The Barcelona Review

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Gabriel Martínez Bucio

imagenLos rieles del cielo


 

 

 

 

 

 

 

 

 

      

 

“Cap dona no es recorda de cap carta.
       Els núvols presagien fred i neu”.
       Joan Margarit

 

Buenos días señores pasajeros y Barcelona al fondo todavía, con su verano paseando entre las piernas desnudas y zambulléndose en el oleaje de Nova Icaria, Bogatell, Barceloneta. Mantendremos un techo de vuelo de cuarenta y dos mil pies de altura a nuestro destino Bogotá. La salinidad en las pestañas y las turbinas ronroneando y voy a volver así que un manotón a los párpados. Esto es ridículo. Les rogamos se abrochen los cinturones y mantengan derecho el respaldo, voy a volver, de sus asientos.
       Un click metálico y Gaia, click, intentaba, click, abrochar, click, su cinturón, clack, preguntándose si las cartas de amor existen por los aeropuertos o si los aeropuertos se inventaron por las cartas de amor. Estamos a punto de despegar. Les deseamos buen viaje. Favor de cerrar las ventanillas. Y en el avión se hizo de noche a las once de la mañana de Barcelona.
       Elementos, aviones, equipajes, visas, de un montaje, pensaba Gaia, un escenario propicio para que el dramatismo aumente entre los adioses, hasta luego, te prometo que vuelvo y abrázame que todavía me queda otro ratito, le había dicho apenas media hora atrás, y él se lamentaba que ella ya se hubiera echado la enorme maleta sobre su espalda y no hubo forma de abrazarla como correspondía pero mejor así, mejor sin dramas, pensaron los dos, después de haber sucumbido ante demasiados dramas fuera de lugar en demasiadas calles a demasiadas deshoras, y entonces qué irresponsables hacer uno en el lugar correcto. Pero ella iba a volver, así que no hacía falta resolver estas cuestiones.
       Les agradecemos la preferencia de elegir Avianca. Que se encienda esta chingadera. Ah, ya está. Drama, Comedia, Terror, Conciertos. En caso de emergencia mantengan la calma. Una tos, siempre una tos en el fondo. El último pasajero que aborda y guarda sus valijas. Perdón, mi tiquete, ¿ticket?, es el F3. Cabina asegurada. Las salidas de emergencia están en el norte, sur, y a ambos costados de las alas del avión. Creo que ese es mi asiento. Usted disculpe, no se fije. Y los pasajeros en sus audífonos, se dice auriculares, en sus ronquidos, en sus preferencias de películas dobladas al español y nunca en idioma original. Pero Gaia miraba a través de la doble ventanilla que se rehusaba a cerrar porque quería ver un momento, un momentito, un momentico más su ciudad de mayólicas de colores y haga el favor de bajar la cortina, estamos a punto de despegar, y Gaia obedeció a la extraña intrusa, como siempre, con sus balbuceos torpes que la hacían más encantadora, oh sí, lo siento, listo.

Y entonces miró hacia la nada.
       Y en el avión era de noche.
       Y en Barcelona era de día.
       Y Gaia sostenía en sus manos un tren.

Una carta como un tren. Al menos intentaba serlo, reconstruirlo, forma y fondo, ella sabía, era un tren que unía (los unía) los veinte kilómetros que había entre su casa y la de él, y entonces veinte veces veinte y cuatrocientos kilómetros de felicidad (porque Gaia, en ese tren de mierda, llena de gente extraña, él era el hombre más feliz del mundo porque te vería o te había visto o iría a tu encuentro sin importar que sólo fueran quince minutos), en quince minutos se les ofrecerá un aperitivo de desayuno, jugo, café, té, y el avión comenzaba a tomar pista y velocidad y vuelo y altura y se llevaba a la noche en sus entrañas aunque estuviera rodeada de una mañana mediterránea.
       Era una carta escrita en boletos de tren. Al menos había veinte de ellos. ¿Café o té? Té. Y a él le bastaba saber que la vería para que su pecho se hinchara y soñara y sonriera a través de esos paisajes que pintaban las ventanillas del Cercanías, ese tren que ahora Gaia leía y sostenía en sus manos adentro de un avión nocturno perdido en el celaje matutino y ya no parecía tan Cercanías. Y él descubrió, decía la carta, que entre Barcelona y Sabadell, decía la carta, había varias Montcadas falsas, varios pueblitos de cartón con el mismo nombre para dar la sensación de distancia, de heroísmo cotidiano, de mira cuánto me importan los kilómetros si la cuestión es verte, Gaia, bonita, lo que daría por estar sentado a tu lado y envidio tanto a esta carta, a estos fragmentos de carta que sostienes y lees en un avión. ¿Café o té? Café.
       Gaia continuaba leyendo la carta como tren, carta como nube que atravesaba la modernidad metálica del avión y a eso hay que sumarle los doscientos quince que había desde Barcelona hasta el Tarter y, luego, los seiscientos siete a Madrid, y entonces mil doscientos veintidós kilómetros y mil doscientos veintidós besos y ya uno empieza a darse cuenta que hay un terreno recorrido, que sin saberlo, Gaia, decía la carta, el tren, los ojos de Gaia, sin saberlo, ya pasó un año desde que no sabíamos de la existencia del otro hasta que nos enamoramos, ¿nos enamoramos?, desde que un cronopio-cronopio-cronopio hasta los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a menudo tienen su origen en sucesos triviales (Frankenstein, Capítulo II, pág. 43, gracias por el regalo) y qué trivial fue el beso que yo… ¿Café o té?... en las ramblas… ¿Tiene vichy catalán?... aquella noche… Enseguida señorita.
       Altura de vuelo: 42,000 pies, decía el letrero rojo. ¿Dónde iba?, se preguntaba Gaia, que ya había pasado más de cuatro vagones entre sus dedos. Y creía escuchar el ziquitibum, ziquitibum, ziquitibum de los rieles a la mitad del cielo. Desde que un suéter rosa con un osito me hizo querer pervertirte hasta que el otoño en tu espalda se deshojaba entre almohadas y omóplatos y entonces la tibia hojarasca de las mañanas siguientes en la cama, en el balcón, en los buenos días; desde que esto no funciona, no va a funcionar hasta que no parábamos de besarnos, lengua, cuello, ¡tequila!, en el balcón abierto y barríamos el otoño con una risotada porque ets el més maco del món cuando fumas y tú Gaia, tu ets la cosa més maca cuando me esperas vestida con mi playera a que termine de fumar y luchas, luchas contra el sueño porque no quieres dormirte sin abrazarnos y aquí está la vichy señorita, ¿algo más?, pero Gaia ya no respondía, ziquitibum, ziquitibum, ziquitibum, porque ya no era una pasajera de avión sino la inquilina de un tren que cabía en sus manos y en el que habitaba y se dejaba habitar, más o menos como en una pintura de Escher, pensó, y sonrió, presumida, Gaia.
       Escher. Sin advertirlo, en eso se convertían, él, de pie, conteniendo las lágrimas a la mitad de El Prat, y ella, pasajera en trance de un avión, una pincelada de Escher que estiraba la noche y el día hacia el ocaso opuesto.
       Bien, pues a estos kilómetros no le he sumado, continuaba la carta, la Barcelona entera que caminamos y descubrimos día tras día, teclazo tras teclazo de nuestros libros, noche tras noche de nuestros cuentos y escucha esta canción y mira esta pintura y tienes que ver esta película y cómo chingados no has visto La Grande Bellezza si es una pinche joya. Y ahí sí, queridísima brontosaurio, podríamos estar hablando de cuántas anécdotas, Gaia, decía la carta, y Gaía leía, y de te acuerdas cuando mi hermano, el muy imbécil, te dijo bienvenida a la familia como si fuera siciliano el muy uruapense; y aquella vez en la que nos confesamos que era extraño que no se sintiera extraño; recuerdas el restaurante al que llegué empapado de sudor porque ya me movía en bicicleta sólo para impresionarte y oh, per Déu, ¿què fas?; y de cuando me pediste que te acompañara a Sabadell en taxi porque ahora sí me siento muy mal Gael y era la tarde de tu cumpleaños y aún ignoraba el cosmos, el caos, la vida que se hundía y se atoraba en tu tráquea como un bocado rumiado, un pan tumaca.
       Y recuerdas, recuerdas, pedía la carta, con tono melancólico, saudade que se escurría por las vías, cuando no parábamos de llorar por la visa que expiraba y ya había llegado el primer, el segundo aviso, pero mi amigo tocó el timbre y tuvimos que simular y a la mitad de nuestro fingimiento nos dimos cuenta que no había razón para llorar y mejor acurrucarnos y qué risa las anécdotas de tu prepa, Gael, tan bobo; y yo me acuerdo que estabas en el costado izquierdo de mi sillón, leía Gaia, y nadie la interrumpía, el avión se deslizaba por el viento azul de España, y me llamaste, dijiste ven, tan linda, y me senté entre tus piernas, tus brazos enlazados a mi pecho y caricias en el pelo, dedos hundidos en el pelo, tan tranquilos, tan tuc-tuc-tuc, y seguimos conversando con mi amigo que compartía historias políticamente incorrectas y reíamos, y vestías una blusa verdosa que mira, casi te empiezo a decir Jackie, para que me preguntaras ¿Jackie?, Jackítatela, y soltaras la risilla seguida de un ooooh, esa risilla que intentabas coger entre tus manos pero se desbordaba por toda Barcelona y changuita, así decía la carta, así le decía él a ella, changuita cómo te quiero, porque seguro tú dirás que no, que nosotros no descubrimos Barcelona sino que ella nos descubrió a nosotros, día tras día, teclazo tras teclazo, beso tras beso, y por eso te quiero, porque me hiciste ver el otro lado de las cosas, el otro lado del lenguaje, el otro lado del mundo que ahora deberé imaginar para situarte, geografía inventada, el mapa tratando de ser territorio.
       Y así, Gaia continuó leyendo la carta que ahora tomaba un tinte de sábanas húmedas, dedos en los labios, en la lengua, y nalgadas que estallaban en risas porque pégale más fuerte que no me duele, pégale como hombre y más risotadas, y la incitaron a terminarla después, cuando llegara a casa, sola, bocabajo, con la playera de Gael. Luego sonrió, dulcemente, y se quedó dormida. Voy a volver. Y el ziquitibum fue sólo un desliz en el cielo, plácido, nocturno.
       Va a volver. Al menos eso imaginó Gael cuando salió de El Prat y tomó un taxi para dirigirse a Sants y tomar un tren para Francia que significaba una bocanada, un no enfrentarse a una Barcelona deshojada, deshabitada, un ahí van a estar mis amigos y por lo menos esta noche me salvo. Eso imaginó, que Gaia leía su carta entre el frío lenguaje de las normas internacionales de aviación.
       En la concavidad del asiento trasero del taxi indagaba en sus recuerdos como quien busca una antorcha en el vientre de una ballena. Furia color de amor, amor color de olvido. Y se soltó a llorar en medio de letreros y anuncios y carteles del Litoral que estaban escritos sobre él pero no eran su destino. Y entre las lágrimas y los no passa res, tranquil xaval, con los que el taxista intentaba calmarlo, se maldijo por quedarse paralizado, observando cómo se le reducía el mundo a una nuca, a un oficial que exigía un sello de aduana y una manita que se agitaba en la lejanía, pero para ya xaval, ya no es como antes, ahora con las redes sociales van a estar cerca; se maldijo por no haberla agarrado una vez más, por tomarle su carita una vez más y quédate o yo me voy contigo o beso y beso y quítate esa ridícula maleta y vamos a abrazarnos como lo merecemos, y un ratito más, que el avión espere, que la distancia espere, que el mundo espere. Pero va a volver, se repetía, mientras combatía las lágrimas con sus dedos y lengua. Y todo esto imaginó, como si estuviera presenciando las reacciones precisas de Gaia en ese avión nocturno, mientras le entraban unas ganas terribles de fumar para deshacerse el nudo en la tráquea.
       Y todo esto no sucedió, Gaia se lo confesó un par de semanas después del aterrizaje. Fue un mensaje detallado, excesivo, le confesó que lo que realmente sucedió en ese avión fue algo que no se dio cuenta en ese momento porque había cerrado la ventanilla antes del primer aviso y decidió dormir hasta cruzar el Atlántico. Al aterrizar tiró el tren en el primer café colombiano porque no podía o no quería o no se sabe muy bien qué decía porque la mirada de Gael eran lágrimas al enterarse que Gaia nunca escuchó los rieles del tren en el cielo.
       Pero él tampoco quería entender, no podía entender. Buscaban nuevos destinos, nuevas posibilidades, y si nos vemos en México, se decían los dos, se mentían los dos. El próximo mes yo… O en Colombia…. El avión tiene descuento. Fue entonces cuando el tono de las llamadas cambió, cuando le agradecía los girasoles pero su voz le llegaba diluida por la humedad de la sabana, cuando los viernes y sábados sin noticias hasta el tibio saludo del lunes, cuando la foto de un beso con alguien nuevo. Y el silencio. Ninguna explicación. Ningún mensaje. Las redes sociales, recordó Gael, las palabras del taxista, la mentira del taxista. Y él, del otro lado del atlántico, se sorprendía que un gesto de amor en Colombia tuviera consecuencias fatales en Barcelona. Brusco. Vacío. La sangre se le diluyó. Así como la poesía. El va a volver. Ahí estaba el golpazo seco de la realidad. Alguien nuevo. La vulgaridad de lo mundano, de la que tanto habían intentado escapar. Sintió que aquel hombre, con la misma barba, el mismo cabello, era como cuando Tom y Jerry podían hablar, como la segunda parte de Drácula, como los discos de Pixies sin Kim Deal, como El planeta de los simios en televisión. Así de ordinario y rústico fue su sufrimiento en su pecho cuando antes Wilde, Proust, Baudelaire. Ya no había posibilidad. 
       Y todo eso, entonces, la carta, el tren dentro del avión, dentro de las manos de Gaia en el avión, su mundo, no sucedió. Era una simple evocación de Gael en este momento desde su balcón sin hojarasca pero una perpetua escarcha de invierno, en plena primavera, diada de Sant Jordi. En lontananza, nieve salpicando la Sagrada Familia. Miró hacia la calle. Abajo, la gente, hormiguitas que se regalaban rosas y libros como ellos habían hecho con Shelley y Cortázar. Miró hacia sí mismo. Sólo encontró fragmentos de imaginación, cartas, deseos. Miró hacia arriba. Los aviones continuaban trazando eclípticas por el cielo de Barcelona, como hacían todos los días desde El Prat hacia Bogotá, un ejército de Sísifos metálicos, una condena de la que no podía salir como salió de ese taxi y pagó más de la cuenta porque, a esas alturas, qué más daba ya.
       Han pasado trescientos años. Gaia y Gael no se han olvidado pero ya no se recuerdan. 
       © Gabriel Martínez Bucio para TBR

Author’s bio:
       Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, México, 1989). Es autor de la novela Vidrios en el parque (La Equilibrista Editorial, Barcelona, 2018). Estudió Letras en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, y perteneció a la novena generación del Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra, en Barcelona. Recibió el Premio Nacional de Ensayo Punto de Partida (UNAM) por su trabajo sobre Macedonio Fernández. 

Sus relatos han aparecido en antologías como Once cuentos rusos (Ficticia Editorial, México, 2018), Lletraferits (La Rana, México, 2018), Esto no es una revista literaria (La Milana Bonita, España, 2016), Relats d'Amor (Constantí, España, 2016); y en medios como Letras Libres, Animal Político, Crítica, El Barrio Antiguo, La Santa Crítica, 14ymedio (La Habana), Le Miau Noir (Madrid), Almiar Magazine (Madrid), Intemperie (Santiago de Chile), Cubaencuentro (Miami), Esquire MX y Periódico de Poesía (UNAM), entre otros. 

Actualmente escribe su tesis "De Baudelaire a Ibargüengoitia" para el Máster de Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universitat de Barcelona. 

 

 

 

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