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imagenJesús Zomeño

EL QUESO

  

Le había llegado un queso enorme. Envío de su hermana, que consolaba con el regalo la memoria de la muerte de su esposo en Verdún. Un paquete sobrio y sin afecciones, con una doble capa de papel oscuro y un trenzado de cuerda de pita conteniendo el embalaje, ni siquiera hilo de algodón. Dentro sólo había un queso, redondo y rotundo con un peso de dos kilos al menos. No mediaban palabras.
       Un queso beaufort de un color amarillo intenso, de corteza lavada y suave como el culo prieto de una mujer, firme y con un fuerte y penetrante aroma a mantequilla que le abría en dos las narices como para meter en medio un par de buenos cortes.
       El problema fue que el queso le llegó la víspera de la ofensiva.
       No podía comerlo ni, mucho menos, dejarlo atrás.
       En aquella trinchera los muertos compartían el espacio con los vivos. Le repugnaba desperdiciar en esas condiciones siquiera un trozo para probarlo. La anunciada ruptura del frente enemigo sería la solución. Sólo había que esperar al día siguiente. Después del ataque merecería la pena sentarse y partir el queso por la mitad para comerlo hasta hartarse.
       Veía el queso encima del mundo, dos planetas opuestos, y, en medio, como único punto de contacto, se veía a sí mismo. Después imaginaba dejarlo caer encima de la boca por su propio peso e ir dándole bocados sin prisa ni miedo de que tuviese un final.
       Sería perfecto el momento, pero no tenía espacio en la mochila para llevarse el queso. Maldijo el modelo de mochila francesa, rígida y pequeña. El equipo de los ingleses incluía una mochila de lona que hubiera permitido meterlo dentro, pero con la suya era imposible. Cabía partirlo en trozos para que cupiera. Siete u ocho cortes de cuchillo. Sin embargo, perdería aroma y se resecaría. Además sería tanto como renunciar al goce de mantener el queso con ambas manos e ir mordiendo hasta hundir en medio la cabeza, según venía a imaginarlo ahora. Definitivamente, la mochila no le servía.
       Calculó entonces el tamaño de la bolsa con la máscara de gas y pensó que cabría en ella, al menos si la vaciaba antes. Se dio la vuelta para que no le viesen e hizo la prueba. Entraba perfectamente.
       La máscara de gas podría llevarla puesta pero sería un estorbo para correr. Mejor no ponérsela. Sin embargo tampoco podía permitir que la viesen fuera de su sitio, no era reglamentario y además le registrarían la bolsa. Bueno, quedaba esconder la máscara de gas dentro de la escudilla, sujeta encima de la mochila. Era posible que con la carrera le cayese al suelo pero tendría tiempo después de conseguir otra.
       Asunto resuelto.
       Decidió dormir un par de horas, pero tuvo miedo de que alguien aprovechase para quitarle el queso. Si lo cobijaba dentro del regazo no pasaría nada.
       Pudiera haber aplastado el queso al quedarse dormido, por eso tuvo la precaución de echarse de lado y pegarse a la pared. Pensaba en todo
       Las pulgas. Se consoló considerando que las pulgas no comían queso y se quedó dormido.
       Si además dormía abrazado al queso, las ratas no se lo comerían. Al menos sin que él se diera cuenta. Las ratas son asquerosas, no respetan ni a los vivos. En todo caso tendría que dormir atento.
       Hormigas. Las hormigas suben con facilidad por las paredes y hay tantas que pueden cubrir y ocultar a un caballo cuando duerme. Se preguntó si las hormigas comían queso, pero se dijo que no, que las hormigas no comen queso. No obstante, no estaba muy seguro. Si lo sujetaba con las manos y se sacaba los guantes, llegado el caso podría sentirlas correr por sus dedos y despertarse a tiempo. Hacía mucho frío, pero la comodidad no era lo principal. De todas formas, bastaba con sacarse sólo un guante. Mejor el de la mano derecha porque es la más sensible...
       Tenía un sueño inquieto.
       Le despertó el sargento que andaba dando puntapiés a los que dormían. Eran casi las 07:30. Había una actividad frenética en la trinchera. Estaba a punto de amanecer. Los cañones habían cesado. Durante cinco días habían concentrado miles de piezas de artillería para barrer las posiciones alemanas, ahora ya estaba todo hecho y solo faltaba el asalto de la infantería. En un momento así, de pronto, cuesta acostumbrarse al silencio. Algunos rezaban y otros orinaban o hacían de vientre en el suelo de la trinchera porque las letrinas estaban completas. A estos nadie les reprochó ya que hubiese parecido derrotista considerar que después del avance pudieran tener que volver a este lugar. Al fondo, el capitán esperaba con el reloj en la mano.
       Entretanto, el soldado había escondido el queso en la bolsa de la máscara de gas, pero esta no le había cabido dentro de la escudilla y la tiró al suelo. La empujó con el pie para esconderla debajo de los tablones del entarimado. Miró al cielo, no había brisa de aire y por eso era imposible que lanzasen un ataque de gas. Estaba preparado para el asalto.
       En ese momento, feliz de haber resuelto el transporte, le vino a la cabeza que por el peso pudiera romperse la correa de la saca. Repasó en su mente las costuras y rechazó la idea, en cualquier caso le dio la vuelta para pasarla delante, para sentir el bulto a la altura del regazo y así darse cuenta si lo perdía.
       La pieza parecía pesar más por la mañana. Bueno, quizá fuesen sus ganas de comenzar a comer. Dentro del envoltorio de papel y enlazado de nuevo con la cuerda, parecía protegido. Sopesó la bolsa y temió que alguien se diera cuenta del bulto. Metió una camisa para confundir la silueta del paquete. Más peso, pero no importaba. La camisa estaba limpia, quizá se manchase de la grasa, aunque eso no importaba. Lo único importante era el queso.
       Quizá bastase media hora, o aún menos, para que todo hubiese acabado. Alguno parecía mirarle con disimulo y eso le provocó sospecha. Era sencillo que aprovechasen la confusión para dispararle por la espalda y quitárselo. Se marchó al fondo, a la otra parte de la trinchera, donde nadie lo conocía. Allí no tenía amigos ni conocidos. Mejor así, allí nadie lo había visto recibir ningún paquete el día anterior. Aquellas caras extrañas protegían el queso, porque lo ignoraban todo. Alguno de los que tenían grande la nariz podría tener también buen olfato, pero para ponérselo más difícil cobijó la bolsa dentro del capote. Era de las pocas veces que le resultaba grato que la trinchera oliese a mierda, así también quedaba camuflado el queso. Asunto resuelto.
       Un soldado bajito, que aparentaba estar rezando, se acercaba mucho. Sería casualidad, pero eso a él no le gustaba. Metió la mano dentro del bolsillo del abrigo y a través del forro sujetó el paquete. Estaba tenso, puede que sus nervios confundieran al otro y este creyera que era miedo lo suyo y por eso se le acercara, para rezar juntos. Era evidente que todos aquellos eran unos idiotas que no merecían probar el queso. Se echó hacia atrás para evitar el contacto, pero entonces el sargento lo empujó hacia delante. Bueno, lo cierto es que nadie parecía desocupado como para olfatear el queso. Al menos para olfatearlo y después ponerse a buscarlo. Tenía ganas de que diesen la orden de salir, porque cada vez parecía más peligroso aquel paquete con el queso. Nadie lo había catado desde hacía mucho tiempo y el propio capitán sería capaz de anular la orden si se enteraba de lo de este queso. Ha visto matar por mucho menos y este paquete cada vez parecía más grande y más pesado.
       Quizá alguien se diera cuenta de que estaba hundiéndose en el barro más deprisa que los demás por cargar con más kilos, pero no era probable que hubiese alguien tan perspicaz como para calcular su envergadura y deducir que ocultaba un sobrepeso. Por si acaso, se desplazó un poco a la derecha para subirse encima de un bote caído del revés en el suelo. Era una lata pequeña y vacía que parecía hundirlo más porque se arrugó al ser aplastada. Maldijo la ocurrencia, pero se reconfortó pensando en el queso. Al fin y al cabo nadie se había dado cuenta. Decidió que lo comería primero deprisa y después despacio; una vez hubiera saciado la ansiedad, se comería el resto muy despacio.
       Al momento se dio la orden y fueron saltando fuera de la trinchera.
       Hirieron al soldado antes de que llegase a su propia alambrada. Al menos el haber caído tan cerca permitió que los sanitarios lo evacuaran y pudiera morir camino del hospital.
       El camillero no comprendió el significado de sus últimas palabras:
       - ... Gracias, Dios mío, por el queso, porque al menos en la víspera me hizo pensar en otra cosa...


© Jesús Zomeño


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portadaJesús Zomeño nació en Alcaraz (Albacete), en 1964. Actualmente reside en Elche. Ha publicado varios libros de poesía: Del eterno regreso (1989), Diario de los nómadas (1995), El otoño de Montparnasse (1995), Diarios de Helena (2000), Un libro titulado 34 poemas (2001) y Lectura de Estaciones. En prosa ha publicado dos libros de relatos Cuestión de estética (2008), Lengua Azul (2008), Cerillas mojadas (2012), Piedras negral (2014), De este pan y de esta guerra (2016) y Querido miedo (2016).