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índex                 julio - agosto 2001  num 25

Reseñas


Inteligencia tangible

Nora Catelli, Testimonios tangibles. Pasión y extinción de la lectura en la narrativa moderna (XXIX Premio Anagrama de Ensayo); Barcelona, Anagrama, 2001.

Entre la nada filológica y la casi nada periodística, la crítica literaria en España había olvidado la existencia de un género llamado ensayo. Un género en el que, dicho sea de paso, se han escrito en los últimos siglos las reflexiones más importantes acerca de la literatura, de su forma de hacerse, de circular, de leerse. A nadie se le ocurruría hoy, por ejemplo, reprocharle a Auerbach que, en Mimesis, incluyera a Petronio y no a Virgilio, o que prefiriera Enrique IV a Hamlet; nadie pensó —más bien al contrario— que Barthes disparatara cuando, para su resplandeciente y universalmente influyente codificación de los procedimientos de representación narrativa, prefirió una obrita menor de Balzac a cualquiera de las grandes novelas del XIX. En cambio, frente a Testimonios tangibles se ha hablado de "huecos" porque Catelli se acerca más a la tradición anglosajona que a la francesa, italiana o "nórdica", y hasta se ha permitido sugerir que la obra de Vila Matas podría haber reemplazado a la de Juan Benet como objeto de análisis en el capítulo final del libro. Vistos en su contexto, estos reparos de la crítica al uso resultan elogios: indican hasta qué punto Testimonios tangibles produce el estupor frente al raro, casi incomprensible espectáculo de una escritora que, en este país, piensa en lo que lee, en cómo lee, y al pensar escribe, y cuyo troquelado de lecturas no es discutible, porque no categoriza (y eso es lo que más despista a los críticos, que ven la literatura como un torneo, con campeones invictos y perdedores que descienden de categoría) sino que intenta entender, ver más allá. El primer testimonio tangible que ha generado este libro es el de su brillante y al mismo tiempo triste soledad en el ámbito del ensayo literario peninsular.

El libro de Nora Catelli hace una inesperada combinación entre elementos de la crítica inmanentista, métodos cercanos a la hermenéutica y aspectos próximos a los planteamientos sociológicos. El libro, que al principio apela a las estadísticas de alfabetización en el siglo XIX, parece que va a seguir la senda de Piere Bordieu, pero después se adivina la estimulante estela de Auerbach o Barthes, y al final aparecen Chartier y otros historiadores del libro. Lejos de ser un lastre, ese abanico hace más profundo el interés del ensayo, puesto que lo sustrae de la mera demostración de una tesis para ubicarlo bajo el foco de una serie de lecturas atentas, sutiles, rigurosas en las que, al contrario que la representación de la lectura en la narrativa moderna —según el subtítulo del libro—, la pasión nunca decae ni se extingue. Catelli empieza por rebatir un lugar común: que las mujeres siempre han leído más que los hombres; después muestra cómo la representación de las mujeres lectoras aparece en numerosos grandes autores del siglo XIX: en Fielding, Balzac, Ferrán Caballero, José Marmol, Hawthorne, Nerval, Charlotte Brontë, Clarín, Zola y... Freud (en efecto, Catelli propone que "con El caso Dora (1905) Freud escribió la última novela del siglo XIX"). En el siglo XX, en cambio, la figura de la lectora se extingue y en su lugar aparece, en la obra de Joseph Conrad, Virginia Woolf y Juan Benet "dos rasgos muy claros (...): primero, que la letra impresa puede subvertir y traspasar cualquier límite moral (...). Segundo, que la letra impresa puede no sobrevivir a la Historia".

No son apocalípticas nostalgias vinculadas a los últimos asedios tecnológicos de la galaxia Gutenberg al claustro del libro impreso. Se trata de la forma en que la literatura puede afrontar el advenimiento simultáneo de su propia utopía (un mundo exhaustivamente alfabetizado) y de su propia catástrofe (las luces de colores de la cultura de masas, más asequibles y menos fatigosas que la lectura). De la forma, en fin, en que esa misma convergencia se convierte en opción estética y necesita representar, escenificar su proyecto, su sentido, como escribe Catelli, "en su acepción de orientación, de indicación de movimiento". Hay mucho en juego en esa encrucijada; entre otros asuntos, esa crisis del humanismo en la que Sloterdijk, siguiendo a Heidegger, ve con una mezcla de exultación y terror una amenaza para el Estado-nación: "¿Qué otra cosa son las naciones modernas —escribe Sloterdijk— sino eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian?"

Eficaces ficciones, testimonios tangibles. Sólo que a Catelli le interesa menos el pronóstico agorero que la interpretación sutil, el sermón que el hecho estético. De allí que su ensayo, admirablemente despojado de toda mampostería erudita, alcanza esa sublime ligereza de las grandes obras del género: dibuja, él mismo, la novela de su propia escritura, el mapa de sus lecturas potenciales: por eso se lee con ese placer que discute el límite entre critica y literatura de creación. Porque —para acabar con ese enérgico batallador contra el lugar común que fue Benet, maestro en esto de Catelli— "los escritores no son más que críticos frustrados". Edgardo Dobry

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Javier Calvo, Risas enlatadas, Barcelona, Mondadori, 2001.

Frente a la repetición de lo mismo a la que probablemente estemos asistiendo en el movido mar de las publicaciones, los relatos de Javier Calvo (Barcelona, 1973) son una respuesta desde un horizonte cultural evidentemente mediático, con aire, eso sí, de cine independiente o pop alternativo, y personajes alienados y manipulados por los medios (y también manipuladores de éstos), creados por y para el cine, la televisión o cierta literatura. El mecanismo no es complicado: si los personajes de la narración, como el autor, pierden cualquier identidad posible para convertirse en personajes de teleserie con «risas enlatadas», nosotros, lectores, corremos un riesgo parecido.

Los protagonistas de los cinco relatos reunidos en el libro tienen algo en común. Como ha dicho el autor con ocasión del lanzamiento de Risas enlatadas, "en todos hay un personaje que lucha por convertirse en lo que quiere ser"; desde otro punto de vista tal vez más adecuado, diríamos que en convertirse en el modelo impuesto por los medios. Un profesor universitario que acaba como presentador de un programa de telebasura; una joven con problemas nerviosos que se va a Londres a triunfar como artista conceptual; un actor que intenta rehacer su carrera profesional –el del relato titulado «Molina», publicado por primera vez en TBR-; un inmigrante indio en París cuya vida se trastoca a raíz de una aparición en un programa televisivo, y una familia obrera escocesa que lleva una vida amorfa y degradante son los personajes en torno a los cuales -y únicamente en torno a ellos- se organiza el relato. Javier Calvo reivindica «un registro realista con elementos ajenos al realismo tradicional, como las transcripciones de escenas cinematográficas». De hecho, todos los tópicos del realismo tradicional, la descripción de ambientes y de objetos, el bodegón y el paisaje, desaparecen totalmente del relato. Los objetos ya no se describen, vienen nombrados por la marca. El ambiente, el paisaje, deja de rodear al personaje y es ya sólo nombres de ciudades, barrios, calles que no interactúan con quien se hunde irremediablemente en el hueco de la pantalla, por la que discurre un relato básicamente cinematográfico que intenta, eso sí, atraer a un público muy concreto y al mismo tiempo muy lejano al mundo del libro. Cierto público y cierta cultura de la que, sin duda, Javier Calvo se convierte en necesario y oportuno portavoz.

Se trata de un público -hablar de una generación puede resultar un tanto excesivo- que ha abandonado la cultura escrita por la visual, igual que ha dejado de escuchar a músicos para escuchar dj’s. Se ha hablado, con relación a estos grupos sociales, de cultura y arte de las discotecas. En este sentido, el universo referencial de Risas enlatadas está también ahí, en la que es, sin duda, la cultura popular mayoritaria en nuestros días. Y, también, en la tradición literaria anglosajona que llega hasta Martin Amis, Pynchon y Ballard. Propios de esta tradición, que Calvo conoce y domina, son los mecanismos de la sintaxis narrativa, así como la aparente sencillez expresiva, llena por otra parte de guiños cultos al lector.

De todos modos, más allá de los aspectos señalados, hay en la obra una interesante reflexión sobre la noción de realidad e irrealidad en el mundo contemporáneo, es decir, sobre la identificación de la realidad con su presencia en los medios. En un contexto, además -el de la cultura mediática-, especialmente adecuado y sensible a este concepto, y que remite, sin duda, a la identidad, puesta en duda, de lector, personaje y autor. Todos talmente reales e irreales, todos cual personajes de teleserie. Fernando Hervás.

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Jim Crace, Y amanece la muerte, traducido del inglés por Carmen Francí. Barcelona, Ediciones B, Colección Afluentes, 2001.

Ni todo discurso sobre insectos ha de estar escrito en prosa entomológica, ni toda prosa entomológica tiene por qué hablar de insectos, entendiendo por tal aquélla que, con, como se suele decir, precisión de bisturí y obsesiva, irritante y fascinante explicitación de lo aparentemente nimio, remeda, a la vez que supera y embellece, al decir llamado científico.

Para entendernos, sirva como ejemplo de lo primero (insectos sin prosa entomológica) el Maeterlinck de La vida de las abejas que planea alegremente citando a Virgilio, Tucídides, La Fontaine o Sade, y reflexionando sobre los síes y los noes que en el mundo son. Puede estar muy bien, pero no es entomología.

Entomología sin insectos lo tendríamos en la obra de juventud de Robbe-Grillet (teórico del asunto, además), para lo cual basta echar un vistazo a cualquier párrafo de, verbigracia, La celosía o, ya en plan radical y paródico, aquellas divertidas Instrucciones para subir una escalera de Cortázar.

Pues bien, Y amanece la muerte es un libro en prosa entomológica con insectos. La levedad del argumento es fastuosa: un matrimonio de zoólogos cincuentones son asesinados por un vagabundo en la misma playa donde treinta años antes retozaron por primera vez. Mientras una serie de flash-back informan de lo sucedido tanto en aquel entonces como en la última mañana de Joseph y Celice, la hija de ambos, preocupada, los busca. Mientras, los cadáveres se van pudriendo sobre la arena.

Y lo fundamental de la novela es lo que se adivina a partir de esta última frase. El señor Crace, con espeluznante elegancia, es capaz de convertir la putrefacción de la carne en un rotundo ballet de colores, conceptos y palabras.

No es exactamente que el señor Crace se dedique a incidir en aquello tan manido de que la muerte engendra vida, etc., sino que consigue que el relato de la una sea indistinguible del relato de la otra.

A mi parecer, es en este continuum donde se halla la extraña belleza de la novela. El mismo tono (entomológico, ya está dicho, pero también socarrón en ocasiones) se aplica tanto a la pasión amorosa (presentada casi siempre a un paso de la ridiculez) como a la curiosidad científica o al batallar del cangrejo por un trocito de sonrosada mejilla de zoóloga. Y esta asumida humildad de observador, de testigo implacable y lúcido propicia un mundo, a la vez tan grande como el amanecer y el salto del Pseudogrillius pellagycus.

Pero no se piense que Y amanece... es solamente un catálogo más o menos brillante de descripciones un tanto escabrosas. No. Extrañamente, cuando se avanza en su lectura, se tiene la impresión de que algo oscuro, quizá el Destino, tiene algo que ver con aquello que nos están contando. Bueno es no saberlo, mejor intuirlo. José Miguel González Marcén

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El invierno más frío Sister Souljah;
Ediciones Urano, 2001

La autora de El invierno más frío es una chica de unos 37 años llamada Lisa Williamson cuyo seudónimo es Sister Souljah tanto en el mundo de la canción hip hop como del activismo político y la literatura. Souljah ha escrito una novela sobre los problemas de crecer en la comunidad afroamericana de hoy, centrada en las experiencias de Winter Santiaga, una adolescente negra que vive y lucha en Nueva York, y que de alguna manera recoge la propia lucha que la autora entabla a la hora de establecerse como autora literaria. Esta novela no sólo relata el proceso de iniciación a la vida adulta de Winter, sino también el de la llegada a la madurez literaria de Sister Souljah. Pero el problema trasciende la relación entre estas dos mujeres, no solo en lo tocante a la relación del autor con su obra, sino dentro mismo de la novela donde Sister Souljah aparece como un personaje más.

Sister Souljah reconoce haberse creado a sí misma. Nos lo cuenta fuera del ámbito puramente literario, en el contexto retórico del panegírico que realiza a modo de ejercicio de auto-indulgencia: «Yo soy Sister Souljah, artista de rap, activista, organizadora, y conferenciante. Nací en el Bronx, Nueva York, donde pasé mis primeros años. Fui educada por mi madre, dependiendo intermitentemente de la seguridad social durante 15 años. Viví bajo protección estatal, marcada por sociólogos, como miembro que era de la clase pobre, es decir, por vivir por debajo del límite de la pobreza, dentro de ese círculo vicioso que en América se considera insuperable. Mi educación en el sistema de colegios americanos para blancos lo compaginé con la lectura de la historia de África, deliberadamente excluida del currículum de los estudiantes. De esta manera pude convertirme en la mujer equilibrada y segura que soy ahora..» Son éstas palabras de Souljah - traducidas por mí-. El pronombre personal yo, que en castellano suele omitirse, resuena en la cita como el zumbido de un corazón que quiere hablar, pero no encuentra su boca y pide que otros corazones respondan con un «sí» incondicional, que sólo pueden articular un unísono de fervientes latidos. Éste es el «sí» emocional de la afirmación colectiva - a veces desesperada- que en inglés se escribe aye, y que se lee como I, significando la una «sí» y la otra «yo», tradicional respuesta a la homilía en la liturgia de las congregaciones evangélicas negras. Es el «yo» afirmativo. Muy lejos éste del yo de las Confesiones de San Agustín -más interrogativo que afirmativo – y origen del «yo» literario que hace posible esta novela. El de Souljah es otro yo: un pronombre existencial angustiado por el ser y el pertenecer. Es también la exclamación ¡Yo! – si me permito estirar este juego entre la música y la letra - del hip hop, acompañada en el escenario con el gesto del puño sobre el pecho del cantante, que en el mismo instante se convierte en un dedo punzante apuntando al corazón del espectador, que sin darse cuenta se encuentra bailando al ritmo de la canción. Yo, yo, yo. Evangelismo, música y literatura autobiográfica a la búsqueda de una voz única en Souljah - que las ha probado todas-, bien a través de su trabajo con el reverendo Benjamin F. Chavis para la Commission for Racial Justice de la United Church of Christ, mientras estudiaba en la Rutgers University, bien de su disco de hip hop 360 Degrees of Power o de su libro autobiográfico No disrespect. Estos dos últimos son así mismo sendas expresiones de auto-indulgencia y afirmación del «yo» racial, que se hace fuerte a través de la individualidad de la comunidad afroamericana a la que ella se dirige casi exclusivamente, a pesar del impulso artístico a hablar universalmente: «360 Degrees of Power es la conjunción de todos mis pensamientos, experiencias personales y profesionales aquí en América . . . Cualquiera que compre mi disco podrá entender lo que pienso y lo que creo, a pesar de que lo he concebido específicamente para la comunidad africana.»

En El Invierno más frío este discurso personal parece desdoblarse. Winter Santiaga aparece desde la primera frase contrapuesta a Souljah: «Nunca me ha caído bien Sister Souljah, lo digo de entrada . . . No hacéis más que defenderla siempre, sin importaros lo que piensa alguien que la conoce bien.» La conoce bien –dice- pero sus vidas no podrían ser más diferentes. Winter nace en Brooklyn el 28 de enero de 1977 «durante un de las peores tormentas que se recuerdan en Nueva York». Por eso la llaman Winter –invierno–, nombre con el que juega, sin mayor trascendencia, el título del libro. A diferencia de Souljah, Winter nace en un ambiente de riqueza que disfrutará por poco tiempo. Es hija del mayor traficante de drogas de la ciudad, Ricky Santiaga, que, traicionado, acaba en la cárcel. Es aquí donde empiezan las aventuras y el declive de Winter, en contraste con la carrera hacia el éxito de Souljah. Si Souljah se presenta a sí misma extra-literariamente como un acto de autocreación, Winter se desvela len el mismo plano como un historia de autodestrucción, aun cuando en sí misma sea la creación literaria de Souljah. Esta ambigüedad es el punto de contacto entre ellas. La contraposición entre Souljah y Winter se convierte así en un diálogo que parece querer romper con el monólogo del discurso en primera persona de Souljah, poniendo de manifiesto la transición de la monología a la dialogía –en el sentido de Bajtin cuando teoriza en estos términos sobre la naturaleza del discurso de la novela.

La autocreación de Lisa Williams en Sister Souljah se convierte aquí en la creación literaria de «otra» -Winter-. Ella es lista y creativa, pero, por lo mismo, también fantasiosa víctima de su propia inteligencia. «Para ser tan lista, no eres más que una idiota», le dice su tía tras entregarla a las autoridades, que acto seguido la recluyen en un hogar para chicas adolescentes, irónicamente llamado La Casa del Éxito. Sus planes siempre apuntan a conseguir poder, un poder que no es otro que el poder adquisitivo del dinero. «Comprar coches, jeeps, camiones. Llevar cada día la mejor ropa de los mejores diseñadores. Poder comprar casas, mansiones, y seguir teniendo además algún apartamento. Poder joder a la gente antes de que la gente te joda a ti Aquello era poder», dice Winter pensando en su padre. Son planes que inevitablemente se estrellan contra el muro de la realidad de los demás, que abre bajo sus pies el vacío que engendra el «yo» absoluto. Valores que pertenecen a una generación de adolescentes a quienes la novela parece dirigirse pero cuyo contenido –a veces exageradamente pornográfico– parece ir más allá de las expectativas de este joven público. El invierno más frío es un manual didáctico para chicas adolescentes disfrazado de ficción realista para adultos. Dos géneros representados por las dos voces de Winter y de Sister Souljah, esta última autora protagonista. La táctica literaria de Sister Souljah es la de hablar a la adolescente con su propia voz para facilitar la escucha. La voz es desde un principio la de Winter. Lo que no deja de ser un mal apañado ventrilocuismo que no acaba de alcanzar dialogicidad. Con todo, el intento no deja de ser un interesante ejercicio sobre la voz narrativa, con una calidad oral de la que depende en gran manera la credibilidad de Winter, cuya voz narra la historia. Aunque tristemente víctima de su traducción al castellano. La profesionalidad del traductor se convierte en una trampa fatal, que diluye, entre otras cosas, el anglicismo de la voz del adolescente de habla no inglesa y, a la vez, lo poco que tiene de tridimensional el personaje de Winter: una chica inmersa en la cultura pop americana, que, en un contexto hispano incluiría naturalmente una jerga que ya es –para bien o para mal- global. Pero en este caso criticar al traductor equivale a castigar al mensajero. El problema de la voz narrativa ya es latente en la estructura de la novela, que no acaba de decidir quién y a quién habla.

Souljah y Winter se encuentran en las páginas de El Invierno más frío literal y literariamente. Su relación en la historia esta marcada por la incomprensión. Esta falta de comunicación no se debe simplemente a la inmadurez de Winter, que se niega a escuchar y a participar en las charlas de Souljah, en cuya casa encuentra refugio tras escapar de La Casa del Éxito y de la garras de sus amigas, que quieren vengarse ahora de sus trapicheos. Estas charlas escenifican la incapacidad de Souljah de acceder al lenguaje de las adolescentes a las que trata de instruir sobre la vida, y que hacen explícitos al lector los principios de la autora. Es un didactismo infantil, que peca de ingenuo tanto para nosotros como para las chicas adolescentes que la escuchan dentro de la historia, y que por razones opuestas se confunde con la ingenuidad de Winter, al pensar que nos puede tratar como niños. Esta crítica, sin embargo, se ve atenuada por la autoparodia que la autora desarrolla en la construcción del personaje de Sister Souljah dentro de la novela: «[Souljah] era la típica chica rica; el culo gordo, las caderas anchas y la barriga nada plana. Seguía necesitando aquellos abdominales. Eso por no hablar de la ropa.» Se ríe de si misma, pero no puedo evitar sentir que ríe de nosotros; la humildad falsa como táctica que intenta quitar el aguijón paternalista a las charlas que, como personaje de la novela, da a las adolescentes y que por omisión nos da a nosotros, como autora. Como intento de acceder al lenguaje de los adolescentes, el libro es un sofisticado medio de dar una alternativa a la calidad monológica de las charlas –y del carácter panegírico de su discurso-. El libro es la charla pero, al mismo tiempo, es incapaz de excluir definitivamente la tentación de dar lecciones que parece no se ha tomado suficiente tiempo en aprender. Fabio Vericat

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