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   Extracto de EXQUISITO CADÁVER  
   
   por POPPY Z. BRITE  
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      A veces un hombre se cansa de cargar con todo lo que el mundo le amontona sobre la cabeza. Se le encorvan los hombros, se le doblega cruelmente la columna y le tiemblan los músculos de cansancio. Comienza a desvanecerse toda esperanza de alivio. Luego el hombre ha de decidir si despojarse de la carga o soportarla hasta que el cuello, como una rama quebradiza en otoño, se le rompa.

      En una situación parecida me encontré cuando me faltaba poco para cumplir los treinta y tres años. Por mucho que me mereciera todo cuanto me había amontonado el mundo encima - además de los numerosos suplicios que me esperarían cuando me muriera y que superarían toda amenaza que pudiera proporcionar este mundo: la tortura de mi esqueleto, la violación y el descuartizamiento de mi alma inmortal - por mucho que me lo mereciera todo y más, me vi incapaz de continuar soportando semejante carga.

      Me di cuenta de que no «tenía» que soportarlo, ¿sabéis? Llegué a comprender que podía escoger. El mismo Cristo debió de pasarlo mal aguantando el martirio de la cruz - la suciedad, la sed, esos terribles pinchos que le profanaban la gelatinosa carne de las manos - sabiendo que podía escoger. Y yo no soy Cristo, ni la mitad.

      Me llamo Andrew Compton. Entre 1977 y 1988 maté a veintitrés chicos y jóvenes en Londres. Tenía diecisiete cuando comencé y veintiocho cuando me engancharon. Durante todo el tiempo que estuve en la cárcel, supe que si algún día me liberaban, seguiría matando a chicos. Sin embargo también sabía que no me soltarían nunca.

      Mis chicos y jóvenes mendigaban por la ciudad: sin amigos, hambrientos, borrachos y enganchados a la formidable heroína paquistaní que ha corrido por las venas de Londres desde los acelerados años 60. Yo les proporcionaba comida, té fuerte, un sitio cálido en mi cama y los pocos placeres que mi cuerpo les pudiera brindar. A cambio tan sólo les pedía la vida. A veces parecían dispuestos a concedérmela como si nada.

      Me acuerdo de un skin de ojos de azabache que me acompañó a casa porque según me dijo, yo era un tipo blanco agradable, no un marica de mierda como los otros que intentaban ligárselo en los bares de Soho. (De lo que pintaba él en los bares de Soho, no tengo ni idea.) No parecía dispuesto a modificar su opinión al respecto, ni siquiera mientras le chupaba la polla y le metía dos dedos untados por el ano. Más tarde me fijé en la línea de puntos de color escarlata que tenía tatuada alrededor del cuello con las palabras CORTEN AQUÍ. Sólo tenía que seguir las instrucciones. ( «Ni que fueras un marica de mierda», le dije a su cadáver descabezado, pero el joven señor Inglaterra Blanca se había quedado sin habla.)

      La mayoría de los veintitrés murieron rajados, con las arterias más importantes cortadas con un cuchillo o una maquinilla de afeitar, tras haber caído inconscientes de alcohol. No los mataba así por cobardía ni porque quisiera evitar una pelea; aunque no sea un hombre corpulento, podría haber derribado a cualquiera de mis descarriados idos y medio muertos en una pelea justa. Los maté a rajas porque apreciaba tanto la belleza de sus cuerpos, las brillantes cintas de sangre que se derramaban de su piel aterciopelada, la sensación de sus músculos al abrirse como la mantequilla. A dos los ahogué en la bañera, y a otro lo estrangulé con los cordones de sus botas Dr Marten mientras yacía en un estupor de ebriedad. Pero la mayoría murieron rajados.

      Eso no significa que los descuartizara por gusto. Por esa época no disfrutaba en absoluto de tan grotesca mutilación o desmembración; lo que me atraía era la sutileza del susurro y la incisión de la cuchilla de afeitar. Me gustaban mis chicos tal cual, como grandes monigotes muertos con unas cuantas bocas color carmesí de más. Velaba por ellos durante toda una semana, hasta que el hedor en mi apartamento se hacía demasiado revelador. No me desagradaba el olor a muerte. Se parecía al olor que desprenden las flores cortadas que pasan mucho tiempo en agua estancada, un olor dulzón y nauseabundo que me recubría los orificios nasales y se retorcía en mi garganta con cada respiro.

      No obstante, los vecinos se quejaban y siempre tenía que inventarme alguna que otra excusa, como que se me había estropeado el triturador de desperdicios o que se me había desbordado el váter. (Humillante y vano, en última instancia, pues fue un vecino quien acabó por llamar a la policía.) Dejaba al chico postrado en el sillón cuando me iba a trabajar, y me lo encontraba esperándome pacientemente cuando regresaba a casa. Me lo llevaba a la cama, donde acunaba su cremosa suavidad toda la noche. Durante uno o dos días, o una semana, no me sentía tan solo. Entonces llegaba el momento de dejarlo marchar también.

      Utilizaba una sierra para partirle por la mitad a la altura de la cintura, para separarle los brazos del torso, para cortarle las piernas a la altura de la rodilla. Lidiaba con los segmentos para meterlos en bolsas repletas de basura húmeda, para disfrazar así los extraños ángulos y la potente fetidez que desprendían, y las sacaba a la calle para que las recogieran. Entonces me ponía a beber whisky hasta que el piso daba vueltas. Vomitaba en el fregadero y sollozaba por la nueva pérdida del amor hasta dormirme. No llegué a apreciar la estética de la desmembración hasta mucho después .

      Pero de momento estaba encerrado en una celda fría y húmeda de la prisión de Painswick de Su Majestad la Reina, en Lower Slaughter, a unas treinta millas del páramo industrial de Birmingham. Estas escabrosas designaciones podrían parecer destinadas a aterrorizar y agitar el alma, y consiguen hacerlo. Mirad cualquier mapa de Inglaterra y las encontraréis, junto a otros sitios como Grimsby, Kettle Crag, Fitful Head, Mousehole, Devil's Elbow, y Stool End Farm*. Inglaterra es un país que no escatima ni resonancia ni color descriptivo para los topónimos, por muy amedrentadores que sean.

      Contemplé mi celda sin demasiado interés cuando me trajeron aquí hace cinco años. Sabía que estaba clasificado como prisionero de la categoría A. (La D era la menos peligrosa; la C y la B incluían a tipos a los que uno no daría la espada; y la A abarcaba, naturalmente, a los asesinos voraces.) La prensa me había tildado de «Eterno Anfitrión» además de conferir a mi insulso semblante en blanco y negro un pavor que rayaba en lo talismánico. Se hicieron cientos de detallados inventarios del contenido de mi piso. El juicio fue un circo legal de lo más repugnante. Se consideró que mi fuga supondría un gran peligro al público general. Seguiría perteneciendo a la categoría A hasta el día en que me muriera, con los ojos clavados en alguna eternidad inhóspita más allá de estas cuatro mohosas paredes de piedra.

      No podía recibir visitas sin el consentimiento del director de la prisión y siempre me vigilaban de cerca. No me importaba; aquellos a quienes había amado estaban muertos. Ya podían negarme la educación o el recreo, que por esa época no quedaba nada en la vida que me apeteciera aprender, ni diversión que me apeteciera disfrutar. Tuve que soportar una luz constante en mi celda, toda la noche, todo el día, hasta que el contorno se me quedó marcado en las córneas. Para ver mucho mejor estas manos empapadas de sangre, pensé entonces.

      Aparte del resplandor de la bombilla y mis manos culpables, contaba con un camastro de hierro atornillado a la pared y cubierto de un delgado colchón lleno de bultos, una mesa y una silla desvencijadas, y un orinal. Me recordaba a menudo de que al menos tenía un orinal donde mear, aunque como decorado fuera frío, literalmente hablando, sobre todo en las mañanas de invierno de Painswick. Todo esto ocupaba mi celda, mi caja de piedra de tres metros y medio por cuatro.

      Me preguntaba cuántos prisioneros de Su Majestad se habrían dado cuenta de que el medio metro de más de una de las paredes no era más que una sutil forma de tortura. (Oscar Wilde, encadenado y hostigado en el patio de una prisión, comentó que si ésta era la manera en que trataba Su Majestad la Reina a los presos, mejopr que no tuviera ninguno.) Si me quedaba mirando la pared durante mucho rato, que era la única forma de mirarla, su geometría inexacta me acababa dañando la vista. Durante más de un año, el cuadrado imperfecto fue un suplicio. Imaginaba que las cuatro paredes se me venían encima, truncando así ese medio metro atroz que sobraba, desmoronándose a mi alrededor. Poco a poco me acostumbré, y esto me dejó tan helado como antes me había dejado el sufrimiento. Nunca me ha gustado acostumbrarme a las cosas, y menos si no me queda más alternativa.

      Una vez que vieron que no iba a suponerles problema alguno, me facilitaron todas la libretas y lápices que me hicieran falta. Apenas me dejaban salir de la celda, salvo para hacer ejercicio en solitario o ducharme; la comida anegada y anodina me la traían unos guardias mudos cuyas caras recordaban al juicio final. Yo no podía lastimar a nadie con los lápices, a no ser que me intentara sacar un ojo, y para eso estaban demasiado gastados.

      El primer año llené veinte libretas, el segundo treinta y una, y diecinueve el tercero. Nunca me había aproximado tanto al remordimiento como en esa época. Se me antojaba que había pasado once años sumido en un sueño y que me había despertado en un mundo que apenas reconocía. ¿Cómo pude haber cometido veintitrés asesinatos? ¿Qué me había empujado a cometerlos? Traté de descender a las profundidades de mi alma mediante palabras. Diseccioné mi infancia y mi familia (algo sofocante, pero en modo alguno traumático), mi pasado sexual (frustrado), mi carrera profesional en varios puestos como funcionario del Estado (sin distinciones, salvo las veces que me despidieron por insubordinación).

      Finalizada la tarea, y sin grandes revelaciones, comencé a escribir sobre los asuntos que entonces me interesaban. Me encontré con múltiples descripciones de asesinatos y actos sexuales ejecutados con jóvenes difuntos. Reconstruí pequeños detalles, como la forma en que una huella dactilar queda estampada sobre la piel de un muslo como si de cera se tratara, o cómo se escapaba a veces un hilo frío de semen de un pene flácido mientras lo relamía.

      El único hilo constante que aparecía en todas las libretas que escribí en la cárcel fue una soledad continuada sin un comienzo determinado ni un fin previsible. No obstante, un cadáver tampoco iba a desaparecer así por las buenas.

      Por fin entendí que estos recuerdos eran la única salvación que me quedaba. Ya no me interesaba saber el porqué de semejantes actos si ello significaba que no querría volver a realizarlos. Dejé de lado las libretas de una vez por todas. Yo era diferente, así de sencillo. Siempre había sabido que yo era diferente; sería incapaz de arrastrarme por la vida contentándome con todo lo que me metieran en la boca para rumiar, como parecían hacer los demás. Mis chicos sólo eran una cosa más que me segregaba del resto del mundo.

      Alguna vez alguien había querido a mis chicos, alguien que no precisaba hurtarles la vida para demostrar su amor. Cada uno de ellos había nacido de alguien una vez. Bueno, yo también, y no es que me hubiera servido de mucho. Según parece, cuando salí del útero tenía un color azulado y el cordón umbilical alrededor del cuello. Se discutió durante varios minutos si estaba vivo o muerto, hasta que inspiré a fondo y empecé a respirar solo. Es posible que los chicos que maté hubieran sido niños robustos, pero a la hora de su muerte eran drogadictos por vía intravenosa que compartían jeringuillas como si de pañuelos se tratara, y que canjeaban mamadas por dinero o un chute. De los que me llevé a la cama mientras aún estaban vivos, ni uno me pidió que me pusiera un preservativo, ni uno se inquietó cuando me tragué el semen. Más adelante pensé que, al matar a alguno de ellos, incluso habría salvado vidas.

      Si nunca me había dado por la moral, ¿cómo iba a meterme ahora en cuestiones éticas? No hay nada que excuse un asesinato gratuito y al azar. A pesar de todo llegué a comprender que no necesitaba una excusa. Sólo necesitaba una razón, y el gozo espeluznante del acto ya me servía. Deseaba volver a mi obra, satisfacer mi destino inequívoco. Quería dedicar el resto de mi vida a mis apetencias y sabía muy bien cuáles eran. Las manos me ardían en deseos de coger un cuchillo, de sentir la calidez de la sangre fresca, de tocar la suavidad marmórea de la carne muerta desde hacía tres días.

      Decidí ejercer mi libertad de elección.

      Antes de dedicarme a matar a jóvenes, y después, cuando no encontraba ninguno o carecía de energía para buscarlos, tenía otro método que empleaba de vez en cuando. Empezó como una vulgar técnica de masturbación y acabó lindando con lo místico. En el juicio me calificaron de "necrófilo" sin tener en cuenta las antiguas raíces de la palabra ni su profunda resonancia. Yo era amigo de los difuntos, amante de los muertos. Además yo mismo había sido mi primer amigo y amante.

      Ocurrió por primera vez a los trece años. Me estiraba boca arriba y poco a poco relajaba los músculos, miembro por miembro, fibra por fibra. Me imaginaba que los órganos se me convertían en una sopa amarga y que el cerebro se me licuaba dentro del cráneo. A veces me recorría el pecho con una cuchilla de afeitar y dejaba que la sangre se deslizara por la caja torácica hasta formar un charco en el hueco del vientre. A veces resaltaba mi palidez natural con un maquillaje blanquiazul, con algún trazo de color púrpura: mi propia interpretación artística de la lividez y de la putrefacción. Pretendía salir de lo que se me antojaba una odiosa prisión de carne y de la única forma que conseguiría amar mi cuerpo era imaginarme fuera de él.

      Al cabo de un rato, notaba ciertos cambios en mi cuerpo. Nunca conseguí separar mi alma totalmente del cuerpo, en cuyo caso probablemente no hubiese vuelto jamás. Pero alcanzaba un estado entre la consciencia y el vacío, un estado en el que los pulmones parecían cesar de inhalar aire y el corazón de latir. Seguía percibiendo un murmullo subliminal del funcionamiento del cuerpo, aun sin pulso, sin respirar. Creía sentir la piel desprenderse del tejido conjuntivo, los ojos secarse detrás de mis párpados azuláceos, enfriarse mi núcleo fundido.

      Alguna vez lo había hecho en la prisión, sin el maquillaje ni las cuchillas por supuesto, evocando a alguno de los chicos, imaginando mi cuerpo vivo y rancio metiéndose en su querida carne muerta. Tardé cinco años en darme cuenta de que algún día podría dedicar mi talento a otros fines que me permitirían mecer de nuevo un cadáver de verdad.

      Me pasaba la mayor parte del tiempo estirado en mi camastro. Respiraba el olor embriagador de la carne de cientos de hombres que comían, sudaban, meaban, cagaban, follaban y convivían juntos y se apelotonaban en unas celdas sucias, frecuentemente con una sola posibilidad de ducharse por semana. Yo cerraba los ojos y escuchaba los ritmos de mi propio cuerpo, los miles de caminos de la sangre, el sudor que me goteaba por la piel, el constante estira y afloja de los pulmones, el zumbido eléctrico de mi cerebro junto a todos sus afluentes.

      Me preguntaba hasta qué punto podía frenarlo todo, qué partes podría detener por completo. Y me preguntaba si podría ponerlo todo en marcha de nuevo. Lo que yo andaba meditando superaba de lejos mi viejo truco de hacerme el muerto. Debería estar lo suficientemente muerto para engañar tanto a los guardias como al oficial de enfermería y, seguramente, a un médico. Algo había leído sobre los faquires hindúes que paraban sus propios corazones y consentían pasar semanas enteras enterrados sin oxígeno. Sabía que se podía hacer, y creí que yo sería capaz.

      Reduje mi dosis de comida a la mitad, aunque nunca había comido mucho en la prisión. Antes de que me encerraraan, me consideraba un buen gastrónomo. Solía llevar a mis chicos a algún restaurante antes de iniciar las celebraciones de la noche, bien que en muchas ocasiones, lo que pedía les resultaba demasiado exótico: vindaloo de cordero con un mantecosonaan , bollos de cerdo chinos, anguilas en gelatina, hojas de parra rellenas, curry esmeralda vietnamita, steak tartare etíope, entre otras cosas. La comida en la prisión o tenía mucho cartílago e hidratos de carbono, o bien mucha col. No me costaba nada dejar la mitad en el plato. Igualmente sabía que me iba a hacer más falta la materia gris que los músculos, siempre había sido así, y creí que un aspecto descarnado me facilitaría la tarea.

      («¿Desganado, eh?» fue el único comentario acerca del asunto que me hizo el guardia que me traía y se llevaba las bandejas de comida. Acerté a asentir con la cabeza con apatía, consciente de que pretendía ser amable a su manera. Algunos de los guardias intentaban hablar conmigo de vez en cuando, supongo que para luego para contarles a sus mujeres y a sus hijos que el «Eterno Anfitrión» les había dirigido la palabra. En esta ocasión quería evitar que el guardia se acordara de cualquier intercambio.)

      Un día me hice un tajo en la cabeza con las rejas. Le dije al guardia que me había tropezado y que me había dado en la cabeza, ganándome así una visita a la enfermería. Aunque llevaba las manos esposadas y grilletes en la piernas durante todo el tiempo, eché una ojeada por ahí mientras el oficial parlanchín me limpiaba y cosía la herida.

      - ¿Verdad que estuvo Hummer aquí? - le pregunté, refiriéndome a un preso del ala A que había muerto de insuficiencia cardíaca hacía un mes.

      - ¿El viejo Artie? No, no averiguamos la causa de muerte, así que se lo llevaron en ambulancia. Le hicieron la autopsia en Lower Slaughter y lo mandaron a casa con la familia, o lo que quedaba de ella. Artie acabó aquí metido por matar a tiros a su mujer y a su hijo, ¿sabes? pero quedaba una hija que estudiaba en una escuela en otro lado. Anda que no debió de alegrarse cuando le devolvieron a papá, ¿eh?

      - ¿Qué pasa con las vísceras después de una autopsia? - pregunté, en parte porque no quería que se acordara de que le había hecho una sola pregunta, y en parte porque sentía verdadera curiosidad.

      - Las vuelven a meter de cualquier manera y se cose el tajo otra vez. Bueno, se quedan con los cerebros para examinarlos, sobre todo los de los asesinos. Apuesto lo que quieras a que algún día alguien recibe el tuyo también en un pote de alcohol, señor Compton.

      - Quizás - le repuse, y tal vez tuviera razón. Pero, si podía evitarlo, no sería cualquier matasanos de Lower Slaughter.

      Ese día el oficial de enfermería me extrajo una muestra de sangre del brazo, aunque no me dijo por qué. Una semana después me llevaron de nuevo a la enfermería, donde me enteré de algo que iba a ayudarme más de lo que hubiese podido imaginar.

      - ¿Seropositivo? - pregunté al oficial pálido y sudoroso -. ¿Y eso qué significa?

      - Pues igual nada, señor Compton -. Entre la punta del dedo gordo y el índice sostenía un folleto que me entregó con cautela. Observé que llevaba guantes de látex -. Pero quiere decir que cabe la posibilidad de que contraigas el sida.

      Examiné con interés el folleto, y miré de nuevo la cara disgustada del oficial. Tenía el blanco de los ojos enrojecido, y parecía como si no se hubiera afeitado en días.

      - Aquí pone que el virus se transmite a través del contacto sexual o la sangre - le comenté -. Tú la semana pasada me cosiste la herida. ¿No te supuso ningún riesgo?

      - No lo sab.. no lo sé. - Se quedó mirando fijamente los guantes y sacudió la cabeza, a punto de llorar -. Nadie lo sabe.

      Me acerqué las manos esposadas hasta la cara y tosí, para esconder una malvada sonrisa.

      De vuelta a la celda, leí dos veces el folleto e intenté acordarme de lo que había oído sobre esta enfermedad fecundada con los jugos del amor. Antes de que me detuvieran había leído algo en un par de artículos, pero nunca había seguido ávidamente los sucesos de actualidad y no había visto ningún periódico desde mi juicio. Guardaban algunos en el archivo de la biblioteca, pero pasaba mis preciadas horas allá leyendo libros. Ya no veía cómo las noticias del mundo podían ayudarme.

      Aun así, recordaba un popurrí alucinante de reportajes: titulares que voceaban la PESTE DE LOS MARICAS, afirmaciones de que todo era una conspiración del partido laborista, especulaciones histéricas de que se podía contagiar de casi cualquier manera. Había entendido que los homosexuales y los drogadictos por vía intravenosa eran los que mayor riesgo corrían. Aunque alguna vez me había preguntado si alguno de mis chicos había estado expuesto, jamás hubiese sospechado que me contagiaría yo. Casi todo el contacto que había tenido con ellos había ocurrido después de su muerte, y yo había imaginado que muerto el chico, muerto el virus; aunque ahora parecía ser que los virus resistían más que los chicos.

      «Bueno, Andrew -me dije- aquel que abusa de la tierna inviolabilidad del culo de un chico muerto no puede esperar que vaya a salir ileso. Olvídate de tu enfermedad, pues ahora no estás enfermo, y acuérdate que el virus que llevas en la sangre hace que los demás te teman. Si alguna vez ves que alguien te teme, aprovéchate de la situación

      Llegó la bandeja de la comida. Me comí una rodaja de ternera hervida, una hoja de col pasada y una migas de pan seco. Luego me estiré en el camastro, miré la red de venas de color azul claro que se extendía debajo de la piel de mi brazo, y tramé mi despedida de Painswick.

 

 © 1996 Poppy Z. Brite
 

Traducción: Bianca Southwood

*Todos estos nombres tienen resonancias muy negativas, por ejemplo:
Grim: Tétrico
Mousehole: Ratonera
Devil's Elbow: Codo del Diablo. Volver

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