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imagenMario Martín

La Pasión de Rafael Alconétar

[fragmentos de una novelaberinto en curso]

 

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P
ícaro, malandrín, malabar, zumbón, corsario de nuestra esperanza, mal ángel custodio del botín de nuestros sueños, alquimista increíble, que trocó el yermo abúlico en territorio de aventuras, estrella fugaz de estela incendiaria donde prendimos lo mejor de nosotros, perdiéndolo y perdiéndonos en su combustión. Maestro de traversuras en verso libre, muy libre, versado en todas las artes venatorias, amatorias. Libertino, emperador de los sentidos, gladiador temerario en mi lecho y en la vida, sin esperanzas vanas ni miedo salvo a lo conocido, la rutina y la usura de los días. Avezado tejedor de intrigas deliciosas, dandy desdeñoso o plebeyo sin remilgos, pero nunca señorito ni vulgar. Irascible con los mezquinos, aunque propenso a la clemencia. Hombre señero, solar y solitario, mágico y magnífico. Tan inasequible a la lisonja como al vituperio, pues ambas formas de la coacción. Intratable samurái, tan celoso de su independencia como implacable a los desleales, displicente indisciplinado, refractario a lo halagüeño que encadena suavemente y te impide ser quien eres, impermeable a las determinaciones y previsiones a las que nos sometemos casi todos. Réprobo, extranjero y condenado al ostracismo en su propia tierra, albatros caído, peregrino de una diosa ausente, perpetuo adolescente deseado y deseante de corzas heridas, cazador de cetrería en ciudad de liebres y conejos, sedicente sembrador de cizaña y claveles en surcos estériles, astro viril entre sombras de hombres, águila caudal entre amilanados y gallináceas, escarnio de pedantes, antítesis del medro y la componenda, azote de pazguatos, insólito solitario en la mejor compañía, Beltenebros, beau ténébreux, Teseo extraviado en su laberinto, disputado entre dos Ariadnas, Dionisos adorado de un extático trío de coribantes. Enimagnético como él solo, exhausto líder de nuestra comunidad exhalada, capitán de una tropa irredenta, almada hasta los dientes. Taumaturgo en el yermo, destilador de ensalmos, maestro en el erial, eremita de la autenticidad, cazador de lunas, indómito domador de sueños, inquietante mistagogo, recóndito druida que nos desvelaba, poco a poco, sus arcanos. Rabadán del cándido rebaño de nuestras esperanzas, zahorí de los manantiales secretos que, sin saberlo, cobijábamos. Fauno libertario frente a la fauna fanática que nos rodeaba. Imán de la imaginación tan nuestra como suya, labrador de los campos magnéticos cuyo surco trazaba entre nosotros. Anfractuoso peñasco al que quisimos encaramarnos. Galeote de una pasión desesperada e inconfesable, pero contagiosa, depravado acróbata, funambulista de la razón, ávido de vida. Zar del azar. César incesante. Conducător de esa parva mesnada irredenta que formamos a su mando, soberbio Jasón lastrado por la torpeza de sus argonautas, noble pendenciero en lides perdidas de antemano, guerrillero de la autenticidad en batalla campal contra las fuerzas del orden, debelador de estólidos, espadachín inclemente que con sus palabras aceradas descabezaba a los espúreos adalides culturales, a los funcionarios de lo académico. Reformador o hereje, en tierra de romos inquisidores. Rara avis, criatura abisal, retador de imposibles, concupiscente exaltado y flagelante sincero. Místico sembrador de vientos espirituales que recogería las más carnales tempestades. Eroe di virtù y vicioso villano al tiempo, canalla irresistible, siervo de amor. Un genio de lo erógeno, un héroe de lo erótico, tan heréitco como errático, aguerrido y qué garrido combatiente en la guerra de lo guarro. Genio tan genital como cenital, pues al séptimo cielo te llevaba. Inteligencia ondulante y sensibilidad en carne viva, sediento de lo absoluto, con la impar grandeza del derrotado. Afligido penitente o suplicante en sus días sombríos, ebrio dador de revelaciones, mesías apócrifo. Iluminado por un sol interior que calentaba nuestras entrañas, al tiempo que irritaba a los partidarios de las sombras. Sugerente insurgente, siempre resurgente tras las derrotas. Il miglior fabbro di parole, di parabole. Dichter in dürftigem Ort, ein Herzog des Herzens, Lebe- und Lesemeister. Un vrai troubladour. Hombre completo, Alcibíades y Sócrates a un tiempo, prometedor émulo de Prometeo, guía hacia la tierra prometida o el asalto del cielo. Niño revoltoso en el fondo de un adulto rebelde, revuelto contra los que no le habían devuelto nada de lo que le sustrayeron, de lo que le extrayeron. Todo eso, y mucho más, fue para nosotros Rafael Alconétar, en su época de gloria. 

 

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imagenMitómano sin remedio, sumo sacerdote del culto de sí mismo, rodeado de vestales que le bailaban el agua. Ingeniero sin genio de un proyecto abyecto del que hicieron trayecto aquellos escolares descarriados. ¿Pero cuál era, su “proyecto existencial”? Deslumbrante para algunos, no era sino una fabulación permanente, hecha de medias verdades y mentiras completas. Dicharachero brillante, con la unción de todos los sofistas para halagar y engreír a quienes lo escuchaban. Muñidor de galimatías entreverado de alguna gema genial. Hierofante vano, vendedor de humo, cabecilla que infló de ínfulas las molleras de aquellos nómadas de la ineptitud. Prestidigitador que transfiguraba, a los ojos de los ingenuos, la desvergüenza y las francachelas, en ardor vital y hazañas inauditas. Rebelde extemporáneo sin causa conocida, bohemio desastrado de vida desastrosa, timonel enloquecido en un barco ebrio y alucinado, decidido a naufragar, dogmático irredento, que creía en la desdicha y el estigma como patente de corso y llave maestra para abrir el lenguaje a nuevos rumbos. Poeta maldito y malquisto para dotar a sus poemas de un aura negra que de por sí tenían, pregunte a cualquier crítico objetivo. ¿Su obra literaria? Un mejunje indigesto por su falta de mesura, con la que hubiera podido llegar a ser un artista digno de la palabra. Pero no: Leerlo es como engullir un plato de excelente presentación que, junto a ingredientes exquisitos, sazonados con las sales de un ingenio poco común, contuviera una porción no desdeñable de excrementos. Lo espurio manchaba los hallazgos con que hubiera podido deleitarnos. Esteta del estercolero, dandy de la basura, pájaro que ensucia su propio nido, bergante impúdico, ligón de piscina con ínfulas de Casanova, Tenorio de pacotilla, marinero de agua dulce, estafador estrafalario que de falo extra presumía, gilipollas emblemático. De esos polluelos desnortados mentecato mentor, catador de las pechugas y las plumas de esas tiernas avecillas, esas muchachas que preferían los tropos a los trapos. Exacerbado concupiscente, víctima de sus pasiones y victimario de quienes apasionaba. Para decirlo más claro: depredador sexual, salteador de muchachas, indecente docente, corruptor de menores, corrupto él mismo de todos los vicios y sobornos de la voluntad y de la carne. Un cínico clínico, implacable con sus pacientes seguidores. Más que cónsul de la poesía, consolador de poetisas y petisos. Partisano o partidario de guerrillas y guarrillas, perturbado ocultista lúbrico, entregado a todas las perversiones de cuerpo y alma, encantador de serpientes, flautista de Hamelin, conduciendo a los cómplices de sus felonías, esa muchachada sin seso, al precipicio de la ignominia. Piloto suicida que puso rumbo hacia el derrumbe, queriendo arrastrar consigo a esos incautos. Cazador de gatas celosas y enceladas, ensalada indigesta de pedante y de canalla, olla podrida de lecturas a medio digerir, que ofrecía como delicatessen a esos polluelos ignaros. Enfático dorador de píldoras, domador de quienes creían rebelarse y se revelaban domésticos y pastoreados como corderitos por el lobo que se lanzó sobre la más tierna cordera. Patriarca de arcanos tan huecos como hueros, echándole dos huevos hacía que los tragaran, como artículos de fe. Fea manera de obrar, pero qué cabía esperar de ese pillastre de la sensualidad, astuto truhán, absurdo nigromante, violento señor feudal con derecho de pernada. Machista ególatra sin remedio, creía que poseía la poesía tanto como a las muchas muchachas que camelara. Insólito insolente e insultante sultán en esta tierra de buena crianza, con su séquito de fieles, secuaces domesticados. Pretencioso redentor de la provincia irredenta, dislocado gurú de esos adeptos alocados o tontilocos. También él loco de todas las colinas, y no sólo de las siete que rodean la ciudad en la que hizo tantos estragos. No un mito, sino un timo y tomadura de pelo, ein leere Lehrer, como lo definiera proféticamente Jeremias. Granuja aprovechado, versado en malas artes, filibustero de la filosofía, literato del latrocinio que troceaba textos ajenos para componer los propios. Destemplado y falto de temple a la hora de la verdad, pues su tiempo era el del engaño y la mentira. Enojoso litigante, avieso intrigante, histrión patético y sin gracia, pájaro de cuenta y nunca acabar, nihilista de cartón piedra; nihilistillo, vamos. Fatuo mixtificador de ideas no tan nuevas, maestro en artes suasorias, pájaro parajódico más que paradójico, mosca cojonera que se recochineaba de lo humano y lo divino, puerco de Epicuro y perro de la traílla de Diógenes, turbulento personaje en historias de robo y rabo. Dinámico demonio, que odiaba a los ángeles gélidos que lo ignoraban. Complaciente camarero que servía sin tasa a esa pandilla de jóvenes ebrios, con barra libre para desbarrar. Hipnotista averiado que los forzaba a confesiones fraudulentas y freudulentas, casi diría flatulentas, por la suciedad de sus pecados inciertos y complejos inventados para contentar al Inmoralista. Endiablado farsante, espasmódico Asmodeo. Remedo de Oliveira, sin Maga pero con dolorosa bruja. Un ídolo de barro y de barrio, un birria, sin duda. Un mamarracho que actuaba por rachas, tan pronto dando hachazos y acechando a los que odiaba como recluyéndose dolido de quién sabe qué gravísimos agravios. Un pobre enfermo que era, eso sí, poeta de su desorden.


Tan inicuo él como inocuos sus compinches, esos empalagosos pelagatos, chavales conchabados que perdieron la chaveta, pobres criaturas no aladas, como ellos creían, sino aleladas y alejadas cada vez más de lo real, títeres movidos por aquel farsante, prestidigitador de baratillo, que inventaba con ellos sus ficciones, convirtiéndolos en brutos sin alma, pues la vendieron a aquel demonio del mediodía, aquel trujamán grotesco pero ominoso. Ladrones que alardeaban de la urdimbre de sus hurtos, amantes amanuenses de su exhibición de atrocidades, imitadores de su propio mito, cómicos micos. Cáfila de filolocos, aprendices o más bien apéndices de aquel brujo, atareados tarados que hacían tarea de sus taras, trabajando en la degradación, decantando sin descanso lo mejor de ellos para desecharlo y echarlo a perder, quedándose con la hez. Club de fans de aquel fantoche, de quien creían que los guiaba hacia la libertad y lo que hacía era encarrilarlos por la senda de la sandez y de lo vano. Uncidos al Ungido, cual mulos que no molan. Menuda comunidad: ¿Un monasterio? No, un falansterio regido por su falo, discípulos de su cipote todos esos inseparables insectos de una secta, tan atentos a aquel tonto, latiendo a base de dislates, siguiendo como regla las arengas del haragán aquél. Una ínsula de insolados, un atolón de atolondrados. Escaladores descalabrados, por usar una escala que no podía ser la suya. Los muy tarados tarareaban improperios propios de quien eran reos, por libres que se creyeran. Menuda recua de renacuajos, escurridizo tropel de alimañas, que tras sus tropelías se esfumaban, como animalignos, criaturas del Averno, sin vernos las caras, pues nunca actuaron de frente los cobardes. Forjaron su destino, sí: un completo desatino.  


Y qué decir de su alcahuete, correveidile, mamporrero, factótum del fucktótum. Haragán ganado al gamberrismo fácil, codicioso del torpe botín prometido. Pupilo de su pupila, perseguidor de su mirada hasta el punto de perder la propia. Famélico fámulo, Pedrito faldero pegado a sus talones, lamiendo sus pantalones y quién sabe qué más. Menudo bobo sin fermentar que se creía un Gennariello, recibiendo las enseñanzas que su inspirado pedagogo iba derramando sobre él, regándole, pues estaba como una regadera, aunque para mí que lo que hacía era mearle encima. Minúsculo Francesco Prelati para ese Gilles de Rais en miniatura, babeante Babieca al que montaba ese Cid Cabreador, qué buen vasallo sería, si tuviera buen señor. Pues ¿y la tal Cavalls, qué Dolor de muchacha! Una de esas hembrillas encogidas, que escurren el bulto y el busto. Secretaria de los secretos que segregaba su director de cuerpo y alma, Medea miedosa solo de perderlo, enloquecida ménade que nadie entendió, roñosa plañidera. Con sus poses de posesa, esa Cavalls, jaca desmedrada y sucia, yeguarra con el pelo graso y sin ninguna gracia. Por otra parte una satírrica que vertía su tirria en la escritura, su odio contra todos, con algo de payasa en sus ficciones circenses, Circe litteraria que convertía en cerdos a todos los que retrataba.  


Pero él, Saturno saturado de tanta sátira, se los comería a ellos, a sus hijos adoptivos. 

 

© Mario Martín


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