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LA FISURA ENTRA POR LAS MANOS


«Agárrate a mí», me dijo la noche en que nos rompimos las manos. Todos nuestros dedos, la fisura. Entonces yo me cogí a ella con fuerza y empezamos a correr juntas hacia la casa del pantano; un sonido como de lluvia enloquecida golpeando sobre una chapa metálica.

      Todo el mundo hablaba de aquello. La yegua del pantano, así la llamaban, se había vuelto loca. Eso decían. Era un animal fuerte, color negro; una pura raza. La mejor yegua que tenía la familia.

      Una familia indemne, llena de agua y cofres.

      Recuerdo que solía verla pasar cada tarde, hacia el río, con la hija pequeña cabalgando sobre su grupa. La niña hundiendo sus espuelas sobre la salvaje piel. Atardecía, yo estaba en mi ventana y las dos pasaban; el crujir de un millón de costillas derrumbándose colina abajo. Recuerdo observarlas y pensar: «Una hija disfrutando las migajas de oro». Y pensar: «Aunque los otros no lo sepan, lo sagrado es esto». Esto, y resistir.

      Era un animal negro y fuerte, la yegua preferida de aquella familia. Pero se había vuelto loca.

      Eso decían.

      «Vayamos a verla», me dijo ella esa noche. «Quiero tocarla». Y no hicimos otra cosa que correr, descalzas como estábamos las dos, hasta llegar junto al pantano.

      La noche lo llenaba todo, y hacía frío; recuerdo que yo cogía fuerte su cintura y ella tiritaba y apretaba los labios. Su boca convertida en un gran destello, preparada para derribar.

Nosotras estábamos justo ahí, al otro lado de la valla que rodeaba la casa, y la sombra de la yegua gemía y golpeaba los tablones con las patas traseras. Alguien había puesto una soga alrededor de su cuello y en torno a sus patas y el animal apenas podía moverse. Nos acercamos. Tanto que pudimos ver el brillo de sus ojos; explotaban enteros, se te clavaban entre las uñas.

      Te hacía enmudecer.
      Algo realmente bello.
      Si eso era la locura, no había belleza igual.

      No parecía una yegua que hacía unos días hubiese atacado el ganado de aquella familia. Tampoco parecía un animal que hubiera arrojado al suelo al padre, cuando atardecía y los dos bajaban cabalgando hacía el río, destrozándole el rostro al caer sobre él. Deshaciendo los nudos que dictan.

      Pero estaba loca. Eso decían.

      Permanecimos horas frente a ella. Muy quietas. Aquellos ojos dentro de todos los dedos. Su piel negra, lista para abolir nuestra carne.

      «Agárrate a mí», me dijo ella de nuevo en voz baja. Entonces yo me sujeté lo más fuerte que pude. Y nos quedamos así mucho tiempo, sin apenas movernos, respirándonos cerca. Después ella cogió mi mano y me obligó a acariciar la oscura piel del animal con enajenada insistencia. Fingí inquietud. Pensé en los hijos que no tendría. Fui feliz.

      Y también yo reclamé las sobras. Para ensuciar el agua. Para abrir todos los cofres.

      En la casa del pantano se encendió una luz. La silueta del padre apareció en la puerta. Aunque desde la distancia no era posible distinguir su cara, hubiera jurado que me miraba directamente a los ojos. Me imaginé su rostro lleno de cicatrices impugnando el deseo de nuestra manada. Le sostuve la rabia durante generaciones, con la mano sobre la grupa de la yegua. De nada sirvió su semen ni la sequedad de su mandíbula. Su fuerza no expolió. Nosotras permanecimos. Y mientras el hombre salía de la casa y se acercaba deprisa hacia aquel salvaje animal, y nosotras estábamos allí juntando nuestros cuerpos, entonces lo supe. Empecé a desatar las cuerdas que detenían esa piel tan honda, lo más despacio que fui capaz. La yegua  permaneció inmóvil recordándome la magnitud de la catástrofe, y comprendí que esa noche lo rompería todo: la mirada de mis propios padres, el viejo sonido de la madera, toda mi niñez, el pantano.

      Mis manos rotas para siempre.

      Era hermoso aquel animal, realmente lo era.
      Pero estábamos locas. Eso decían.

 

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© Patricia Figuero


Patricia Figuero es autora de relatos, textos poéticos y piezas teatrales. Algunos de sus cuentos han sido premiados y publicados en diferentes revistas literarias y antologías: Relatos 04 (Ed. Tres Rosas Amarillas, 2012), La carne despierta (Gens Ediciones, 2013), Relatos de mujeres 7 (Ed. Torremozas, 2013) y Wollstonecraft. Hijas del horizonte (Imagina Ediciones, 2015). Acaba de terminar un libro de prosa poética: «Domesticar la noche» y sus piezas teatrales «La isla existe» y «Que alguien llame a una de esas mujeres» han sido llevadas a escena. Su último trabajo como dramaturga, «Eres un buen momento para morirme», homenaje al poeta Félix Francisco Casanova, se estrenará en enero de 2019.


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