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extracto de la  novela Locos: una comedia de gestos
Identity: Rebecka HelwegIdentidad
por Felipe Alfau

Al escribir esta historia, estoy cumpliendo una promesa hecha a mi amigo Fulano.
      Mi amigo Fulano era el menos importante de los hombres y ésta era la gran tragedia de su vida. Fulano vino a este mundo con el indesmayable propósito de hacerse famoso, y había fracasado por completo, llegando a ser la más oscura de las personas. Había intentado toda suerte de planes para adquirir importancia, popularidad, reconocimiento público, etcétera, y el mundo se negaba con torva y persistente determinación a reconocer incluso su existencia.
      Parece que en torno a la personalidad de Fulano, caso de que hayamos de concederle una personalidad, flotaba una nube de inatención que resistía sus casi heroicos intentos de atravesarla.
      Fulano se tomaba toda clase de trabajos para llamar la atención, pero la gente le obviaba.
      He visto a Fulano estrechar la mano de forma vehemente al ser presentado, mirar violentamente y sacudir su rostro pegado al de la otra persona al tiempo que gritaba literalmente:
      -¡Tanto gusto en conocerle!
      Al momento siguiente, la otra persona hablaba con cualquier otro, habiéndose olvidado por completo de Fulano.
      He visto a Fulano, al ser presentado en otra ocasión, permanecer sentado y extender dos dedos de la forma más altanera. ¡Y nada! Todo en vano. Al segundo siguiente, la otra persona se había olvidado por completo de su existencia y miraba inexpresivamente a través de él.
      En una ocasión, presenté a Fulano a un amigo y hube de repetir tres veces:
      -Éste es mi amigo Fulano -en voz normal.
      -Éste es mi amigo Fulano -en voz más alta.
      -¡Éste es mi amigo Fulano! -con todas mis fuerzas.
      El otro miró en torno varias veces y, finalmente, percibió a Fulano casi encima suyo, sacudiéndole de los hombros con una mirada casi asesina.
      Abrió la boca y balbució de la forma más descorazonadora:
      -Ah... ¿cómo está usted?
      La inimportancia del pobre Fulano había llegado al extremo de hacerle casi invisible e inaudible. Su nombre era irrelevante, su rostro y su figura eran irrelevantes, su aspecto era irrelevante y su vida entera era irrelevante. De hecho, no comprendo cómo pude fijarme en él. Cierto que me aplastó la mano, me dislocó el brazo y me golpeó en el mentón cuando le conocí.
      Fulano se había leído todos esos panfletos titulados Magnetismo personal, Individualidad y éxito, etc. Tenía agotada toda la literatura relativa al perfeccionamiento personal, en vano. Un día se plantó en medio de la Puerta del Sol gritando:
      -¡Fuego!... ¡Fuego!
      Pero nadie pareció oírle y finalmente hubo de abandonar su puesto porque casi le pasa por encima un tranvía.
      Otro día tiró una piedra contra el escaparate de una conocida joyería. Al estrépito de cristales rotos salió el dueño. Miró el escaparate hecho añicos y sin hacer caso de Fulano murmuró:
      -Vaya, vaya..., me pregunto cómo habrá podido ocurrir -y se metió dentro.
      Ni siquiera los mendigos importunaban a Fulano por las limosnas.
      Todo lo cual hubiera sido considerado una bendición por una persona más práctica, pero Fulano carecía de otra finalidad en la vida que hacerse famoso y atraer la atención, y ese tipo de cosas sólo le desesperaban más.
      Una vez estaba yo en el Café de los Locos, en Toledo. Los malos escritores tenían la costumbre de acudir a ese café en busca de personajes, y yo iba con ellos de cuando en cuando. En ese lugar tan peculiar, uno podía encontrar gangas de segunda mano y también algún material nuevo bastante bueno y barato. Como la moda tiene mucho que ver con el valor de mercado, en ese lugar se podían encontrar algunos personajes que en su tiempo habían sido famosos y habían trabajado para grandes genios, pero que llevaban cierto tiempo sin empleo debido al cambio de las tendencias literarias hacia otros ideales.
      Recuerdo haber visto a un pobre y lamentablemente flaco individuo. Aseguraba haber servido a Cervantes. Pues bien, el pobre hombre no lograba interesar a ningún autor del momento. De la misma manera, había toda una panoplia de buenos personajes que habían sido grandes en su día, pero que ahora no eran de ninguna utilidad.
      En aquel día en concreto, llevaba yo algún tiempo sentado a una mesa charlando con mi amigo, el doctor José de los Ríos, y mirando en derredor los diferentes rostros y tipos. De pronto escuché tres golpes sobre la mesa y una mano me agarró del cuello. Al mismo tiempo, una voz dijo:
      -Aquí estoy.
      Me volví y vi a Fulano sentado a mi lado.
      -¿Cuándo has llegado?
      -Hace media hora, más o menos. He estado sentado aquí mismo, tratando de intervenir en la conversación.
      Me excusé diciendo que había estado absorto en la contemplación de los personajes que esperaba usar en este libro. Después de lo cual, con no poca dificultad y haciendo uso de algunos medios violentos, logré presentarle al doctor De los Ríos. Entonces observé que Fulano parecía más desalentado que de costumbre.
      -¿Qué ocurre? Pareces triste, Fulano.
      -¿Qué esperabas? He comprendido que nunca llegaré a ser importante, por más que lo intente. No tiene sentido, el mundo, sencillamente, me ignorará.
      -Es muy desagradable -admití-. Pero hay un montón de gente con el mismo problema. Hay, por ejemplo, una gran cantidad de esposos, predicadores, dictadores y...
      -No es momento para agudezas de segunda mano. Lo que te estoy diciendo es serio. Ya sé que nunca voy a ser importante en tanto que ser humano, pero he pensado que tal vez ganaría fama e importancia como personaje...
      -...
      -No me importa que seas tú o cualquier otro. Tú eres mi amigo. Sabes que lo deseo, y quizá puedas hacer de mí un gran personaje.
      Me incliné bajo el peso del cumplido.
      -Si tú no puedes utilizarme, pásame a cualquier otro escritor. Si pudieras colarme en ese libro que dices ir a escribir, mi gratitud no conocería límites. No me importa lo que deba hacer, siempre que me confiera importancia.
      -Y... ¿qué méritos tienes para ser un personaje?
      -¡Diablos! Mi absoluta falta de importancia. Seré calificado como el personaje de ficción menos importante. Tú sabes que cada personaje tiene una personalidad más o menos chocante, y que a todos les ocurren cosas extraordinarias. No me digas que alguna vez vas a ser capaz de encontrar otro personaje tan planoe ininteresante como yo.
      -Bueno... puedes encontrarlos a montones en la literatura actual... Realmente...
      El doctor José de los Ríos, que había permanecido silencioso durante toda la conversación, se volvió hacia mi amigo y dijo:
      -Señor Fulano, aunque hace muy poco que le conozco, sólo veo una salida esperanzadora a su presente condición. Señor Fulano, usted debería suicidarse.
      -¿Qué?
      -No quiero decir que deba matarse de verdad, sino cometer un suicidio oficial.
      -¿Qué quiere usted decir?
      -Exactamente lo que he dicho. Esta tarde, tan pronto como oscurezca, vaya al puente de Alcántara y deje su abrigo en el suelo con todos sus papeles, sus credenciales, el dinero, el talonario, etc., y una carta diciendo que se ha tirado al Tajo. Luego, regrese a Madrid, habiendo perdido su identidad oficial, y allí trataremos de hacer de usted un personaje.
      Fulano me miró interrogativamente. Yo dije:
      -Creo que es muy lógico lo que propone el doctor De los Ríos.
      El doctor De los Ríos prosiguió:
      -¿Ve usted? Ese suicidio aparente servirá asimismo como un pequeño paso hacia la notoriedad. Es una suerte que haya tenido lugar en esta ciudad. Toledo, el Tajo y el puente de Alcántara poseen una tradición histórica que dará un poco de color a su acto.
      Había gratitud en los ojos de Fulano cuando le dio cálidamente las gracias al doctor De los Ríos, y yo prometí hacer cuanto estuviera en mi mano por ayudarle, una vez que él hubiese cumplido su parte en el trato.
      Para entonces ya estaba muy avanzada la tarde. El doctor De los Ríos debía efectuar una visita profesional y se marchó deseando a Fulano mucha suerte en su intento. Nosotros permanecimos sentados a la mesa, y como Fulano debía esperar a que se hiciese oscuro y yo no tenía nada que hacer, decidí entretenerle mostrándole los personajes que se encontraban reunidos en el café.
      -¿Ves ese policía gordo y calvo? Es don Benito.
      El policía trataba sin éxito de encender un cigarro con cerillas que se apagaban obstinadamente. Hasta que cayó en la cuenta de que hablábamos de él y asumió una actitud orgullosa.
      -Mira ahora hacia esa mesa, junto a la ventana. La camarera que se está riendo es Lunarito. La llaman así debido a un bello lunar que no puede ser visto desde aquí. El  apuesto joven que fuma en pipa y le pellizca la pierna es Pepe Bejarano.
      -Fíjate en ese hombre del cuello desabrochado. El que está bebiendo en la barra... y que ahora empuja a la mujer insultándola... Es el Cogote.
      En ese momento entraron dos monjas en el café y empezaron a recorrer las mesas pidiendo limosna para su convento. Señalé hacia una de ellas:
      -Mira esa monja. La que ahora se ha puesto entre el Cogote y la mujer. Es muy atractiva para ser una monja. Hubiera sido una excelente mujer de mundo. ¿Ves lo alegremente que sonríe y lo blancos que son sus dientes? Es la hermana Carmela.
      Las dos monjas se habían acercado ahora a una mesa distante, ocupada por dos curas, y hablaban con ellos.
      -Mira a ese cura, el de modales educados, que se ha levantado para hablar con la hermana Carmela. Es el padre Inocencio. Se supone que está haciendo mucho bien por estos andurriales.
      Las dos monjas se dirigieron hacia la salida acompañadas por el padre Inocencio, quien mantuvo abierta la puerta para que pasasen y permaneció allí viéndolas cruzar la plaza.
      -Atención al cantinero. Mira su espléndida barba apostólica y la escandalosa forma de reírse con el Cogote. Es don Laureano Báez, un viejo tunante muy divertido. La anciana de expresión triste que seca los vasos a su espalda es su mujer, doña Felisa.
      -Mira ahora al que está sentado a la mesa de allá. El que lleva una peluca blanca y tiene expresión poética, y que parece tan ensimismado y distante. Se llama García.
      El hombre olía la flor sujeta en su ojal.
      En ese momento, un perrillo que había estado husmeando por el café le dio al hombre un golpe en la pierna. García le pegó una maligna patada al animal, le arrojó una moneda al cantinero y se fue.
      -Observa a esa dama pálida, vestida de negro, sentada a la mesa con un caballero. Va a quedarse dormida. Es doña Micaela Valverde.
      Su acompañante se puso de pie silenciosamente, tomó su sombrero y salió del café de puntillas. Doña Micaela, que para entonces estaba profundamente dormida, no advirtió su marcha.
      Desde hacía un rato, yo estaba observando a un hombre de pie junto a una mesa ocupada por cuatro individuos. Les mostraba pequeños objetos que sacaba de los bolsillos y que, aparentemente, trataba de venderles. Cuando se giró, le reconocí. Nos saludamos y vino hacia nuestra mesa trayendo un objeto pequeño eji la mano.
      Le dije a Fulano:
      -Ése es don Gil, un viejo traficante de bisutería que coloca su mercancía por los cafés.
      Don Gil se nos acercó. Se inclinó apoyándose con una mano en la pared y nos mostró con la otra una figurilla china de porcelana.
      -Aquí tienen una auténtica ganga -dijo, haciendo saltar la figurilla de porcelana en la palma de la mano-. Es una auténtica obra de arte hecha en China. ¿Qué les parece?
      Contemplé la figurilla, delicadamente tallada. Representaba un guerrero hercúleo de mostacho caído y expresión feroz. En el hombro llevaba una mariposa. El color del rostro no era amarillo, sino más oscuro, como de bronce, y, puesto que su indumentaria no era muy representativa, sugerí:
      -Quizá no sea china, sino india.
      Don Gil, que indudablemente prefería la China a la India, pareció ligeramente anonadado.
      -No, es china -dijo.
      Entonces no pude dejar de advertir la suciedad de la mano que sujetaba la figurilla y deduje que su hermana probablemente estuviese en la misma condición.
      Y dije:
      -Don Gil, tenga cuidado. Don Laureano va a llamarle la atención por ensuciarle las paredes.
      Don Gil retiró su mano, dejando una marca negra e inusualmente pequeña contra la pared encalada, y continuó ensalzando su mercancía:
      -Sí, es un auténtico mandarín chino o un guerrero, no sé bien cuál de los dos, pero es una auténtica ganga. Quizá su amigo esté interesado...
      Fulano pegó un respingo y dejó escapar un grito. Era la primera vez que un desconocido advertía su presencia por sí mismo.
      El pobre don Gil se asustó tanto que soltó la figurilla de porcelana, que se rompió en mil pedazos contra el mármol del velador. Creí ver una mirada feroz en la cabecita de porcelana ahora separada del cuerpo.
      Don Gil limpió la mesa, arrojando los pedazos al suelo, y se marchó pisoteándolos con expresión mortificada.
      -Bueno -dije, cuando don Gil se alejó-, creo que ya tienes suficiente de personajes por hoy. Ya es oscuro y será mejor que vayas a prepararte para el suicidio.
      Fulano garabateó una nota que decía: «Me he suicidado tirándome al Tajo», y añadió:
      -Todas mis esperanzas dependen de esto.
      -Se levantó y se marchó prometiéndome que nos veamos en Madrid.
      Yo, en tanto que autor de este cuento, puedo ver todo lo que hizo Fulano desde que se fue, aunque se suponga que permanecí sentado a la mesa del café.
      Fulano fue a su habitación. Recogió todos sus documentos y credenciales, e inició su jornada fatal. Mientras bajaba las escaleras camino de la calle había caído la noche, y cada paso que daba era como arrojar un siglo hacia el pasado, hasta que se encontro en el centro de una ciudad hostil que murió en el Renacimiento y que, sin embargo, vivía la más extraña vida póstuma. Toledo estaba en silencio, pero Toledo no descansaba. Mientras Fulano avanzaba vacilante, sintió la desasosegada y decrépita línea de edificios súbitamente agitada por el viento del pasado, el pavimento pareció elevarse, caer y retorcerse en su pétrea vigilia cual mar tormentoso; caminó por calles tan empinadas que debía apoyarse en las paredes para no caer, y recorrió callejones que, procedentes de lo alto de la ciudad, se precipitaban como torrentes saltarines en las aguas del Tajo.
      Toledo vuelve cada noche a la vida. Es una ciudad de silencio, pero no una ciudad de paz; de noche multiplica sus intereses, se transforma en una ciudad de horrores, de temibles sueños del pasado y de pavorosas pesadillas históricas. Al volver una esquina, esa impresión cayó con tal fuerza sobre Fulano que lo dejó clavado en el suelo como uno más de los pétreos espectros. Las sombras de todas las cosas pasadas salían a su encuentro desde los oscuros callejones y las tristes esquinas para condensar, dar forma y hacer más oscura la noche. Imaginó la figura de don Pedro el Cruel, temblándole las rodillas, recorriendo el callejón habitual hacia la casa del judío que le prestaba dinero. Sintió la pesada atmósfera, recargada por el mortífero aliento de la Inquisición.
      El silencio, esa sensación de haber sido abandonado para que compartiese la ciudad con los muertos, le reveló súbitamente a Fulano una idea. Toledo, al igual que él confiaba en serlo muy pronto, era un mito, Toledo no existía. Resurgía cada noche de su significado histórico y estético, abandonada en la soledad de la estéril Castilla. Así pensando, Fulano avanzó a trompicones como una asustada y olvidada sombra en pos de su propio cuerpo. Las angostas, retorcidas y tortuosas calles huían de él, le negaban el paso befándose y gimiendo como serpientes en una jungla de extrañas estructuras saltaba de sorpresa en sorpresa, impulsado por tan inmenso e irresistiblemente sugestivo poder. Se deslizó a lo largo de casas horriblemente roídas donde se entregaban a la tierra, y de puertas que nunca se abrían y a través de cuyos agujeros a ras de suelo entraban y salían gatos medievales. Oía la llamada de las aguas del Tajo y el pasado esplendor desvaneciéndose en eterna respuesta, el pasado esplendor precipitándose colina abajo y sumergiéndose en el hondo Tajo.
      Fulano supo que había sido succionado por ese remolino del pasado, que se había sumergido en siglos de historia y que ya había perdido la identidad de su existencia presente. Se ahogaba en el poderoso sentimiento de tiempo condensado, perdido sin remedio en la oscuridad de millares de noches del pasado sobreimpuestas, en el laberinto de calles que le zarandeaban amenazando con arrastrarle en su ominoso torrente y arrojarle al Tajo, al olvido.
      Con el sentido de la orientación totalmente perdido, Fulano se dejó eyectar, arrojado centrífuga y gravitatoriamente por esa ciudad semicónica que ahora giraba en su mente brumosa, y cruzó una por una todas las murallas de Toledo cada cual enmarcando un período de historia como falanges conquistadoras vistas en perspectiva, cada una más grande y baja, descendiendo la colina como escalones y cayendo en el Tajo.
      Y fue así como la ciudad de Toledo se descartó de tan insignificante persona sobre el puente de Alcántara.
      En mitad del puente, Fulano se quitó el abrigo, lo dejó en el suelo, y sujetó su carta en la parte exterior con un alfiler.
      Una vez hecho esto, y asegurándose de que nadie le veía, se dirigió en mangas de camisa hacia la estación.
      Fulano no vio lo que ocurrió una vez que abandonó el puente, pero yo, naturalmente, si lo vi, y si un escritor tuviera el privilegio de poder interferir o impedir los incidentes que tiene la desgracia de presenciar, yo hubiese impedido que ocurriera lo que ocurrió, en bien de mi pobre amigo Fulano. Sin embargo, si un escritor pudiera hacer eso, todas las historias acabarían felizmente y la justicia prevalecería en la literatura. Y puesto que eso generaría una gran monotonía, tal poder no ha sido concedido. Por lo tanto, hube de permanecer allí y presenciar los acontecimientos en estado de aguda impotencia e indignación.
      Un hombre de perversa apariencia cruzó el puente. Vio el abrigo a la luz de la luna y se detuvo a recogerlo del suelo. Rebuscó en los bolsillos y extrajo los documentos. Encendió una cerilla y los examinó rápidamente. Entonces vio la nota enganchada al abrigo y una sonrisa demoníaca se extendió por su rostro.
      A toda prisa volvió a meter los papeles en los bolsillos, se quitó su propio abrigo, enganchó en éste la nota y se puso el de Fulano.
      En el tren de Madrid, Fulano no se fijó en un hombre con una gorra echada sobre los ojos y cuyo abrigo hacía juego con los pantalones del propio Fulano. Éste estornudaba de cuando en cuando, pero su corazón y su mente daban saltos de felicidad y anticipación.
      Al día siguiente, un periódico local toledano publicaba el siguiente relato:

 «Ayer noche, un tal Mengano, que acababa de escapar de la cárcel y era perseguido por las autoridades, se suicidó saltando al Tajo desde el puente de Alcántara. Cosa que ha podido ser deducida a partir de una nota enganchada al abrigo encontrado en el puente. Parece que tras los muchos crímenes cometidos, el remordimiento hizo presa de él y decidió poner fin a su pecadora existencia. R.I.P.»

      Un día, tras mi regreso a Madrid, paseaba por la calle Sevilla cuando me sentí asido por los hombros y vi un rostro pálido de ira a escasos centímetros de mi nariz.
      - ¡Hola, Fulano! ¿Se puede saber qué te pasa?
      -¿Preguntas que qué me pasa?
      -Si. ¿Cómo funcionó el truco del suicidio? (Naturalmente, yo había olvidado por completo lo que vi en el puente.)
      -¿Que cómo funcionó?... ¿Que cómo funcionó?... ¡Como un infierno!
      -¿Qué quiere decir como un infierno? ¿Qué ocurrió, pues?
      Fulano dio dos pasos hacia atrás y se quedó mirándome.
      -¿Me ves?
      -Un poco borroso, pero te veo.
      -Pues no existo.
      -¿Qué?
      -Que no existo.
      -¿No existes?
      -No.
      -Pero, ¿cómo es posible?
      -Desde que tengo cierto uso de razón he abrigado serias dudas acerca de mi existencia. No, no me mires como si fuera a entrar en una discusión metafísica. Ahora hablo en serio. Sí, siempre tuve serias dudas acerca de mi propia existencia, pero desde tu estúpida idea acerca del suicidio, esas dudas han desaparecido por completo. Ahora estoy seguro de que no existo.
      -Explícate.
      Fulano ya había dejado escapar una parte de su presión inicial y pudo hablar con más calma.
      -Bien, alguien, aquí en Madrid, está disfrutando de mi personalidad, mi nombre, mis posesiones, mi hogar, mi esposa... todo cuanto me pertenecía. Y es enormemente famoso, imagínate, uno de los más conocidos políticos y hombres de negocios, y está acumulando una fabulosa fortuna. Y yo no soy nada, estoy totalmente perdido y buscando alguna personalidad que ande suelta por ahí para encontrarme a mí mismo. Pero cada identidad tiene su dueño y yo no soy nada, no existo...
      Fulano se quebró y se llevó un pañuelo a los ojos.
      -¿Quieres decirme que la gente que te conocía no puede establecer la diferencia? ¿Que no caen en la cuenta de que ese otro Fulano es un impostor?
      -¿Cómo pueden advertir la diferencia si antes no se fijaban en mí? Yo fui siempre tan poco importante, ¡tan absolutamente poco importante!
      Por primera vez caí en la cuenta de la magnitud de la tragedia de esa vida sin importancia.
      Fulano sacó un periódico y mostró silenciosa pero elocuentemente los grandes titulares que decían algo muy elogioso sobre Fulano.
      -Mira lo que dicen de él. Lo que deberían decir sobre mí. Ha tomado mi nombre, mi identidad, y con ello toda la fama y la importancia que deberían haber sido mías.
      -No, Fulano, no te engañes. No es precisamente el nombre lo que le ha lanzado. Tú nunca hubieras logrado ese éxito si hubieses seguido siendo Fulano. Ese hombre debe de poseer la personalidad de la que tú careces y es él quien ha hecho famoso el nombre. En realidad, en cierta manera, deberías estarle agradecido.
      -Estar agradecido... ¿Eso es lo único que se te ocurre después de haberme metido en este lío con tu estúpida sugerencia?
      -Fue el doctor De los Ríos y no yo quien hizo la sugerencia.
      -Es igual, tú te pusiste de su lado y eres tan responsable como él. Y ahora me aconsejas que siga siendo nada mientras él disfruta de mis posesiones y de la gloria y la fama y de todo cuanto el mundo puede ofrecerle a un hombre. ¡Debo sentarme pacientemente, feliz de no ser nadie, y agradecerle el puntapié! ¿Has pensado en los inconvenientes de estar vivo y no existir?
      Hube de admitir los inconvenientes de tan extraña situación:
      -Sí, algo habrá que hacer al respecto.
      -Naturalmente, algo hay que hacer al respecto y eres tú quien debe hacerlo, tú me metiste en esto... Pero Dios mío, ¿cómo pudo ocurrir que ese hombre ocupara mi lugar en el mundo?
      Comprendí que debía confesárselo a Fulano, pues la situación me obligaba a traicionar un secreto de autor. Después de todo, perder la identidad propia debe de ser la sensación más extraña del mundo. Por lo tanto, relaté todo lo que había visto en el puente y mencioné la noticia publicada en el periódico al día siguiente del incidente.
      Cuando terminé, Fulano echaba espuma por la boca y se disponía a lanzarse contra mí, pero fue firmemente sujetado por una mano. Era el propio doctor José de los Ríos.
      Fulano pugnó por liberarse y me gritó:
      -¿Quieres decir que estabas allí y que no hiciste nada por evitarlo y ahorrarme esta horrible tragedia?
      El doctor De los Ríos trató de calmarle. Yo bajé la cabeza.
      -Fulano, amigo mío, si hubiera podido hacer algo, no hubiese dudado en hacerlo, pero no está en mi mano interferir en el destino de los hombres.
      -Y se supone que yo debo quedar satisfecho con esa respuesta y permanecer siendo un cuerpo vacío sin un lugar en la sociedad, un supernumerario en este mundo... Al infierno con vosotros, los escritores, que podéis poner a una persona en una situación como ésta y luego no podéis sacarla de ella.
      Yo bajé aún más la cabeza.
      -Perdóname, Fulano, veré qué puedo hacer por ti...
      -Está bien, ve a verlo. Supongo que no puedes estropear las cosas más de lo que están. Nada podría ser peor.
      El doctor De los Ríos, que había estado demasiado ocupado sujetando a Fulano, dijo ahora:
      -Señor Fulano, fui yo quien hizo la primera sugerencia acerca del suicidio y asumo toda la responsabilidad.
      -No me importa quién diablos es el responsable. Estoy en un apuro y quiero que se me ayude a salir de él.
      -Está bien, señor Fulano, admito que tiene usted razón en su demanda, pero sólo veo una forma de salir del apuro. En este mundo no hay identidades perdidas de las que usted pueda apoderarse para recobrar su lugar bajo el sol. Sólo hay una identidad superflua, tan superflua como usted mismo, y dicha identidad está en el fondo del río Tajo. Sí, señor Fulano, oficialmente esa identidad está en el río y últimamente ya habrá advertido la importancia de las cosas oficiales. Aquel alma bajo el lecho del río Tajo ansía tanto un cuerpo como usted ansía un alma. Vaya a reunirse con ella y ponga fin a un absurdo mutuo. Estoy seguro de que, después, mi amigo tratará de hacerle vivir en una historia convirtiéndole en un personaje.
      Fulano se volvió hacia mí inquisitivamente. Yo dije:
      -Sí, Fulano, prometo hacer lo que dice el doctor De los Ríos.
      Fulano nos estrechó firmemente las manos. En sus rasgos se veía la determinación que surge de la desesperanza.
      -Adiós, Fulano.
      -Adiós.
      Aquella noche, Fulano estuvo nuevamente sobre el puente de Alcántara. Había venido a buscar una identidad al mismo lugar al que había ido a perder una. Miró las negras aguas del Tajo. Sí, allí estaba su única salvación.
      Y una vez más vio Toledo cubriendo la colina como un petrificado bosque de siglos. Era absurdo. Una vez perdida toda justificación útil de su existencia, la ciudad permanecía allí, sentada como un emperador muerto sobre su trono arruinado, pero más grande en su caída que en su gloria. Allí yacía el cuerpo de una ciudad encastillada sobre una colina olvidada, con la historia escrita en cada una de las profundas arrugas de sus rasgos quebrados y sus miembros caídos a lo largo de las riberas para ser enterrados bajo las aguas de un río inagotable.
      Fulano miró hacia bajo y entonces conoció el destino y la grandeza; no lo dudá más; saltó con resolución.
      Y con vistas a cumplir mi promesa al más infortunado e insignificante de los hombres, he escrito esta narración. No sé si he conseguido hacer un personaje, o siquiera un símbolo, de él, ni si él podrá disfrutar de esta pobre resurrección. Yo he hecho cuanto he podido.

original inglés | versiones: català | française

© 1936, 1963, 1988 Felipe Alfau

Derechos en castellano © 1990 Editorial Seix Barrel, S.A.
Traducción del inglés por Javier Fernández de Castro
corrected edition (inglés) © 1988 Dalkey Archive Press
www.dalkeyarchive.com

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del Seix Barral y Dalkey Archive Press. Rogamos lean las condiciones de uso.
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