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POLVO ERES
por
Juan Bonilla
La mujer aparenta unos 30 años. Está en un motel de las afueras.
Mira el techo, donde las luces de los coches reptan vertiginosas como animales
perseguidos. Es una noche de niebla densa. En el cielo se arrastra una uña de luna. La
mujer viaja hacia otra noche de cielo perforado por cientos de estrellas, esas balas de
platino. Tiene los intestinos abarrotados de flema y el cerebro de fantasmas. Se ha
inyectado morfina en un tobillo y los párpados empiezan a pesarle como si sostuvieran
piedras. Poco a poco se van borrando las cosas tragadas por un vacío al que ella misma se
desliza empujada por una inercia que la desprende de donde está. En el abismo de sus ojos
cerrados la mujer adivina la silueta de un paisaje: el de su infancia. Allí la luz es
roja, como si el sol proyectase sobre sus ojos cerrados rayos crepusculares. La mujer no
percibe el olor a podrido que ensucia el aire como si se estuviese descomponiendo el alma
de un demonio. La mujer no oye cómo con sus dientes de rata la muerte ha empezado a
roerle los huesos. Lo que escucha la mujer son las campanas de la iglesia de su pueblo,
pero no la sirena de la ambulancia que se acerca. Escucha la voz de su padre llamándola,
pero no la del desconocido que a su lado le pide que despierte, e insiste y la levanta a
pulso y la conmina a caminar, y le grita que no se duerma y le humedece las sienes y le
ruega que aguante, que pronto llegará asistencia médica y la trasladarán al hospital y
se recuperará. Con estrépito la ambulancia llega al motel, evacua el cuerpo de la mujer
y pone rumbo de vuelta a la ciudad, incrustándose en la niebla de la que procede. Alguien
ha tendido la niebla de las copas de los árboles como si fuera una sábana gigantesca que
todo lo convierte en fantasma. En la niebla los faroles encendidos son pupilas de seres
ignotos que aguardan en acecho. No ruedan coches por las avenidas de la ciudad. Sólo la
ambulancia se precipita hacia su destino rasgando la espesa cortina de humo, mientras la
mujer descubre a lo lejos, en la pantalla de sus ojos cerrados, la presencia de aquel
muchacho tímido del que está enamorada y con el que nunca ha intercambiado palabra
porque una mujer no debe dirigirse a un hombre sin que éste, previamente, le haya
hablado. Pero en esta ocasión no va a ser así. La mujer, que tiene ahora trece años,
decide hablarle al muchacho y se encamina hacia él y la ambulancia sigue cruzando la
niebla, mientras los despertadores de los obreros más tempranos están a punto de
rescatarlos de sus sueños para recordarles que comienza otra vez el sopor de otro día de
gangrenas y deseos y culpas y esperanzas. La ambulancia llega al hospital en el instante
en que la mujer por fin saluda al muchacho que posterga su timidez y corresponde al saludo
y ella aprovecha entonces para arrojarle un reproche, porqué no me has hablado en todos
estos años, casi veinte años sin hablarme cuando lo que necesitaba era palabra tuya, y
el muchacha no sabe a qué se refiere aquella niña que le gusta tanto pero que lo
desconcierta y desembarcan la camilla y la deslizan a toda prisa por los pasillos del
hospital, iluminados con la lumbre de los malos sueños, hasta que llegan a un lugar donde
alguien dictamina "no hay nada que hacer, no podemos recuperarla", y es la voz
de su padre que con mirada ígnea le pregunta qué hace hablando con aquel zangolotino, y
ella intenta explicarse pero en la garganta se le anudan las palabras, y el muchacho la
socorre y asegura con voz ufana que está enamorado de la hija, y todo sucede con
urgencia, con la misma urgencia con que la muerte le ha detenido el pálpito y empieza a
congelar a la mujer que ahora se arroja por un tobogán que conduce a la cabaña donde
duerme el muchacho, y se arrima y lo destapa y descubre su desnudo tan blanco como
terrones de luna y siente sus manos temblando por el roce de su piel, y arriesga un beso
que abre los labios del muchacho, e instala la lengua en su boca y el cielo se vuelca boca
abajo, y oye una voz que susurra "esto es un sueño", per esa voz temblorosa que
está escuchando no pronuncia esas palabras, esa voz antigua que emerge de la niebla y es
la última que la mujer oirá, unas horas después de muerta, pertenece al empleado de la
morgue que al descubrir el rotundo y hermoso cuerpo de la difunta ha decidido demorarse
gozándole los pechos, acariciándole las caderas, pellizcándole las nalgas, hasta que ya
no puede más, y la penetra, y jadea allí encima y se derrama sobre la mujer que escucha
el susurro del muchacho anunciándole "no puedo más, me voy, me voy", aunque
esa voz antigua en realidad sea del de la morgue que balbucea "putita, me corro,
putita, a tí ya te da lo mismo".
Copyright© Juan Bonilla 1997
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