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imagenUrbano Pérez Sánchez

Trieste (fragmento)

 

Los del tercero han tendido la colada.
     Prendas corrientes de diversos colores (alguna con demasiados lavados a su espalda), a las que agita de manera brusca el viento.
     En el flanco izquierdo ha aparecido una nube.
     De la ventana de enfrente sale una luz amarilla que contrasta con la pátina gris que ha adquirido la fachada.
     Sé lo que va a pasar, como el que ve por segunda vez una película de crímenes y se concentra en las víctimas.

     Al lugar se desciende por una vereda estrecha. Desde una pequeña elevación del terreno, pese a la vegetación, veo a algunos miembros de mi familia. Están en el río que se encuentra próximo al puente por el que antaño cruzaba el ferrocarril que venía del norte. A mi espalda, sin embargo, no paran de oírse trenes. Es extraño, como si yo, con mi corazón bombeara esas máquinas. He visto alguna vez fotografías de una comida en ese lugar. Fueron tomadas antes de que yo naciera. Ahora, en cambio, formo parte de la escena. Suelto la bicicleta en el suelo y saludo en este orden: a un hermano de mi padre y a su mujer, a mi madre y a mi padre, que tirita y tiene dolores. 

Me levanto y tengo la sensación de venir desde muy lejos.

¿Siempre fue así? En los días de duelo se acentuaba la belleza de las cosas.
     ¿Por qué al dolor le sucedía dicha revelación?
    
He llegado a pensar que estimulaba mis sentidos.

Dorada realidad, como la pieza de una cubertería heredada que durante la noche parece haber perdido su brillo y una mañana más se la ve resplandecer.

     Pero es como si al mismo tiempo hubiese en la muerte una especie de ángulo muerto, valga la redundancia, una zona de no visibilidad.
    
Quien fuera autor del libro de poemas titulado Los Muertos, el santanderino José Luis Hidalgo, fallecía prematuramente en 1947.
     Tenía la edad que yo tengo ahora.
     Ese año, la escritora Concha Zardoya obtenía el Accésit del Premio Adonais con Dominio del llanto, donde se incluía su “Elegía” -compuesta íntegramente de preguntas- en memoria del difunto poeta:       
           
                        “¿Como guijarros caen nuestras voces
sobre tu sueño puro? ¿Vives? ¿Duermes? 
                        ¿Reposas en la tierra? ¿Has trasfundido
                        tu corazón al aire?
                        ¿Es un nuevo país? –te preguntamos.
                        ¿Una puerta cerrada entre dos mundos?
                        ¿Un gran viento de Dios que barre cuerpos
                        para dejar las almas libertadas?
                        ¿Cuáles cielos profundos palidecen
                        en la remota luz que de ti nace? (…)”.

Dice Georges Perec en ¿Acercamientos a qué?:
     “Me importa poco que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas de un método, como mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan triviales e insignificantes: es precisamente lo que las hace tan esenciales o más que muchas a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra verdad”.

     Me siento un poco decaído. Ahora mismo no me apetece salir, salvo por ver a Puri, a Javi, a Manuel.

     Como si fuera la conciencia de otra persona me digo: dile a tu cliente que la tristeza no se convierta en costumbre, que sea solo la elección de ciertas noches en las que no pasa nada y es suficiente.
     Dile, mejor susúrrale: tu gloria, por diminuta que sea, por breve el momento en el que tenga lugar, es real.

¿De dónde esta inclinación mía por el soliloquio?
     Mi hermana -antes incluso que el dublinés y el triestino-, acostumbra a hablar sola y en voz alta.

     En los bares me doy cuenta de que casi nadie entiende lo que digo y que a mí me ocurre lo mismo con la mayoría.

     La mayor parte de las veces asiento y digo “ya, ya”, pero no me estoy enterando.

     En parte, no oigo; en parte, no me interesa.

     El segundo año de carrera, mi compañero de piso y yo nos fuimos juntos de vacaciones. Ya habían terminado los encierros cuando nos unimos al fin de fiesta con Moy y su pandilla.
     Entonces tuve la corazonada de que él y yo, con el tiempo, seríamos algo más que simples parientes.
    
En cierto modo, no me equivocaba. 

La noche en que llegamos me estuve besando con una desconocida delante de todos.

¿Cuántas cosas hacemos para impresionar, para que otros nos dirijan su atención?
    
El querer escribir.
   
 Ni mi entorno ni muchas de mis costumbres encajan fácilmente con dicha aspiración.
     Al menos con cierta idea estándar de la misma.
    
Tengo la duda de si mi vida debería de ser de otra manera.
    
Abro un abanico de nombres al azar: Auden, Gaos, Nora, Saba, Svevo…

¿Tendría que hacer algunas cosas que no hago? ¿O las hago?  

 

 

© Urbano Pérez Sánchez

 

portadaUrbano Pérez Sánchez (Hervás, 1981) es autor del poemario Del tiempo, los cambios (Editora Regional de Extremadura, 2010) y de la novela breve Trieste, publicada recientemente en esta misma editorial. Es licenciado en Humanidades por la Universidad de Salamanca y profesor de enseñanza secundaria. Ha impartido talleres de escritura creativa en diversas instituciones, como la Escuela de Letras de Extremadura y la Università delle LiberEtà de Udine.


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