The Barcelona Review

FACEBOOK

imagenCarmen Simón

El mundo de lo apagado


No puedo recordar con claridad los sucesos de las noches recientes. Tengo la angustiosa certeza de que alguien entra hasta mi recámara mientras duermo. A pesar de lo absurdo de la idea, la sensación de miedo crece día a día, pero ciertamente alberga también un dejo placentero que no entiendo. Aun sabiéndome perezosa, percibo al despertar un sopor ajeno, difícil de sacudir. Cuando logro levantarme, lo primero que hago, así tal cual me desprendo de las sábanas —medio desnuda, descalza, enlagañada y revuelto el cabello— es revisar detenidamente cada objeto de la casa. Todo en su sitio. Reviso, también, las puertas y las ventanas. Nada por qué dudar. El único sitio que merece inquietud es el balcón, pues el pasador interior de la puerta de acceso, con solo tirar de él, cede. Pero, ¿cómo podrían hacerlo desde afuera sin romper ningún vidrio? Durante todo el día la zozobra de lo desconocido aumenta y, conforme le ganan las sombras al sol, tiembla mi interior sacudiendo hasta las vísceras. Lucho por desechar las dudas tachándolas de irracionales e intento encontrar alguna explicación lógica. Sin embargo, engañándome a mí misma, cada noche me acuesto más temprano, aunque mi amanecer siga ocurriendo hacia el mediodía.
              Ahora, como entablando un reto absurdo, cierro cada ventana de la casa; con suma minuciosidad le paso llave a la puerta de la entrada y echo la cadena. Corro las cortinas de las ventanas, pero me cuido de no bajar las persianas; esa poca luz que se cuela es mi amparo. Después de poner el pasador del balcón introduzco entre las hojas de la puerta un papel doblado a modo de señal, como lo hacen en las películas. Reconozco que es algo tonto, pero en el fondo me divierte y hasta me provoca una cierta agitación. A las ocho me acuesto. No puedo dormir. A oscuras fumo un cigarrillo, dos, otro más, mientras trato de convencerme de que aquello debe de ser una quimera, producto de la reciente sordera súbita que sufro del lado izquierdo. Procuro, pues, evitar dormir sobre el costado derecho, así ese oído permanecerá alerta. 
              Ya medio dormida siento que la puerta de la recámara comienza a abrirse lentamente. Permanezco inmóvil y espío tramposamente con los ojos entrecerrados. Dos hombres vestidos de riguroso frac y sombrero de copa negros se deslizan sin provocar ruido dirigiéndose hacia mí. Lo impecable de su aspecto evita que su presencia me asuste. Más bien los miro con cierta curiosidad. Se detienen a un escaso metro de donde me hallo; me observan por unos instantes y, después de que uno de ellos toca el ala de su sombrero, avanzan y se sientan sobre mi cama —uno a los pies y otro en la cabecera. De los cuerpos de esos hombres proviene un extraño y penetrante olor primigenio, imposible de descifrar, que me atrae con fuerza. Por encima de mi cuerpo, aunque sin tocarme, sus largos brazos inician una serie de movimientos ondulatorios a modo de un ritual amenazante y seductor. Una repentina corriente helada me recorre provocándome espantosos y violentos temblores. No tengo voluntad para siquiera intentar detenerlos, porque me vence un goce hasta entonces desconocido por mí. De las mangas de sus sacos oscuros asoman los blancos puños de las camisas y de ahí proviene un hipnotizante destello dorado producido por las pequeñas espadas que usan de gemelos; los espasmos cesan. Puedo notar ahora que sus manos son desmesuradamente grandes y que las acercan hacia mi cuerpo con unos largos dedos que anuncian tocarme. El miedo comienza a emanar helado y lo siento penetrar en el pecho, en el estómago, hasta en los huesos. Comienzo a gritar con todas mis fuerzas y, a pesar de la rigidez que domina mi cuerpo, consigo darme la vuelta hacia un costado. Es tanta la violencia del giro, que caigo pesadamente sobre el piso, aunque de inmediato ya me arrastro manoteando sin tino en un intento por alcanzar la lámpara. Me doy cuenta de que he perdido todo sentido de orientación y de que tengo dificultades para respirar; ahí tirada en medio de esa negrísima oscuridad, lloro ruidosamente. A gatas inicio la búsqueda de la mesa de noche hasta que por fin doy con ella; la forma tan desesperada con que me aferro a su borde hace que la vuelque precipitando sobre mí todos los objetos que hay en ella. Vuelvo a gritar, pero al sentir la lámpara contra mi pierna, la tomo temblorosa entre las manos y, apenas gimiendo, sigo el cable que me lleva al interruptor. Logro entonces encender la luz.
Tirada sobre el piso como si fuera un animal, miro hacia todos lados y no encuentro ni rastro de los hombres. Guardo silencio por unos minutos para tratar de escuchar algún ruido que pudiera provenir de los otros cuartos de la casa, pero me doy cuenta de que es necesario salir de la recámara para asegurarme de que se hubieran marchado. Basta esa sola idea para sentir un espasmo en el vientre y que el corazón me comience a latir con un fuerte arrebato.
             Instintivamente me llevo las manos hacia el pecho; luego con el camisón seco las lágrimas y los mocos que me escurren. Veo que la puerta de la recámara está cerrada; despacio la abro y me asomo. La claridad que proviene desde el balcón me permite comprobar que la sala y el comedor están vacíos; rápidamente salgo, me acerco al interruptor y prendo la luz. Después voy a la cocina, luego al baño, y hago lo mismo. No hay nadie. Recuerdo lo del papel y me dirijo hacia el balcón. Intacto. Ya no puedo más; me siento mareada y con náuseas; las piernas tiemblan sin control y me desplomo sobre el sofá.

              El timbre de la puerta consigue que abra los ojos; los párpados lentos bajan, suben de nueva cuenta, trabajosamente, parecieran hartos de arena. En la cabeza siento una pesadez terrible, seguida de un insistente retumbar de las sienes. No tengo idea de la hora y mucho menos en qué día me encuentro. El timbre pareciera gritar y me obliga a hacer un esfuerzo por levantarme. Abro. Es Pablo. Al verme, su cara alegre se transforma en una mueca de dolor y de espanto. Sus ojos marrón crecen al mirarme. Aunque quiero abrazarlo fuertemente, lo hago con total desgano. Voy a la recámara a vestirme; me pongo unos jeans y una camiseta, y me acerco al espejo para peinarme. Comprendo entonces el motivo de su desolación. Unas oscuras y profundas ojeras circundan mis ojos; la palidez y varios kilos de menos muestran un rostro desencajado, casi sin vida. Pablo insiste, en una suerte de ruego, en que vayamos a comer. Acepto porque me faltan fuerzas para hablar, no puedo pensar, no puedo sentir, no puedo, no puedo.
              Él come con avidez todo lo que nos ponen enfrente. Sopa, arroz, costillas de carnero, panes, salsas, bebidas y hasta un nevado strudel. Masca, sorbe, deglute, traga, bebe. Yo apenas puedo con un par de bocados. Juego con el tenedor, lo dejo aburrida, para luego insistente, obsesivamente, golpear la mesa con una cuchara, que ya se queja de mi obstinación. Salimos del restaurante y empezamos a caminar. Más ruegos y ahora me obliga a atravesar por un parque cercano. La boca gruesa de Pablo habla entusiasmada, pero logro desentrañar su simulación. Niños, pelotas, mujeres, areneros, columpios, globos y algodones de colores; árboles que acurrucan parejas, viejos que roban sol, pasto verde, flores, aromas y fuentes secas. Los labios de Pablo siguen moviéndose, se abren, se cierran, pronuncian, pero yo no escucho nada. Alzo la vista buscando la escena del horizonte. Cientos de pájaros trazan incansablemente perfectas elipses negras, fugaces, en repetidos yendo y viniendo, regidos bajo una sincronía rigurosa. Es el momento en que la tarde púrpura va dando paso a la hora nocturna; impaciente, decido regresar a casa. Al llegar, él insiste en quedarse, pero no se lo permito. Antes de que una furia inaudita me lleve a empujarlo, Pablo sale envuelto en angustias. Cierro de un manotazo la puerta y me aseguro de pasar el cerrojo y la cadena.

              Solo quiero dormir, sí, dormir, dormir todo el día, todos los días, todas las noches, días-noches, noches-días. Invoco a la oscuridad como a Dios, ven a mí Dios, ven a mí. Y para que se me conceda el milagro debo edificar un templo, eso, el templo y este templo se erigirá de la oscuridad, brotará de entre lo apagado. No puede ser de otro modo, ahora lo sé, estoy segura y esta seguridad me provoca una suerte de felicidad que se acompaña de ráfagas de escalofríos, de conmoción. Me dirijo hacia la ventana de la sala, bajo la persiana y corro la cortina; ahora el balcón, persiana y cortina bien apretadas. La cocina no tiene persiana, así que voy hasta mi habitación, arranco la cobija que abraza al colchón y clausuro satisfecha ese claro. La agitación me hace toser, la boca está seca y la lengua pastosa pegada al paladar. Siento el calor emerger de mi cuerpo en oleadas rojas, cada vez más rojas, intensamente rojas; el sudor irrumpe como infantiles ámpulas virales. Con la emoción detenida en los labios, que tiemblan emitiendo una suerte de balbuceos febriles, me detengo a observar lo que no se ve, lo que ya no es porque no se mira, simplemente porque mi voluntad no lo deja mostrarse. Un último resquicio de luz resplandece en mi habitación y me lanzo en su contra, a la yugular de ese halo inmundo, indecente en este mundo nuevo de lo apagado. La fiebre oscura me lleva a arrancarme las ropas, fuera todo, ninguna prenda cuelga de mi cuerpo ya, solo penden mis cabellos que aunque los jalo persisten en permanecer. No importan, son nada ahora porque no se ven. Me meto a la revuelta cama y con la orilla de la sábana me seco el sudor de la cara. Respiro fuerte, lanzo el aliento caliente en resoplidos que percuten contra estas cuatro paredes, van y vienen, regresan sonoros, complacientes de este hervor. Y lentamente en un ritmo agónico se apagan. Quizá el único blanco que violenta mi templo es el de los ojos. Pero ya se apaga, ya va a medio camino, a la meca del durmiente eterno.
              La puerta me habla ahora sigilosamente, en un murmullo rasposo, que delata al acechador. Los dedos de mis manos se aferran conmocionados a la sábana, mientras mi cuerpo yace tenso como una lápida de mármol frío. Una tajada de aire hiere la densidad de lo oscuro. Están entrando, un paso, otro paso y otro más; puedo mirar sus ojos suspendidos en una levitación que sube y baja de dos en dos. El aire deja de ser aire para rendirse ante un penetrante olor que me hace pensar en las profundidades de una cueva, donde regias y solemnes rocas emiten vahos verdes, escurriendo lamentos en forma de gotas, viscosas, pesadas, que a fuerza de caer una y otra vez logran la oquedad.
              El destello dorado de los gemelos me permite reconocerlos, bien aparece el sombrero de copa, bien los puños blancos, bien el frac. Sin hacer mella en el colchón, con un ligero movimiento sus cuerpos etéreos se acomodan parsimoniosamente —uno a los pies y el otro en la cabecera. Los miro sin miedo, siempre curiosa, como cuando niña miraba lo prohibido. Ellos nunca muestran una sonrisa, en la ley del templo no tiene cabida. Su satisfacción emana de un incensar, que arrecia sus humores y que, sin una caravana previa, se introducen en mis narices hasta conmoverme.
              El hombre que se muestra a mis pies retira la sábana que cubre mi cuerpo, lentamente, tan lentamente, que cada pedazo de mi cuerpo desnudo se pronuncia mediante turgencias y escalofríos. Los brazos entonces hacen su aparición ondulante por encima de mí, acercándose en cada movimiento, aunque sin tocarme. Las manos, enormes manos dueñas de esos brazos se acercan más. Mi pecho y mi vientre se arquean alternadamente, y a cada pase de las manos, las contorsiones van tomando ritmos cada vez más rápidos. Siento cómo la piel se cubre con una capa de hielo, aunque mi interior lanza lenguas voraces de fuego. El vientre y el pecho ahora se arquean y se contraen violentamente. Quiero detenerlos, pero no me obedecen, ya no gobierno mi cuerpo. El miedo aparece en un vértigo de instantes, aunque siento yacer sobre un lago de deseos. Comienzo a aullar como bestia herida de muerte, soltando en mayúsculas voces contradictorias: ¡Detente-sigue-no-pares-detente-sigue-no-pares! Y las desmedidas manos insisten, van, vienen, andan, desandan y vuelven a tomar camino fortalecidas ante la tortura deseada, ante ese gozar agónico.
              El horizonte teñido peligrosamente de púrpura se revela en un momento. Un estruendo en el pecho, en el vientre, revienta el hielo de la piel en un estallido de incontables esquirlas, para dar paso a una añeja lava feroz. Las manos, esas cuatro manos que más parecen diez, cuarenta, cien mil manos, descienden finalmente sobre mi cuerpo, y lo hacen ascender. Ya del horizonte se ha borrado el púrpura.

 

© Carmen Simón para TBR


Carmen Simón Mexicana (Ciudad de México, 1955) venida de la troupe levreriana, ha publicado una novela en España, Todo va a estar bien (Atlantis, Madrid) y dos libros de cuentos en México, El mundo de lo apagado (Fondo Editorial, México) ganador de un premio nacional, y No puedo decir noche (Fondo Editorial, México); sus minificciones han formado parte de varios libros colectivos y una selección de las mismas ha sido traducida al inglés. Actualmente radica en Barcelona, en donde su actividad como asesora, editora y tallerista no ha cesado.


       Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
      Rogamos lean las condiciones de uso