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índex català      septiembre - octubre  n° 44

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PALABRAS DEL OFICIO

JUAN BONILLA 
El estatuto del desubicado -Sobre Los príncipes nubios-

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En esta tercera entrega de PALABRAS DEL OFICIO, el escritor jerezano, JUAN BONILLA, aprovecha esta sección para firmar un alegato contra la interpretación puramente sociológica de la novela en detrimento de su ambición por plasmar los insospechados alcances de la individualidad humana.

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Portada BonillaUn año y medio después de publicada, mi novela Los príncipes nubios acaba de aparecer en edición de bolsillo. Aprovecharé la percha para defenderme de algunas erróneas apreciaciones que la novela y su autor han ido padeciendo en este tiempo. Pueden considerar este texto una desoladora muestra de narcisismo: en realidad sólo atiendo al deseo infantil de poner las cosas en su sitio.

Mi conocimiento de las mafias dedicadas a explotar a inmigrantes es semejante al de cualquier ciudadano que lea de vez en cuando la prensa y ante reportajes sobre ese asunto no pueda reprimir la sensación de que el mercado de esclavos vive unos excelentes tiempos. Más allá de eso, no me he dedicado a investigar ese asunto, no me he disfrazado de nada para estar cerca de los mafiosos, no he sido un periodista heroico que se ha embarcado en una patera para saber lo que padecen los inmigrantes que cruzan el estrecho de Gibraltar para caer en las costas andaluzas o ser tragados por el mar. Todo esto puede, sin duda, merecer la acusación de frivolidad si permitimos que los lectores se hagan la idea de que he escrito una novela documental acerca de la explotación como mercancía –laboral o sexual- de los inmigrantes, pero eso sería engañarlos, porque mi novela no tiene nada que ver con eso. Cierto que utiliza un telón de fondo dramático, personajes en situaciones extremas, tragedia que tenemos, por lo menos en Andalucía, al alcance de la mano. Sin embargo, en mi novela, como en cualquiera de mis libros anteriores, y quizá de los próximos, lo que me importa es, por decirlo con una pedantería impresentable, el estatuto del desubicado, es decir: esas criaturas que saben que no están en el lugar en el que quisieran estar, esas criaturas, desplazadas por circunstancias políticas, económicas o sentimentales, que descienden al pozo de la soledad y tratan de defenderse como pueden. Extranjeros constantes, incluso los que no han salido nunca de casa. Extranjeros en cualquier sitio al que vayan. Uno de mis libros de relatos se tituló La Compañía de los Solitarios. En ese título está expresado casi todo lo que he ido escribiendo: mis personajes son siempre voces, voces de solitarios que abordan el mundo con extrañeza, cinismo, a veces desparpajo defensivo, otras incontenibles deseos de ser otros. Los personajes de Los príncipes nubios son también solitarios, desubicados, enfrentados a una realidad de la que harían mal en esperar cualquier tipo de piedad. El resto, el atterezzo, la ciudad inundada por la basura, la organización dedicada a mercadear con inmigrantes, no es más que el inevitable escenario para un conflicto de orden moral que acucia al protagonista y a su voz de narrador, alguien cuyo método para salvarse consiste en salvar –o condenar, que ahí está el quid- a otros. Tan claro tenía que no quería que alguien se hiciese a la idea de que había pretendido escribir una novela documental o de denuncia, que la organización encargada de traficar con los inmigrantes en el libro tiene un organigrama tan serio y profesional como puede ser el de la Universidad de Harvard o el de la Coca Cola. Por supuesto eso es ciencia-ficción, eso no ocurre en la realidad, no hay, que yo sepa, pero tampoco sé mucho de esto, una organización similar en el mundo real, y si tomé esa decisión fue, no sólo para realizar un vaticinio acerca de cómo deberían ser las cosas ya que tienen que ser tan poco piadosas para aquellos que carecen del don de haber nacido en un país rico, sino también para demostrar que el novelista no sentía la necesidad de hacer de su novela uno de esos meritorios reportajes de denuncia que uno lee en un soleado y erudito domingo mientras desayuna pacientemente, y ha olvidado sin paciencia alguna antes de llegar a las páginas de la sección deportiva.

Hay una costumbre –dogmática y como tal un poco inexplicable- según la cual casi toda novela trata, quiera o no, de hacer sociología, como si esa ambición estuviera en su información genética, con independencia de lo que pretenda su voluntad. De ahí que si un personaje de una novela es, pongamos por caso, un colaborador de una ONG y se nos presenta como un cínico descarnado que no cree en lo que hace, siempre habrá un alma pura que denuncie que el novelista está tratando de cargar contra los que trabajan en las ONG. Si hay un policía que se gana un sobresueldo ayudando a las mafias, entonces el novelista quiere denunciar las impurezas de toda la policía. Pero el novelista trabaja con individuos, con historias personales que pueden, o no, ser espejo de colectivos amplios. Esta actitud es peligrosa y, si me lo permiten, delirante porque según esa estrategia podemos hacernos a la idea de que en el siglo XIX todas las mujeres estaban enamoradas de sacerdotes porque nos dejamos llevar por la sensación de que lo que retrata Clarín en La Regenta es una situación muy común. Recuerdo, con una sonrisa ancha que ustedes no pueden ver, cómo cuando publiqué mi segunda novela, protagonizada por una estudiante de Matemáticas, un amigo, profesor de Matemáticas, me reprochaba algunas de las actitudes de mi personaje. Me aseguraba que una matemática jamás hubiera adoptado esas actitudes, como si todas las matemáticas fueran una misma persona, como si ninguna supiese la manera de escapar al arquetipo. Pero yo creo que cualquiera medianamente interesante sabe cómo escapar al arquetipo, y de hecho considero que el arquetipo es uno de los grandes peligros, de las grandes plagas de la literatura: una manera, como otra cualquiera, de cortarle las alas a las historias, de acercarse a ellas no por lo que ellas sean sino por su manera de relacionarse con otras historias o con la realidad a la que, aparentemente, remiten. Pero la realidad a la que remite una novela es siempre la realidad que ella por sí sola sea capaz de crear, lo que me permite ahora mismo considerar verdadera, creerme, dotar de realidad una historia de Brian Aldiss que estoy leyendo y que acontece en el siglo 44.

Toda novela padece o disfruta el riesgo de que sus lectores hagan lecturas muy diferentes de ella. Por decirlo con más pedantería de la que me consiento, toda novela permite diversos niveles de lectura. Es el lector el que se retrata al escoger en ese abanico. Compararse con los clásicos es siempre ventajoso porque uno utiliza a alguien que ya ha sido crucificado en el altar de los exámenes escrupulosos, así que recurriré a Lolita de Nabokov. Un lector puede hacer caer el peso de su lectura en el hecho de que en esa novela haya una road movie que retrata la América de grandes cintas de asfalto interrumpida por moteles. Otro puede preferir la historia de un amor imposible, y hay quienes se quedan con la idea, malsana y empobrecedora, de que Nabokov no pretende otra cosa que retratar a un pervertido. Sin embargo, si recurre a las fuentes y le pregunta al propio Nabokov se enterará de que Lolita es fundamentalmente la historia de amor entre un escritor y su lengua de adopción. Ahora bien, sólo el que sea capaz de amalgamar esos niveles de lectura y hacerlos uno, sólo el que recorra Lolita con ese espasmo en la médula que proporciona una historia de amor imposible, las cargas de humor imparable que hay en ella, los paisajes devastados y los personajes rotos, la perversión, en efecto, de un alma perdida que no sabe encontrar el rumbo en una realidad que le prohibe su deseo más verdadero, la lucha implacable entre esos dos monstruos –que yo creo que es el tema fundamental de toda narración moderna- que son la intimidad, aquello que sólo nosotros sabemos de nosotros, y la identidad, aquello que somos ante los demás, podrá saborear de veras la espesura clara, la oscura claridad, de ese portento de la prosa, la imaginación y la poesía que es Lolita. Me temo que Los príncipes nubios no prestarán tantas posibilidades a los lectores, pero si alguien se queda con el escenario sólo, y al hablar de ella en una conversación de sobremesa ("Me acabo de leer…") dice que es un libro sobre el tráfico de esclavos, el autor de la obra sentirá un puñetazo en su mentón, pensará que su esfuerzo no obtuvo recompensa y que sus horas de trabajo han sido silenciadas en ese juicio plano. Pero es un derecho de los lectores. Si alguien pasa por mi novela y sale de ella pensando que he escrito una novela documento, un documento denuncia o una denuncia reportaje, no estará diciendo nada de mi novela, sencillamente se limitará a susurrar algo de sus aptitudes como lector.

Una reseña en La Vanguardia aseguraba que mi novela era una aberración. A pesar de lo negativo de la crítica, he de reconocer que es la que más orgulloso me hizo sentir. Conseguir a estas alturas que un policía cultural frunza el ceño, contraiga los labios –no era muy difícil en su caso pues creo que suele leer los libros que reseña después de tomar la precaución de quitarse la dentadura postiza - eche humo de cólera por la cabeza y diga: una aberración, es una de mis menos tímidas victorias. Y conste que no descarto que tenga razón, pero estoy convencido de que lo menos que puede ser una narración en nuestros días es "peligrosa". Antes de algunas películas que pasan por televisión se puede ver un letrero que avisa: esta película contiene escenas que pueden dañar la sensibilidad del espectador. Frecuentemente se hace referencia en ese letrero a escenas meramente eróticas o de violencia excesiva. Pero yo creo que lo menos que puede pretender una narración, literaria o fílmica, un poema o una obra pictórica es afectar de alguna manera la sensibilidad de quien la lee, la ve o la contempla, porque si su sensibilidad no queda afectada, ¿qué había en ella para merecer existir? Pasamos por un montón de obras como si en ellas no hubiera nada que pretendiese afectarnos la sensibilidad, y la sensibilidad sale de esas obras como si no hubiera estado presente mientras las recorríamos. ¿Para qué entonces sirven –si es que este verbo mantiene su buena forma y su ambición? ¿Para pasar el rato? No escribo para eso, ni espero que me lean para dormir el tiempo. Trato de dañar sensibilidades, y frecuentemente no lo consigo, y ese es mi fracaso. Pero no colocaré el fracaso de antemano en mis ambiciones, sino en mis logros. Gottfried Benn decía que había dejado de escribir poemas porque lo que pretendía con sus poemas era devolver a las tabernas a quien se hubiese jurado no volver a beber una gota de vino. Vale, fracasó, pero en ese fracaso hay tanta valentía, tanta hermosura, que uno no debe conformarse con menos.

 © Juan Bonilla, 2004.

Sobre Juan Bonilla en The Barcelona Review, véanse en español e inglés los cuentos "Polvo eres" (TBR 1) "Las cartas de Mónica" (TBR 43) y las reseñas de La compañía de los solitarios (TBR 18) y Los Príncipes nubios (TBR 36), esta última a cargo de Eloy Fernández Porta.
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Juan Bonilla BIO: Juan Bonilla (Jerez, 1966) es autor de las novelas Nadie conoce a nadie (1996) y Cansados de estar muertos (1998), de la nouvelle Yo soy, yo eres, yo es... (1999) y de los libros de relatos El que apaga la luz (1994), La compañía de los solitarios (1998) y La noche del Skylab (2000). Ha recopilado ensayos, reportajes y artículos en El arte del yo-yo (1996), La holandesa errante (1998) y Teatro de variedades (2002), y sus poemas en Partes de guerra (1994) y El Belvedere (2002). Es columnista y reportero del diario El Mundo. Su obra Los príncipes nubios ha obtenido el Premio Biblioteca Breve 2003.

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septiembre - octubre  n° 44

Narrativa

Patxi Irurzun: Ese Tocho (segunda parte)
Claudia Ulloa Donoso:
Actor
Hernán Ortiz:
Un Dios Sin Ideas
Alejandro Pelaez:
Taylor C706 con Flavor Burst

Entrevista

Entrevista a César Aira
"Me gustaría ser un buen ejemplo de compromiso con la literatura"

Palabras del oficio

Juan Bonilla
El estatuto del desubicado -Sobre Los príncipes nubios-

Poesía

Galicia, mujeres poetas (II)
Emma Couceiro
Cristal Méndez

Daniel Najmías Los poemas sin sueño

Reseñas

Gilberto Da Costa Cuentos de Octubre Por Alejandro Tellería
VV AA Mujeres mirando al sur;
Antología de poetas sudamericanas en USA
Por Concha García

Christopher Priest El último día de la guerra
Por Marcos González Mut

Erri de Luca Montedidio Por Carlos Vela

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