The Barcelona Review

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imagenAna Llurba

Una sonrisa

 

 

Aprietas el botón rojo que dice “Parada Solicitada” y el bus se detiene en la siguiente parada. Desciendes, miras hacia la izquierda, y luego hacia la derecha para comprobar que no viene nadie y cruzas la ciclo vía. En el portal, una señora con un arrugado guardapolvo color rosa está barriendo el suelo de la recepción del edificio. En cuanto te ve buscando la llave en tu bolso, arroja la escoba al suelo y sale disparada hacia la puerta. Te saluda pronunciando tu largo apellido de ascendencia polaca sin saltearse ni una sola consonante y exhibe una amplia sonrisa sin separar los labios. No la conoces de nada y no entiendes cómo puede saber tu nombre y tu apellido si nunca habías intercambiado con ella nada más que un diplomático saludo matinal. Como estás llegando tarde, no te puedes demorar en preguntártelo.
            Subes al ascensor. Le das al botón "Tercera planta". Te detienes en la puerta. Tocas el timbre y la recepcionista te abre la puerta con un mando a distancia. Cuando cruzas la puerta, te saluda desde el otro lado de la mesa y se levanta de un salto de su silla. Se acerca, te palmea la espalda y te pregunta por la salud de la cotorrita australiana que se te murió el mes pasado. Le dices que está muy bien. No te importa mentirle porque no te sorprende que esta mujer que no suele dirigirte la palabra más que para preguntarte de mala gana si quieres compartir la compra de un número de quiniela una vez a la semana te haga recordar tu mala suerte con las mascotas.
            Primero fue tu tortuga Chumi. El caparazón abollado con sus patitas, esas pezuñas de dinosaurio en miniatura aún en movimiento fue lo último que viste de ella convaleciendo en el recogedor de plástico del vecino que la levantó de la calle y la depositó en una bolsa de consorcio luego que fuera arrollada por un coche. Después fue tu gatita Pelu, que se cayó de tu balcón en un cuarto piso. Su pequeño cráneo peludo se estampó contra las bombonas vacías de un vendedor de butano que justo pasaba por allí abajo. Luego fue la cotorrita australiana que se murió atragantada con un pedazo de galleta de mijo, antes de que siquiera tuvieras tiempo para escogerle un nombre. Y, finalmente, aquel pececito naranja que te regaló Estelita. Pero los peces se mueren siempre, así que no cuentan. Habías probado con tierra, aire y agua pero no habías tenido suerte.
            Suerte. “La suerte no es suerte” leíste alguna vez, “suerte es el lugar donde la preparación encontrará su oportunidad”. Sentías que ya estabas preparada para llevar algo más grande a tu casa, algo que necesitara algo más que sol, agua y, que pudiera cuidarse solo y no se arrojara accidentalmente por el balcón. Eso lo que pensabas cuando escuchabas los consejos del veterinario. Un hombre un poco más bajo que tú y que siempre se sonrojaba cuando aparecías por allí. Ya estabas preparada para que la suerte picara a tu puerta pero lo único que se escuchó en ese momento fue el timbre de la oficina donde trabajabas. La recepcionista lo dejó sonar un rato. Entonces recuerdas que estás llegando media hora tarde, como todos los días, así que giras a la derecha con algo de prisa y recorres un largo pasillo.
Al final está tu oficina, la que tiene cuatro escritorios con sus cuatro respectivos ordenadores. Te sientas, por fin, en tu mesa junto a la ventana. El techo de la pizzería vecina refulge con los primeros rayos de sol de la mañana. Mientras se enciende el ordenador, te miras las uñas de la mano derecha. Te preguntas de dónde deben haber salido esas medialunas de tierra que se acumularon allí. Te las limpias con disimulo, con las uñas de los dedos de la otra mano. A pesar de que a tu trabajo lo podría hacer un mono amaestrado, piensas que no está tan mal lo de trabajar en una oficina, después de todo hasta te puedes limpiar las uñas sin que nadie lo note. Entonces descubres sobre tu escritorio un par de notas escritas con rotuladores que no has escrito tú:
            “Ya no necesito ese informe de las cifras de distribución y ventas del último trimestre que te había pedido. Puedes tomarte el resto de la semana libre.” “Eres genial. Quédate con mi grapadora.”

            Mientras  relees e intentas adivinar quién o quiénes te han dejado estas notas pegadas en las montañas de papeles de tu mesa, la jefa de producción, una mujer de permanente pelirroja que se sienta en la otra punta de la oficina, anuncia en voz alta que es la hora del café. No acostumbras tomar café, solo una infusión en tu casa por la mañana antes de salir. Aunque crees que todos saben eso, te sientes observada y cuando levantas la vista del ordenador, allí están, de pie, cerca de la puerta, seis pares de ojos, observándote.
            La jefa de producción, la becaria que siempre se chiva cuando llegas tarde y el administrativo, un señor calvo y con mirada estrábica. Las tres personas con las que compartes el aire y tus opiniones sobre el pronóstico del tiempo durante ocho horas al día, cuarenta horas a la semana, ciento sesenta horas al mes. Se les suman la recepcionista y la señora de la limpieza que justo en este momento están atravesando la puerta de la oficina.
Sonríen con disciplina mientras esperan que te tomes la molestia de dejar de limpiarte las uñas para acompañarlos a tomar el café en la cocina. Mientras caminas delante de ellos por el pasillo, escuchas que la jefa de producción insulta y empuja a la becaria contra la pared. Se posiciona a tu lado, te roza los hombros, como si te escoltara hasta la cocina. Allí, la becaria se adelanta a todos y te regala sus tortas de arroz con cubierta de chocolate diet. Entonces, el administrativo te ofrece la única silla que hay en la cocina. Cuando te estás sentando, el director financiero llega corriendo y se queja de que nadie le haya avisado. Se recoge sus impecables pantalones planchados en la tintorería. Y acto seguido se arrodilla ante ti y se ofrece a hacerte un masaje en los pies.
            Toda esta gente te ignoró durante los últimos cinco años y ahora parecen los caballitos que cuelgan de una calesita: solo tienen una gran sonrisa para ti. Te preguntas si habrá sucedido algo grave. Quizás toda tu familia se ha muerto a consecuencia de una intoxicación masiva con mayonesa casera el domingo pasado que no pudiste ir a la casa de tu abuela porque estabas en tu casa redactando los informes de distribución y ventas del último trimestre del año y aún no te has enterado. O tal vez te has ganado la lotería y ahora eres la mujer más rica del mundo. Pero inmediatamente recuerdas que, aunque todas las semanas la recepcionista te pregunta si quieres participar en la compra de un número de quiniela, siempre le dices que no. En ese momento, el informático que refunfuña cada vez que le pides que te vuelva a configurar el programa de correo electrónico, levanta una taza de café y ofrece un brindis a tu salud.Te levantas de la silla de un salto y les dices a todos, subiendo la voz, al borde la histeria, que hoy no es tu cumpleaños pero a nadie parece importarle. Están todos demasiado preocupados por agasajarte. Acto seguido, la señora de la limpieza saca de la nevera un pastel de fresas y crema que tiene escrito tu nombre con confites.
            Entonces, sales corriendo y te encierras en el baño. Corres el pasador de metal. Te lavas la cara y te miras en el espejo. Tomas aire y lo sueltas. Inspiras y exhalas varias veces. Tu recién recuperado ritmo cardíaco se ve interrumpido por los nudillos de varios puños golpeando en la puerta. Preguntan si estás bien, si necesitas ayuda, papel higiénico o una porción del pastel. Abuchean al que te preguntó esto último. Dejas correr el agua para que no escuchen que has bajado la tapa del inodoro, te has trepado encima y estás abriendo la claraboya del baño. Te recoges un poco el pelo, te subes la falda hasta las rodillas, te pones el bolso en bandolera, te apoyas en el depósito de agua y saltas hacia afuera.
            Cuando  alcanzas    la  escalerilla  de  incendios  (sí,  en  la  oficina  donde trabajas tienen una de esas escalerillas para incendios que son muy de película) te das cuenta de que se te enganchó el bolso en la ventana. Están apaleando la puerta a golpes. Cuando logras desengancharlo, empiezas a bajar corriendo las escaleras. Te enredas con tus propias piernas, tropiezas, y ruedas un par de escalones hacia abajo. Escuchas los gritos que vienen desde abajo. Te vuelves a poner de pie y descubres que la directora general con su impecable americana blanca y con sus eternas gafas de sol en la cabeza te saluda desde la calle.
            La saludas con una sonrisa forzada. Observas sus movimientos con el rabillo del ojo mientras saltas desde una altura de dos metros hasta un gran container de escombros para escaparte por el lado opuesto de la calle. Pero al caer apoyas todo el peso en una pierna. El dolor asciende desde el talón hasta tus muslos como si un ejército de hormigas zombies te clavara sus mandíbulas hasta el hueso. Te bajas del container como puedes. Rengueas lo bastante rápido como para sacarle distancia a la directora general. Pero al final de la calle, ella te alcanza y se abalanza sobre ti. Te abraza por los hombros y con una gran sonrisa en la que exhibe su ortodoncia millonaria, se ofrece a llevarte a tu casa. Te indica que su coche último modelo está aparcado en la esquina.
            En cuanto llegas a la puerta de su coche, te entra de nuevo el pánico, le pegas un codazo a la mujer en la nariz para zafarte de sus brazos y sales corriendo. Al cruzar la calle sin mirar el semáforo, una motocicleta te embiste.
            Cuando vuelves a abrir los ojos, estás en el hospital. Ves tu pierna derecha enyesada. Intentas observar a los costados, pero no puedes mover el cuello porque tienes la misma aptitud motriz que Robocop gracias a un rígido collarín de plástico. Hay varias coronas de flores y osos de peluche en un rincón. Eres alérgica al polen y descubres lo doloroso que puede ser un estornudo para las delicadas articulaciones de tu cuello enyesado. Entonces, escuchas un murmullo que proviene de afuera. La jefa de producción, la recepcionista, el informático, la becaria, el administrativo, la directora general, la recepcionista y el director financiero aprietan sus cuerpos para entrar. Cierras los ojos con la esperanza de estar soñando.
            Cuando los abres, aún siguen allí.
            Entonces, vuelves a bajar los párpados, para que piensen que sigues dormida. Pero ya es tarde, alguien enciende la luz, todos se amontonan alrededor tuyo y te empiezan a asediar con preguntas de cortesía. No quieres hablar con nadie. Observas con atención el yeso de tu pierna. Alguien ha dibujado varias nubes como pequeños cerebritos delineados con un rotulador celeste y ha escrito:
            “No hace falta que aprendas a quererte. Nosotros te queremos más.”
            Esto es como estar en el cielo, piensas. Pero este deber ser el paraíso equivocado. Sin embargo, allí estaban ellos ahora. Turnándose por seguir golpeando al motociclista del delivery de la pizzería que vecina  de la oficina. El que no pudo esquivarte a tiempo cuando intentaste escapar de ellos, al cruzar la calle corriendo. Lo patearon tanto que ahora lo tenías a tu lado, en la otra camilla. Recuerdas nebulosamente a un enfermero gigante gritándoles e imponiéndoles la única autoridad ante la que respondían: la fuerza bruta. Piensas sobre ello medio segundo más y empieza a dolerte la cabeza. Entonces, entra en la sala una enfermera con un bandeja de comida. Pero no tienes hambre aunque hace horas que no comes.
            La enfermera te sonríe y esto no te sorprende porque es el único gesto que todo el mundo te dedica últimamente. Entonces, todos se abalanzan sobre la enfermera para ver la placa. La directora general dice que esa sonrisa que está encallada entre los vericuetos acolchonados de tu cerebro se parece mucho a la perfecta ortodoncia de la suya. Pero los demás la contradicen, y  cada uno empieza a reclamar que la sonrisa es la suya. Mientras discuten empujándose y gritando entre ellos, el motociclista se despierta en la camilla de al lado y pide un vaso con agua. Nadie le hace caso.
            Aprovechas ese momento de distracción en el que están discutiendo entre ellos y le pides a la enfermera que te pase una muleta que está cerca de la puerta.
Pero cuando todos ven que te sientas en la cama y que estás dispuesta a coger la muleta, la directora general te acerca una silla de ruedas eléctrica. Entonces, entre todos intentan levantar tu cuerpo de la cama para trasladarte hasta ella. Descubres que debes tener unas cuantas contusiones internas porque cada vez que alguien pone un dedo sobre alguna parte de tu cuerpo, te duele. Empiezas a gritar y te devuelven a la cama. El director financiero se ha hecho paso entre los demás y empieza a hacerte  un masaje en el pie izquierdo, el que no tienes enyesado. Mientras tanto, el administrativo te pone una cuchara con papilla al frente de la boca.
            Les preguntas si alguien le avisó a tu familia. Se miran unos a otros con cara de sorpresa y te dicen a coro: “No, pero no te preocupes, nadie puede quererte más que nosotros”. Mientras la  becaria  te acomoda las almohadas en la espalda, la jefa de producción recoge tu orinal lleno de una materia oscura y olorosa.
            Aunque te duele bastante el cuello, no puedes evitarlo: rompes a llorar. El motociclista te observa. Ya ha dejado de pedir un vaso con agua. Todos te observan con cara de sorpresa. Sientes culpa, esa maquinaria social implacable está empezando a ponerse en funcionamiento dentro tuyo. Pero sigues llorando, con un llanto histérico incubado por el desconcierto. La recepcionista se pelea con la directora general para secarte las lágrimas. El informático se les adelanta, y te aprieta la cara con un pañuelo de papel con tal fuerza que más que absorber las lágrimas parece que te intentara quitarte un maquillaje indeleble.
            Un rato después, vuelve a entrar la enfermera en la habitación. Trae una bandeja con una jeringa con una dosis importante de relajante muscular. Acerca la jeringa a tu brazo. Te quedas dormida unos minutos después.Te despiertas un par de horas más tarde. Es de noche. No hay nadie en la sala. Recuerdas entre sueños al mismo enfermero gigante de la ambulancia amenazándolos a todos para que se fueran a dormir a la sala de espera. Juntas fuerzas para agarrar la muleta. Te sientas en la cama, aunque el cuello te sigue doliendo. Sin hacer ruido, te apoyas en la muleta y te pones de pie. Con la mano opuesta al pie enyesado, te envuelves a medias con una pequeña manta encima de la bata. Te sientas en la silla de ruedas eléctrica. Tiene un pequeño tablero con flechas. Le indicas hacia adelante. Y luego hacia atrás. De nuevo hacia adelante. Te giras sobre la silla y te despides con la mano del motociclista que ha seguido tus movimientos en silencio desde su camilla.
            Compruebas que no hay nadie en el pasillo, y sales. Aumentas la velocidad a medida que te acercas a la sala de espera. Pasas como un avión en vuelo rasante esquivando a una enfermera de guardia. La jefa de producción te ve pasar, se levanta del sillón descalza y corre hasta ti. Te coge del brazo, se lo muerdes y escupes unos milímetros de piel y pelos que te quedan entre los dientes. Sales por la entrada principal del hospital, escuchas que te llaman por tu nombre pero no te detienes.
            Cuando dejas de escucharlos te giras, como puedes, para comprobar que ya están lejos. Entonces, cuando vuelves a mirar hacia adelante, estás en medio de una avenida de varios carriles. Y, de repente, tienes la trompa de un bus abalanzándose sobre ti. Pero te da igual. Después de todo por lo que has pasado, ya nada puede matarte.
            Ni bien llegas a tu casa, te encuentras a tu gatita Pelu, con el parche de gasa  en  el  cráneo.  Tiene  acorralada  a  Chumi,  tu  tortuga  con  el  caparazón abollado. La tortuga se ha escondido debajo de un mueble sobre el cual tienes la pecera con el pececito naranja envuelto en un líquido verdoso de no cambiarle nunca el agua. Le pegas un grito a Pelu para que se aleje de la tortuga, y entonces  la  cotorrita  australiana  que  todavía  no  tiene  nombre  empieza a canturrear desde su jaula.
            Entonces suena el teléfono. Es la enfermera. Te pregunta si estás bien, si necesitas algo, si quieres que te lleven algún medicamento a tu casa, si te envía al enfermero gigante para que te abanique. Después de decirle un rotundo “no”, cuelgas el teléfono.
A pesar de su apariencia descacharrada y lastimera, tu gatita Pelu te observa. Junto a ella, la tortuga Chumi ha desplegado todo su breve cuello correoso y también te mira a la cara. El pececito naranja tiene su nariz pegada al cristal verdoso de la pecera. Y la cotorrita australiana mantiene los párpados muy abiertos. También te contempla con atención. De a poco, esa sonrisa, la misma que la de tus compañeros de oficina y el personal del hospital, comienza a asomarse entre sus labios.

 

© Ana Llurba


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Ana Llurba (Córdoba, Argentina, 1980). Vive en Barcelona, España, desde el año 2008. Actualmente trabaja en el mundo editorial y colabora escribiendo en varios medios culturales. Su primer libro "Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr" (I Premio de Poesía Joven Antonio Colinas)  fue publicado en 2015 y participó en la antología "Uno más ocho: nueve relatos viejísimos sobre la mayoría de edad" de Reservoir Books (2016). Más info en http://www.anallurba.net/