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imagenPilar Galán

EL DRAMA DEL NOMINADOR
      

 

La sinonimia total no existe. Depende del contexto. No escribimos al azar asno, pollino, jumento, rucio, burro.
       Te amo no es igual que te quiero, te estimo, te deseo, muero por ti.
       Una pítima, una cogorza, una borrachera, un peo, un pedal no aparecerían nunca en un informe médico. Intoxicación etílica, estado de embriaguez, sí. Cefalea y jaqueca. Periodo o período, con acento, como amoníaco, menstruación, mes, primo de América, la cosa. Estoy con mis cosas, déjame.
       Al principio no le dijo a nadie en qué consistía su trabajo.
       Puta, prostituta, ramera, fulana, golfa, mujer de mal vivir, meretriz, cortesana, coima, buscona, pingo, hetaira, señorita de compañía, zorra, pelandusca.
       Mucho menos que había conseguido entrar por enchufe.
       —Pásate por el estudio, le había dicho Berta—. Tengo un conocido que puede echarte una mano.
       Pechos, tetas, ubres, delantera, melones, mamas, senos, domingas, pechera, escote.
       No se avergonzaba. Tampoco se sentía mal. Simplemente no sabía el nombre exacto de su trabajo. Era curioso que se dedicara a poner nombres y desconociera cómo se llamaba su oficio.
       Oficio, trabajo, mester, dedicación, quehacer, función, puesto.
       —Presume de ser nominador —le dijo Berta. Suena bien, como los que inventan los productos, los publicistas de los lemas y las campañas electorales
       Él no inventaba productos, ni pensaba lemas ni planeaba consignas que sobrevolaran como palomas asustadas las cabezas de los que voceaban en los mítines. Tampoco le hubiera gustado hacerlo. O sí. Quién sabe.
       Por el cambio, ahora sí, OTAN, de entrada no, somos iguales, somos diferentes.
       Totus tuus. Ese sí que había sido un buen lema. Juan Pablus dus, gritaban los que no sabían latín, los que solo entendían las vocales pegadizas de un idioma bien escogido.
       Él sí sabía latín y griego, y cómo suenan las palabras, esa música de piedra desgastada por el agua, pulida hasta quedar sin bordes, hasta que pueda deslizarse entre los labios y rebotar sobre la superficie, limpiamente.
       Él sabía lengua, y lingüística, sintaxis, semántica, pragmática, fonética y fonología. Y hablaba inglés, francés, alemán, italiano y un poco de ruso.
       Un doctorado, un máster en traducción e interpretación, una carrera sacada gloriosamente y una lengua rápida para los idiomas le habían traído al sillón donde se sentaba ahora, frente a la pantalla que le devolvía la imagen de su sonrisa burlona. Lo de la lengua rápida había tenido su gracia, sí señor. También le había traído aquí un enchufe y eso no tenía gracia, o sí, según se mire.
       —El jefe es un conocido de un amigo que me debe muchos favores—, le había dicho Berta. Hoy por ti mañana por mí, no pierdes nada.
       Él había asentido, sobre todo porque no quería que ella siguiera manteniéndolo.
       Cuando jefe (se había acostumbrado a llamarle jefe, a secas, como hacían todos) había leído su currículum, su primer gesto había sido de desprecio. Ni siquiera de asombro o perplejidad. Luego acabaría por darse cuenta de que una persona con la experiencia del jefe no puede conocer ninguno de los dos términos.
       Jefe le había mirado desde sus casi dos metros de altura, al mismo tiempo que sujetaba entre sus manos la hojita blanca en la que él había tratado de resumir su vida intelectual, y la movía como quien agita un pañuelo de papel justo antes de sonarse los mocos, o como quien contempla un insecto en el segundo anterior a bajar el pie para aplastarlo.
       Él se había preparado cientos de respuestas posibles a todas las preguntas que no fueron formuladas nunca.  Ahora, sentado en un minúsculo despacho decorado con fotos de mujeres retorcidas en posturas imposibles, lo único que sentía eran ganas de salir corriendo para dejar atrás la mirada escrutadora y en cierto modo familiar del hombre enorme que tenía enfrente. Si no lo hizo fue porque se lo había prometido a Berta, así que respiró hondo, se concentró en el vaivén de la coleta algo canosa del jefe y esperó su veredicto.
       —¿Te gusta el porno?--le preguntó, de repente.
       —No, no mucho—contestó con un hilo de voz, al mismo tiempo que se maldecía por estar metiendo la pata.
       —Mejor —dijo el jefe—. Así no te distraes mientras trabajas.
       Y así, con esa frase, quedó aceptado en Sexenterprise Connection, nombre imposible (otro más para la colección) con que había sido bautizada la empresa en la que iba a prestar sus servicios.
       Trabajo de nominador, decía, como le había aconsejado Berta. De los que ponen nombres en publicidad,  e idean lemas y consignas para las campañas.
       A ver, dime uno, le animaban los amigos, le preguntaban en casa, como hacían sus tías solteras con los idiomas. A ver, dime algo en francés. O en italiano, o en ruso. Dime cómo se dice pan en inglés. Je ne comprends pas. Tú no compras pan, qué gracioso. Adiós, bye, adieu, ciao.
       No os  puedo decir nada, es secreto, contestaba, con una media sonrisa que no le hacía parecer interesante, sino gilipollas.
       Tacos los menos, chaval, le había dicho jefe. No te pago por hablar mal, sino por hablar, no sé si me entiendes.
       Y no, al principio no entendía, luego se fue acostumbrando. A todo. A la gorra de jefe, a su coleta canosa, a la mierda increíble de su cubículo (no, no puedes trabajar en casa, a saber en qué vas a ocupar las manos si no las veo), a los monosílabos con que se relacionaba con sus compañeros (quién podía tener fuerzas para hablar después de bucear en tantas palabras), a los jadeos y gemidos de los dobladores que le llegaban como un eco imposible a través de la puerta, como sonidos marinos de monstruos apareándose en las fosas donde nunca llega la luz.
       A todo.
       —¿Qué tal, amor?-- le  preguntaba Berta, con una sonrisa en los labios.
       —Bien.
       —¿Solo bien?
       Bien, va bien. A secas. Tenía trabajo. Le pagaban. Y encima practicaba idiomas. En un ámbito reducido, sí, en el campo semántico del porno, sí, pero idiomas. Tampoco creía que sus compañeros de facultad ampliaran mucho su vocabulario trabajando de recepcionistas.
       Él sí ampliaba el suyo.
       Pollas, penes, manubrios, vergas, pitos, falos, miembros, bálanos.
       Dildo. Strap on.
       La pantalla del ordenador se llenaba de diálogos imposibles plagados de términos desconocidos.
       Anal. Orto. Culear. Backdoor.
       El primer mes perdía mucho tiempo hasta que poco a poco se puso al día. Luego fue todo rodado.
       Hardcore. Bizarre. Bondage.
       Súper, le decía jefe.
       Bye, le decía la recepcionista de Sexenterprises Connection, una rubia desvaída con unas tetas de escándalo, que bien podría haber sido la protagonista de cualquier película de soft porno.
       OK, decían los dobladores, para economizar fuerzas, sobre todo aire en los gemidos.
       Bien, contestaba él.
       Vale.
       OK.
       Llegaba a casa lleno de conocimientos extraños, pero vacío de palabras. A los dobladores, además, les dolía la garganta. Las cuerdas, muy sensibles. Bebían agua todo el tiempo, dosificaban la respiración. Medían los jadeos. Se llevaban bien con él porque ampliaba los diálogos, les ahorraba dolor.
       Él no bebía agua. Café sí, por litros. Se dormía viendo las películas en el ordenador, todas iguales, todas diferentes.
       Rubias, pelirrojas, morenas, morochas, monas, coloradas.
       Traducirlas era fácil. Salvo la puesta en situación del principio, que variaba un poco, tampoco mucho, lo demás era pan comido. A veces era una entrevista de trabajo; otras, una piscina, un garaje, un colegio mayor, teen, teenager, lolita, una mucama, una doncella…Poco más. Lo otro venía seguido. Y ya había poco que traducir.
       Ven, toma, dale, más, así. Me corro. Me estoy corriendo. Me voy. Me estoy yendo. Voy a castigarte por haber sido mala. ¿Con deberes? No, con deberes no.
       Por ejemplo.
       Alguna vez que intentó salirse del esquema a jefe no le gustó nada. Lo que funciona, funciona. Para qué cambiarlo.
       Berta no pensaba lo mismo.
       Cada noche se empeñaba en hablar y hablar, en que le contara. Y ella contaba y hablaba y a veces quería que él le mostrara las películas. Se le calentaba la voz, se volvía casi un susurro y él no se atrevía a decirle cuánto la odiaba en esos momentos en que se parecía a las mujeres con las que pasaba el resto del día.
       A veces sí trabajaba de nominador, cuando las películas venían sin título, o el que traían no entusiasmaba a jefe.
       Escribía títulos directos, sin metáforas, sin rodeos. Costó acostumbrarse. Nada de rubias tardes de merienda, mejor negros meriendan a rubias, por ejemplo. Trío salvaje se queda corto al lado de Dale lo suyo a la morocha. Toma que toma. Orgía salvaje. Rubia salvaje. Sexo salvaje y extremo. Cerdas. Guarras. Salidos en acción. Supersalidos. Salidos S.A. Salidos de las S.S. Salidos solitarios. Sátiros salidos. Simpáticos salidos solitarios. Supersexy salidos sexuales.
       Súper, decía jefe.
       Al acabar la tarde, lo único que le apetecía era cerrar los ojos y perder de vista los cuerpos para siempre. Hasta el de Berta. Sus manos, su boca, sus palabras. Siempre palabras.
       Los títulos que más gustaban eran los que parodiaban las películas conocidas. O los cuentos infantiles. Polvorienta, por ejemplo, le proporcionó una semana de carcajadas y palmadas en la espalda. Así se hace chaval. Viaje sin globo no fue comprendido. Veinte mil leguas de viaje intrauterino, tampoco. Cerdy woman triunfó incluso en los cubículos marinos de los dobladores. Como Spérmula, la vampiresa imposible.
       Lo peor no era el trabajo en sí. Era un trabajo como otro cualquiera, y además, alguien tenía que hacerlo. Peor era estarse mano sobre mano en casa. No estaba mal pagado, y a veces, sobre todo al principio, se reía, luego, no tanto.
       Lo peor tampoco era Berta y su risa tonta, o sus intentos de excitarlo, tan torpes, comparados con las maniobras en la oscuridad que él se había acostumbrado a ver, y que tampoco necesitaba.
       Dame más, gritaba, o así, así, así…Y él no podía concentrarse, traduciendo mentalmente al inglés, o al ruso, a las bocas abiertas perfiladas de rojo que habían gemido para él en las pantallas. Sigue, sigue…y él, como si lo viera desde fuera, solo esperaba la aparición del negro enorme, del luchador de sumo, de la amiga despistada e ingenua que había entrado a por azúcar y se unía a la fiesta, sin preámbulos.
       ¿Te ha gustado? preguntaba Berta y él se mordía la lengua para no decirle que el guión no estaba a la altura de los actores, que faltaba acción o dramatismo, una tercera persona, un viaje a las Vegas, un obrero sudoroso, una mucama, algo, una chispa que no llegaba nunca.
       Lo peor no era eso. Lo que le quitaba el sueño era quedarse sin sinónimos.
       Rubias hambrientas. Rubias deseosas. Rubias desenfrenadas. Rubias enloquecidas. Enfervorecidas, no, demasiado culto. Tampoco febriles. ¿Lascivas? ¿Desbocadas? Ardientes sí. Calientes. Cachondas. Salvajes. Desaforadas. Lobas. En celo.
       Orgías, en la sauna, en el jardín, audición de orgías, espectacular orgía, salvaje orgía, orgía sin fin. Desmesura no, ni bacanal, ni saturnal, incomprensible cultura clásica. Tampoco jolgorio. Desmadre quizá.
       Variaciones hasta el infinito. Permutaciones de ene elementos tomados de ene en ene. Rubias con negros, negros con pelirrojas, latinas,  lesbianas, sado, duro, perversiones…
       Embarazadas, amateur, abuelos.
       Las películas llegaban cada vez más deprisa y él se estaba quedando sin sinónimos.
       No eres un puto escritor, le gritó jefe. Pon títulos que la gente entienda, o graciosos, como antes.
       Como antes, había dicho, como si fuera tan fácil volver a los tiempos en que tenía la cabeza llena de palabras, palabras que surgían solas, que volaban solas después de pulirse entre sus labios. Ahora cada una de ellas costaba un mundo, un parto doloroso y sangriento que dejaba la boca seca, y las entrañas heridas y rabiosas.
       —No te compliques tanto, amor —le decía Berta. Haz fácil lo difícil.
       —No te compliques, chaval —le decían los dobladores. Una imagen vale más que mil palabras. Si por nosotros fuera, estas películas serían mudas.
       Y se reían, sin sonido, para no desgastar sus gargantas maltratadas.
       Un coño es un coño, chaval, déjate de sinónimos.
       Himen, panocha, vulva, rosa, almeja.
       Partes pudendas. Boca del cuerpo. Alegría del marido. Descanso del guerrero. Fuente de la vida.
       Una semana más tarde, Berta le anunció que estaba embarazada. Preñada, en estado de buena esperanza, grávida, gestante, pensó él para ganar tiempo. Fuera del trabajo aún conservaba los sinónimos. Y alguna metáfora. Y hasta la paradoja y la antítesis de estar alegre y triste a la vez, de querer huir y al mismo tiempo desear sentarse al lado de Berta y abrazarla, protegerla, cuidarla, lejos de rubias sórdidas, salvajes, sucias, en aliteración de ese sinuosa y sexual.
       Esa noche se creyó capaz de empezar de cero.
       Dejo el trabajo, jefe, le dijo al día siguiente, sintiéndose mitad héroe mitad traidor.
       El jefe le miró con los mismos ojos de desprecio de la primera vez, ahora velados por una especie de resignación que casaba mal con su coleta teñida de un rubio que apenas cubría las canas. Luego, como si le costara un gran esfuerzo, le señaló la puerta del estudio de los dobladores.
       Mañana por la tarde empiezas ahí. Por la mañana sigues donde siempre. Doble turno. Tampoco tienes tan mala voz, y para suspirar cualquiera es bueno.
       Y justo cuando él iba a empezar a protestar y a decirle si no le había oído, el jefe pronunció la frase que iba a marcar su vida para siempre.
       Si has sabido follar a mi hija y dejarla embarazada, también sabrás cómo lo hacen los otros.
       Y luego, había dado por finalizada la conversación, mientras el nominador ensayaba en vano varias frases, preferiría no hacerlo, no, gracias, tengo otros planes, mareado aún por los sonidos que se acumulaban en su cabeza, agobiado por el descubrimiento de las sílabas que danzaban sin querer unirse, sin querer reconocer en jefe los rasgos familiares que no había querido ver nunca, los gestos, su cerrilidad estúpida de no querer ahondar en Berta, en su mirada neutra cuando le dijo que podía conseguirle un trabajo, un conocido de un amigo, ya sabes, que se dedica a películas y tal, y ahora sí, ahora todo cuadraba, ajustaba, encajaba, ahora volvían todos los sinónimos, justo ahora que ya no iba a necesitarlos.
       Y entonces se dio cuenta de que estaba destinado a quedarse sin palabras, solo con imágenes, gemidos, bocas imposibles, labios abiertos, vaginas, penes, jadeos, partos, llantos en mitad de la noche, algún grito, voces, discusiones, chillidos en los parques, fiestas de cumpleaños, cabalgatas de Reyes… y con un poco de suerte, al final,  silencio.
       Secreto, reserva, omisión, disimulo, ocultación, sigilo, misterio, prudencia, discreción, circunspección.
       Paz, sosiego, tranquilidad, calma, reposo.
       Mutismo, mudez, afasia, afonía.
       Muerte.
       Nada.

 

© Pilar Galán

Pilar Galán es licenciada en filología clásica y trabaja como profesora. Ha ganado numerosos premios de cuentos, como el Miguel de Unamuno y ha sido finalista del N.H. y del A.M. Matute. También ha ganado el premio de periodismo F. Valdés. Ha publicado cinco libros de cuentos y cuatro novelas. Escribe una columna de opinión en El Periódico de Extremadura. Ha participado en numerosas antologías: Velas al viento, Relatos relámpago, etc. y en revistas como Turia, Alcántara, Muchocuento, La luna de Mérida o Mangaancha.
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