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índex català   enero - feb  2003  n° 34

RESEÑAS
34
El amante de mi madre de Urs Widmer
Hotel Iris, de Yoko Ogawa
El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez
Bisontes muertos de Luis de Ángel
Historia de una obsesión

Urs Widmer, El amante de mi madre; traducción de Carlos Fortea, Madrid, Siruela, 2002.

Empezaremos, esta vez, por la conclusión: El amante de mi madre es una novela absolutamente recomendable. El autor, valiéndose de una prosa concisa y a la vez rica en matices, así como de un tono intimista no ensimismado ni autocomplaciente, nos cuenta la historia de una obsesión: el amor que Clara, su madre, sintió durante toda su vida por Edwin, un célebre director de orquesta; una adoración y una entrega autodestructivas que la llevaron a una grave crisis anímica –a bordear la locura, para ser exactos–, al aislamiento, a una vejez algo extravagante y, finalmente, con ochenta y cuatro años, al suicidio. Su indiferente amado (personaje inspirado, al parecer, en la figura del multimillonario músico y también director Paul Sacher, fundador de la Orquesta de cámara de Basilea) la sobrevivió varios años; murió casi centenario, gozó de "una salud de hierro hasta el día de su muerte" y al morir era "el ciudadano más rico del país". Lo especial de El amante de mi madre es que Urs Widmer (Basilea, 1938) no se limita a contarnos esa única historia, pues el no correspondido amor de su madre es sólo el eje en torno al cual giran muchas otras pequeñas y grandes historias: la genealogía de Clara, centrada en las figuras paternas de varias generaciones; la "irresistible ascensión" de Edwin a la fama y a la riqueza –las relaciones de poder son, quizá, el tema de fondo de la novela–; una breve y, no obstante, intensa mirada a un acontecimiento fundamental del siglo como es la Segunda Guerra Mundial, desde la perspectiva suiza; un repaso de la evolución de la música en este siglo y de lo que tuvo que pasar para que ciertos compositores –Ravel, Stravinsky, Stockhausen– lograsen imponerse. ¡Si hasta Bela Bartók es uno de los muchos personajes secundarios de la novela! En otras palabras, el autor no nos pone frente a un solo destino, sino a varios destinos entrelazados que se suceden y pasan ante nuestros ojos con admirable fluidez; es increíble la cantidad de personajes (padres, amigos, parientes, músicos, y hasta una princesa de Bali) que desfilan por las escasas ciento veinte páginas del libro, pintados todos con tal maestría y precisión que se quedan grabados en nuestra memoria y en nuestra retina. Inolvidables son, sin duda, los protagonistas: la "loca" Clara y el genial y egomaniaco Edwin.

Todas las reseñas que hemos hojeado –desde el prestigioso Süddeutsche Zeitung hasta el más provinciano Thurgauer– son unánimes en calificarla de excelente, y rescatan las verdaderas cualidades del libro huyendo de los temidos calificativos habituales: El amante de mi madre no es, por suerte, una novela imprescindible, sino emocionante, lacónica, sugerente, sensual. Dijo en Das literarische Quartett el sí imprescindible crítico Marcel Reich-Ranicki: "Una historia perturbadora, contada con total serenidad. Este contraste entre el tono y el contenido es un recurso estilístico de alta calidad ... Narración magistral, con mucha ironía y delicados toques de humor". Nosotros estamos de acuerdo, y creemos que la universalidad de lo narrado y la belleza y la sensibilidad que, sin grandes artificios, derrochan estas páginas, emocionarán también a los lectores de habla hispana. D. N.

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Yoko Ogawa, Hotel Iris; traducción de Jordi Mas, Barcelona, Ediciones B, Colección Afluentes, 2002

Hotel Iris es la presentación en España de Yoko Ogawa, una joven escritora japonesa avalada en Francia por más de diez novelas publicadas en la editorial Actes Sud. Ganadora de varios premios literarios japoneses, Ogawa parece haberse consagrado en el ámbito internacional como apuesta de un gusto, sin ser en realidad, muy français, quizá por la creación de un mundo propio especialmente atmosférico, por decirlo de algún modo, a la vez espiritual y erótico, que se convierte en experiencia iniciática con una única arma: la de la apariencia de extrema linealidad y sencillez narrativa, que se arriesga en los límites de lo explícito para ocultar la verdadera sutileza de sus historias. En este sentido, la virtud de Ogawa reside en el arte específico de su conjointure (concepto francés donde los haya), que reinterpreta, por un lado, el exotismo de su mirada japonesa hacia una mayor hondura filosófica –veladamente sintoísta, como todo lo importante en Ogawa-, que desprecia cualquier chinoiserie irrelevante, y, a otro nivel, la óptica femenina, la cual se aventura en una senda menos empalagosa y sentimental de la que se nos tiene acostumbrados en la literatura de este género.

Puede que Hotel Iris (1996) sea una buena iniciación a los ritos narrativos de Yoko Ogawa, aunque no debemos confundirnos: su lectura requiere de una tolerancia que no debe escandalizarse en lo explícito de su contenido sexual. Lo cual no es tan obvio, si reconocemos que la trama narra la iniciación de Mari, una jovencísima chica provinciana japonesa, en el amor y el sexo, con la particularidad de hacerlo en una relación sadomasoquista con un extranjero mucho mayor que ella. De ahí parte la historia, y ésa es la excusa de la atmósfera opresiva de la novela, que con facilidad puede ofender a algunas sensibilidades lectoras. Pero si, por el contrario, se otorga el beneficio de una cierta "lectura en segundo grado", más atenta a la profundidad psicológica de esa relación que a los detalles escabrosos, Ogawa desvela la experiencia sagrada de lo que Georges Bataille (el gran teórico francés del erotismo) llama "la comunicación entre dos seres inclinados sobre su Nada". La mirada de Yoko Ogawa recrea entonces la confrontación entre esas dos Nadas en un constante juego de dualidades, y su sutileza reside en expresarlas a modo de indicios, presagios, y sospechas, pero nunca evidencias.

Quizá la continua suspensión sea el rasgo específico de su narrativa, y la clave para comprender la oposición primera de Hotel Iris entre la apariencia y la sutileza de su sentido. En un ejercicio de reducción a lo esencial, que pretende expresarse como experiencia ritual, se pierden todo tipo de referencias innecesarias: sólo Mari, la narradora de la novela, puede ser nombrada (mientras su amante será "el traductor", y el resto "madre, asistenta, sobrino del traductor"); incluso la ciudad es irreconocible, más allá de su muralla y el mar de su costa que suponemos en Japón, pero que podría ser cualquier ciudad occidental. Sin embargo, la suspensión definitiva de la novela reside en la que compromete la moral del lector, que ve la "trasposición", diría Bataille, de la obscenidad sexual a la sensualidad como la belleza de la Nada. La propia Mari se debate en esta encrucijada: "tu encantadora Mari ha conocido hoy el lado más desagradable del ser humano", pero "ignoro si es normal lo que él hizo con mi cuerpo, y no sé cómo podría llegar a averiguarlo"; y, en otro momento: "al recibir un trato brutal, como si no fuera más que un pedazo de carne, una oleada de puro placer se formaba en lo más profundo de mi ser".

La seducción sucede por oposición al mundo ordenado de la protagonista: encerrada en el trabajo del hotel que regenta su estricta madre, Mari no tiene de la vida más que una experiencia pasiva, tras el mostrador del hotel desde donde observa las historias de sus clientes. Los gritos de un extranjero a una prostituta, una noche en el hotel, embriagan extrañamente a Mari. Ya entonces, el tono de voz de ese desconocido le parece "un rayo de luz en medio de la tempestad", y sólo la casualidad quiere que se encuentren un día por la calle y empiecen, sin más, una relación a escondidas. Lejos de observar los preámbulos, la narración nos introduce directamente en una pareja que busca sus propios límites entre el amor y los rituales carnales, esa "Nada de la obscenidad" de Bataille: la primera orden sexual del traductor (y ésa será su única referencia, ser un solitario traductor del ruso en Japón) compromete la inexperiencia de Mari en un resistirse que, cuanto más niega la orden, más enardece su deseo. Porque, tras ese "no sentir nada" de su cuerpo convertido en "carne impotente", la "única alternativa, se dice Mari, será obedecerle"; paralelamente, Mari dignifica la orden a la altura de un símbolo amoroso que se debate entre el placer de la voz ("firme y autoritaria") y el "dolor en el trato", que alcanza la belleza de los gestos de un amante que sacraliza su pérdida de libertad.

La sutileza de Ogawa reside en contradecir, una y otra vez, a los dos personajes: mientras Mari busca la "cálida presencia" de su amante entre el placer y la humillación, el traductor vive una continua transformación de pervertido sexual a tímido amante. Él mismo reconoce estar obligado "a vagar eternamente por el limbo para huir del miedo", y quizá busque excusarse cuando reconoce "querer ver que aún está aquí, sumergiéndose en el deseo físico". Y el "aquí" es el escenario de ese ritual sagrado, la condición para esa "atmósfera asfixiante" que Mari vincula a la casa del traductor, donde el escrupuloso orden evidencia la sospecha acerca de su oscuro pasado. "Cuanto más real se volvía el presagio, con más violencia me desgarraba el placer", así Mari al descubrir el pañuelo con el que supuestamente habría matado a su esposa. En esa su esquizofrenia como pareja, Mari intuye "la cuerda salida de la Nada" entre el miedo a no complacer al traductor –no vaya a ser que se anulen las palabras de amor de sus cartas–, la belleza íntima de su violencia, pero, sobre todo, el terror a no monopolizar el deseo del traductor. La extraña visita de un sobrino del amante, con el que Mari flirtea, no hace más que zambullirla en el abismo de la Nada: "Yo debería haber sido lo único que deseara el traductor", quizá porque sólo ella renueve a diario su fidelidad incondicional. El secreto salva a Mari de la perdición: tras una de sus sesiones sexuales, la denuncia de desaparición de la madre acaba en una persecución policial y la muerte del traductor; no hay peros que valgan para que Mari no recuerde a su amante como una "cálida presencia".

Yoko Ogawa pretende distanciar su Hotel Iris del simple sadismo desde lo que Bataille llama "la conciencia clara de la supresión de la diferencia entre el sujeto y el objeto". Y la vía es "la del devoto que expone su alma ante el misterio divino". Sin embargo, quizás el abismo que separa la obra de Sade a la que Bataille se refiere -lectura obligada en Hotel Iris- de la novela de Ogawa sea la propia concepción de género de la literatura de mujeres, la cual, en el fondo, no puede olvidar su sympathie por lo femenino.
Marta Rossich

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Tomás Eloy Martínez, El vuelo de la reina, Vº Premio de Novela Alfaguara 2002.

La última novela de Tomás Eloy Martínez, autor entre otros títulos, de Santa Evita, parte de un planteamiento clásico: la pasión que despierta en Camargo, un hombre maduro y poderoso, director de un influyente periódico, una joven aspirante a periodista, Reina Ramis, recién llegada a la redacción del Diario. A partir de aquí, la historia empieza a transformarse y admite múltiples lecturas, todas ellas válida. Eloy Martínez nos presenta una reflexión sobre el poder y la corrupción, sobre la ambición y el deseo, y también, por qué no, sobre el acoso sexual y los malos tratos a las mujeres. El telón de fondo de la acción es una sociedad, la argentina, donde la corrupción alcanza todos los ámbitos de la vida pública y privada y a todas las clases sociales, un nivel de corrupción contra el que parece imposible luchar porque extiende sus tentáculos de tal manera que también afecta a los sentimientos y las pasiones. El aumento de la corrupción corre en paralelo a la decadencia y la crisis social, crea un mundo carente de valores de referencia y en el cual, como contrapunto, y por sobre todo lo demás, va desapareciendo la ilusión. La ambición de Reina y su independencia son el contrapunto de un Camargo corroído por el poder que ejerce por encima de cualquier sentimiento o inseguridad, el arma que utilizará para acosar moral y físicamente a Reina cuando ella opte por el que considere su verdadero amor, un poder que sólo se manifiesta en la oscuridad pero que para «el director» es su razón de vivir: «Sabés de sobra que a mí ni no se me abandona», es una de sus últimas frases a Reina, poco antes del trágico desenlace, un acorralamiento tan cruel que no queda más remedio que someterse o morir. La novela, cuya fuerza argumental es tan alta que resulta imposible «soltarla», es también una metáfora de sucesos pasados de la Argentina pasada y presente, creíbles a pesar de la atmósfera de locura que tiñe todas sus páginas.

Escritor y periodista, Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán, Argentina, en 1934. Ganó premios tempranos con sus poemas y cuentos. Escribió varios guiones para películas y un ensayo sobre cine (Estructuras del cine argentino, 1961). Ha publicado varias novelas, como Sagrado (1969), La mano del amo (1991) y un libro de relatos, Lugar común la muerte (1979). Ha escrito también relatos periodísticos como los recogidos en La pasión según Trelew (1974), y novelas históricas como La novela de Perón (1985) que lleva vendidos más de 150.000 ejemplares y Santa Evita (1995), tras la cual se ha convertido en uno de los escritores argentinos de mayor reconocimiento internacional. Esta novela, vertida a 25 lenguas y publicada en más de 30 países, es considerada una de las más sólidas y deslumbrantes de la literatura latinoamericana. Su importancia ha sido señalada por autores como Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos y Gabriel García Márquez. En 1996 publicó el ensayo biográfico Las memorias del general.

Narrada con gran dominio de la intriga, la novela es, en el fondo, la historia de una obsesión que no puede acabar sin el desenmascaramiento de la verdadera identidad de sus personajes.
Noemí Lareo.

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Pintar bisontes

Luis de Ángel, Bisontes muertos,
Montesinos, 2002.

Luis de Ángel declara desde un principio la intención de su libro: narrar la desaparición del mundo real del protagonista Salvador Arilla, quien, según advierte, se encuentra confinado en una suerte de zulo virtual que al parecer tiene su particular emplazamiento en Jericó. Desde esta prisión imaginaria, la escritura de su lamento en un cuaderno testimonial es la única conexión con la realidad del lector, a quien destina su grito ahogado. Al margen de este nexo con el destinatario, el resto del entorno responde a un mundo reflejo de la realidad lejana. Narrada en un futuro ya próximo, habla de las nefastas consecuencias derivadas de la común creencia en que la estabilidad y el bienestar de la ciudadanía han de llegar a través de la confianza en el estado y en la providencial ciencia. En el futuro de la novela, estado y ciencia han acabado por privar al individuo de la más mínima capacidad de maniobra, ofreciendo como contrapartida una realidad virtual plena de imágenes -tan falsas como bellas, espejismos de la realidad del mundo y de la condición humana- que producen una satisfacción alucinatoria y una deformación de la realidad y de la vida francamente desoladoras. La ubicación de la novela en una Palestina todavía más degradada que en la actualidad y azotada por una plaga de tintes bíblicos, acentúa un ambiente apocalíptico que acompaña al lector hacia el principio de un extraño ocaso en el que se va a desarrollar la pesadilla de Salvador. En este contexto alucinatorio, las pocas personas que pretenden iluminar algunas zonas de la realidad -ajenas al resto de la sociedad en la que se encuentra ubicada la novela- son apartadas y confinadas en zulos virtuales, condenadas al más completo ostracismo, dado el peligro que para una sociedad totalitaria supone la existencia de individuos que luchan por sacar a la superficie los entresijos más oscuros y las mentiras más protegidas por la realidad oficial. El cuaderno de Salvador Arilla intenta hacernos llegar su testimonio en un tono más bien desesperanzado, pero consciente de que la letra impresa y el flujo libre de sus pensamientos son las únicas armas con las que puede revelarse contra el completo desatino que le rodea, una forma de estar ocupado y no dejarse atrapar por la falsa realidad circundante, de recordar quién es. El testimonio escrito tiene como fundamento dejar al menos una "huella incierta, un atisbo de lucidez en medio del desierto". Así, la obra de Luis de Ángel resalta el papel de la confesión, del relato y, en definitiva, de la literatura frente a la irrealidad hacia la que se encamina el mundo actual. Sirviéndose de la ficción logra potenciar la validez del mensaje escrito frente a la ignorancia y la injusticia imperantes. Por lo que respecta a las cualidades del texto que se presenta, cabe decir en su favor que no tiene un tono apesadumbrado -pese a las circunstancias que rodean el testimonio de Salvador bien podrían servir para un relato de atmósfera lúgubre- sino que tan complejo tema es presentado en ocasiones con innegable humor. La narración está dotada de una escritura ágil con la que se presenta de manera precisa y solvente el panorama en el que ésta se ubica. Asimismo, no faltan momentos en los que la descripción del paisaje y los escenarios urbanos aportan fantasía y un toque imaginativo de excelente nivel. En un entorno hostil e irreal coloca a través del personaje principal, así como de su amigo David Lasheras y de algún otro escurridizo perfil, un hilo de lucidez que intenta guiar nuestros pasos en el transcurso de la narración. Ellos son el eco del lamento que produce observar cada partícula del mundo, cada imagen, enlatadas en una realidad a la que se le ha extraído el alma. En definitiva, el pesar ante la condena a un "régimen de satisfacción alucinatoria". El guiño dirigido a la obra de Bioy Casares, "La invención de Morel", enriquece otro punto más la novela. Literatura dentro de la literatura, ambas obras plantean el desconcierto que sufren sus personajes al verse sometidos a las reglas grotescas de un mundo imaginario. El autor acentúa mediante este ardid su advertencia respecto al proceso de deshumanización al que parece nos dirigimos vertiginosamente, alentados por unas formas de producción de la realidad que al parecer no cuentan con unos límites razonables. Dentro de la novela, el fragmento que describe la fiesta del club "Carnaval" incide en la necesidad de despertar al sueño de la realidad frente a la autocomplacencia con la que nos asomamos peligrosamente al límite del abismo. Luis de Ángel propone la lucidez, el camino de la escritura -y entendemos que del arte en general- como sólidos puntos de apoyo a los que asirnos ante la degradación de la realidad circundante. Sobre esta base descansa el entramado de Bisontes muertos. Su lectura amena -como ya indicábamos anteriormente- nos reporta el entretenimiento de una buena ficción y las más nobles reflexiones que son, en nuestra opinión, cualidades más que apreciables en todo empeño literario. Carlos Vela

© The Barcelona Review 2003

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  enero - febrero 2003  número 34 

Narrativa

Neus Aguado: Tres cuentos inéditos
Dante Bertini: Naipe quemado
Dorothy Parker: El banquete de sapos
Juan Francisco Ferré: La Edad Media

Ensayo

Alfredo Bryce Echenique por Ernesto Escobar Ulloa
El otro mensual por Francisco Javier Cubero
Hanif Kureishi y su visita a Barcelona por Sara Martín Alegre

Poesía

Ana Nuño: Barcelona, mujeres poetas (6)
Daniel Najmías: Diez desnudos (los poemas de la pierna)

Reseñas

El amante de mi madre de Urs Widmer
Hotel Iris, de Yoko Ogawa
El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez
Bisontes muertos de Luis de Ángel

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