni eres buena!
¡Gobernanta del diablo! A Samara la pareció escuchar las trompetas de un coro de ángeles convocándola a la guerra y a aquella Emilia cotilla y prejuiciosa convertida en el dragón de siete cabezas, una de las cuales era la del rabino. Así que corrió hacia el porche y hallándolo en sus meditaciones y estudios talmúdicos, lo abordó sin contemplaciones.
       —Oiga, rabino, ¿usted qué es lo que busca en una mujer?
Y Efreim Wasdrum, meciéndose de atrás hacia delante, como la haría un rabino de Eslava, respondió:
       —¿Cree usted, querida, que en el Edén todos los árboles son de hoja perenne?
       —Ay, rabino –escupió la mujer atrapada en aquel cochino motel de carretera-, ¡ojalá en este desierto conociese yo a un hombre mucho más inteligente, sensato, joven, atractivo, sincero, amable y romántico que usted! – Y así siguió lanzándole adjetivos hasta que las montañas dentadas se tragaron al estúpido sol.
      Nadie vio a Wasdrum en siete días. No acudió a las cenas, ni a los desayunos, ni se sentó en el porche, ni había ninguna bolsita de sal ni ninguna ‘Yod’ torcida colgando del pomo de la puerta de su cuarto. Pero a la séptima jornada ahí estaba de nuevo, sentado frente al motel, observando cómo el sol se deshacía como una bola de helado sobre las sedientas lenguas de piedra y polvo. Tenía el aspecto de un moribundo, era sólo chaleco y bonete, la piel traslúcida y manchada, la barba tan canosa y seca como un manojo de sarmientos y el rostro surcado de arrugas. Si Samara hubiese estado realmente enamorada, ¿no se habría dado cuenta de la transformación operada en aquel pobre infeliz? Apenas podía mantener el pulso para escribir el rabillo de la “M” de ‘Emet’ en la frente de sus patéticas criaturas de barro.
       Centenares de hombres atractivos, inteligentes y mucho más sensatos que él invadieron el motel en aquellos días. Era una epidemia, diría Emilia a sus otros huéspedes, una plaga de virtudes con el mismo hechizo en la frente. Y sucedió que Samara, motivo y condena de aquellos viajeros, tuvo que abandonar el motel por falta de habitaciones disponibles, sus pagos ya no eran suficientes. “Es la ley de la oferta y la demanda, cariño”, se justificó la gobernanta.
Aquella misma tarde, en tanto el sol se desmayaba sobre el horizonte rocoso de la carretera que unía dos ciudades en las que nunca ocurre nada, ella se acercó al rabino, que se acunaba tan lentamente como el tiempo, y le anunció:
       —Efreim, me voy a ir de este lugar.
       El rabino dejó de mecerse, se encogió de hombros, ladeó la cabeza y la miró en silencio.
Samara sintió que el corazón se le agrietaba, imaginó aquel sol lamido del desierto caer sobre ella, quiso que de verdad fuera así, desaparecer como aquel condenado astro entre las montañas. Sin mediar más palabra que las que, inservibles, correrían como arbustos rodantes en el desierto el resto de sus días, el puño apretado, el sendero de la poca fortuna que ambos tenían, recogió su maleta y empezó a caminar a lo largo de la carretera. Y era una oscuridad de aullido de lobos y de carcajeo de hienas, y de camioneros hambrientos, y de una nada tan grande como el enorme ombligo de Dios. Fue al final de aquel séptimo día cuando Samara por fin descansó. 

 

 

© Beatriz García Guirado


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Beatriz García GuiradoBeatriz García Guirado (Badalona, 1983) es escritora y periodista. Ha publicado la novela El silencio de las sirenas (Salto de Página, 2016) y ha participado en diversas antologías de relato fantástico. Dirige la revista cultural Láudano Magazine.