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marzo - abril 2001  num 23

EL PARALELISMO DE LAS LÍNEAS
Teresa Ruiz


 
Por fin, hace unos días, me dejó leer su relato, un poco el hijo único de su narrativa, también hijo pródigo por olvidado. Enrique no es escritor ni lo ha intentado nunca seriamente, a lo sumo en ratos libres, todo lo más entre sueños y planes mezclados en la vorágine de la juventud, quizá nunca olvidados del todo ni enterrados. Durante meses fue anunciando la existencia del escrito, describiendo las distintas fases por las que atravesaba, del viejo cuaderno a las entrañas del ordenador, de ahí al propósito de no mostrarlo nunca, y luego las posteriores correcciones, hechas quién sabe con qué fin. Y entre bromas me fue diciendo que puede que lo veas alguna vez, si te portas bien, y en ese portarse bien se encerraban todos los dobles sentidos y los equívocos que sirven de acicate a la imaginación. Es el camino que elegimos para acercarnos y aprovechar los precarios minutos que pasamos juntos, la cámara lenta, el flashback, el juego de espejos en el que multiplicar por mil el recuerdo y la promesa, el guiño que carga de significados los momentos aparentemente triviales. Enrique y yo nos contamos nuestra historia, somos más mirada y palabra que acción. Las circunstancias obligan o posibilitan, quién puede dictaminar lo que es preferible, qué es condena y qué, oportunidad. Lo del relato tenía algo de juego y yo ignoraba si era importante o no leer unas cuartillas escritas hacía más de veinte años, si el placer sería estético y simplemente el que se deriva de la curiosidad satisfecha. Enrique me aseguró que eran horrorosamente cursis, que el muchacho que las había escrito era un tanto sentimental, muy fogoso al menos en el papel. No te voy a enseñar una cosa así, me dijo, me daría demasiada vergüenza.
 
          Por eso me sorprendió bastante que en el restaurante, antes del postre, sacase un sobre grande de la cartera, su maletín de hombre importante cargado de responsabilidades, y me lo entregase, al mismo tiempo que me preguntaba, con los párpados contraídos empequeñeciendo sus ojos grises o azules o verdes, nunca lo sé, si me había portado bien. En el sobre había escrito mi nombre con rotulador negro, con la letra imparcial de los negocios, pero el hecho de escribirlo ya era algo, una pequeña salida del anonimato y el silencio. ¿Es el cuento?, le pregunté, sabiendo que no podía tratarse de otra cosa. Me da hasta vergüenza ajena que lo puedas leer, repitió por enésima vez, y añadió, como en otras ocasiones, que aquel muchacho ya no existía, que era una sombra del pasado. Cogí el sobre y lo deposité junto al bolso. No pude evitar verlo de reojo durante la comida. Tenía la impresión de que un tercero había venido a sentarse con nosotros y me pregunté si era amigo o enemigo, si no vendría a interrumpir algo o a manifestarse con desagrado. Enrique prosiguió conversando muy locuaz, como de costumbre, pero confieso que desconecté completamente, como hago con frecuencia. Es cierto que no le escucho cuando deja de hablarme, cuando sólo utiliza las palabras como ropaje, porque a mí el Enrique social no me interesa. ¿Por qué aquella rendición repentina?, comencé a preguntarme. ¿O era preparada, escenificada con la maestría que caracteriza a Enrique? Cómo saber lo que había pasado y pasaba por su cabeza. No hay que descartar la teatralidad tratándose de Enrique, de él y de nuestro común juego de luces y sombras. Pero cómo estar segura de si sus miedos eran sinceros y sus dudas, algo más que la incertidumbre ante el juicio ajeno. ¿Cuántas veces al día visitaba Enrique su pasado y con qué dolor o con qué nostalgia?
 
          Nada más subir al autobús, abrí el sobre. Había conseguido asiento de ventanilla, individual para más ventaja, el tipo de asiento que me gustaba desde pequeña. El texto estaba impreso en papel continuo, sin numeración de página. Empecé a leer sin albergar particulares expectativas, a lo sumo aquella lluvia de cursilería que se me había anunciado, pero sin poner en ello demasiada convicción, porque también pertenece a nuestro juego la modestia y la falsa modestia en todos sus matices. Y las pistas inciertas. El relato se repartía, como un diario, en siete días. Siete días profundos, intensos como eras geológicas, días que no conmueven el mundo, quizá ni siquiera el destino de los protagonistas. Es primavera, París, hace calor en las orillas del Sena, las gentes pasean o toman el sol tumbadas sobre el césped. El triángulo hace acto de presencia: él, el héroe sin nombre, el muchacho joven de antaño o su alter ego, fotógrafo por afición, ilusión o filosofía; Jessy, la cámara japonesa de segunda mano, la prolongación de su vista, la mirada amorosa y protegida sobre el mundo; y ella, la rubia sobre el césped a la que el muchacho bautiza Perséfone a sabiendas de lo improbable que es acertar con un nombre. Pronto caminan juntos. Perséfone se llama Joanna Leroux y es canadiense, historiadora. Enrique me sorprende. Las calles de París se desenredan en las líneas del relato y tienden sus aceras a la lectura, sus acentos colman las frases breves, como instantáneas: Enrique fotógrafo de la palabra. Los viandantes desfilan en ordenada sintaxis, prestando su respiración y colorido a la historia. La noche acaba en una habitación de hotel, el cuarto que ocupa Perséfone durante su breve estancia en París. Sobre la cama, el eterno encuentro, la pasión imbricada en los cuerpos.
 
          El relato no ocupaba más de una decena de páginas, pero pensé que, probablemente, mi trayecto de autobús resultaría demasiado breve para cubrir el fragmento parisino, contando además con que a esas horas ni siquiera había atascos. Decidí que seguiría unas cuantas paradas hasta acabar la lectura. Mi trabajo freelance me permite esas libertades con el horario. París es siempre una ciudad idéntica a sí misma y siempre otra. Reconocí las calles y los edificios, porque Enrique no había buscado muy lejos su escenario. Perséfone se muda a la habitación del muchacho sin nombre, el fotógrafo tierno que ama con tanta fuerza y entrega. Perséfone se marchará en quince días y para siempre al otro lado de la Tierra. Allí hay un hombre y una vida que la esperan. Conozco al autor y algo me dice que Perséfone terminará en verdad en otro continente. Los días transcurren bajo el sol primaveral de junio, el sol paseándose por la piel desnuda de Perséfone en tibios amaneceres, impresionando la película que Jessy encierra en sus entrañas, legando al futuro las imágenes que el ojo humano no puede retener. Dicen que las pasiones intensas sobreviven poco tiempo, canta Brassens que il n'y a pas d'amour heureux, por todo eso la felicidad de Perséfone y el fotógrafo sin nombre se me clava en la garganta como un mal presagio.
 
          Me costó tres paradas adicionales acabar la lectura, con los detalles algo borrosos por las prisas, con la mirada precipitándose página abajo. En una ciudad tan pequeña, tres paradas pueden suponer una pradera con unas cuantas vacas contemplando sardónicamente al viajero extraviado. Hube de desandar el exiguo camino, a buen paso por la amenaza de lluvia, con la carga de palabras fluyendo por mi cerebro, goteando hacia algún punto desconocido de mi organismo. Le llamé al trabajo porque a esas horas Enrique estaría en la oficina y yo no podía apaciguar mi impaciencia, y porque una ley no escrita determina que no pueda llamarlo a su casa. Lo he encontrado enternecedor, le dije, me ha conmovido enormemente. Mi voz se había revestido de una inseguridad algo ronca, como para certificar la veracidad de la afirmación. Ignoro si Enrique lo advertiría o sería sólo mi miedo a dejar traslucir una emoción todavía fuera de control. Durante todo el camino había luchado con las lágrimas, con el nudo en la garganta y el calor en los ojos, heraldos del llanto. ¿Ternura? ¿Tristeza? ¿La memoria de sensaciones ya experimentadas? No quise llorar por la calle, y no quise llorar sin saber el motivo del llanto, llorar por llorar, por un dolor vago y deslocalizado, por demasiadas cosas de momento sin rostro. Tampoco iba a sollozar por teléfono ni a confesarle que esas páginas me han dejado desarbolada y a la deriva, me siento tan cerca de ti y a la vez tan lejos que desearía poder apoyarme en tu hombro y contemplar el rastro húmedo de mis lágrimas sobre tu camisa oscura, y comprobar así que he llorado y que la tristeza es real aunque no identifique el desencadenante. Pero no podía hablarle así a Enrique, no al de ahora, puede que sí al muchacho de la cámara japonesa, pero ése respiraba sólo en las líneas de una vieja historia. Adopté un tono más ligero y le aseguré que, además, estaba muy bien escrito, en un estilo muy americano. Que me recordaba a Kerouac, claro que únicamente porque acababa de leerme una historia corta en la que un joven conoce a una joven rubia. Kerouac sin anfetaminas ni tonterías, Kerouac con sentimientos y dulzura. ¿O sería Miller? Miller, Henry como él. ¿Por qué siendo tan francófono y francófilo suenas tan americano? Enrique, claro está, no me iba a confesar a quién estaba leyendo cuando escribió su relato, pero se rió cuando oyó los nombres. No eres objetiva, me respondió. ¿Cómo iba a ser objetiva cuando mi cerebro continuaba destilando un extraño licor de nostalgia y cariño que fluía hacia algún sitio de mi cuerpo en el que encontrar morada? Y a pesar de todo, creo estar en lo cierto y hasta siento celos profesionales. Enrique, o su otro yo veinte años más joven e inexperto, había dado plenamente en el blanco del estilo, en el ritmo de la historia, en la frase corta con profundidad de campo, en la romántica sinceridad de una herida abierta. Tampoco pude decirle todo eso, ni preguntarle cómo hiciste para conjurar en términos tan sencillos un momento, una ciudad y unas personas; ni declararle que del soleado París de tus líneas emana el París que yo conociera más de diez años después, la ciudad de mi soledad hermética, de la crisálida de mis sueños y proyectos, de mis emociones en invernadero; ni confesarle que durante esos minutos me he visto paseando por París, por la ciudad sobre la que lloran todas las lluvias que han querido lloverle los poetas; ni asegurarle que yo también conozco cómo en todas las despedidas se vigilan con espanto las manecillas de los relojes de sus estaciones y aeropuertos; ni contarle simplemente cómo una mañana, desde el autobús, vi llover sobre el Quai d'Orsay, el gris del cielo fundiéndose con el gris del Sena, y de repente las nubes se abrieron mientras seguía el aguacero, como si fuese el primer amanecer en el planeta, la pupila luminosa prestándole su claridad a la alfombra de estaño del asfalto, y yo me dije que algo iba a suceder, algo hermoso, pero dudo que ocurriese nada digno de ese nombre, lástima que entonces no tuviese tu cuento entre las manos... Pero mi cursilería no se desbordó al teléfono y la conversación prosiguió en elipsis de esquinas emborronadas.
 
          Me preocupa que puedas avergonzarte en serio de aquel muchacho, le dije dando un nuevo quiebro en el discurso, y que asegures que desapareció o sucumbió en el camino. Comenzaba a resultarme insoportable la idea de no conocer nunca al muchacho fotógrafo, de cedérselo para siempre a los brazos de Perséfone, la esquiva. Sólo me ha sucedido otra vez el enamorarme de un autor y su personaje, y le conté a Enrique, entre protestas y risas, con demasiada brevedad y precipitación, mi idilio con Henry Brulard. Mi polígono de Enriques, Henry Beyle-Henry Brulard-Stendhal-Enrique-el joven alter ego. Salvando las distancias literarias, claro, los años luz que Stendhal, triángulo de identidades por sí solo, le saca de ventaja a casi toda la humanidad. Mis últimos francos los gasté en comprarme, de segunda mano, Montaigne y Rabelais en los Classiques Garnier, porque me iba de París, según resultó después para siempre, y no necesitaba ya el dinero para menesteres más prosaicos. Eran cuatro volúmenes desparejados, de ediciones o reimpresiones distintas, algunos con anotaciones a lápiz. Una mano que nunca conoceré había subrayado il faut apprendre à souffir ce qu'on ne peut éviter. Es un ensayo de Montaigne sobre la experiencia, el único por el que el antiguo dueño parece haberse interesado. Nostre grand et glorieux chef-d'oeuvre, c'est vivre à propos. El antiguo dueño me gana por un ensayo a cero. Con aquellos libros, me regalaron, en edición limitada, numerada y gratuita, La vie de Henry Brulard. Mi ejemplar tiene el número 620 y no hay más de dos mil quinientos como él en todo el mundo. Muchos meses después penetré en las páginas del tesoro que el azar me había ofrecido. Y fue un flechazo. Supe que lo amaba, a Henry Brulard, o a Beyle, o a Stendhal, o a las palabras que dos de ellos eran capaces de reunir para crear al tercero y más indefenso de los Henry. Lo amaba y lo amaré siempre, no sé si al libro o al hombre o al hombre que compuso el libro. Ante mis ojos de lectora se desplegaba un alma de la que yo me sentía muy próxima, el alma de un hombre tierno, del tipo de hombre que no parece llevarse en ninguna época. Creí encontrarme allí, sonriendo a uno de los Henry mientras el otro garabateaba en la tierra las iniciales de las once mujeres que habían pasado por su vida, mientras desgranaba los nombres de Virginie, Angela (dos), Adèle, Mélanie, Mina, Alexandrine, Angeline, Métilde, Clémentine, Giulia, para luego confesarme, con la sinceridad de un niño, dans le fait je n'ai eu que six de ces femmes que j'ai aimées; las mujeres que, aun no habiéndole regalado siempre su afecto, ont à la lettre occupé toute ma vie. Es un libro inacabado y por eso retiene la frescura de un diálogo, la espontaneidad de una confesión, lo precario y entrecortado de los intercambios. En la última página inesperada de la conversación interrumpida, todavía pregunta Henry Brulard con retórica y entrañable pasión le lecteur a-t-il jamais été amoureux fou? A-t-il jamais eu la fortune de passer une nuit avec cette maîtresse qu'il a le plus aimée en sa vie? El libro, o la conversación, se interrumpe unas líneas más abajo para no reanudarse jamás. No hubo tiempo de decirlo todo ni de pulir las imperfecciones o rellenar los huecos, al autor se le acabaron los días y dejó su correspondiente vacío de palabras. Pero yo me enamoré de él, del triángulo entero, del que sólo ha muerto Henry Beyle.
 
          Enrique respondió que él no iba camino de convertirse en Stendhal, le faltaba por lo menos Julien Sorel y Fabrice. No te lo digo por adular, le aseguré, no soy tan tonta, es que he vuelto a tener una sensación parecida. Una sensación extraliteraria, claro está. Y, en realidad, mucho antes del final, apenas leídas las dos o tres primeras páginas, aún sin saber el destino que el relato le deparaba a Perséfone y su fotógrafo. Me expreso mal. El destino de Perséfone está recogido en el relato. El destino es siempre un animal huraño, de pupilas afiladas y arterias abultadas en el cuello, de saliva corrosiva y zarpa inmisericorde, sobre todo con los enamorados. Perséfone y su fotógrafo se aman aún unos días, con la tristeza filtrándose en sus abrazos. La despedida estaba avisada, pero ahora se adelanta. Los segundos del amor se despeñan en la clepsidra rota de los adioses próximos. Perséfone ha de regresar, algo o alguien la reclama. El fotógrafo apresa las últimas luces que se desprenden de la persona amada, se hunde en ella todavía unas cuantas veces que parecen tan pocas, pero que son también inmensas. Y un día, el narrador-héroe se topa con la soledad más terrible, la recién alumbrada por la separación, quizá por la deserción. El joven se queda con sus fotos, sus recuerdos y una nota concisa que contiene todo, incluso el adiós.
 
          Resistí cuanto pude el embate de las lágrimas. No quiero llorar sin saber por quién lloro. Es mejor que la pena tenga un nombre, una inscripción sobre una lápida, un día de fiesta para el homenaje. Quizá me exprese así porque ayer fue el día de Todos los Santos, jornada propicia para las melancolías. Me parece ver las altas verjas del cementerio de la Almudena, sus senderos de arena, los ramos de flores envueltos en papel blanco vendidos en las puertas, los visitantes aproximándose a cumplir con el rito del dolor cada vez más temperado por el tiempo, las hileras de tumbas, los altos panteones, las viejas piedras hundidas por el olvido, los rosales en otoño, el romero y el mármol ribeteando el vacío de la muerte. Y un subsuelo recóndito en el que ya nada queda. El planeta recicla a sus muertos, incorpora el nitrógeno, el carbono, el oxígeno o el calcio o cualquier otro átomo a nuevos ciclos, a otras cadenas tróficas. No se crea ni se destruye ni una sola brizna de energía. Lo único que muere y se desvanece de verdad y para siempre son los sueños y los anhelos y las expectativas y los sentimientos, y eso que se llama la identidad de los muertos. Debería haber depositado una flor en cualquier sepultura de esta ciudad tan lejana a aquella de mi infancia, aquella en la que aprendí lo que es la muerte. O preferiblemente, en la tumba abierta a la que, en vida, arrojamos lo mejor de nuestros sueños, quizá lo mejor de nosotros mismos.
 
          Todavía no he llorado las lágrimas que desde hace días llaman a mi puerta. He logrado resistir porque soy muy disciplinada y me he ordenado huir de las ocasiones de peligro. Nunca puede predecirse en qué degenerarán las lágrimas derramadas sin motivo. Además, ya habrá oportunidad, y sin necesidad de billetes de avión al Canadá. Otros adioses flotan en el aire y penden sobre nuestras cabezas aunque no los miremos de frente o les demos la espalda. Siempre están ahí, al acecho, también para Enrique y para mí. Hasta ahora nos hemos extraviado cada vez que emprendíamos el camino, yo entre mis palabras, Enrique entre sus elipsis. Hace meses intentó desasirse de nuestro tenue abrazo, con suavidad y sin pronunciar una sílaba. Al menos así lo interpreté yo. Un día me abrazó de otra manera, con unas ligeras palmaditas en la espalda, con despego. Parecía más el abrazo de un entierro, o el que se da a un extraño necesitado de consuelo. Las lágrimas que provocó ese dolor ya están lloradas, se evaporaron en aparcamientos subterráneos, entre mis cuatro paredes de interrogantes abiertos, en el silencio sin oídos del llanto a solas. Pero no ocurrió nada. Supe aguantar mis ansias de huida, el deseo de evitar un dolor mayor cuando ya el dolor es insoportable. No quiero preguntarle si acerté en mi diagnóstico, no es necesario convocar a los diablos que se contentan con danzar en el horizonte. Está bien así, la temporal dicha de un breve encuentro. Además con Enrique siempre me pierdo cuando hablo. ¿Te parece que haga un relicario con los preservativos que no utilizamos aquella noche? le pregunté hace poco. La noche en que no supimos amarnos, encerrados en una habitación de hotel, gastando las horas en eludir los nombres del deseo, en disfrazar las intenciones, como niños azorados ante lo desconocido que no se atreven a tender la mano a la caricia por no toparse con la reprimenda, como los niños que habíamos dejado de ser hacía tanto tiempo. Yo no sabía entonces que Enrique había escrito ese relato y él desconocía que yo llegaría a leerlo. Incluso ahora, muchos meses después, no es raro que todavía crucemos unas cuantas palabras de más y que disimulemos las ganas entre frases ingeniosas, entre nosotros parece casi un rito esa timidez desmañada. Acaso nos unan más esos encuentros malogrados, y los amagos de escapada, y el hecho de contárnoslo luego, más que la pleamar del acierto, que también es dulce, claro está, y sus ecos son capaces de acariciar durante semanas el tímpano de la memoria. Creo que todo está bien así, de momento. Las cosas que no se pueden cambiar siempre parecen estar bien.
 
          Acaso por todo ello mi corazón no sabe qué hacer de Perséfone, junto a qué válvula situarla, si anegarla de sangre venosa o regalarle la arterial. Me duele imaginar los instantes del desgarro, y quisiera poderle obsequiar tan sólo unos pocos días más para que bese los finos labios del joven español en París, que hace fotos y escribe como los americanos, para que le acaricie con su mejilla la barba y el cuello y sus manos grandes y amorosas. Pero hay en mí una fibra mezquina que me lleva a alegrarme de su pena, a celebrar que la diosa rubia se aleje, que su camino sea divergente, por siempre centrífugo, que a ella tampoco le sea dada la dicha, ni la miel, ni el consuelo. Me gusta pensar que ella tampoco tiene lo que yo nunca tendré. Me pregunto si en realidad la odio, a Perséfone de la que todo lo ignoro, incluso si es real o la estilización de otra Perséfone de carne y hueso. Ni siquiera pretendo hallar las respuestas a mis preguntas, yo que siempre quiero saberlo todo, y espero que Enrique, por una vez, no tenga la torpeza de explicármelo, que me deje en la penumbra de la inocencia. No quiero ver más rostros de los necesarios.
 
          Me lo tienes que contar más despacio la próxima vez que nos veamos, dijo la voz de Enrique al teléfono. ¿Quieres aún más alabanzas?, le pregunté en tono que intentaba ser despreocupado. No, quiero ver si sigues opinando lo mismo, fue su respuesta. Desde luego Enrique quiere mis elogios y quiere oírmelos de nuevo, y en persona. Pero en el próximo encuentro seguiré expresándome con torpeza, con cierta vergüenza, guardándome algunas cartas en el bolsillo del reparo y el temor. Y él escuchará con idéntica torpeza y timidez, en eso ya nos conocemos y también tiene su encanto esa comunicación en zigzag. Esta vez, en cambio, quisiera decirle algo más, porque su relato lo merece, y la sinceridad de mostrármelo. Debería escribirle algo con que colmar los silencios del teléfono, para suplir las frases que no seré capaz de proferir en la próxima cita. Debería condensar en unas pocas páginas la intensidad de la conmoción, la delicia y el suplicio de ese breve viaje al pasado. Pero quizá carezca de sentido el esfuerzo. Cualquier cosa que le escriba será un intento fallido de que las paralelas se crucen en nuestra geometría de desencuentros: las líneas paralelas de mi texto, los relatos paralelos, las trayectorias sin punto de contacto de los Enriques de mi polígono, los abandonos y adioses incomunicables, las lágrimas corriendo paralelas por las mejillas de vidas que no se rozan. Mis líneas permanecerán paralelas a las suyas, como mueren las olas paralelas a la playa.
 

© 2001 Teresa Ruiz

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biografía

Teresa Ruiz (Madrid, 1958). Licenciada en Biología, es traductora y ha vivido en Oxford, Preston, París, Viena, Göttingen y Tréveris. Trabaja, escribe y reside en Luxemburgo desde 1987. En 1998 publicó Cuentos luxemburgueses (Bruselas,  excritos). Es autora asimismo de los libros de relatos Segmentos y Voces y momentos, y de una novela.

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