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imagenGinés Cutillas

Vosotros los muertos (microrrelatos)




Beautiful losers

 

La fiesta comenzó en 1999. Acababa de llegar a la ciudad y compartíamos piso. Todos trabajábamos, y aunque intentamos poner reglas para que durante la semana la cosa no se nos fuera de las manos, era imposible llegar a casa y no encontrarte con algún desconocido bebiéndose tus cervezas, muchas veces sin que estuviera ninguno de los compañeros. Para no discutir aprendimos a vivir con ellos, incluso dejamos de preguntar si alguien los conocía. Nunca lo confirmé, pero intuía que nuestra dirección pasaba de boca en boca y que se dejaban entrar unos a otros.

         Nos mudamos a un piso más grande pero, lejos de acabarse, el problema se agravó, pues cabía más gente. Comenzaron a quedarse a dormir y, aunque nunca pudimos contrastarlo científicamente, llegamos a pensar que algunos habían muerto cerebralmente alcoholizados y paseaban erráticos por los pasillos, emitiendo inquietantes gruñidos y buscando restos de comida y culos de botella.

         Cuando me casé con Miriam se acabó lo de compartir piso, pero no lo de los extraños. No sé cómo descubrieron nuestra dirección ni cómo se siguen colando en casa. Mi mujer dice que esto se tiene que acabar, que los tengo que echar de nuestro hogar, pero yo ya no sé vivir de otra manera: me he acostumbrado a ellos. ¿O acaso le digo yo algo de los extraños que vienen con ella?


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Encajar la ruptura

 

El hombre se introduce en la caja y permanece erguido observando cómo la mujer vacía sobre sus pies todos los objetos del neceser para a continuación hacer lo mismo, cajón por cajón, con su ropa: calzoncillos, calcetines, camisetas. Deja para lo último las cosas más íntimas, quizá las que también le duelen a ella, las fotos o los discos que han oído juntos estos últimos años. Al llegar el turno del Ziggy Stardust, ella lo sopesa y lo deja fuera. El hombre sabe con certeza que fue él quien lo compró, pero no se siente con fuerzas para reclamar nada.

Cuando parece que la avalancha de objetos ha parado, una nueva luz se ilumina en los ojos de ella. Empiezan a caer entonces entre aquellas cuatro paredes de cartón los regalos que él le hizo después de la última conversación.

         En el cruce final de miradas él confirma que no hay vuelta atrás, se agacha resignado y se acomoda entre los trastos. No hay sonido que ilustre mejor el desgarro de su corazón que el de la cinta de embalaje.

Una vez empaquetado todo, oye a través del fino tabique que los separa cómo un desconocido entra en la habitación de matrimonio y lo carga en una carretilla. En un ataque de dignidad se revuelve intentando zafarse del cautiverio, pero es inútil. Escucha la puerta del ascensor y tras unos metros de sacudidas, la del trastero. Cuando la luz se apaga apenas ve, a través del agujero que ha hecho para respirar, que hay más cajas allí. Algunas noches, también las oye llorar.


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El oráculo

 

El cursor parpadeaba delante de mí inquiriendo la pregunta, el aburrimiento hizo el resto. Escribí en el buscador «sentido de la vida», y allí que devolvió un solo resultado, escueto, preciso, unívoco, absurdo, como no podía ser de otra manera.

         A continuación se me ocurrió otra pregunta, «¿cómo desaparecerá la Humanidad?». Y otra vez un solo resultado con toda clase de detalles: fechas, términos científicos de sismología, nombres de plagas, efectos climatológicos con su explicación detallada y animaciones de distinta índole, siempre con fuego por todos lados.

         Aliviado al ver que el Fin del Mundo no me alcanzaba, hice una búsqueda, digamos, más mundana: «¿Me engaña Lidia?». Junto a la respuesta toda clase de detalles de fechas y horas, duraciones, enlaces a perfiles de redes sociales de al menos ocho hombres distintos, cuatro de ellos vecinos, y lo más humillante: enlaces a posturas del Kamasutra, a saber, el pájaro prisionero, el puente de madera, el escandinavo, el visitante, defensa amorosa, dulzura oriental, la cruz noruega… En fin, treinta y nueve posturas acompañadas de sus treinta y nueve videos extremadamente explicativos. También un enlace a los toros de lidia.

         Hace dos semanas que escribí la última pregunta en el buscador. Todavía no he reunido el valor suficiente para asomarme a la pantalla.


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Alzheimer

 

Me hablan de un hombre que hizo cosas alucinantes. Yo les digo que no me engañen, que un hombre no pudo hacer tanto en una sola vida. Pero insisten, estos que dicen ser mis hijos. Mis hijos, qué graciosos.

Me lo presentan como un héroe, y a mí me brillan los ojos cuando les digo que me gustaría parecerme a él. Entonces también a ellos les brillan los ojos, se vuelven, y ya no les puedo ver el rostro.


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Ahora que nuestros nombres se escriben en piedra

 

¡Qué raro que me llame Federico!

 

         Federico García Lorca

 

 

Hasta los once años me llamé Federico, a pesar de que a mis padres no les convencía mucho el nombre. No está formado, decían. Cuando se le escriba en la cara, le pondremos uno más afín. Y así fue: a los doce, con el cambio de voz, decidieron que Federico ya no correspondía con mi talante, que el mejor nombre que me podía ir para la adolescencia recién estrenada era el de Francisco, Paco para los amigos. Este nombre me duró justo hasta la noche de bodas, cuando en pleno éxtasis, mi mujer me llamó Carlos. «Me casé con Paco y me desvirgó Carlos», era la típica broma que solía hacer a los conocidos.

         Desde entonces, he cambiado de nombre en cuatro ocasiones más. A veces incluso solapando épocas: en la oficina y en el gimnasio me sentía Luis, pero el cuerpo me pedía ser Raúl para echarme los faroles en la partida de póquer de los jueves.

Mis amigos, los de toda la vida, se confundían. Para no marearlos demasiado y evitar malentendidos, consentí en colgarme al cuello una medalla bien visible con el nombre vigente grabado. Aun así les costaba, decían que no era normal, que ellos habían nacido con uno y que el mismo les habría de durar toda la vida. Yo les decía que habían tenido suerte, que sus rostros se habían amoldado a sus nombres, que los habían aceptado. Para tranquilizarlos les decía que algún día, todos nos llamaríamos igual. 


 

© Ginés S. Cutillas


       Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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portadaGinés S. Cutillas (Valencia, 1973). Autor de La biblioteca de la vida (Fundación Drac, 2007), Un koala en el armario (Cuadernos del Vigía, 2010), La sociedad del duelo (Editorial Base, 2013), Los sempiternos (Editorial Base, 2015), Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato (Editorial Base, 2016) y Vosotros, los muertos (Cuadernos del Vigía, 2016).