The Barcelona Review

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Mónica Ojeda

Mandíbula

(fragmento)

 

 

 

Arrastraron las sillas. Miss Ángela, alias Baldomera, les pidió que las levantaran, pero ellas arrastraron las sillas sobre su voz áurea de Angelus Novus; voz de ángel-dormido-de-la-historia dictando el pasado, aunque inevitablemente empujado por el presente –como las sillas– hacia una promesa de futuro de veintitrés faldas, cinco sonrisas con brackets, tres relojes Tory Burch, veintiún iPhones, trece iPads y un rosario. La jauría de metal ladrando las baldosas despertó a Ivanna Romero, alias la Becada, quien se puso de pie de un salto para llevar la suya hacia adelante. Fernanda empujó su silla contra la de Annelise Van Isschot, alias la Pecas. Hacía mucho tiempo que no había carros chocones en la ciudad. Qué divertido es chocarse contra todo lo que importa, pensó recordando la infancia que le agitaba los caninos. Fiorella y Natalia Barcos se colocaron al fondo del aula, detrás de Ximena Sandoval y Analía Raad, sus best-friends-4ever-nunca-cambies-bebé, y les halaron las coletas sonriendo sus incisivos. Ximena y Analía se voltearon: les sacaron sus lenguas-clítoris hasta la barbilla. Las sillas de las otras pajarearon el suelo mientras Baldomera volvía a pedir, esta vez más enérgicamente, que las levantaran, pero nadie le hizo caso. Entonces golpeó la mesa con su puño de Mohamed Alí y el ruido del metal decreció para ser reemplazado por el de las sillas al caer. Una ola de diminutas risas e intercambios de miradas hicieron que Baldomera se arrepintiera de haber roto las filas, la disposición de auditorio, por 61 una de anfiteatro: un bello medio círculo pedagógico que pusiera a las chicas en situación de igualdad respecto a ella. Equidad. Democracia. Paridad. Mocosas infames. ¿Cómo iban a parecérsele esas ratonas hambrientas de deseo? Lucía Otero se abrió los primeros botones de la blusa. María Aguayo se acomodó la falda que, ajustada a sus medidas por alguna costurera, le marcaba sus nalgas-Nicki-Minaj. Renata Medina se las apretó con las manos abiertas como paraguas. Carcajadas a cascadas. No tenían compañeros varones, pero las más populares eran invitadas a fiestas de universitarios. A Fernanda y Annelise las invitaban. A veces iban; a veces llevaban a las hermanas Barcos, a Ximena y a Analía. Eran el grupo más perfecto del aula. Así pensaban: somos el grupo más perfecto del aula, y unieron sus sillas al fondo. Miss Baldomera las miró con escepticismo, como si fueran ranas a punto de saltar en un charco de lodo y mojar a las demás. Valeria Méndez extrajo de su cartuchera una lima de uñas de Hello Kitty. La Becada le sacó punta a su lápiz encima de la cara de Bolívar. Raquel Castro la miró con desprecio y luego se burló de su nariz con Blanca Mackenzie. Nariz de garfio. Nariz de guacamayo. Más que un medio círculo, el dibujo formado por las sillas parecía un pentágono irregular. Miss Angelus Novus abrió el libro en la página cincuenta y seis: “Hoy vamos a hablar sobre la abolición de la esclavitud en Ecuador”, dijo. Fernanda acarició el codo de Annelise y ella le lanzó un beso con los ojos cerrados. Analía y Ximena sonrieron mientras abrían sus cuadernos. Las hermanas Barcos bostezaron. La Becada tomaba apuntes a pesar de que todo lo que decía Miss Ángel Dormido de la Historia estaba en el libro. Escribía, sabían todas, para no ver a Raquel Castro y a Blanca Mackenzie burlándose de su nariz. Fernanda se llevó un chicle a la boca. No estaba permitido mascar chicles en clase. Tampoco estaba permitido 62 pintarse el pelo de azul, o llevar tatuajes. “Sus cuerpos son templos para honrar a Dios”, decía Mister Alan. Habían hablado de muchas cosas en las clases de Historia, pero nunca de por qué era importante el pasado. “¿Por qué es importante el pasado?”, preguntó ella después de pegarse el chicle al paladar. María Aguayo descruzó las piernas y se le vieron los calzones manchados de sangre. Las hermanas Barcos arrugaron los labios. “Porque es esencial que todos aprendamos de nuestros errores y aciertos y, también, porque así entendemos lo que somos hoy”, le respondió Miss Baldomera. El rojo es un color que huele. Fernanda no entendía de qué manera le incumbía a ella el pasado, las ruinas, los caídos que nunca conoció ni amó. La profesora hablaba de la segregación racial mientras Analía le pasaba un papel a Ximena, y Ximena se lo pasaba a las hermanas Barcos, y las hermanas Barcos se lo pasaban a Annelise, y Annelise se lo pasaba a Fernanda. En el colegio no había indígenas ni negras, salvo por Miss Ángel Negro de la Historia y las muchachas que limpiaban los baños. Fernanda escribió en su cuaderno: “¿Por qué es importante el pasado?”. Miss Clara, alias Latin Madame Bovary, entró en el aula y detuvo el histrionismo de Miss Baldomera. Las hermanas Barcos la miraron con las cejas casi rozándose. En su último trabajo les había puesto, a ambas, un cinco. “Pésima redacción”, les escribió la Bovary con un marcador de tinta roja. “Es como si calificara con su menstruación”, había dicho Ximena. Miss Latin Madame Bovary usaba siempre faldas por debajo de la rodilla o pantalones de tela. “Es el Anti-culo Cósmico”, dijo Annelise cuando Miss Clara se inclinó para decirle algo al oído a Miss Angelus Novus. “Así es como se pasan el aburrimiento: de oreja a oreja”, le dijo a Fernanda y las dos juntaron sus hombros. “¿Qué es el aburrimiento?”. Las manos de Miss Latin Madame Bovary temblaban; las ce- 63 jas de Miss Angelote se arrugaron. “Es el conocimiento del mundo y de todo lo que existe”. Fernanda tomó la mano de Annelise y escupió el chicle en el centro de su palma blanquísima. “Yo quiero ser sabia. Odiaría ser ignorante como la mayoría de la gente”, dijo Ximena. Annelise se llevó el chicle humedecido y azul, como un cerebro de pitufo, a la boca. “Si fueras ignorante tendrías que dedicarte a trabajos que no necesitaran cabeza y ser pobre”, dijo Analía. Las hermanas Barcos se estremecieron. La pobreza era la fea y ellas amaban la belleza. “La historia de la estética es la historia de la lucha de clases”, había dicho la voz en off de un documental que vieron en Apreciación al Arte. Fernanda pensó, mientras observaba a las profesoras hablar en voz muy baja, que el conocimiento del mundo y de todo lo que existe no podía estar dentro de un aula, sino afuera, en el día a día de los jardines, o en la experiencia de lo intenso ardiendo tan rápido como una cerilla o su corazón, quemándose de hienas cuando un universitario parecido a Johnny Depp de joven la tocaba bajo los calzones. Lo sublime: el vértigo de lo no explorado, esa pulsión de sensaciones que lanzaba su deseo hacia la oscuridad. “¿Cómo se sentirá matar a alguien?”, preguntó Annelise de repente. Demasiadas preguntas por vivir: ¿cómo se sentirá morir?, ¿dolerá mucho la primera vez?, ¿qué haremos cuando mueran nuestros padres?, ¿cómo será dañar la vida de los otros?, ¿y la propia vida?, ¿será gozosa o asfixiante?, ¿se romperán las montañas antes que nuestro espíritu?, ¿le tendremos miedo a los caballos? Sí, le tendremos miedo a los caballos, pensó Fernanda. “Iré qué importa/ caballo sea la/ noche”, decían los versos de Roy Sigüenza –“poeta-maricón”, le llamó Mister Alan– que habían leído en las clases de Latin Madame Bovary. “Aquí, el caballo simboliza el deseo: el desbocamiento, lo dionisiaco”, les había dicho estrangulando la 64 semántica de su imaginación. Miss Lidia, alias Medusa de Caravaggio, les mostró La pesadilla de Füssli en una de sus clases, un cuadro en donde aparecía una mujer dormida o desfallecida sobre una cama, con un diablo-gárgola encima y la cabeza de un caballo fantasmal emergiendo de un telón rojo. ¿Era el deseo algo así como estar poseído por una pesadilla? A la Becada se le cayeron los lápices al suelo y Raquel Castro y Blanca Mackenzie se rieron tocándose las narices. Nariz de gancho. Nariz de pene flácido. “A Miss Clara siempre le tiemblan las manos, ¿se han dado cuenta?”, dijo Fiorella. “Discúlpenme, chicas, ya vengo”, dijo Miss Baldomera poniéndose de pie y saliendo con la Bovary. Annelise saltó fuera de su silla y se pegó a la ventana. Fernanda la siguió y luego las Barcos, Analía, Ximena, la Becada, todas las pajaritas con sus faldas bailando y las pantorrillas tensas, paradas de puntillas, atisbando por encima de otras cabezas. Junto a la zona de recreo estaba la rectora hablándole con severidad a una chica de sexto curso. Miss Baldomera, Miss Bovary y otros tres profesores más guardaban silencio. “¿Qué habrá hecho?”, preguntó Ximena. ¿Robó algo? ¿Plagió su tarea? ¿Golpeó a alguien? ¿Insultó a los maestros? ¿Puso una bomba de olor en el aula? Las posibilidades eran infinitas, pero gritaban lo mismo: desacato. “Seguro tiró el libro de la materia al tacho de la basura, como Diana Rodríguez”, dijo Analía. “Seguro está embarazada, como Sofía Bueno”, dijo Natalia. Sofía Bueno había abandonado el colegio y el país. “Su futuro es ser madres para, en el cuidado de sus familias, encontrar a Dios”, dijo Culo Cósmico la semana pasada. “Ser una madre es entregarte a tu hija y ser una hija es entregarte a tu madre”, dijo Miss Bovary cuando se lo contaron, pero pareció arrepentirse. Nadie debería estar obligado a cuidar de nadie, pensó Fernanda entonces, imaginando a una mujer monstruo con su vientre expandiéndose como el universo. La chica de afuera lloraba: tenía las manos abrazadas colgando a la altura de su pelvis. A todos los rostros de las ventanas les interesaba saber qué era lo que había hecho. A Fernanda le interesaba entender por qué sentía en ese momento una profunda rabia hacia los profesores y la rectora, alias Penacho de Moctezuma, que, arremolinados en torno a la chica, parecían un grupo de morsas estúpidas cercando a una lobezna. Podría morderlos, pensó, ¿por qué no los muerde? Lo que fuera que hubiese hecho estaba justificado si lo que querían era arrancarle los dientes. “Ya lo pensé mejor”, dijo Annelise. “El aburrimiento es el conocimiento del mundo a través de una pizarra”. Natalia le empujó el hombro: “O a través de un libro”. O a través de las palabras, pensó Fernanda. “El mundo se conoce con el cuerpo”. Mister Alan apareció bajando las escaleras del edificio contrario junto a una chica enrojecida. “Ahí viene otra”, dijeron por la derecha. “¿Qué fue lo que hicieron esas dos?”, dijeron por la izquierda. “Tal vez se pegaron”, dijo Natalia. “Tal vez las encontraron besándose”, dijo Fiorella con socarronería. Annelise escupió el chicle, disimuladamente, sobre el pelo de Raquel Castro y le lamió la mejilla a Fernanda. “¿Ya somos lo suficientemente lesbianas para ser castigadas?”. Las Barcos se rieron. Al otro lado, la Becada miraba el bolso de Miss Baldomera con los ojos muy quietos. Fernanda se lamió los dientes. “Cuidado, que muerde”, dijo Annelise, excitada. “Parece la boca de un cocodrilo”, dijo Analía corriendo hacia el bolso. “En cualquier rato ¡BAM!, y te arranca el brazo”. Maquillaje, bolígrafos, marcadores de pizarra, un cuaderno, una billetera, un celular. Bostezo. “¡Escribámosle algo en el cuaderno!”, dijo Ximena. Fernanda lo abrió, pero Annelise se lo quitó de las manos y salió corriendo hacia el otro extremo del aula. “¡Tienes un chicle en el pelo!”, gritó Valeria Méndez. Todas 66 voltearon hacia la cabeza de Raquel Castro y ella empezó a chillar. Annelise escribió, apoyada en la mesa de Blanca Mackenzie, algo desconocido en la última página del cuaderno de Miss Baldomera. Fernanda la observó de lejos y pensó en lo hermoso que era su pelo de pantera. “Fuiste tú, ¿verdad?”, le dijo Raquel Castro a la Becada. “Te vas a acordar de mí durante toda tu asquerosa vida”. Fernanda pensó, también, en lo mucho que le habría gustado ser Annelise. “Algún día me pedirás trabajo de rodillas”. No como Annelise, sino Annelise. “Porque eso es lo que harás: trabajar para gente como nosotras”. Levantarse todas las mañanas y verse las pecas de los pómulos en el espejo salpicado de pasta dental, hablar con una voz salvaje, tener un hermano menor al que amar. “¡Ahí viene!”, gritó Ximena corriendo hacia su asiento. Todas se lanzaron hacia sus sillas y Annelise guardó el cuaderno en el bolso de Angelus Novus.portada Oler a juguetes nuevos en la nuca, bailar con los ojos cerrados sobre los colchones ajenos, creer en un Dios drag-queen y dibujarlo en las esquinas de la Biblia. “¿Qué le escribiste?”, preguntó Analía cuando Miss Baldomera entró al aula como si nada. “¿Qué fue lo que le escribiste?”, preguntó Fiorella. Tener las uñas de los pies lo más bellas posibles. “Es un secreto”, dijo Annelise, y luego le guiñó un ojo a Fernanda. Y la clase volvió a empezar.

 

 

© Mónica Ojeda

 

Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988). Master en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de la Cultura, da clases de Literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Actualmente cursa un Doctorado en Humanidades sobre literatura pornoerótica latinoamericana.

Con su primera novela La desfiguración Silva obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014 y con su primer libro de poesía El ciclo de las piedras, el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015. En 2017 publicó el relato Canino y otro de sus cuentos fue antologado en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013).

Forma parte de la prestigiosa lista de Bogotá 39-2017, que recoge a los 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años con más talento y proyección de la década.

 


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