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El incendio de la fábrica de Ativan
por
Douglas Coupland
Wyatt lleva horas y horas trabajando en la sala del látex, esculpiendo con sumo cuidado la textura de la piel de un alienígena que se necesita en un rodaje después del fin de semana. Tiene las manos, por las que siente un exagerado orgullo --manos de largos dedos y lampiñas tras muchos años de exposición a las sustancias químicas--, salpicadas de resinas y pinturas; las uñas están irremediablemente picadas y rayadas. Son los zarpazos de un insólito trabajo como director creativo del departamento de prótesis de una compañía local de producción de efectos especiales llamada Flesh. Esa semana le toca a una peliculita barata para una cadena de cable estadounidense pasar por la trituradora de forma nada diferente a lo que ocurre con los derivados cárnicos en una fábrica de salchichas.
«Es como picar carne», había comentado Wyatt esa misma tarde al personal de Flesh y había provocado con ello las sonrisas de los trabajadores, quienes se han convertido todos a lo largo de los últimos cinco años en expertos modeladores, despellejadores y pintores de cuerpos de látex y fibra de vidrio. Una especialidad de Flesh son las películas policíacas: la creación de decenas de tortelinis y raviolis de sangre falsa embutidos dentro de moldes en forma de torso humano y conectados con cables para su explosión sincronizada delante de las cámaras. En los últimos tiempos, Flesh se ha introducido con fuerza en la producción de alienígenas. Los alienígenas, en cierto modo, son más fáciles de realizar que los seres humanos porque, como ocurre con el futuro, no existen de verdad; cualquier laguna o dificultad se puede resolverse sin mayores problemas dando rienda suelta a la imaginación.
Wyatt mira por la ventana: el sol ya se ha puesto. A través de las paredes oye los runruneos y los bocinazos de los vehículos que se apresuran de vuelta a casa, dispuestos a celebrar alegremente el paso de 1999 al 2000. Esa misma tarde, al hacer una salida de urgencia en busca de epoxi a London Drugs en Lonsdale, Wyatt percibió cómo una gran losa de preocupaciones se alzaba de los hombros de los ciudadanos de Vancouver Norte. Le pareció como si sobre la ciudad se hubiera cernido durante al menos todo el mes pasado un enorme asteroide, que amenazaba a cada momento con aplastarla como un saco de patatas.
Esta sensación había convertido la Navidad de este año en un acontecimiento de una extraña severidad.
--La última Navidad del siglo.
Eso era lo que no habían dejado de repetir los familiares de Wyatt, como si pudiera servir de algo.
La esposa de Wyatt, Kathleen (sin hijos), había permanecido en su silla a lo largo del prolongado y torturante ritual de apertura de regalos celebrado en casa de los padres de él, mientras sobrinos y parientes políticos chillaban, hacían gorgoritos y les enviaban sutiles mensajes:
¿Por qué no tenéis niños?
Sin embargo, en este momento, el asteroide ya se ha alejado. La ciudad brota como un plantel de semillas que germinan y se retuercen en dirección al sol, y Wyatt se siente un poco mártir por quedarse trabajando hasta tarde mientras todos los demás han dejado sus ocupaciones pronto para regresar a casa y prepararse para la medianoche.
Piensa en la trama en la que su actual alienígena, al que tiene tumbado sobre la rodilla izquierda mientras le da unos toques y lo texturiza, participa. Unos extraterrestres rubios como la miel, se disfrazan de agentes de la propiedad inmobiliaria y atraen a seres humanos hasta casas equipadas en secreto para realizar experimentos biológicos. El único alimento terrestre que toleran los agentes inmobiliarios alienígenas son las píldoras anticonceptivas. Por la noche arrasan las farmacias de la ciudad, saqueando y matando para satisfacer sus necesidades.
No hace falta decir que el protagonista y la protagonista relacionan los robos de píldoras con las ventas de casas y llegan justo a tiempo para impedir que sean viviseccionados dos adorables niñitos (dos amasijos de células que, en la vida real, se convertirán a los trece años en verdaderos monstruos engreídos).
En la escena final, un Pontiac Sunfire descapotable lleno de hambrientos agentes inmobiliarios extraterrestres se ve rodeado de pistolas y destelleantes coches patrulla. Los acorralados alienígenas salen de los falsos cuerpos humanos, se muestran en la plenitud de un horror viscoso y miriápodo y entonces son abatidos en el acto por la policía local (con cuerpos embutidos de raviolis sangrientos), pero no sin que antes todos los edificios de los alrededores hayan quedado reducidos a escombros.
Fin.
La cadena televisiva hace un auténtico negocio. Dejando de lado los efectos especiales, toda la película puede rodarse en un máximo de doce días con un mínimo de escenas exteriores, y hace años que el dólar canadiense no está tan bajo en relación con el dólar estadounidense. Un tercio holgado del presupuesto se va en la escena final, lo cual da fe, siente Wyatt, de la elevada consideración en que tiene sus habilidades el estudio.
Wyatt ha estado callado los últimos días, como lo han estado a grandes rasgos los demás, cortando látex, mezclando tintes de anilina y probando los tamaños de los ojos de cristal mientras reflexionaban sobre el inminente y magnífico cambio del cuentakilómetros. Sin embargo, Wyatt tenía en la cabeza otras cosas como para estar preocupado por una simple cuestión de números. Él y Kathleen llevaban visitando especialistas en fertilidad desde septiembre tanto en Vancouver como en Seattle, y los resultados, tras interminables Papa Nicolaus, eyaculaciones forzadas, pruebas de pH, análisis de sangre e historias personales repetidas hasta la saciedad... no habían llevado a ninguna parte.
--¿Qué quiere decir que no sabe? --le había espetado Wyatt al doctor Arkasian--. Tiene que saberlo.
Al otro lado de las ventanas, Vancouver tenía un aspecto gris y nublado, como si la ciudad entera hubiera sido fabricada y no construida.
--Lo siento, Wyatt, no hay una respuesta.
--¿Es mi esperma? ¿Es mi culpa?
--No necesariamente.
--Entonces es de Kathleen... ¿no tiene óvulos? ¿Los tiene mal? ¿Están dañados?
El doctor Arkasian había intentado calmar a Wyatt. No existía una respuesta clara. Wyatt imaginaba sus espermatozoides precipitándose hacia los óvulos de Kathleen pero, a medida que se acercaban, se volvían cada vez más lentos y acababan por quedar dormidos o morir. Wyatt imagina los óvulos de Kathleen como huevos de gallina, todo yema y nada de clara: rezumando vapores espermisomnolentes. ¿Duermen los óvulos? ¿Duermen y sueñan los espermatozoides? En realidad, son sólo medio ser, así que ¿cómo iban a estar vivos?, ¿cómo iban a soñar?
Kathleen no tiene hermanos y, al casarse con Wyatt, su máximo deseo era tener quince hijos. La enorme familia de Wyatt fue para Kathleen, como tan a menudo ocurre con los hijos únicos, un poderoso afrodisíaco. Lo cierto es que lo intentan por todos los medios, pero...
Pero, ¿qué?
--Tiene que haber una causa única --dijo Wyatt pensando en voz alta cuando volvieron justo antes de Navidad a la consulta del doctor Arkasian--. A lo mejor es algo que he comido. Algo que haya respirado Kathleen. Algún medicamento que hayamos tomado de pequeños...
--Sí, podría ser --contestó el doctor Arkasian de modo trivial, con visibles deseos de sacar de su consulta a aquella pareja sin hijos a falta de una explicación clara de su infertilidad.
De modo que ahora Wyatt ha estado reflexionando sobre su posición y la posición de Kathleen en el mundo. Ha estado toda la semana revisando recuerdos, recuerdos de las cosas que su cuerpo ha ingerido y absorbido desde su nacimiento en 1964: vacunas de niño; antibióticos, sulfamidas y antimicóticos de adolescente; gases de tubos de escape respirados durante los dos años en que trabajó de mecánico; aditivos alimentarios, cannabis recreativo, cocaína, anfetaminas y, de modo reciente (y sólo una vez), éxtasis... ¿Qué más?
El extraño olor que invadía la terraza de aquel café en Roma en 1986.
La fumigación del jardín con pesticidas. ¡Pesticidas! Ni siquiera Dios sabe qué les meten. Y luego está Kathleen con sus píldoras anticonceptivas que, por más que lo niegue, seguro que han estado minando al menos una fracción de su capacidad reproductora.
Deja al extraterrestre en el suelo, se abraza con fuerza el pecho e inspira emitiendo un silbido. Mierda: los productos químicos para fabricar las maquetas. Ahora usa sustancias químicas más limpias pero durante años sus días ha estado cargados de tolueno, xileno, resinas y...
Wyatt se marea.
No siempre ha sido un fabricante de cuerpos. Empezó construyendo miniaturas para la televisión y el cine. Era un trabajo muy divertido y no le apetecía mucho dejarlo, pero Kathleen y él acababan de casarse y necesitaban más dinero porque querían... tener un hijo.
Parte de la explicación del éxito inicial de Wyatt como constructor de maquetas era que construía naves espaciales extraterrestres que realmente parecían extraterrestres. Lo que casi todos los demás diseñadores de naves extraterrestres hacían era hojear un libro de insectos, elegir uno que les gustara y luego construir una versión modificada en metal.
Wyatt, no. En vez de eso, iba a la biblioteca y escaneaba libros sobre moléculas farmacéuticas o plásticas, formas que no necesitaban adaptarse a las vulgaridades de la gravedad, la luz o la biología.
--Dime la verdad, Wyatt --le había preguntado su jefe años atrás--, ¿de dónde sacas esas ideas? Son tan... nuevas. Tan frescas.
Para Wyatt la verdadera arquitectura del siglo XX se hallaba a nivel miscroscópico: proteínas clonadas, superconductores, detergentes de cadena ramificada, medicamentos... Sí, la forma molecular del antidepresivo Venlafaxine (también conocido por Wellbutrin) había bastado ella sola para el pago inicial de la casa cuando la convirtió en el plano del crucero extraterrestre de una película de serie B que no tuvo ningún éxito cuando se estrenó en los cines pero que arrasó en vídeo y en el mercado exterior. Era una molécula cuyo diseño sólo podía ser producto de las mentes extraterrestres más malvadas y terroríficas. Bien por ellos. Bien por Venlafaxine.
A Wyatt le habría gustado haber probado el Venlafaxine. A lo largo de los últimos dos años, su agenesia se había convertido cada vez más en un nudo de angustia y depresión; sin embargo, se había resistido a tomar Venlafaxine por superstición.
El resultado final es que ha acabado con una tenaz adicción al Ativan, unas inofensivas pildoritas blancas químicamente emparentadas con todos los demás sedantes como Xanax, Darvon, Valium. Si se saltaba una toma, le parecía que el cerebro se le convertía en una masa sólida de resina epoxídica. Las reducciones progresivas habían fracasado de modo estrepitoso. Su dosis de dos tomas diarias era limitada y detestada. Se alegraba de que nadie salvo Kathleen lo supiera.
Kathleen, por su parte, había probado una multitud de antidepresivos con formas de las naves marcianas más diversas y, por último, se había conformado con un viejo recurso, Elavil, un fármaco que durante la Segunda Guerra Mundial se administró a los pilotos británicos para lograr que volvieran a sus aviones y al combate. Atravesaba sus días de un modo más pacífico ahora (cuando no un poco colgada) y soportaba el período de fiestas, que era más de lo que había esperado.
Y ahora Kathleen se encontraba en Saskatchewan cuidando a su padre, postrado a causa del alcoholismo y con un hígado tan blando e hinchado como un globo lleno de agua.
Wyatt, en Vancouver, estaba invitado a la fiesta de Año Nuevo de Donny y Christine, pero dudaba mucho que fuera a asistir. La fiesta de Año Nuevo de Donny y Christine no era un lugar en que hubiera imaginado alguna vez hallarse en el momento del cambio de siglo. Desde chico se había imaginado... ¿dónde, en esa medianoche especial? ¿Tomando ponche con cubitos de gelatina mezclada con champaña junto a Diana Ross en lo alto del edificio del Empire State? ¿Copulando en gravedad cero en un transbordador espacial?
¿Nadando entre delfines bilingües en el mar de Japón? No, Wyatt nunca se había visto a las 11:59:59 del 31 de diciembre de 1999 en casa de Donny y Christine, borracho en un 60 por ciento del microbrebaje de la semana, sin olvidar tomar los medicamentos poco después de las campanadas y llamando a la puerta del año nuevo con «New Year’s Day» de U2, una canción que Christine elegía todos los años en una monótona repetición que había logrado convertir con éxito en un apreciado rasgo de su personalidad.
Y entonces lo sacude la idea: no es a Kathleen y no es a él a quienes hay que culpar, es al maldito siglo de mierda. Cien años de extremismos. Cien años de moléculas que el universo nunca había visto antes. Un siglo de acción, progreso, actividad y destino. Un siglo que poco a poco se ha ido infiltrando en el sistema de Wyatt... las planas células cerebrales, las neuronas de la médula espinal; la carne de la palma de la mano y los globos oculares... el hígado, los riñones, el corazón... un siglo que ya palpita dentro de él... un siglo del que no es capaz de despegarse. ¿O sí?
Wyatt coge un vaso de papel de la máquina, pero uno de los vasos utilizados para mezclar resinas de fibra de vidrio, no los de beber agua.
Lo llena de agua en el grifo de la cantina y mira el contenido: transparente e inocuo. O quizá no. Cobre. Cloro. Bacterias. Virus. Deja el vaso en el mostrador, apaga las luces y sale por la puerta de atrás, sembrando la alarma en todo el edificio.
Hay bastante tráfico para ser la parte de la ciudad que es y para ser la hora del día que es, las cinco y media; todo el mundo está excitado con los preparativos de la noche. También llueve bastante, pero la lluvia no es ninguna sorpresa en esa época del año.
Hay una pequeña retención en la autopista cerca de Lonsdale, pero unos minutos más tarde llega casa, a su pequeña casa en Edgemont Village. Hay dos mensajes en el contestador. Kathleen diciendo que telefoneará justo antes de medianoche y Donny pidiéndole que lleve hielo a la fiesta. Wyatt borra los dos mensajes y se queda de pie junto a la puerta de entrada: algunas facturas, una alfombra con una mancha en una esquina, unas botas y un periódico por leer.
Quiero sacarme del sistema hasta el último trozo de mierda de este siglo maldito. Quiero dejarlo limpio. Que el siglo XXI me traiga lo que le dé la gana, pero quiero sacarme el siglo XX del sistema ahora mismo.
La idea se apodera de él de golpe. Es una idea de verdad, no un súbito impulso fantaseado. Wyatt ve claro en el acto que tiene que limpiarse el sistema.
Pues adelante.
Del dormitorio saca unas esposas, vestigios de una época sexual pasada durante la cual Kathleen y él eran capaces de tener relaciones sexuales sin una dulce oscuridad. Luego se dirige al vestíbulo, donde se pone tres chaquetones uno encima de otro, luego cruza la puerta corredera de vidrio que da al balcón del piso de arriba y sale a la oscuridad y al balcón de madera. Ahí, se sienta en una pequeña silla de plástico blanco de 9,95 dólares, una silla apilable fea y barata que había aparecido un verano de hacía unos cuantos años y había borrado del mapa a todas las demás sillas de jardín del mundo.
--Es un superventas --había dicho el vendedor.
Se sienta en la silla y se esposa a la barandilla de metal. Antes de darse tiempo para pensar, lanza la llave por entre los arbustos al arroyo colindante, que fluye con auténtico rumor alpino.
Y entonces, aunque se oye el ruido del arroyo y la lluvia, también se oye el silencio. Un gran silencio. La lluvia chorrea por la capucha amarilla enganchada al chaquetón más exterior.
El contraste entre el frío húmedo de fuera y y el calor seco de dentro es chocante al principio. Aunque a continuación los ojos se le ajustan a la oscuridad mojada y neblinosa; la piel, al frío y la humedad; y los oídos, al tiempo y el paisaje.
«Así es cómo quiero que acabe el siglo XX», piensa. «De forma personal... solo... meditando... en un acto de purificación.»
Se mira el reloj. Son las once menos cuarto; ¿dónde iban las horas? Y entonces se da cuenta de que mira el reloj. Se lo quita y lo tira al arroyo, junto con las llaves de las esposas.
Se estremece de frío y luego se estremece más veces. Tiene los dedos gomosos y helados. La temperatura de su núcleo está descendiendo. Oye los coches que rugen por la zona residencial. Oye unos estallidos aislados: petardos prematuros de los demasiado impacientes.
Al poco, empiezan a castañetearle los dientes y se pregunta si no ha cometido un error terrible. Se levanta, intenta soltarse dando un tirón a la barandilla y, al hacerlo, resbala y envía la silla volando a la otra punta del balcón, se golpea además la rodilla y se ve obligado a sentarse sobre las tablas mojadas. Y entonces suena el teléfono, y Wyatt se maldice a sí mismo y al mundo. El teléfono suena diez veces y enmudece. Medio minuto más tarde los festejantes de toda la ciudad estallan, vitorean y se inflaman en señal de bienvenida a los tres ceros recién nacidos.
Adiós, 1999.
Y al cabo de una hora la juerga se acaba. El mundo sigue siendo el mismo. No ha cambiado mucho, ¿o sí? Wyatt es incapaz de dormir... y no será capaz de hacerlo durante días; en su cuerpo, dormir y Ativan son la misma idea.
La temperatura de su núcleo sigue descendiendo y grita para que los vecinos acudan a rescatarlo de la estúpida idea que ha tenido, pero el arroyo y la lluvia hacen demasiado ruido y ahogan los gritos de tal modo que incluso a él las palabras le parecen sofocadas antes de que hayan tenido tiempo de alejarse de su cuerpo cada vez más frío. Los esfuerzos por arrancar la barandilla de acero lo han dejado exhausto.
Está atrapado.
A eso de las tres de la madrugada empieza a rebelársele el cerebro. Parpadea y no tardará en ser presa de un ataque. Una mano huesuda le agarra la parte superior del cuero cabelludo. La respiración se le acorta y deja de ser automática. Es consciente de cada inspiración pero, al mismo tiempo, cada vez está más alejado de esa conciencia.
«Tengo frío», piensa. «Tengo frío y así es cómo voy a acabar... frío.»
Los tres chaquetones ya están empapados. Cree oír sonar otra vez el teléfono, pero no puede asegurar que no lo esté imaginando. Lo único que quiere es que se acabe el frío y, mientras lo desea, se acuerda de la primera vez que probó Ativan y se acuerda de lo que le gustó. Y se acuerda de haber bromeado con su médico de cabecera sobre una posible adicción:
--¿Y si me engancho a esto?
--No te engancharás.
--Pero y si me engancho y resulta que se quema la fábrica de Ativan... ¿qué haré entonces?
Los dos habían soltado una risa forzada ante la pregunta.
Y ahora, en algún lugar del Pacífico, en algún lugar al oeste de Honolulú, el siglo termina definitivamente. La línea internacional de cambio de fecha es cruzada y, mientras ocurre, Wyatt ve la fábrica en llamas y se imagina de pie ante ella, calentándose las manos, calentándose el cuerpo y calentándose el núcleo mientras abandona el siglo XX, y el siglo XX lo abandona a él.
 
 
 
© 1998 Douglas Coupland Inglés original | Catalan  | Douglas Coupland
Traducción: Juan Gabriel López Guix  e-m@il

"El incendio de la fábrica de Ativan" (Fire at the Ativan Factory) es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del autor.

"El incendio de la fábrica de Ativan" (Fire at the Ativan Factory) apareció en la antología Disco 2000, publicada por Sceptre,  1998.

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.

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