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índex català     enero - febrero 2007   n° 57

Verónica


Carlos Horacio Armagnague
       

Hoy llegó la amiga de mamá. Como no se queda más de dos noches, apenas tiene una mochila, pero lleva de viaje ya unos días y todavía le queda otra semana. No sé donde tendrá el resto de su ropa. Quizá en su próximo destino.
       
Sabíamos desde hace más de una semana que iba a venir, pero de ningún modo nos preparamos para su visita. Desde que vivimos acá, es la segunda vez que viene a casa. La primera fue hace dos años y se quedó aproximadamente una semana con nosotros. Nuestra nula preparación, es decir, la nula preparación mía, de mis hermanos y de mi padre, me pareció normal. Lo que me sorprendió fue que mi madre tampoco se inquietase ante la visita y el aspecto de la casa. El aspecto no era para nada lamentable, pero había ciertos detalles, como unos cajones extraídos de un mueble y ahora apoyados en una de las paredes del living, una bolsa de basura esperando a la noche para ser sacada al exterior y el suelo de la cocina sin barrer, que mi madre no hubiese permitido si esperase con interés a alguien. Ahora recuerdo que el hijo de otra amiga de mi madre tuvo que pasar una noche en nuestra casa. Mi hermano y yo, pero sobretodo mi hermano, nos llevamos bien con él, así que en cierto modo la idea nos parecía agradable. No teníamos ningún reparo en albergarlo una noche. Y si bien era una visita mucho más importante para mi hermano y para mí que para mi madre –que estaría trabajando casi todas las horas que el hijo de su amiga pasaría con nosotros-, antes de que llegase, nos ordenó arreglar toda la casa. Para cuando terminábamos de ordenar nuestras habitaciones, mi madre llegó del supermercado con bolsas llenas de chocolates, papa fritas, golosinas, gaseosas de todas las marcas y sabores –es cierto que también compra todo eso siempre, no sólo cuando viene alguien- que tuvimos que ordenar en heladera y alacenas. Luego, la orden fue que, cuando el chico llegase, le ofrezcamos lo que fuera, y que luego le dijéramos que se sintiese libre para meterse en la cocina y tomar y comer lo que desease. Pero en esa ocasión, para cuando llegó su amiga, la heladera tenía lo mismo –lo que en verdad no es poco- que en días anteriores y reinaba cierto desarreglo perfectamente aguantable pero que, como ya dije, mi madre no suele permitir.
      Antes de visitarnos, la amiga de mi madre tardó varios días en localizarla. Siempre atendí yo. Las primeras veces mi madre estaba trabajando. Antes de colgar, me dio su número y lo anoté en una hoja de la agenda. Cuando llegó, le dije que la había llamado y le di su número, pero no la llamó. Dijo que prefería esperar a que llamase ella. Al día siguiente, llegó a casa y lo primero que me dijo fue que si su amiga llamaba, le dijera que tenía que verificar si mi madre estaba en casa.
      - Hola, ¿cómo andás? ¿Sí, todo bien? Bueno, me alegro. Oíme, ¿está tu mamá?
      - Me acabo de despertar y te hablo desde mi habitación, ahora bajo y me fijo si está.- entonces me iba a donde estaba mi madre, sea en la cocina o en su pieza. Siempre se negó a hablar con ella.- No, no está. Seguro salió mientras yo dormía. Chau.
      Y hace una semana, mi madre anunció:
      - Hoy hablé con Verónica. Va a venir a visitarme dentro de unos días y se va a quedar acá.- su tono era agradable, hablaba con entusiasmo.
      Con el pasar de los días, ese entusiasmo cesó, pero no volvió a ser pesadumbre ante el nombre de Verónica como lo había sido hasta entonces, sino simplemente indiferencia.
      - ¿Cuándo viene?- preguntaba yo.
      - Mañana o pasado- y no entendía ese desinterés, tan súbito como el entusiasmo de unos días atrás.
       
      Cuando Verónica acerca la cara para saludarte con un beso sucede que su rostro se queda quieto y yo siento esa quietud por lo que me acerco lentamente. Dice “hola” y comienza a acercar su mejilla a la mía, pero luego se detiene y yo tengo que cambiar levemente el recorrido y movilizarme un poco más, ya que si continuase con el movimiento que había iniciado en un principio mis labios, debido a la súbita parálisis de Verónica, se encontrarían con los suyos.
      La primera vez que me di cuenta de esta peculiar manera de saludar fue aproximadamente medio año atrás, cuando mi familia –a excepción de mi padre- pasamos un mes de vacaciones en una quinta junto a la familia de uno de mis tíos.
      - Te llamó Verónica- le dijo mi tía a mi mamá, que inmediatamente la llamó y llegué a escuchar como la saludaba con un “hola” verdaderamente atronador. Y luego arreglaron para encontrarse.
      Era la segunda vez en dos años, y hoy fue la tercera en tres. La diferencia radicaba en que en esa segunda vez, nosotros, en cierto modo, fuimos a donde estaba ella: la quinta en la que estuvimos todo ese mes le quedaba muchísimo más cerca que nuestra casa.
      Entonces un día apareció y me saludó con uno de sus besos complicados. Yo era el único en la quinta y no tenía idea de que mi mamá iba a encontrarse con ella.
      - Me dijo que me esperaba afuera así no tenía que estacionar. ¿En serio no está?
      - No sé a dónde habrá ido…yo me acabo de despertar- tenía una leve resaca-, pero ya debe estar por volver.
      Verónica la esperó en la cocina, sentada a la mesa en la que comíamos. Sin importarme la hora, me preparé un desayuno. Y cada vez que tenía oportunidad, cada vez que abría la heladera o hurgaba en un estante buscando el azúcar, dirigía una fugaz mirada hacia el semblante inexpresivo de Verónica y sus ojos clavados en la televisión.
      - No, no quiero nada. Gracias.- me dijo después que le enumerase todo lo que podía ofrecerle.
      Nuestro encuentro era casual, y en todo caso, si mi madre la hubiese estado esperando en la puerta, la única razón por la que Verónica pudiese decidirse a entrar a la casa para saludarnos era por respeto y por no vernos desde hacía aproximadamente un año. Nuestro encuentro no era inevitable como lo fue la vez que vino a casa por primera vez y el día de hoy.
      Una vez que tuve listo mi desayuno, comencé a agregarle cosas que jamás comía, todo para no irme de donde estaba Verónica. Por ejemplo, busqué una bandeja para apoyar la taza, me preparé una tostada con manteca y otra con mermelada, en un platito puse dos medialunas, y pensé en hacer jugo de naranja exprimido, pero luego pensé que el ruido me molestaría en mi tarea de dirigirle fugaces mirada a la amiga de mi mamá y finalmente me decidí a abrir un jugo de cartón. Durante todos esos minutos, el rostro de Verónica permaneció inmutable, y los mínimos movimientos que realizaba, como ver la hora en su reloj de pulsera o golpear la mesa con la yema de los dedos, me parecían ilusiones ópticas, como si fuesen figuraciones mías y ella en realidad permaneciera tan quieta como desde que se había sentado.
      Yo siempre desayunaba en la mesa de la cocina, pero en esa ocasión no pude hacerlo. El sol agradable que hacía y la mesa del patio me sirvieron más que nunca. Llevé mi desayuno afuera y comí ahí. Me sorprendió el haber sido capaz de terminarlo.
      - ¿No querés que la llame al celular?- le dije mientras limpiaba lo que había usado para el desayuno.
      - No, ya la llamé, cuando estabas haciéndote las tostadas, ¿no te diste cuenta? Lo tiene apagado.
      Para alargar más mi tiempo en la cocina, agarré el teléfono que estaba al lado del televisor que Verónica tanto miraba y llamé a un amigo. Sólo entonces me di cuenta que el volumen de la tele era inaudible o estaba en modo mudo.
      - Bueno, voy para allá. Nos vemos.
      Le dije a Verónica que me iba para arriba, a cambiarme y asearme, e hizo un mínimo gesto de aprobación con la cara. Cuando pisé el primer escalón, escuché el volumen de la tele.
      Diez minutos después sonó el timbre y me asomé a la ventana. Era mi amigo. Pensé en qué hacer, pensé en hacerlo pasar y estar dentro de la casa el tiempo suficiente hasta que llegase mi madre y se fuese con Verónica, pensé en bajar y explicarle a Verónica que tenía que irme. Finalmente bajé las escaleras y salí a la calle. La televisión se escuchaba tan fuerte como el portazo que di al cerrar.
       
      Hoy llegó la amiga de mamá. Verónica no es atractiva pero tampoco es fea. Es flaca y de rostro inexpresivo. No puedo decir si sus pocas arrugas significan experiencia o sólo piel que se cansó de estar tanto tiempo sin ser tocada.
      - Decime que día viene, así esa noche me voy con los chicos a un hotel- bromeó mi padre cuando mamá nos anunció que su amiga venía a pasar una noche con nosotros.- ¿Ahora donde está?
      - En una ciudad cerca de acá.
      - ¿Con el novio?- jamás había pensado que Verónica pudiese llegar a tener novio. Imaginármelo era fácil, pero comprenderlo no.
      - No, se peleó. Estaban en la casa de unos amigos y él se quería ir, pero ella tenía ganas de ir a la playa. Bueno, y ella le dijo que daba una vuelta y él que la esperaba. Pero parece que Verónica se perdió, cuando quiso volver, no encontró la casa donde estaban. Lo llamó al celular y lo tenía apagado. Lo primero que encontró fue la estación, y fue en tren hasta donde está ahora.
      - Pará, pará, pará… ¿cómo que se fue?, ¿y como estaba vestida?
      - La malla, un pareo, unas ojotas. Y la cartera.
      Cuando recreé en mi mente esa desventura, vi a Verónica pidiendo un pasaje para el tren más próximo, desencajando con su ropa de playa entre la multitud que también hacía cola para comprar el pasaje. Y durante el trayecto, sentada en el asiento recalentado por el sol y que seguramente sentía pegajoso en parte de sus piernas parcialmente desnudas. Jamás se decía que Verónica estuviera perdida o que desencajase, quizá debido a la inexpresividad de su rostro, que muchas veces confundí con una constante actividad mental, sus ojos, en ocasiones, me daban a entender que si físicamente estaba allí –sea en mi casa, sea en la quinta de vacaciones, sea en el tren- lo era, quizá, por escapar de lo que su mente no podía. Porque Verónica, según los relatos de mi madre, suele viajar bastante, parando en ocasiones hasta varios meses en ciudades fuera del país, a veces trabajando y a veces no. No sé si el resto de pasajeros se fijó en ella y en la semi-desnudez que significaba estar con una malla a bordo de un tren, pero estoy seguro que si lo hicieron, fueron incapaces de realizar un levantamiento de cejas denotando asombro o de esbozar una sonrisa de perplejidad, sino que se centraron en sus ojos fijos en algún punto del paisaje, unos ojos que significaban todo menos estar perdida.
       
Al principio definí la voz de Verónica como débil o frágil, pero no tardé en darme cuenta que su voz era constante y bien modulada, sin altibajos, y que lo que había creído que en un primer instante era debilidad o fragilidad, no era más que un tono medianamente suave que no alcanzaba un gran volumen, pero que cuando hablaba, iba apoderándose de la atención de todos los del lugar donde se encontraba.
      Todo esto ocurrió en la primera visita que nos hizo. Antes de llegar, habló con mamá a través de Internet. La voz de Verónica salía por los parlantes, y cuando hablaba con mi madre de cierto tema que las dos compartían, no había emoción o connotaciones en su voz. Contaba alguna anécdota nada graciosa con el mismo ritmo y efusión con el que contaba un chiste.
      Durante ese año y esa visita, yo todavía no había llegado a definir mi teoría de los besos de Verónica. Recuerdo que cuando la saludé –verdaderamente hacía mucho tiempo que no la veíamos- su cara me pareció dura, como una roca, como si entre la piel y el hueso no hubiese nada.
      Ese mismo día, o sino uno de los primeros, recuerdo que estando todos en el living, ella esperó a que nosotros nos sentásemos, y una vez que ya toda mi familia y yo ocupamos nuestros lugares, Verónica procedió a arrimar una silla de la mesa al sillón donde se había sentado mi madre. El resto de los días hizo lo mismo, incluso cuando había espacio libre en el sillón triple, o cuando uno de los sillones individuales también estaba sin ocupar.
      Estando Verónica en casa durante esa primera visita, mis padres, mi hermano y yo tuvimos una mañana libre que decidimos aprovechar para realizar unos trámites que requerían la presencia de los cuatro y que por diferencia de horario entre nosotros, estábamos postergando desde hacía varias semanas. Al volver, vi por la ventana que Verónica había aprovechado nuestra ausencia y ahora estaba sentada en uno de los sillones, pero una vez que entramos a casa, luego de abrir la puerta de calle y subir las escaleras del porche, ocupaba su sitio en la misma silla de siempre, arrimada al mismo sillón de siempre.
      Creo que yo era el único conciente de ese comportamiento, aunque en cierta ocasión mis padres realizaron algo que me gusta pensar que fue por casualidad y no por haberse dado cuenta de aquello. La silla de Verónica ya estaba siempre en ese lugar, pero una noche, después de cenar, fue mi padre el que se sentó en el sillón que hasta ese día ocupaba mi madre –por otra parte, ellos no tienen establecido un lugar para sentarse a ver la tele, por lo que me inclino más a que lo que sucedió fue casualidad y no algo planeado-. ¿Qué hizo Verónica? Fue a la cocina unos minutos y al volver agarró otra silla y se ubicó junto a mi madre.
      Me di cuenta de la constancia de la voz de Verónica mientras jugaba a los videojuegos con mi hermano. Tenemos la consola en el living y para jugar nos sentamos sobre pufs enfrente del televisor. Mamá estaba en un extremo planchando, y Verónica, en el otro, sentada en su silla. Al principio, el grito de los goles y de los sonidos que salían de la tele opacaban la conversación que mamá mantenía con Verónica, pero en no sé qué momento, la voz de la amiga de mamá fue llamándome más la atención, como si cada nueva palabra que pronunciaba entraba más y más dentro mío. Y  ya no sólo sus palabras, sino también las sílabas que componían las mismas, me entraban hasta el tímpano y se me albergaban en la cabeza y mientras repetía calladamente lo que Verónica acababa de decir, el volumen de la tele fue descendiendo hasta que mis oídos quedaron sordos ante cualquier cosas que no sea Verónica y apenas comprendí los gestos de festejo que realizaba mi hermano al cantar el gol que le dio la victoria.
      La primera noche nadie tenía hambre y tuvimos una cena informal y ligera. Ni siquiera pusimos mantel. Vi a Verónica apoyando el vaso sobre una servilleta de papel doblada, y me sorprendí cuando al llevarme el vaso a la boca me di cuenta que la había imitado y sobre el estampado de flores de la servilleta ahora estaba el círculo mojado de la base del vaso.
      Al llegar del colegio a la hora del almuerzo vi que Verónica tenía un corte en la pierna. Lo que pasó fue que a la mañana quiso salir a correr, pero al no tener llaves y no querer despertar a mis padres a esa hora tan temprana, decidió saltar por el enrejado. Cuando me lo contaron, no lo creí por mucho que el pequeño tajo a la altura del tobillo fuera perfectamente visible. No lo creí porque a esa hora había salido para el colegio y no había visto a Verónica y no lo creí porque dijo que ya había trepado varias veces por el enrejado para salir a correr, cosa que decía haber estado haciendo todas las mañanas. Quizá esa mañana yo salía para el colegio mientras ella estaba en el baño y por eso no la había visto, pero no me pareció probable que esa coincidencia se viniera repitiendo todos los días que ya llevaba con nosotros.
      A la mañana siguiente retrasé mi hora de salida hacia el colegio y desde la ventana de mi habitación esperé a que Verónica apareciera y saltase la reja. Lo hizo en un movimiento rápido, no sólo como si fuese un esfuerzo que no le costaba nada, sino también como si fuese un movimiento que le salía de manera natural y que podía realizar para saltar cualquier cosa. Llegó hasta la reja y, fugaz como un gato, trepó y luego saltó.
      Su estadía en casa se caracterizó, además de su voz que penetraba cualquier cosa, su lugar eterno junto a mi madre y sus imposibles saltos por la reja de casa, por su preocupación respecto a las tareas del hogar. Ponía la mesa en almuerzo y cena, levantaba los platos, lavaba la cocina, barría el suelo y tiraba la basura.
      - ¿No querés que barra acá?
      - No, por Dios, Verónica, no. No te preocupes.
      La última noche le vi las piernas. Terminé de ver una película en la habitación de mi hermano –él esa noche se quedaba en lo de un amigo y en la mía no hay tele- y fui al baño. Antes de llegar a intentar abrir la puerta, Verónica salió. Tenía una remera y ropa interior negra. No se inmutó y apenas esbozó un “Ah” de falsa sorpresa. Y en un segundo pasó a mi lado y desapareció. Era una noche calurosa y si bien sus piernas estaban apenas bronceadas, me dieron la sensación de ser frías, de que a través de los pies descalzos el frío del suelo le llegaba hasta los muslos y le ponía la carne de gallina. Eran unas piernas normales aunque las creí algo más atractivas –aunque verdaderamente no sentí atracción física alguna no puedo definirlo de otra manera- porque contrastaban fuertemente con todo lo que Verónica hacía y la imagen que me había hecho de lo que escondía debajo de su ropa. Su comportamiento era propio de una mujer más fea. En sus piernas había el mismo deterioro apenas perceptible que en las arrugas de su cuello: un deterioro causa de la inactividad a lo largo de los años, no de la experiencia.
      En la cama hundí la mano en mi ropa interior. Me sentí arder. Me vi a mí mismo yendo desnudo al cuarto de Verónica y penetrando en ella con todo mi ardor. Quemándola acomodado entre sus piernas apenas abiertas. Quemándola de tal forma que deba taparse la boca y jamás olvidar esa noche.
       
Ayer llegó la amiga de mamá. Se quedó una noche. Mamá la fue a buscar a la estación de tren a la tarde, mientras yo dormía la siesta. Cuando desperté, no había nadie en casa. Luego de unas horas apareció mi hermano, venía de entrenamiento.
      - ¿En qué fuiste?
      - Me llevó mamá. Fue para la estación a buscar a Verónica y como le quedaba de camino me dejó en la cancha.
      - ¿Y ahora donde están?
      - Estaban en el centro…mamá iba a la reunión de mi colegio y Verónica se quedaba por ahí viendo cosas, quería comprar ropa. Después iban al súper.
      Tardaron dos horas en llegar. No la vi hasta que terminé de ordenar todo lo que habían comprado en la cocina. Después fui al living y la vi y la saludé. Su besó no tuvo nada que ver con los otros. Su rostro no se detuvo a medio camino y luego de juntar su cara fugazmente con la mía se sentó y retomó la charla que mantenía con mi madre.
      Papá no llegaba y creí que verdaderamente se iba a pasar la noche a un hotel.
      Cenamos y durante la cena Verónica me dirigió la palabra por única vez para hacerme una pregunta. No la recuerdo, pero recuerdo que ante mi respuesta sonrió, y su sonrisa me pareció verdaderamente horrible. Las encías eran enormes.
      Ahora la puerta de la habitación donde durmió Verónica no puede cerrarse del todo porque un cable que va desde otra habitación lo impide. La luz de su habitación estaba prendida y creí que estaba leyendo o haciendo algo. Me sentí distinto a la visita anterior que nos había hecho. Antes, hace dos años, quizá algo en mí hubiera querido asomarse a través de la leve abertura de la puerta, aunque por supuesto no me hubiese animado. Pero ahora no tenía nada que ver con el atreverme o no, ahora directamente no había interés en atreverme a espiar lo que estaba haciendo.
      A mitad de la noche salí de mi habitación y bajé a la cocina, la campera de papá estaba sobre una silla. Volví a subir y la luz en la habitación de Verónica continuaba encendida, y me di cuenta que era así como dormía, con la luz prendida. Entré al baño y vi su cepillo de dientes. También la toalla que había usado. Esto lo supe porque estaba colgada en un lugar donde ninguno de nosotros colgamos las toallas luego de usarlas. No significó nada para mí que esa toalla hubiese secado, menos de una hora antes, sus piernas. Al ver su cepillo de dientes inmediatamente reviví la horrible sonrisa que le había visto durante la cena, pero esa imagen no trascendió, ahora apenas la recuerdo. Esa imagen lo que sí hizo fue destrozar todas las impresiones y otras imágenes –como el verla saltar la reja de casa- que había ido obteniendo de ella durante estos tres años y ahora Verónica quedó en nada.
      Hoy, cuando desperté, Verónica no estaba. Inspeccioné un poco la casa y la habitación, y no encontré nada que se hubiera olvidado o que diese a entender que ayer pasó la noche acá.
       

       

      

© Carlos Horacio Armagnague 2007

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.


Carné:

CarlosCarlos Horacio Armagnague. Nace en 1988, en Buenos Aires. Desde mediados de 2003 vive en España, actualmente en Ciudad Real. Escritor todavía inédito -a excepción de unos pocos relatos que figuran en su blog http://afila-sin-miedo.blogspot.com/ -. Es autor de dos libros: Uno, novela; y Finales, conjunto de relatos.

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