The Barcelona Review

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imagenInés Matute

Un lindo capullo


 

Querido amigo, ¡Qué razón tenías al afirmar que ni la pasión ni la locura son para todos! ¡Cuánta sabiduría encerraban tus palabras!... Pero empecemos por el principio, aun a riesgo de aburrirte y a sabiendas de que abusaré una vez más de tu paciencia. Comienzo esta carta hablándote de mí, pues hablarte sólo de mi “verdugo” sería caer en el autoengaño, diluir la historia, con sus luces y sombras, en la condescendencia. Tiempo tendrás de reírte a tus anchas, de mofarte de mi ingenuidad o de cantarme las cuarenta.
Soy un tipo ceniciento, aunque escriba sonetos, pinte acuarelas y vibre con lo bello como vibran los cristales al paso de los trenes. Quiero decir que soy sensible, lo cual, desde un punto de vista femenino, siempre suma. En líneas generales soy un hombre del montón, más bien bajito, y utilizo unas gafas de culo de vaso que tienen la virtud o el defecto de agrandarme la mirada y poner marco a unas ojeras delatoras. Lo de las gafotas tipo lupa no es, a pesar de las apariencias, un obstáculo para la conquista, aunque admito que en según qué momentos me gustaría tener más vista. Sobre todo en cuestión de faldas.

         Conocí a Marta en “El balcón pendular”, un chat de Internet de ciber sexo más o menos encubierto. Su inaudita capacidad para granjearse afectos y odios, desmedidos en ambos casos, pronto la colocaron en la lista negra, y no fueron pocos los elegidos y posteriormente rechazados que con el tiempo y el desquite se le declararon enemigos. La chica en cuestión se me presentó como ginecóloga, y a juzgar por lo que de ella se decía, sus saberes anatómicos, no precisamente femeninos y Dios sabe en qué facultad o burdel aprendidos, la convertían en una presa codiciada.

      ¿Por qué empecé a buscarla? ¿Qué me llevó a decidir que la solución a mis problemas pasaba por incorporarla a mi vida? Tras contrastar un par de opiniones, a mi juicio contaminadas de malicia, decidí pese a todo que Marta era la persona ideal para intensificar, suponiendo que la intensidad de lo que uno vive dependa de terceros, mis emociones.
       
De todos es sabido que cada desafío de la vida es diferente, pero aún hoy me cuestiono mi falta de discernimiento, la terquedad con que desoí las razones de mis amigos los internautas, más lúcidos, más curtidos o simplemente escarmentados. Porque en realidad, ¿quién era Marta? ¿Cuál  el origen de su irrefrenable predisposición a la aventura?  En su persona confluían todo tipo de supersticiones numéricas, supercherías zodiacales, una incontrolable adicción a los fármacos y una enorme vanidad cultivada con esmero; un ego cruel que la impulsaba a realizarse a través de los muchos hombres que caían en sus redes, y al mismo tiempo sin ellos.
         Mujer de ánimo y hábitos fluctuantes para el resto de las cosas, Marta solía conectarse por las noches, pasadas las once. Acostumbraba a entrar dando voces, con letras mayúsculas, pues no podía soportar, ¡como si ello fuera posible! que su presencia en el canal español pasase desapercibida. Tras unos minutos de cháchara intrascendente, la seductora gustaba de perderse en las intimidades del chat privado, dejando a los contertulios el efímero consuelo de cuatro frases desperdigadas con las que alimentar la ilusión de un seguimiento. Admito que la lucha por compartir el calor de sus sesiones privadas era brutal, y que bastaba con que Marta asomase en pantalla para que el resto de las féminas, cada vez más atrevidas, afilasen sus garras. Llegada la reina, reverenciaban sus vasallos. En mi caso, me bastaba ver su nick despuntar sobre aquel proceloso mar de signos y letras para sentir cómo se me abrían las carnes, mis pesadumbres se aligeraban y cómo mi cerebro, espeso a esas horas de la noche, arañaba fuerzas de flaqueza y se preparaba para presentar batalla. Por eso, la primera vez que me eligió, tras una semana en la que se la notó cavilosa, me descompuse.
         ¿Qué vio en mí que no tuvieran los otros? ¿Qué podía sacar ella de mis latosas confidencias, de mis angustias obsesivas? ¿Cómo abordar un tema sólido sin sonar acartonado? A veces, sin darme cuenta, me preguntaba también cómo sería sentirse amado.

          “Y es tu ombligo en la madrugada un naufragio de besos,
mujer de fuego y agua, corriente verde que bebo al alba”

         No te rías, te lo ruego. Ese fue el primer “poema” que tras varias horas de rectificaciones y dudas tuve a bien enviarle, mi manera de capear un lunes especialmente aciago. ¿Hacía bien escribiendo rimas a una antropófaga? Como la fama de devorahombres que la precedía pesaba sobre mí como una losa, consideré que tras dos semanas de cortejarla, ya había llegado el momento de entrar en materia, dado lo cual añadí: “Marta, tengo ganas de conocerte. Y te lo digo con la picha en la mano”. Un movimiento expuesto, qué duda cabe, pero a fin de cuentas yo buscaba el acoso y derribo de una mujer de ciencia, de alguien cuyos días transcurrían entre legrados, espéculos y tumores ováricos. Para mi sorpresa Marta lo encajó con exquisita naturalidad, y fue entonces cuando creí corroborados los rumores. Los hombres de aquel foro de humanidades sólo éramos sus conejillos de indias, unas criaturas con las que llevar al límite experiencias por las que algunas de las mujeres de su consulta seguramente ya habrían pasado.

            “Julián, ¿tú has tenido una historia con Marta, verdad?” Pregunté cierto día a un compañero de cuitas con el que tenía más confianza. “Sí, tío, y lo recordaré mientras viva” “¿Y no podrías adelantarme algo?” 
         “ Negativo. Tendrás que descubrirlo por ti mismo” “¿Descubrirlo?” –Insistí intrigado-  “Digamos, por ser discretos, que a Marta le gusta llevar la voz cantante”... “¡Vaya!”, Pensé ingenuamente ilusionado.

       Así las cosas, Marta y yo nos citamos en Madrid, en un hotel, pues su casa estaba al parecer descartada. Mi inmediata deducción fue que la doctora estaba casada, pero decidí avenirme a sus deseos por no contrariarla, reprimiendo un par de preguntas que en el fondo ni siquiera tenía derecho a plantearme. Mis pensamientos pesaban como yunques, qué voy a contarte.
         Acaloradísimo, perdido en lo más hondo del espejismo amatorio, me dirigí a unos grandes almacenes. Admito que estaba un poco asustado, y no tanto por la presunta maratón sexual que me esperaba, sino por mi físico. Marta, a decir de quienes me precedieron, era una mujer cañón, y yo, como bien sabes, soy morrallita. Con desconocida osadía, compré unos ceñidísimos vaqueros negros y un polo de un rojo subido. También compré calzoncillos, unos atrevidos, tipo boxer, con cometas estampadas. Finalmente, cambié la montura de mis gafas por una más moderna con la que no acababa yo de verme favorecido pero que gustó mucho a la dependienta, que de esas cosas entendía lo suyo. Preservativos, los suficientes. Entre una cosa y otra, la tarjeta de crédito echaba chispas, pero decidí no poner freno a la aventura.

Para tu tranquilidad te diré que no creo haber amado a Marta en ningún momento; pienso que sólo me enamorisqué de ella como se prenda uno de una puesta de sol o de ciertos vinos. Es más; por aquellos días acababa yo de descubrir a la dulce Iris, quien, siendo su perfecta antítesis, me tocaba la fibra con mucha más facilidad que aquella Mesalina con la que sin apenas darme cuenta había ido pactando, conexión a conexión, un polvo épico. Pero, si me lo permites, te hablaré de Iris en otro momento, que también ella merece sus quince minutos de gloria cibernética.

         Sintiéndome deliciosamente provinciano, llegué a Madrid con un bolso de viaje al hombro y un Penthouse bajo el brazo: la pura estampa del paleto. El aeropuerto me pareció una paramera; las mujeres que me salieron al paso, esquivas por demasiado hermosas. Ganada la calle, le compré una rosa a una gitana – un lindo capullo amarillo- que ni siquiera se molestó en devolverme el cambio. También compré un billete de lotería a un vendedor cojo, muy insistente. El hecho de que acabara en 69 me pareció una señal, un guiño emitido por mi futuro más inmediato. ¡Ya tenía un amuleto! Luego tomé un taxi y me desplacé al centro, descubriéndome ante la belleza de los edificios más epatantes. Hay que ver, ¡cómo ha cambiado Madrid en los últimos diez años! Una pensioncilla discreta, próxima al lugar de la cita, se convirtió en la primera estación de mi calvario...

         Lamento tener que decir que la habitación que se me asignó no estaba a la altura de mis expectativas, y que la palabra “cutre” se inventó con el único fin de describirla. Convendrás conmigo en que no es ese el mejor modo de comenzar a vivir un sueño, en que debí haber rectificado de inmediato. Decepcionado y sintiéndome como un león enjaulado, deshice el equipaje, dispuse la ropa sobre la cama y opté por hipnotizarme frente a la ventana, donde desaté mis fantasías observando el ir y venir del tráfico. El rugir de mis tripas y el petardeo de las motos de los repartidores de pizzas me acompañaron en mi deriva, en mis dudas, en la montaña rusa de mis sentimientos. Media hora más tarde, y apremiado por un dolorcillo de estómago al que preferí llamar hambre, abandoné la progresiva ruina de aquel antro. Pero antes puse la rosa en agua. La rosa de Marta. La flor de mi pasión escoltada por un cepillo de dientes.
         Mientras tanto, ¿Qué estaría haciendo ella? ¿Estaría asomada a aquel Balcón Pendular de dichas sin límite? ¿Prepararía ya la seducción de mi sucesor en el ciber-fiasco?  Tras engullir un bocadillo de calamares en una taberna de la Plaza Mayor, volví a la pensión dando un paseo. Por no hacértelo largo, te diré que dormí mal, entrecortado, con las chicas del Penthouse como aliadas...

         A la mañana siguiente, y mientras me afeitaba e intercambiaba poses de seductor con la imagen que me devolvía el espejo, no pude evitar fantasear con la imagen de la doctora acercándose a mi miembro, abriendo para mí sus jugosos labios. Una boca oval y succionadora, líquida y experta. Me imaginé a mí mismo detrás de una Marta arrodillada, figura devota y al tiempo secundaria. Imaginé mi pene embadurnado de chocolate, de nata líquida y de gelatina de fresa; mi pene a punto de ser lamido. Con la emoción del pensamiento y la inoportuna erección aplastada contra el bordillo del lavabo, me hice un pequeño corte en la barbilla que sangró en abundancia y lo dejó todo perdido. Ya me conoces, soy un desastre.

El tiempo se estiraba insufriblemente. Pero acabó pasando.

         Digamos, por resumir, que llegué al Hotel Saratoga con un nudo en la garganta y el corazón pateándome el pecho. ¿Qué sorpresa me deparaba el destino, qué desgarro incierto? En recepción, ante un conserje cuya improductiva arrogancia consiguió intimidarme, no acerté a encontrar las palabras adecuadas, pero él lo hizo por mí: “La señorita Beltrán le está esperando” ¿Sabes? Jamás había pensado en ella como la señorita Beltrán. Marta Beltrán. ¿Sería ese su verdadero nombre? Presentí que allí había algo falso. Lo que aún ignoraba es que ciertas personas necesitan del dolor ajeno para multiplicar el disfrute de su propia dicha. Y que cuando ese dolor se produce, es el momento de tocar a retirada.

         Decidido, subí los tres pisos por la escalera, a paso ligero. Localicé la habitación indicada y llamé a la puerta con nudillos temblorosos. Una voz más grave de lo que yo esperaba respondió a mi repiqueteo.
         “ ¿Óscar?” “ ¿Marta?”
         ¿Qué puedo decir? ¿Que era hermosa? ¿Que era alta? ¿Que llevaba la frase “nacida para follar” tatuada en la frente? En ese momento me fijé mucho en su boca, una boca grande, de dientes caballunos. No, no era esa la boca que yo imaginaba anillada a mi miembro. En realidad era la boca de un tragasables, de un cocodrilo, la boca de un buzón de correos. Sintiéndome la criatura más idiota de la creación, le tendí la flor, que ya estaba un poco mustia, y compuse mi mejor sonrisa. No me sentí cómodo.
         -¡Qué detalle! – dijo Marta- ¿ No pasas?
         Devota de una religión desconocida y envuelta en un aroma casi zoológico, Marta, en camisón liviano, se precipitó sobre mí con ansia, sin molestarse en ofrecerme la consabida copa. Allí se iba directamente al grano, sin tonterías, sin romanticismos y sin preámbulos. Admitiré sin ambages que la presión de sus labios sobre los míos me resultó excesiva, y que aquella forma tan brutal de entrar en materia me dejó cohibido. La impericia de mis manos no resultó de gran ayuda, y el hecho de encontrarme literalmente aplastado contra la puerta limitó mis opciones. Su cuerpo estaba helado, además, y de todos es sabido que el frío al frío llama. Ginecóloga o perito agrónomo, aquella chica era una salvaje, una demente, una bruta.
         “Marta” - dije apartándola sin querer por los pechos-  “Tenemos mucho tiempo, de hecho, tenemos todo el tiempo del mundo, así que no creo necesario ser tan fogosa... ¿Y si pedimos que nos suban unos gin tonics?”.
         Ignorando el comentario, Marta me arrastró al suelo, donde acabamos enzarzados en un aparatoso nudo.
         Una vez, en casa de Juanjo- ¿te acuerdas de Juanjo, el hermano mayor de Pablo?-  vi una película que empezaba más o menos así. Y mira que es raro, porque las pornos, como tú bien sabes, no suelen entrar en materia de un modo tan brusco. En aquella película el protagonista se llamaba Rocco, y, al contrario de lo que me estaba ocurriendo a mí, lucía una erección de campeonato. ¿Cómo expresarlo? A aquella escena le faltaban los ingredientes básicos, el deseo previo, el petting que tanto ayuda a calentar motores. Empecé a agobiarme, y también Marta, cuyos dedos, los mismos dedos del atrevimiento, hacía rato que jugueteaban con la piel de mi fracaso. A partir de ese momento, comencé a vivir la escena dentro de una cabeza que no era la mía, como desdoblado. Exploradora a la desesperada, Marta procedió a recorrer mi cuerpo con sus labios, pero el resultado de sus maniobras, pasados unos minutos, seguía siendo el mismo: un fundido en negro, un pito en coma.

         Iris. Iris y Nacho Vidal en un curioso mano a mano. La abstracción de la cara de Iris, una carita dulce, unos ojos color ámbar. Unos ojos y una cara que por supuesto yo jamás había visto y que en un derroche de inoportuna intromisión se me aparecían en ese preciso instante. ¿Por qué tuve que ponerme a pensar en ella? ¿Por qué la imaginé montada por un actor porno? ¿Qué garantía tenía yo de que la cibernética Iris se acomodara a la descripción que de sí misma me había dado? Mientras tanto, Marta continuaba marcando de carmín mi cuerpo, probando nuevas latitudes. La avidez ajena siempre resulta desalentadora, y más en estas circunstancias. Rozando la desesperación, giré la cara y apreté los párpados. La visión de los trenes de labial sobre mi vientre se me hacía insoportable. Sentí asco

         .¿Sabes? Pierre Reverdy solía decir que la caricia es el resultado de un largo perfeccionamiento de la bestialidad.

         Es una idea interesante – Musité acobardado- Aunque lo cierto es que no conozco al señor Reverdy... Veo que en eso tampoco estoy a tu altura...

 

La rijosa Marta me arrastró hasta el colchón.  Hasta entonces, me duele admitir que poco o nada había hecho yo por ella, y que su excitación era sólo suya, sin requerimiento alguno de la competencia de mis manos. Un anticlímax, un infructuoso derroche de energías, eso es lo que era. Pasados unos minutos, y ante su enfado y mi más completa incompetencia, me tumbé boca abajo, con la cabeza entre los brazos. “Que sea lo que dios quiera”, recuerdo haber pensando.
Sin saber que Marta se preparaba para el perfeccionamiento de su propia bestialidad ante la magnitud del gatillazo, noté cómo se incorporaba y se alejaba unos metros de la cama. Luego noté que volvía, y también sentí la presión de sus piernas alrededor de mi cintura, el cosquilleo, sobre los riñones, de los pelillos de su sexo. Comprendí que se había sentado sobre mí, mirando en dirección opuesta al cabezal de la cama. Luego ya no comprendí nada, pues algo grande y duro estaba siendo introducido entre mis nalgas. Me costó dar crédito a lo que mi cerebro procesaba. ¿Estaba siendo violado?  Cerré los muslos en un acto reflejo. Luego cogí aire. “Por favor, Marta”, le supliqué, pero ella respondió a mis palabras con un insulto. Y luego otro, y otro más. Un chaparrón de barbaridades. Fuera de sí, aquel arrebato sodomita no escondía la secreta intención de excitarme, sino un evidente deseo de humillación y venganza.
Forcejeamos. Ya sabes que soy un hombre menudo, y que Marta era de constitución recia. La postura tampoco me facilitaba las cosas, pero sí el tamaño de aquel vibrador gigante con el que la muy bestia pretendía penetrarme. Noté cómo unos centímetros de material viscoso entraban en mi cuerpo y me desgarraban por dentro. Marta, por denigrante que resulte admitirlo, me había inmovilizado, y atenazado por sus largas piernas apenas podía hacer otra cosa que apretar el culo e insultarla en justa reciprocidad por sus insultos. Viví aquellos momentos de ultraje como una pesadilla. Quería llorar, quería gritar, quería partirle la cara, y, sin embargo, no hice nada. Nada. Cuando se aburrió de mí, la tirana recogió sus cosas y se marchó propinando un sonoro portazo. Yo me quedé en la cama, boca abajo, dolorido y horrorizado. Aquella cosa aún seguía clavada en mi carne, y lo que es más, en mi alma. Humillado, asqueado y sintiéndome el hombre más estúpido del planeta, abrí los ojos media hora más tarde. Frente a la cama, para mayor bochorno, un enorme espejo reflejaba la imagen de un hombre anodino, ceniciento pero sensible. Un hombre en cuyo culo se ensartaba una enorme berenjena.

En el alféizar de la ventana, dos palomas gorjeaban. Aquellos gorjeos,  roncos eran el preludio de su amor de aves. “Lo recordaré mientras viva” ¿A esto te referías, Julián?  ¿No podías haber sido más claro?
         No soy dado a rencores vitalicios. Gracias a Dios soy un tipo desmemoriado, y por ello  sé que el consuelo del olvido llegará, que el nudo del asco acabará aflojando. A fin de cuentas, quizás ella no tenga la culpa de que la lujuria y la brutalidad se manifiesten en su persona de forma patológica. Quizás nadie tenga la culpa de nada, ni yo por mostrarme ciego a las señales de peligro, ni ella por buscar eso que, intuyo, jamás hallará en el ciberespacio. Las cosas seguirán su curso con esa regularidad que los hijos del tiempo llamamos seguridad y que no es otra cosa que conformidad, la constante represión de los deseos.
         Me quité las gafas. Nunca me habían gustado. Luego me saqué la berenjena de culo, arranqué de mi piel dos espinas de la rosa de Marta, y lloré como hacía tiempo que no había llorado.

 

         Óscar, el imbécil de tu amigo, se despide de ti con un abrazo.

 

         P.D-  Por cierto: el décimo que le compré al cojo resultó premiado.Ya quedaremos para celebrarlo.

 

© Inés Matute

portadaInés Matute es narradora. Con Baile del Sol ha publicado Autorretrato con isla, Focus y Mujeres cuentistas. Ha dirigido la revista Espacioluke.com y actualmente es responsable de Agitadoras.com. Su actividad como bloguera se recoge en  www.sobrasadacondiamantes.wordpress.com


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