The Barcelona Review

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Los extraviados

 

 

La cuerda atada a una de las vigas maestras del primer piso de la casa aguantó la cabeza suspendida y el cuerpo vestido —pantalón gris, chaqueta marrón— quedó colgando aquella mañana hasta que, a través del gran ventanal que daba a la carretera, se cruzó en el campo de visión de un vecino que frenó su coche en seco con el susto metido en el cuerpo: «¡Paco!».
            Aún no había comenzado el invierno, pero en las ventanas la lluvia golpeaba con fuerza desde hacía varios días. Las persianas temblaban. Las rachas de viento del temporal alcanzarían sus valores máximos, según el último boletín informativo, aquella misma madrugada, mientras en el interior de la casa se velaría al muerto.
            Los ojos hurgones de más de una vecina, que se habían acercado a dar el pésame a la familia, se detenían delante del féretro abierto y comentaban lo bien que lo habían dejado los de la funeraria, no se notaba nada, nadie diría que se había suicidado de aquella manera. «Hasta parece que sonríe…», dijo una de ellas juntando las manos a la altura de su cintura y sujetando con fuerza un pañuelo arrugado de tela. Si no fuera porque era el rictus con el que los de la funeraria mejor habían podido disimular la cara verdadera del impacto de la caída del cuerpo, aquel gesto habría parecido de mal gusto. Al oírlo, una anciana vestida de luto riguroso se persignó con rapidez mirando la cruz colocada al lado del ataúd y salió de la casa diciendo «Dios nos perdone» en voz baja.
            «Padre nunca llevó pañuelo», se quejó una de las hijas. «Qué más da eso ahora, Marisa. Deja de llorar y trae las tazas de café y las cucharas del mueble, que está llegando la gente. Qué frío hace... Habría que encender el fuego. ¿Dónde se ha metido Pedro? Marga, vete a buscar a tu padre y dile que venga a encender el fuego mientras yo pongo el café».

            Al no haber sillas suficientes en la casa, algunos vecinos llevaron de las suyas carretera arriba para que los familiares y demás personas que pasarían a lo largo de la noche pudieran tener asiento. «Es en momentos como éste cuando una sabe en qué consiste una comunidad», pensaba Marisa para sí misma al abrir la puerta a una vecina, que llegaba con una silla, mojada de arriba abajo. «Estás empapada, Pepa. Ay, cuánto trabajo os damos... Pasa y acércate al fuego para secarte. Manuela ha preparado café. En un rato pondrá el bizcocho».
            En el piso de arriba el viento había empezado a golpear una de las ventanas. Marisa subió a cerrarla y ya solo se oía el silbido del viento, la lluvia en los cristales, los truenos cada vez más espaciados. «Qué manera de llover, Dios mío», repetían las mujeres en la cocina. «No sé cómo va a ser cuando llegue el invierno…». «No nos podemos quejar, hemos tenido un noviembre muy seco».

            Había hecho falta la fuerza de tres hombres para mover la gran mesa del comedor de roble macizo, que ahora estaba en el pasillo, dificultando apenas el paso para ir a buscar la leña a la parte trasera de la casa. En el hueco de la mesa estaba colocada la caja fúnebre sobre un soporte metálico, con un crucifijo a su lado derecho y dos grandes cirios encendidos a los pies. A cada lado del féretro había sendas coronas de flores con las inscripciones ‘Tus hijas te quieren’ y ‘Compañeros del aserradero’. Las demás coronas se pondrían al día siguiente en la iglesia.
            Una mujer empezó a rezar un rosario en voz alta. A la cocina llegaba el «ruega por nosotros» de las mujeres al unísono mientras Manuela abría un cartón de leche semidesnatada y se aseguraba de que el café seguía caliente. «Marga, tráeme una fuente que voy a cortar el bizcocho y después lo llevas al comedor por si alguien tiene hambre».
            Cuando Marga entró en el comedor las mujeres seguían rezando. Una de ellas, vestida completamente de negro, pasaba las cuentas del rosario con los ojos cerrados. Marga tenía trece años y era la primera vez que veía a un muerto. Miró a su abuelo de reojo cuando entró en el comedor, le daba demasiado miedo mirarlo de frente. En silencio se preguntaba qué pensaría él, si pudiera, de su propio velatorio. Por un momento se le ocurrió que de pronto podría carraspear, como hacía siempre, e incorporarse. Las mujeres gritarían y echarían a correr. A su madre se le caería una taza con su plato y una cucharilla. «¿Qué demonios andáis tramando, mujeres?», preguntaría su abuelo enfurecido como de costumbre. Cogió la fuente del mueble y salió del comedor con rapidez tratando de olvidarse de la idea, sin mirar la caja. Incluso después de muerto, su abuelo seguía dándole miedo. Aún recordaba lo que le había sucedido una vez, cuando cogió una manzana de su árbol preferido y la comió en el patio trasero. Su abuelo se enteró de que alguien había comido manzanas, aunque ella había tirado el corazón bien lejos. Marga no se atrevió a mirar a los ojos a su abuelo. Solo cuando llegaron a casa, entre sollozos, confesó a su madre que había sido ella, que ella había comido una manzana y que no sabía que no se podía. «Tu abuelo es un viejo gruñón, no le hagas caso. Puedes comer las manzanas que quieras, cielo». Había pasado ya bastante tiempo cuando, un día, su abuela le dijo que su abuelo tenía las manzanas de los árboles contadas. «Los árboles darían más fruta si él dejara de podarlos tanto».
            «Aquí tienes la fuente», dijo Marga y su madre la limpió antes de empezar a cortar el bizcocho. «Ahora lo llevas al comedor. Después subes y miras si Aitana sigue dormida. Quédate un rato y enciende la tele, si quieres, que aquí ya estamos bastantes. Te voy a buscar para cenar dentro de una hora».
            «Vale».

            Se oyó un coche que llegaba. Era Paula. Marisa abrió la puerta y la abrazó echándose a llorar otra vez. Las mujeres seguían rezando. La casa olía a café.
            «¿Qué ha pasado?».
            «El abuelo. Se ha colgado».
            «¿Qué?», preguntó mirando a Marisa sin entender bien qué quería decir. Asomó la cabeza y vio el féretro y las mujeres sentadas a lo largo de la pared del comedor rezando. En la cocina la esperaba su madre.
            «No se te podía ocurrir ponerte otra bufanda más colorida, Paula.», le dijo mientras se acercaba a ella y le levantaba las solapas del abrigo para que la bufanda no se viese tanto.
            «No seas antigua, mamá.», dijo ella deshaciéndose de las manos de su madre.
            «Llegas tarde».
            «Salí tarde de la biblioteca. Vine en cuanto vi la nota, al llegar a casa».
            «Tu hermana está arriba pendiente de Aitana. Vete con ellas, si quieres. Sácate la bufanda, que no te hará falta. Papá ha encendido el fuego y no hace frío».

            Paula entró en el comedor. Ahora había poca gente alrededor del féretro. Se quedó un rato mirando a su abuelo. Aún no acababa de creer que se hubiera suicidado. Siempre había sentido una mezcla extraña de miedo y repugnancia hacia él. Le había hecho la vida imposible a su abuela, que había muerto hacía tres años. Su abuelo trataba mal a sus hijas y no hacía demasiado caso a sus nietas. «Es un completo egoísta», había escuchado a su madre más de una vez. Siempre había querido tener un hijo varón y, en cambio, tenía cinco hijas. Dos vivían lejos y llegarían al día siguiente para el entierro. En la cocina se enteró de que hacía pocos meses le habían diagnosticado una enfermedad en los pulmones. Había fumado desde joven y ahora, para lo que le quedaba, no pensaba dejar el tabaco. Eso fue lo que le dijo al médico, quien le advirtió que su capacidad pulmonar era reducida y tendría que usar inhaladores y tomar varias pastillas al día. La tos se fue haciendo más fuerte y cada vez se sentía más fatigado. Alicia, la mujer que iba dos días a la semana a hacer la casa y llevaba allí desde primera hora de la tarde, dijo: «No paraba de repetir “me muero, me muero” todas las tardes, mientras yo limpiaba». Todas se convencieron de que había decidido matarse antes de que se lo llevase la enfermedad.
            «Papá siempre fue un cobarde», dijo Manuela.
            «No deberías hablar así de padre».
            «Deja de hablar de él de esa manera, que parece una institución y no un simple hombre mediocre y maltratador».
            «Bueno, él nunca tuvo suerte».
            «¿La hemos tenido los demás, acaso? Ni que fuéramos afortunados. Lo que hay que oír… Deja de decir tonterías, Marisa. Papá fue siempre un auténtico hijo de puta».
            «Manuela, que está de cuerpo presente, ten un poco de decoro». Marisa se persignó.
            «La muerte no ennoblece a nadie, Marisa. Parece que ya no recuerdas los golpes y los gritos que hemos sufrido toda la vida. Aunque bueno, tú tampoco es que lo vivieras tanto, enseguida te marchaste de casa...».
            «Dejad de discutir, ahora no es el momento», dijo severamente Mercedes.
            Manuela se dio la vuelta y sacó la cafetera del fuego. «Voy a ver cómo están las niñas.», dijo Marisa y se fue hacia las escaleras que subían al primer piso. «Diles que bajen ya, es hora de cenar».

            Después de cenar Aitana y Marga se acostaron. Paula se quedó abajo con las demás mujeres de la familia. No sabía qué hacer, así que fue al comedor. Era cierto. Parecía que sonreía. Se hacía raro verlo con cara sonriente. «Nunca lo había visto sonreír», pensó. El pañuelo tapaba las marcas que debía haber dejado la cuerda. Por un instante todo le pareció grotesco. Le entró miedo de lo que podía pensar Carlos, no sabía cómo se lo iba a decir.
            «Parece que se está riendo», dijo a su tía Mercedes después de sentarse a su lado, en una de las sillas de la esquina del comedor.
            «La verdad es que lo ha hecho toda la vida». Mercedes había seguido el rosario que Palmira había rezado en voz alta y ahora sujetaba una de las esquelas que habían traído por la tarde de la imprenta los de la funeraria. La esquela tenía una oración por su padre y la imagen de San Antonio, patrón del pueblo y de los extraviados. La sujetaba con fuerza.
            «Podía haber elegido otro día. Hoy había quedado con Carlos. Iba a ser una noche especial y estoy en un velatorio en un pueblo perdido rodeada de personas a las que no conozco que no han parado de decirme cuánto he crecido y lo mucho que me parezco a mamá cuando tenía mi edad. Me dejaron una nota encima de la mesa de la cocina, para que viniera, sin avisar de nada más y cuando llego me encuentro con esto. Pensé que estaría de vuelta para la cena, había hecho planes. Tenías que ver la cara de mamá al ver mi bufanda de colores. Mamá es tan antigua… Ahora ya no se lleva el luto. En cuanto pisa esta casa una fuerza ancestral se apodera de ella y se transforma. Incluso me echó la bronca por no peinarme, ¿te lo puedes creer? No sé qué pinto yo aquí. No conozco a ninguna de estas personas. No hacen más que examinarme y preguntarme si me acuerdo de ellas. ¿Cómo voy a acordarme?».
            «No tienes paciencia, Paula».
            «No, tengo planes. Bueno, tenía, tenía planes. Qué mala suerte».
            «Las cosas no han salido como querías, pero tanto como mala suerte… ¿Ves a esa mujer? La que está en la esquina. Se llama Antonia. Su hijo se murió hace un par de años haciendo submarinismo, su mujer estaba embarazada de ocho meses cuando sucedió. Una desgracia. La que está a su derecha, la que lleva un buen rato llorando, se llama Luisa. Es viuda. A veces parece que cuando la gente acude a los velatorios de los demás en realidad llora a sus propios muertos, es difícil no acordarse de ellos, o lo hace por sus problemas. La muerte de Antonio es lo menos malo que le pudo pasar, la verdad. Su marido tenía diabetes, perdió una pierna cuando tenía treinta y pocos años y a los cuarenta y pico, la otra. Era muy joven, pero un condenado. Nunca se portó bien con ella, le gritaba, le llamaba de todo. Además, tenía un problema con la bebida y fumaba. Todo lo peor que podía hacer, vamos. Uno nunca sabe qué haría en una situación tan difícil, porque era una situación muy complicada... Pero ella no tenía la culpa de que no tuviese piernas. Lo tenía muy bien cuidado, no se podía quejar, no lo dejaba solo ni un momento, para salir a comprar y poco más. Incluso dejó su trabajo en la mercería del pueblo para cuidar de él. De hecho, lo cuidaba más de lo que se cuidaba ella. Los dos malvivían con la pensión de Antonio. Por suerte, después de mucho esperar, le llegó la ayuda y le mandaron una enfermera un par de horas al día, que lo bañaba por la noche y le daba la cena. Esas horas venía a echar con nosotras una partida. Un pequeño respiro que se tomaba. Pero no fue mucho tiempo. A Antonio le dio una embolia muy fuerte y se murió en el hospital. Estuvo una semana en cuidados intensivos. Ahora Luisa vive sola. Su hija la mayor está casada y tiene un niño pequeño. Su otro hijo está en Alemania. Por suerte ninguno de ellos tiene diabetes. Menos mal. La pobre de Elvira tuvo que ver cómo el cáncer de pulmón se llevaba a su marido y a un hijo que no había fumado un pitillo en su vida. Aunque lo peor fue lo de Benigna, que se fue a Barcelona de joven, a trabajar de costurera. Allá se casó. Cuando tuvo a su niña el cordón umbilical se le enroscó y estuvo un par de segundos sin respiración. Tiene una parálisis cerebral. Toda la vida ha estado en silla de ruedas y tiene problemas de habla, pero bueno, ahora ha conseguido que esté en uno de esos pisos que tiene el ayuntamiento y vive con más personas como ella. Que esté bien atendida es una tranquilidad para Benigna, porque ahora se ha hecho ya mayor y así por lo menos se ha quitado el miedo de morirse y que no haya nadie que la cuide. Su marido se murió hace varios años, en un accidente de coche, si mal no recuerdo».
            Paula se levantó de la silla.
            «¿Te vas?», preguntó Mercedes.
            «Voy a la cocina. Quizás Marisa quiere echarse un rato, o mamá. Llevan todo el día de pie. Voy a ver si hace falta que ayude en alguna cosa. Y de paso dejo de escucharte, tía, que eres una agonías».
            Mercedes la siguió con la mirada mientras salía del comedor. Dio la vuelta a la esquela que tenía en las manos. Miró la imagen de San Antonio y la acarició con el dedo índice de la mano derecha. «Gracias a Dios que aún no la hemos perdido. Ella es buena», dijo en voz baja y besó la estampa. Cogió el rosario del bolsillo de la falda, hizo el signo de la cruz y empezó a rezar: « Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra…».

 

 

© Noelia Pena

Noelia Pena (Santiago de Compostela, 1981) es licenciada en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Desde 2013 ha escrito en la sección Culturas del periódico quincenal Diagonal y actualmente lo hace en El Salto. Forma parte del colectivo interdisciplinario Contratiempo, Historia y Memoria. En 2014 publicó el libro El agua que falta, en la editorial Caballo de Troya. Es profesora de Filosofía.
foto: Adrián Bernal


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