barcelona review #15

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Nude by MGS
LA MUJER QUE SE
TRAGÓ EL LIBRO DE KELLS

por Ian Wild

Traducción: Mercè López Arnabat

 
El día que Freya se tragó el Libro de Kells le pasaron también otras muchas cosas. Por el camino de vuelta a Cork, a bordo de un tren del Iamrod Eireann, ya tuvo dificultades para ocultar el hecho de que su estómago estaba lleno de bultos puntiagudos. Al anciano que ocupaba el asiento de enfrente le dijo que esperaba un bebé triangular. ¿Indigestión? ¡Un simple eructo y el vagón entero empezó a oler a vitela vieja! La verdad es que se arrepentía de haber atizado a aquellos dos guardias de seguridad con la barra de hierro, pero había tenido que escoger entre eso o conformarse con una edición facsímil del original, y, francamente, nada puede compararse al sabor de un original.
      La fijación oral de Freya por los textos religiosos provenía de un castigo que le habían impuesto sus padres a los seis años de edad por haber pronunciado la palabra "mierda", a saber, ingerir varios pasajes del Antiguo Testamento extraídos del episodio de Sodoma y Gomorra. Sólo el auténtico fanatismo religioso es capaz de fundir con tal perfección escarmiento y fantasía. Freya había cumplido ya los veinte cuando descubrió --con consternación-- que al resto de los pecadores le parecía "raro" eso de comer biblias. Y para entonces ya era demasiado tarde. No sólo había desarrollado una adicción crónica a los textos religiosos, sino también un paladar exquisito.
      Hoy en día está de moda echar la culpa de todo a los padres, pero los de Freya actuaron siempre de buena fe. Cuando, al caer la noche, su hija les decía que subía a su habitación a rezar, nunca imaginaron que ella, en realidad, empleaba aquellas largas horas de soledad en mordisquear breviarios robados cual ratón gigante con una porción de queso. Freya se tendía en la cama y roía con los ojos inyectados en sangre y la boca llena de espuma hasta alcanzar el éxtasis mandibular. Su única preocupación era la dificultad creciente de hallar manuscritos con los que satisfacer su sibarítica adicción. Y así fue como, de capricho en capricho... en fin. Un manjar tan apetitoso como el Libro de Kells no podía menos de convertirse en objeto de su deseo. Freya no negaba que constituyera parte fundamental del patrimonio nacional, ni que tuviera una importancia histórica incalculable, pero alegaba que lo mismo podía decirse de la patata y que nadie se abstenía de comerla por esa razón.
      Cuando Freya llegó a casa procedente de Dublín, se encontró a sus padres enzarzados en otra de sus frecuentes peleas. Estaban tan ocupados tirándose los trastos a la cabeza que apenas sí se dieron cuenta de que su hija se metía en su habitación. Una vez a salvo de miradas indiscretas, Freya se desnudó frente al espejo. Sin duda era un libro difícil de digerir: por el aspecto de su estómago, parecía que se había tragado una pirámide de través. No tendría más remedio que disimular unos cuantos días, hasta que todo el manuscrito iluminado hubiera recorrido la larga salchicha que eran sus intestinos. Se probó varios conjuntos, pero ninguno de ellos ocultaba suficientemente las protuberancias. Así pues, la única solución posible era fingir que se encontraba enferma. Si sus padres llegaban a verle la barriga de cerca, darían por sentado que estaba embarazada, y lo más probable es que encargaran al cura de la parroquia que le destrozara las rótulas a balazos.
      Al cabo de un rato sus padres la encontraron en cama.
      --¿Te duele algo? --preguntó su padre, coronado por un gran fragmento de loza que recordaba una antena parabólica rota.
      --No tengo el estómago muy católico...
      --Eso te pasa por comer tantas alubias --sentenció su madre con la delicadeza de un pelotón de fusilamiento--. Las Escrituras no las mencionan. No me extrañaría nada que Dios hubiera castigado tu blasfemo estómago por no tener bastante con el pan y el pescado.
      --¿Sabes lo que acaban de decir en la tele? --intervino su padre--. Que alguien ha robado el Libro de Kells del Trinity. ¿Verdad que es terrible? Tu madre --añadió en tono burlón-- cree que a Dios le apetecía leer un rato. Qué pena que, sin querer, se haya llevado por delante a dos guardias de seguridad...
      --¡Yo no he dicho eso!
      --Sí lo has dicho. Además, ¿se te ocurre alguna otra explicación? ¿Te parecería cristiano que Dios los hubiera noqueado a propósito?
      --Sí, si eran pecadores.
      --Cállate la boca.
      --No me da la gana.
      --¿Ah no?
      Era el principio de otra pelea. Marido y mujer se fueron a su habitación en busca de armas arrojadizas más contundentes. Al cabo de un rato el puño del padre de Freya atravesó la pared del dormitorio de ésta.
      --¡Ni me ha rozado! --se burlaba a lo lejos la voz de su madre.
      Pero las disfunciones de orden familiar pronto fueron eclipsadas por los extraños efectos secundarios provocados por la religiosa toxicidad del Libro de Kells. Mientras Freya seguía tumbada en la cama con la mirada fija en el techo, una mano armada con una pluma de ave apareció de la nada y escribió: initium. Las letras, de color púrpura, daban la sensación de haber sido dibujadas con sangre. De hecho, el enlucido parecía rezumar gotas rojas. Freya empezó a encontrarse realmente mal y a oír voces en el interior de su estómago cada vez que hipaba. Techos y paredes se tiñeron de oropimente dorado, y el suelo se llenó de perros deformes que se reptaban como serpientes. La colcha se cubrió de peces que avanzaban nadando hacia la joven. ¡Peces! Para los primeros cristianos, el pez era el símbolo de Cristo. Había llegado el momento de ir al baño.
      Por fortuna, marido y mujer seguían discutiendo. Se habían pasado al gaélico, pero el tono de voz no dejaba lugar a dudas. Freya hizo salir a media docena de pavos reales del baño, cerró la puerta con pestillo y se sentó en el inodoro. Ante todo, tenía que procurar no perder la calma. Había oído decir que la religión era el opio del pueblo, pero semejante despliegue de medios le parecía totalmente fuera de lugar. Cogió la guía de programación que su padre había dejado en el suelo con la intención de distraerse un rato, pero se encontró con que también había sido metamorfoseada. ¡Una revista en latín! Gay Byrne era una figura plana con los pies colocados en un ángulo imposible, y los tipos de imprenta habían sido sustituidos por una caligrafía densa y muy negra. Freya oyó voces enojadas procedentes del fondo de la taza. ¡Estaba evacuando monjecillos marrones!
      Los copistas, empapados, salieron del baño tras ella, increpándola tanto como se lo permitían sus hilillos de voz y amenazándola con las diminutas plumas de ganso que sostenían sus puños. Freya notó un considerable y --visto lo visto-- justificado alivio intestinal. En el rellano se encontró con una versión bidimensional de su madre que andaba igual que el capitán patapalo Pugwash.
      --¡Mamá! ¡Te ha salido aureola!
      Angeles invisibles entonaban un himno espeluznante, pero la mujer sólo tenía oídos para las palabras con las que pretendía dar por zanjada la pelea con su marido. Freya vio cómo una cazo de cobre salía volando hacia el dormitorio y poco después oyó un gong que asoció a la cabeza de su padre. Todo el mundo hablaba en un dialecto arcaico, pero Freya lo entendía sin dificultad.
      --¡Chúpate esa, tarugo!
      La mujer se volvió hacia su hija.
      --¿De dónde han salido todos esos monjecillos malolientes?
      Entonces reparó en las dimensiones de su barriga.
      --¡Dios nos asista! ¡Estás embarazada!
      Una cuadrilla de monjes liliputienses agarró a Freya por los tobillos.
      --¡No es carne de su carne!
      --¡Es un libro!
      --¡Es una infiel!
      --¡Se ha tragado una edición de lujo de los Evangelios!
      --¡Se ha tragado el Libro de Kells!
      El padre, convertido en una especie de recortable de cartón, se asomó al rellano aún bajo los efectos del impacto del cazo. Marido y mujer contemplaron el vientre de su hija con estupor, horrorizados por la idea de que el fruto de sus entrañas fuera a acabar en el infierno.
      --¡Freya!
      --¿Tú?
      La madre se desmayó. La aureola bidimensional del padre subía y bajaba a toda velocidad, como un platillo volante indeciso a la hora de aterrizar. Freya se libró a puntapiés de los monjes que le estaban acribillando las espinillas a golpe de pluma de ganso y echó a correr. Por suerte, su padre sólo podía perseguirla de perfil.
      Una vez en la calle, Freya se dirigió a toda prisa hacia el centro. Parecía una noche de viernes como otra cualquiera. Excepto por algún que otro detalle, como que los nombres de las calles estuvieran escritos a mano o que los restaurantes ofrecieran jabalí. Nada que no pudiera curarse con un poco de aire fresco. Lo fundamental era no volver a casa hasta que se le hubiera pasado la indigestión. Freya se arrepintió de haberle hincado el diente al librito de marras. Tal vez la mejor solución fuera tomar algún tipo de antídoto... Un periódico sensacionalista, por ejemplo: el Sun o algún otro por el estilo. O vomitar. Seguro que con el estómago vacío dejaba de ver visiones. Decidida a probar suerte, se acercó a Patrick's Bridge y se metió los dedos en la boca. Entonces vio algo que distrajo su atención de sus amígdalas: varios barcos vikingos remontando el río Lee.
      Había lo menos veinte, y debían de haber salido del puerto de Cork. La gente se acercó al puente para verlos pasar.
      --¿Es uno de los actos del Festival de las Artes? --preguntó alguien.
      --¡Así malgasta el dinero el Ayuntamiento! A saber cuánto habrá costado construir todos esos barcos y contratar y vestir a tantos actores. ¡Con la de gente que hay durmiendo en la calle! La caracterización está muy lograda, eso sí. Menuda pinta de brutos. ¿Serán de verdad, los arcos y las...? ¡Ahhh!
      El hombre cayó al agua con una flecha emplumada clavada en el pecho. Los primeros gritos dejaron paso a escenas de pánico provocadas por el desembarco de un tropel de gigantes rubios armados con hachas que despedazaron sin piedad a cuanto incrédulo turista se interpuso en su camino.
      Freya emprendió la huida por Patrick Street. A sus espaldas, los vikingos hacían añicos entre rugidos los escaparates de Easons. Freya fue adelantada por una multitud ensagrentada que gemía aterrorizada. Refugiada tras una cabina telefónica, fue testigo del saqueo de un Abrakebabra por parte de un grupo de vikingos que salieron del restaurante con espetones cargados de carne. Cientos de personas murieron y fueron descuartizadas antes de que los coches patrulla de la policía tuvieran tiempo de llegar a Patrick Street. Las hachas hicieron saltar por los aires los parabrisas con los automóviles prácticamente en marcha. A pocos metros, otro grupo de escandinavos fornidos asaltaba una sucursal de Argos y abandonaba el local cargado de televisores en color y equipos de alta fidelidad.
      Freya, angustiada, echó a correr en dirección a su casa. Algo en su interior le decía que la llegada de los vikingos tenía algo que ver con ella y la obligaba a volver la cabeza cada dos por tres. Necesitaba protección, pero sabía que su crimen escandalizaría a las autoridades, y que éstas acabarían por condenarla a cadena perpetua después de obligar a los médicos a practicarle una cesárea.
      Freya llegó corriendo frente a su casa y vio que alguien había echado la puerta abajo. Entró. El salón era un campo de batalla. La pantalla de la tele parecía el escenario de una fuga protagonizada por un locutor de noticias. O, mejor dicho, lo habría parecido si los fragmentos de cristal no se hubieran quedado dentro del aparato. En la pared no quedaba ninguna imagen religiosa, y la moqueta se había convertido en mortaja de los cadáveres bidimensionales y desmembrados de los dueños de la casa. Por el suelo corrían ríos de sangre. Freya levantó la cabeza de su madre decapitada y dijo:
      --¿Mamá? ¿Qué ha pasado?
      La casa estaba llena de minúsculos copistas aplastados como zurullos.
      Freya subió tambaleándose hasta su habitación, la misma donde había pasado tantas noches devorando en secreto salmos, devocionarios y sabrosos bocados del Génesis. Ya no tenía el estómago abultado ni puntiagudo. El libro había sido absorbido y ya formaba parte de ella. Un coro de voces fúnebres seguía sonando a lo lejos, en la buhardilla, tal vez. En cambio, los hombrecillos que se tiraban unos a otros de las barbas habían desaparecido del papel pintado. Cegada por las lágrimas, Freya abrió la puerta de su dormitorio y, casi sin fuerzas, se arrodilló junto a la cama y entrelazó los dedos para rezar. Tenía una palabra atragantada en la garganta como un hueso afilado. No podía pronunciar el nombre de Jesús.
      De pronto se oyeron unas voces guturales en el piso de abajo.
      --¡Freya! ¡Freya! --gritaban.
      Freya se refugió al otro lado de la cama de un salto y se pegó tanto como pudo a la pared. ¡Venían por ella! Convencida de que iban a matarla o a violarla, recibió con alaridos al grupo de vikingos mugrientos que entró en su habitación dando vítores y con las hachas ensangrentadas en alto. Hasta que, para su sorpresa, los cascos alados se inclinaron y, de rodillas, los guerreros paganos la elevaron a la categoría de divinidad.
      Varias horas más tarde, asomada a la borda de un barco vikingo abarrotado de lavadoras, bicicletas estáticas y hornos microondas robados, Freya veía ponerse el sol sobre un mar en calma mientras un ejército de brazos musculosos y resplandecientes accionaba los remos. Sus guerreros entonaban la canción que daría lugar a la saga de Freya, la mujer que se tragó el Libro de Kells. Qué lógico le parecía todo entonces. Qué perfecto. Freya escrutó largamente el fondo oscuro de las aguas, pero, por más que miró, no vio en ellas ni un solo pez.

© 1999 Ian Wild
Traducción: Mercè López Arnabat

versión en inglés
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Ian Wild vive en Enniskean, West Cork, con su esposa y dos hijos. En la actualidad es escritor residente de Tig Filí (Hogar del Poeta). Su libro de relatos, Leopold Bloom's Underpants and Other Stores está en proceso de edición por la editorial Fish, y estará disponible en la primavera del 2000. Cork's Bradshaw Books publicará dentro de poco el poemario de Ian, Intercourse with Cacti. Los libros están disponibles solo en inglés.

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