-Quiero
que me diga dónde le duele.
El Dr. Isaac Landau empleó estas
amables palabras en algún momento a lo largo de nuestra primera sesión. Ése fue el
instante de la consulta, el momento en que supe que estaba en manos de un profesional. Fue
cuando supe que quería seguir viéndolo. Y fue entonces cuando empecé a llorar como si
jamás fuera a parar.
Sólo puedo recordar uno de esos
momentos durante mi propia carrera: mi entrevista con Spot, el único cliente que me he
reservado para mi uso personal. Le llamaba Spot1 porque su cuerpo estaba cubierto de
oscuras marcas de nacimiento. Nunca había acudido a una ama y su epifanía llegó con mi
primera pregunta:
-¿Durante cuánto tiempo has sabido que
eras un esclavo?
Me miró maravillado y las lágrimas
inundaron sus ojos. Nadie lo había reconocido hasta entonces, y yo atendí mientras él
lloraba con gratitud e incredulidad.
Había oído que el Dr. Isaac era
extraodinario, especial. Me lo dijo mi amiga Ione, que sabía lo que se decía. Debió
probar unos cuarenta psicólogos y él fue el único que le gustó. Sin embargo, sólo
pudo acudir a una de sus consultas porque trabajaba en la misma pequeña empresa que la
mujer del doctor.
Fue emocionante realizar esa primera
llamada a su oficina. Admitir por fin que algo iba realmente mal. Llamé un lunes, un día
flojo para mí.
-Hola, mi nombre es Vanessa. Me dio su
teléfono Ione Matthiesen. Hasta ahora nunca he seguido ningún tipo de terapia, pero
desearía realizar una consulta con alguien cuanto antes. Últimamente estoy bastante
descontenta en el trabajo.
No mencioné el tipo de trabajo del que
se trataba. Dejé mi número de teléfono y las horas en las que sería más fácil
localizarme. Él se encontraba fuera de la ciudad, por lo que cuando el teléfono sonó
días más tarde casi le había olvidado.
-¿Sí?
-Hola. Soy el Dr. Landau, respondiendo a
su llamada.-Su voz conservaba un vago acento de Israel.
-Ah, sí. Hola.
-Siento haber tardado varios días en
llamar, pero acabo de volver a Nueva York esta misma tarde. ¿Tiene un momento para
comentar por encima unas cosas?
Me quedaba una hora antes de empezar con
mi siguiente sesión.
-Desde luego.
-En su mensaje mencionaba que estaba
descontenta con el trabajo.
¿Podría hablarme un poco más al
respecto, darme una idea sobre a qué se refería?
-Sí, claro -pero dudé, sin saber como
explicarlo-. Yo, bueno, en realidad, trabajo fuera de mi casa. Soy una ama. ¿Sabe lo que
es eso?
-Creo que me hago más o menos una idea
-respondió.- Pero sería mejor para usted que me explicara en sus propias palabras de
qué se trata.
-Bueno, en pocas palabras -accedí-, me
pagan para dominar y disciplinar a otras personas. Por lo general se trata de hombres.
-Ya veo -una pausa, durante la cual
creí oírle mientras escribía-. ¿Y durante cuánto tiempo ha sido ésta su línea de
trabajo?
-Creo que ahora hace un poco más de
tres años.
-¿Y cuándo, digamos, empezaron a
empeorar las cosas?
-Es difícil precisarlo. Diría que en
algún momento durante estos últimos meses.
-¿Ha habido algo que ha cambiado en el
trabajo en s? ¿O sólo lo han hecho sus sentimientos?
-Soy yo. Todo lo demás sigue tal como
lo ha hecho hasta ahora.
Otra pausa, un ruido de papeles.
Entonces:
-Imagino que usted misma establece su
horario.
-Exacto.
-¿Le iría bien venir a mi oficina
mañana a las siete de la tarde?
Eché un vistazo a mi agenda.
-De momento, ningún problema.
-La tarifa por un consulta es de 130
dólares. ¿Entra dentro de su presupuesto?
-Sí -por un minuto me enchc de orgullo
pensando en que ganaba más a la hora que un médico.
-Bien. Entonces espero reunirme con
usted mañana.
Cuando quedo con un primerizo es muy
normal que no aparezca. Me pregunté si les pasaría lo mismo a los psicólogos porque,
hasta el último minuto, no sabía si acabaría yendo. Incluso cuando me hallaba fuera de
su oficina, pensé en simplemente dar la vuelta y volverme a casa. Serán muchas las veces
en que piense que ojalá hubiera sido así.
Tras aguardar unos minutos en la sala de
espera, hizo su aparición en la puerta de acceso a la oficina. No había nada en su
físico que llamara la atención. Era delgado y solemne a lo Lincoln, con entradas
acusadas, bigote oscuro y barba.
Bien, pensé. Estaba claro que todo lo
que había oído sobre transferencias tortuosas no iba a afectarme. No podía estar más
lejos de mi prototipo; los hombres que me atraen son imponentes, y le tengo una manía
especial al vello facial.
Me hizo pasar adentro y me indicó
dónde sentarme. Se encontraba justo delante de mí, quizás a un metro de distancia. Me
senté expectante, pero no dijo nada, sólo me miraba. Me observaba como un doctor de la
Cruz Roja podría mirar a una mujer hambrienta. Su mirada era directa e inquebrantable,
llena de dolorosa empatía.
-Hola -dije.
La palabra en sí era un reto y yo ya
estaba molesta. Su cabeza estaba ladeada ligeramente hacia un lado. Y su silencio
inquisidor pareció intensificarse un poco.
-Mire, no sé cómo funciona esto
-afirmé-. ¿Podría ayudarme?
-Me gustaría que hablara durante un
rato -respondió en voz baja.
-¿Sólo hablar? ¿Sobre qué?
-Sobre lo que considere importante.
-Hablaba en un tono tan bajo que apenas podía oírle-. Y del porqué está aquí.
Tomé aire.
-De acuerdo. Le dije por teléfono que
era una ama, lo cual parece estar amargándome últimamente. Ya no me gusta lo que hago,
pero sería casi impensable dejarlo. He invertido demasiado, hay demasiadas personas que
me necesitan, el dinero es demasiado bueno, y yo soy demasiado buena. Me he
acostumbrado mal, no podría tener un trabajo normal.
-Entonces, ¿qué es lo que la trae por
aquí? -quiso saber.
-Se lo acabo de decir. Lo que le acabo
de contar.
-Pero, ¿por qué ahora? -insistió-.
¿Y no la semana pasada o la próxima?
-No lo sé. ¿Qué importa eso? Aquí
estoy.
Mantenía su mirada pesarosa. Me
molestaba. ¿Qué coño había de trágico en ello?
Intenté continuar, y mirar más allá
de él, a través de la ventana que tenía detrás.
-Ha empezado a entrometerse en mi vida
real. Me estoy convirtiendo en una puta a tiempo completo.
Silencio.
-He empezado a creerme mi propio rollo,
¿sabe? Que soy una diosa, que soy una persona con el derecho a ser venerada y que
debería siempre salirme con la mía. Es difícil olvidarlo después de tantas horas.
Silencio. Dolor.
-Cada encuentro se convierte en una
lucha interna. -Y entonces, como si quisiera probar mi razonamiento-: ¿Va a decir algo?
Quiero decir, ¿a qué espera?
-Estoy esperando saber por qué está
usted aquí -respondió.
-Ya se lo he dicho. ¡Se lo he
estado diciendo durante todo este tiempo! ¿Qué coño quiere de mí?
-Quiero que me diga -insistió, y su voz
parecía incluso más suave- dónde le duele.
Me cogió totalmente por sorpresa. Mi
boca se abrió pero, por primera vez, no salió ninguna palabra. En lugar de eso, mis ojos
se llenaron de lágrimas que empezaron a caerme mientras yo lo miraba incrédula. Pensé
entonces que sabía cómo debe de sentirse un árbol cuando, de repente, se le apoya una
sierra en el tronco. Pasadas las capas de corteza y de madera hacia un lugar más profundo
donde algo desconocido empieza a manar.
Mis lágrimas cesaron unos minutos más
tarde, tan abruptamente como habían comenzado. Pero las cosas habían cambiado. Había
sido humillada y no estaba segura de poder perdonarle.
-¿Desea hacerme alguna pregunta?
Era una invitación que no volvería a
oír. No sabía mucho de procedimientos terapéuticos, pero hasta ahí llegaba, por lo que
acepté.
-Sí -respondí-, muchas preguntas
inadecuadas.
-Aquí -me dijo-, no hay nada que pueda
calificarse de pregunta inadecuada. Puede que no responda a todas sus preguntas, pero no
dude en preguntarme lo que quiera.
-Bien, -respondí-. ¿Alguna vez le
excitan sus pacientes?
-Ésa es una pregunta general
-observó-. Quizás lo que realmente desea saber es si usted me excita.
-Pues sí -reconocí-. Eso también.
Desearía saber si se excita en general, así como si se siente excitado conmigo.
Hubo un momento de silencio. Entonces:
-Ocurre a veces- contestó-. En su
caso... preferiría no responder a la pregunta.
Bien, pensé. Es bueno. Ha sido la
respuesta perfecta. Si hubiera dicho que no se sentía atraído por mí, yo me sentiría
ofendida. Pero si hubiera dicho que sí lo estaba, eso también me hubiera molestado.
-Vale, de acuerdo. ¿Y si -continué-,
yo entrara aquí llevando ese vestido transparente que tengo? ¿Qué haría usted?
-¿Qué significaría para usted? ¿Por
qué iba a ponérselo?
-Sólo para joderle -respondí-. Para
ver su reacción.
-Creo que dependería de si pudiera o no
aplicar mi terapia en ese contexto -contestó lentamente-. Si me desconcentrara demasiado,
si no pudiera ir más allá, suspendería la sesión.
Vi un rayo de esperanza. Al menos no era
fácil de amedrentar, sabía aguantar la confrontación.
Como si pudiera leer mis pensamientos,
continuó:
-Volvamos a algo que comentó
anteriormente, a lo de cada encuentro como una lucha interior. Hábleme de eso.
-Cuando me encuentro con alguien por
primera vez -le expliqué mirándole fijamente- me es difícil relajarme hasta que he
establecido un cierto control.
-¿Y quién cree que tendrá el control
aquí?
-Bueno, obviamente, si puedo intimidarle
y controlarle, no me servirá de nada. Por otro lado, ya que he dicho esto, puedo verle
yendo más allá para demostrar que es usted quien tiene el mando. Y si lo hace, estaré
demasiado molesta para tan siquiera tratar con usted. Me imagino que si es realmente bueno
-aunque quizás sea esperar demasiado- será capaz de cruzar esa frontera.
Me oí a mi misma. No había diferencia
alguna a cuando estaba con mis clientes. Le estaba pidiendo que fuera mi jefe según mis
condiciones. Y de la manera más taimada y manipuladora posible. Presentándolo como un
desafío: "Si es realmente bueno..."
En vez de caer en mi trampa respondió:
-Hábleme de la línea por la que
camina.
Haría esto una y otra vez. Dar la
vuelta a mis afirmaciones, sin darme opción.
Mi línea. Era tan fina como el borde de
un cuchillo y siempre debía mantenerla afilada y brillante. ¿Podría él jamás llegar a
comprender el delicado equilibro por el que debía luchar cada vez? ¿Podría yo jamás
explicárselo?
-Tengo que dar a mis clientes lo que me
piden sin que parezca que me importe de qué se trata- le expliqué-. Debo irme adaptando
a la vez que domino. Debo infligir con precisión la cantidad de dolor que cada hombre
está capacitado para soportar:
ni más ni menos. Además, debo infundir
terror y pavor, aunque el resultado de la ecuación siempre debe ser el éxtasis.
-Eso suena a mucho trabajo -comentó-. Y
si va a trabajar tan duro, sería de esperar que lo hiciera con algo que le satisfaga
personalmente.
-Ya, me imagino que ése es mi problema.
-Dígame, ¿cree que podrá trabajar
bien aquí conmigo? -preguntó.
-Creo...que le molestaré. Le
obsesionaré. Haré que se arrepienta de haberme admitido.
Me estudió por un momento antes de
hablar.
-Mi mayor preocupación -repuso- es que
parece estar anticipando conmigo una relación antagónica, mientras que este proceso se
basa, en gran parte, en una alianza entre ambos. Si cree que podría irle mejor con otra
persona, puedo darle algunas referencias excelentes.
¿Pretendía abandonarme? ¿Así de
fácil?
-No -le espeté- le quiero a usted.
Cuando llegué a casa, Spot estaba
esperándome fuera del edificio, tal como le había dicho que hiciera. Pasé rozándolo
sin proferir palabra alguna y abrí la puerta. Me siguió escaleras arriba hacia mi
apartamento. Le di la espalda para que pudiera deslizar la chaqueta de mis hombros y la
colgara. Entonces se desnudó hasta quedar sólo con una correa de cuero y plegó su ropa
apartándola de mi vista. Sólo me dirigí a él cuando lo hubo hecho.
-Cigarrillos. Café.
Cogió mi paquete de cigarrillos Malboro
Light que reposaba sobre el manto de la repisa de la chimenea, me puso un cigarrillo en la
boca, y me dio fuego mientras yo inhalaba. Entonces se fue a la cocina.
Me encantaba observar cómo se movía
casi desnudo por mi apartamento. Era delgado, con buenos músculos, y, secretamente,
pensaba que sus marcas de nacimiento eran bellas. Parecía una fiera moteada de la jungla,
un salvaje: un animal exótico que yo había domesticado.
Spot era el único cliente que había
encontrado que aceptaba lo que le ofrecía, que deseaba sinceramente servirme y que tenía
el aguante para hacerlo. Yo me cebaba con él, le pegaba hasta que ya no podía levantar
el brazo. Le pegaba palizas. Le hacía sangrar. Le dejaba marcas que le duraban semanas.
Era mi trofeo, y precisamente por ello, no le cobraba. Era mi esclavo, mi único esclavo
verdadero.
Esa noche me sentía tierna. Cuando
entró con mi taza de café, casi se lo agradecí.
-¿Quieres tú una? -le pregunté. Era
un gesto inhabitual en mí.
-Oh, no, gracias, mi ama -respondió
sorprendido.
-Pues entonces ven aquí -le pedí.- Mis
pies requieren algo de atención.
Masajearme los pies era el ritual
favorito de Spot. Se arrodilló junto al diván en que estaba sentada y, contento, me
sacó los zapatos. Unos segundos después, sus fuertes y calientes manos envolvían mi
cansado pie izquierdo. Siempre empezaba con el pie izquierdo. Todos tenían sus modos de
actuar particulares; yo los conocía como imagino que un domador de leones conoce a sus
felinos. En cualquier caso estaba haciendo que me sintiera bien. Me recliné hacia atrás
y comencé a entregarme.
Tras unos minutos me percaté -quizás
por el modo con que insistía en mirarme- que deseaba preguntarme algo. Mi norma era que
no podía hablarme hasta que yo me hubiera dirigido a él. Eso significaban muchas horas
largas y tranquilas. Había veces que venía, llevaba a cabo cada una de las instrucciones
escritas en una lista, y se marchaba sin que hubiéramos intercambiado una sola palabra.
Si alguna vez sintió el mínimo resentimiento, nunca lo demostró. Era un buen chico.
-Adelante -le dije.
-¿Mi ama?
-Adelante. Pregúntame lo que te ronda
por la cabeza.
-Perdóneme ama. No es de mi
incumbencia.
-Desde luego que no lo es. Pero te acabo
de decir que me lo preguntes. No me hagas repetir una orden.
Disfruté de ese breve momento de
pánico en el que Spot intentaba decidir qué era potencialmente más peligroso: una
pregunta audaz o un intento de eludir una orden. Algunas amas crean estas situaciones
deliberadamente, a fin de tener una excusa para castigar a un esclavo, indiferentes a lo
que éste haga. Eso era algo que yo nunca hacía. Sólo castigaba a Spot cuando mi enfado
era real.
-Me preguntaba dónde había ido esta
tarde -respondió bajando la mirada, intentando no encogerse.
-Si te digo que está bien que me hagas
alguna pregunta quiere decir que está bien -le dije-. Eso no significa que vaya a
responderte.
-Sí, ama.
-Me gustaría, sin embargo, saber por
qué te lo preguntabas.
-Ama, porque parece... -y su voz se
perdió.
-Dime -le ordené.
-Parecía más relajada, más simpática
o algo.
Se me ocurrió que él me conocía tan
bien como yo le conocía a él. Quizás incluso mejor.
-Bueno Spot, por alguna extraña razón
que no atino a comprender, voy a decirte dónde estaba. -Hice una pausa y estudié su
rostro. Había enrojecido de placer, aunque no osara levantar la mirada-. He ido a ver a
un psicólogo para descubrir por qué sigo teniéndote por aquí -le respondí. Emitió
una débil risa para dirigir luego su atención a mi pie derecho. Pude ver que creía que
bromeaba.
Observé la cara grisácea de un hombre
de mediana edad que emergía en la sala de espera de Isaac. El paciente era mi inmediato
predecesor. La semana pasada lo fue una señora mayor.
Debe de esperar con ganas mi visita.
Seguro que soy más interesante que toda esta gente.
-Explíqueme -me decía Isaac unos
minutos más tarde- qué obtiene con el sometimiento.
-Hasta 500 dólares la hora -le
respondí.
-¿Qué más?
-Regalos caros. Ropa, joyas, champán.
Rosas. Los hombres que pueden permitírseme son muy ricos. Algunos me llevan de compras
para que me vista con lo que ellos quieren.
-De acuerdo, ¿y qué más?
-Un apartamento impecable. Concesión
total a mis caprichos. Se puede decir que tengo chófer, masajista, cocinero, sirviente y
chico de los recados a mi entera disposición. Uno o todos ellos. Las veinticuatro horas
del día.
Me pareció percibir su odio. ¿Cómo
podrías no odiar a alguien que acaba de recitar una lista de este tipo?
-¿Algo más? -fue lo único que dijo.
-Pues... Soy buena en ello. Muy buena.
Esos tíos no pueden creer en su suerte cuando dan conmigo.
-Hábleme de eso.
-Debe entender -continué- que lo que
arrastra hasta mí a estos hombres es la necesidad, una necesidad que casi nadie
comprende. Cuando se necesita algo con tanto desespero, se paga lo que sea -y
gustosamente- por cualquier cosa que se asemeje a ello. Nadie espera que sea fantástico.
Hace mucho tiempo que dejaron de esperarse nada. La escena entre E & A es por lo
general patética.
-¿Y usted?
-Yo soy de largo lo mejor que ellos
hayan podido encontrar nunca. Soy joven y guapa. Tengo un buen cuerpo. Mi cara es bella y
no excesivamente dura.
-Además -continué- tengo un
conocimiento profundo acerca de sus deseos y de cómo responder a ellos. Soy aguda frente
a sus sutilezas, intuitiva y perspicaz. No refunfuño, no grito. Nunca sobreactúo. Cuando
me conocen se muestran incrédulos. Aturdidos por su suerte. ¿Sabe cómo se siente uno al
ser tan bueno en lo que se hace?
Estaba segura de que lo sabía.
-¿Algo más? -preguntó.
-Bueno, el poder. Es una sensación
increíble. Me siento deseada e intocable. Como un miembro de la realeza, como alguien por
quien los hombres matarían o morirían.
-¿Y el trabajo en si? ¿Cuáles son sus
sentimientos acerca el mismo?
Lo consideré por un momento.
-Creo que la mayoría de la gente quiere
creer que la relación E & A no va con ellos. Que es algo que ocurre lejos de ellos,
en aquel bar lleno de chalados vestidos de cuero. Pero la relación E & A está en
cualquier lugar donde se mire; esa dinámica está en todos nosotros e impregna cada cosa
que hacemos.
»A veces pienso que la práctica de la
E & A es la cosa más sana y honesta del mundo. Que la gente que lo practica reconoce
la verdad que hay en ellos sin temerla. Crean un espacio seguro y consensual en que
ejercitarlo para que no haga estragos en sus vidas reales.
»Otras veces creo que no puedo con otra
sesión, no puedo soportar a otro hombre maduro lloriqueando, suplicando y chupeteándome
los dedos de los pies. Les quiero matar, o matarme a mí misma.
Vale, doctor. ¿Qué conclusiones
saca de todo ello?
-Parece tener conflictos internos serios
-observó el doctor Isaac.
Oh, vaya. Añadamos su nombre a la
lista de gente que quiero matar.
-¿Eso es todo lo que se le ocurre?
-le reproché-. Jamás me había topado con nadie con tanta pasión por lo obvio.
La sonrisa no llegó a sus labios, pero
sus ojos le delataron.
-¿Qué es lo que cree que voy a hacer
por usted? -me preguntó.
-Es usted quien tiene la palabra, no yo.
¿Por qué cree que le pago?
-Es usted quien paga - me recordó-.
¿Por qué cree que está pagando?
Quizás debería plantarme.
Simplemente largarme.
-Puedo decirle por qué espero que esté
aquí -continuó tras un interminable silencio-. Espero que quiera que le ayude a resolver
sus problemas. Para que así usted pueda tomar las decisiones más acertadas que le lleven
lo más cerca posible a la consecución de su satisfacción.
Ahogué un bostezo.
-¿Y para esto fue a la facultad de
Medicina? -le pregunté-. Yo misma podría hacerlo. Sería mucho más fácil de lo que
estoy haciendo ahora: simplemente sentarme ahí profiriendo perogrulladas psicológicas
extraídas de una breve lista de aceptables frases de psicólogo.
Había dejado de sonreír. Ni siquiera
sus ojos lo hacían. Bueno, no podía decir que no le hubiera avisado.
-Está pensando que soy tan puta como le
advertí que sería
-adiviné.
-Estoy pensando -respondió- que se
dejó algo cuando explicó por qué se sentía atraída por su profesión.
-¿De verdad? ¿Y qué es eso?
-Su rabia-repuso.
Rabia. Como si respondiera a su nombre,
la sentí despertar dentro de mí, algo salvaje y desgarrador que me había acompañado
durante un centenar de escenas de sometimiento. Cuánto deseaba que ésta fuera una de
ellas. Me hubiera gustado tener un un látigo que blandir, que él estuviera atado y a mi
merced. Canalicé toda mi furia corporal hacia él, le odié con todas mis fuerzas, y me
respondió con una mirada impasible. Los terapeutas deben estar esperando este tipo de
momentos para probar que no se doblegan bajo la ira, como podría hacerlo el lomo de un
burro, para demostrar que no se quedan petrificados ante la mirada de Medusa. Era una
sensación totalmente nueva dirigir toda mi ira hacia un hombre que ni se aminalaba ni se
encogía, que no tenía miedo, que no hacía nada por apaciguarme.
Pobre Spot. Casi sentí lástima por
él. Alguien iba a tener que pagar por ello.
Entrada la tarde, me sentí en plena
forma. Gozaba de una energía demoníaca para la sesión de Peter cuyo fetiche eran los
tacones de aguja. Me había regalado el par que llevaba en esos momentos, esos zapatos de
cuero negro que añadían quince centímetros a mi estatura. Mi estado de ánimo era el
ideal para ofrecerle lo que deseaba: joder su boca con ellos mientras se arrodillaba ante
mí, desnudo, con las manos atadas detrás de la espalda.
Puse mi pie sobre su cara, los dedos de
los pies presionados contra el hueso de su nariz, y deslicé los quince centímetros de
tacón de aguja dentro de su boca, dentro y fuera, dentro y fuera, con dureza y rapidez y
crueldad. Cerró los ojos, chupando en un estado de trance extático, y, al mirar su cara
ida, me sentí segura para el resto de mis días. Nada en el mundo le podría mantener
alejado de esto. Recorrería cualquier distancia, pagaría cualquier precio, para ser
forzado a tragar el tacón del zapato de una mujer cruel.
Antes de la sesión, me había
obsequiado con un atuendo que había hecho coser según mis medidas. Un vestido de vinilo
de color rojo cereza que destacaba sobre mi piel y que se agarraba a cada curva. Me
pregunté qué pretexto podría encontrar para llevarlo la próxima vez que viera a Isaac.
Quería que ese bastardo sudara la gota gorda.
-¿Acaso se supone que debo llamarle Dr.
Landau? -le pregunté en mi siguiente sesión. Llevaba mis tejanos y una camisa de
franela. Me había sido imposible encontrar una explicación razonable al hecho de llevar
un vestido de vinilo y, además, ya me había dicho qué es lo que haría en el caso de
que me vistiera de modo demasiado provocador.
-¿Por qué no hablamos de lo que eso
significa para usted?
-Contésteme primero.
La tensión que se respiraba en el aire
antes de que él me respondiera que no le gustaba recibir órdenes era notable.
-Puede llamarme como quiera -continuó
sin alterarse.
-Bien, porque no me considero su
paciente.
-¿Ah no?
-No, soy su cliente, ¿entiende? Le
considero como un igual. Después de todo, yo también soy terapeuta de alguna manera.
Mis ojos reposaron en sus zapatos
durante el silencio que siguió a esta declaración. Eran unos zapatos negros muy
normalitos, con la piel algo usada. Desgastados por la zona de los dedos. Necesitaban un
buen cepillado.
Si me esforzaba podía recordar el sabor
del betún.
-¿En que está pensando?
Si yo lo supiera.
Intenté recordar de qué habíamos
estado hablando.
-Creo que está molesto por lo que acabo
de decir -contesté-.De que me haya calificado de terapeuta. De que me haya comparado con
usted.
-Me pregunto si le parece difícil
imaginarse la idea de ser una terapeuta y una paciente a la vez -dijo-. Por ejemplo, ¿le
sorprendería si supiera que yo mismo soy un paciente? ¿Un paciente de otro psicólogo?
No debería. Soy de las que siempre
dicen que el verdadero dominio requiere un aprendizaje de esclavitud previo. Pero lo hizo,
me alarmó de verdad. Me costaba imaginármelo sentado en la otra silla.
-No, no me sorprende -repuse.- Hoy en
día eso es casi un cliché. El que los psicólogos sean la gente que está más jodida.
Y mirando el reloj, añadí:
-Parece que la hora acaba de finalizar.
Observé la hora. Era yo quien anunciaba
siempre cuando se había acabado. Él podía tener el poder de hacerme volver. Pero no le
iba a permitir que me echara.
Seguramente respiraba aliviado cada vez
que la puerta se cerraba detrás de mí.
La puta desaparece por una semana.
En la fantasía de Jacob, yo era una
reina. En mi calabozo había una silla metálica muy ornamentada que utilizaba como trono.
Spot me ayudaba con esta escena arrastrando al encadenado y aterrorizado prisionero hasta
donde yo me encontraba sentada y vestida con mi vestido de terciopelo. Con una tiara de
una Nochevieja en el pelo. Luchando por permanecer despierta.
Jacob gateó despacio hasta mí.
-Su Majestad...
Planté mi pie en el centro de su pecho
y lo lancé cual muñeco de una patada.
-¿Acaso se te ha concedido permiso para
que te dirijas al trono?
Repetiríamos esta parte algunas veces
más, variándola en algo, antes de que Jacob consiguiera alcanzar su cometido. El cual
era de una simpleza patética: lo que quería era arrodillarse entre mis piernas, rodeando
mis pantorrillas con sus brazos, y apoyar su cabeza en la parte interior de mi muslo.
Mantenía esta pose de súplica tanto tiempo como yo le permitiera. Alguna vez lloraba.
Y otras, yo descansaba mi mano en su
cabeza y acariciaba su cabello fino y rubio.
Las sesiones con mis clientes empezaron
a influir en mis sesiones con Isaac. Mi mente empezaba a vagar mientras hablábamos. Al
día siguiente, en su oficina, me vi a mi misma arrodillada frente a su silla. Abrazando
sus piernas envueltas en pantalones y apoyando mi cabeza justo por encima de su rodilla.
-He empezado a mirar a mis pacientes
más clínicamente -le comenté-. Intentando imaginar qué es lo que fue mal.
Sonrió. Toda su cara cambiaba cuando
sonreía. Sus marcados rasgos se suavizaban y se volvía guapo.
-¿Y a qué conclusiones ha llegado?
Había empezado a tomar notas durante
nuestras sesiones.
Le observé mientras escribía en su
bloc amarillo. Tenía también unas manos bonitas.
-Oh, son todos tan diferentes que sería
imposible generalizar.
Las mangas de su camisa estaban subidas
justo por debajo del codo. Y sus brazos. Siempre pensé que eran delgados pero ahora me di
cuenta de que no, de que en realidad no eran delgados, sino nervudos.
-¿Y a usted? ¿Le salió algo mal?
Sin aviso, algo dentro de mí desembocó
en un arranque de cólera.
-¿Usted qué cree doctor? ¿Cree usted
que yo sería una profesional del sado si no hubiera ido algo mal? ¿Por qué juega a
hacerse el jodidamente tonto todo el rato?
Me apuesto a que le encantaría
lavarme la boca con agua y jabón...
-¿Qué fue lo que usted cree que
salió mal?
-Me parece que es usted quien debe dar
respuesta a eso.
... colocarme sobre su rodilla...
-No es un trabajo que pueda hacer yo
solo -replicó-. De hecho, usted es la única que realmente tendrá las respuestas.
...y a veces esperaba que lo hiciera.
-Estás mientiendo -le dije a Philip.
-No, ama -lloriqueó.
-¿Acaso crees que no me doy cuenta? Lo
único que haces es ponértelo difícil.
Estábamos en la mesa. Su única ropa
era la interior y estaba atado con esposas a una silla. Giré la lámpara de escritorio
para dirigirla directamente a sus ojos. Había puesto la calefacción muy alta, eso hacía
que el ambiente en el apartamento fuera sofocante incluso horas después de que se hubiera
ido.
Hasta dónde tenía que llegar. Incluso
ahora, cuando ya estaba tan quemada. Pero, volviendo a lo mismo, era uno de los clientes
que mejor me pagaban. Y ésta era su escena estándar: interrogatorio, tortura,
confesión.
-La semana pasada te di unas
instrucciones muy precisas -le recordé- acerca de lo que no se te permite que hagas.
-Hice una pausa para levantarme y dirigirme hacia su silla. Estaba temblando, sudando a
borbotones-. Pero no has podido resistirte, ¿verdad? Te hiciste una paja contra mis
órdenes y, si no me equivoco, sólo con mirarte, puedo decir que no sólo lo hiciste una
o dos veces, sino que lo hiciste cada día. Quizás incluso más de dos veces al día. ¿O
me equivoco? ¡Contéstame!
-No, ama -suplicó.
Le abofetée tan fuerte como pude, para
darle a continuación un golpe del revés. Fue un momento increíble. Gritó. Mirando
hacia abajo observé su erección tirante bajo el cinturón.
-¿Crees que puedes salir impune tras
haberme mentido? Sé lo que haces. ¡Lo sé todo sobre ti! Pero la peor ofensa que
has cometido esta semana, Philip, -continué- fue pensar en mí mientras lo hacías. ¿Te
imaginas el asco que me da saber que me tienes en tu inmunda mente mientras tú te
abandonas a este sórdido placer?
Lo más duro siempre de todo esto era
mantener una actitud seria.
-Lo siento. -Su voz se quebró.- No
volveré a repetirlo, lo prometo.
-Eso es lo que dices cada vez, jodido y
patético pedazo de mierda. ¿Qué tengo que hacer contigo?
-No puedo remediarlo -lloriqueó.
-Es verdad, Philip, parece que no hay
nada que hacer contigo. Pero eso no quiere decir que no vaya a intentar inculcártelo a
golpes.
Le desesposé de la silla y,
agarrándole por el pelo, lo doblé sobre la mesa. Suplicó piedad mientras yo
seleccionaba una pala, me acercaba a él por detrás, y le bajaba los calzoncillos.
Siempre era así. Empezaba pegándole flojo para después incrementar la fuerza de los
golpes hasta casi levantarle
la piel. Le pegaba hasta que se corría,
para entonces reanudar el maltrato verbal.
-Gusano asqueroso, ¿acaso te he dado
permiso para que te corrieras? ¿Para expulsar tu repulsivo líquido sobre mi mesa?
Y cogiéndole por el cogote le forcé a
que lamiera la superficie hasta dejarla limpia.
-Eso es, cerdo, chúpalo. Pero será
mejor que acabes con todo... Como vea una sola gota... ¿A cuántas chicas has obligado a
tragarse tu escoria? La próxima vez que estés tentado a creer que éste es el regalo de
Dios a la especie femenina quiero que recuerdes mis palabras.
El interrogatorio de Isaac fue más
amable. Me preguntó acerca de todo. Mi madre, mi padre, mis hermanas y hermanos.
Profesores, consejeros, tutores, amantes. Y se lo conté todo. O casi todo.
Me vi con seis años, en la oficina del
pediatra de la familia, y a éste comprobando mis reflejos dando golpecitos a mis rodillas
con su martillo de goma. Para ver por dónde saldría la patada involuntaria.
Pero no había nada de involuntario en
mis respuestas a Isaac. Revelé lo que quería revelar. Me gustaba sobretodo darle
detalles sobre mis clientes. Descargarme de los secretos de otras personas. Le entrenía
con mis historias de sometimiento, se las servía para su disfrute.
Sólo permitía que llegara a un cierto
punto.
-Ésas son las fantasías de otros
-se quejó.- Quiero oír sus fantasías.
Me mostré menos abierta con ellas.
-Por ejemplo, ¿cuáles son sus
fantasías respecto a mí? -me preguntó.
¿Creía que iba a conseguirlas así de
fácil?
Tenía muchas.
Fantaseaba que era su paciente favorita.
Que me daba hora los sábados a las siete de la tarde porque esa hora marcaba el fin de su
semana de análisis y se dejaba lo mejor para el final. Que entonces el corría a
casa, súper caliente, y follaba con su mujer en la mesa de la cocina mientras el arroz
hervía en el fuego. No me importaba que follara con su mujer siempre que yo estuviera
involucrada de algún modo.
Fantaseaba que podía verme mientras yo
sometía a mi clientela. Me observaba entre bastidores mientras yo los retenía como
esclavos. Tenía más privilegios incluso que Spot, estaba en cada escena. Yo le miraba y
le guiñaba un ojo.
Fantaseaba que estaba estirada sobre el
diván. Me había explicado que no era para mí, que se utilizaba durante el
psicoanálisis, no durante la psicoterapia. Yo repliqué que debería ser para cualquier
paciente que lo deseara y él se rió sin invitarme, empero, a que me estirara. La verdad
era que estaba cansada. Quería dejarme llevar por su seguridad gris, reposar la cabeza.
Cerrar los ojos.
Oh, Isaac. Tómame entre tus brazos.
Méceme contra tus pectorales. Canturréame hasta que me duerma. Fantaseaba que un día me
cogería, sosteniéndome como si fuera su bebé y que jamás me soltaría.
Pero él no tenía la fuerza para
obligarme a contarle esas fantasías. Él no iba a ponerme bajo los focos, subir la
calefacción, quitarse su cinturón y pegarme una paliza. Así que no le conté muchas de
ellas. Aunque sí le ofrecí los hechos.
-Se alegrará de saber que he decidido
no coger más clientes -le informé-. He sacado mis anuncios de las guías de los bajos
fondos. A partir de ahora sólo veré la clientela que ya tengo.
-¿Me alegrará? -preguntó
Isaac.
-Bueno, pensé que le gustaría.
Inclinó su cabeza y me miró.
-¿Acaso debe complacerme? -me preguntó
amablemente.
La pregunta me desconcertó. La
presunción de la misma. Tenía en la punta de la lengua media docena de respuestas
sarcásticas, pero, por una vez, las repasé pensando antes de hablar.
-Sí -contesté finalmente.
Mi respuesta le satisfizo. No pudo
remediar que su cara se iluminara.
Cumplí mi palabra. Reduje mi clientela,
veía sólo a unos quince hombres diferentes con los que ya había establecido una
historia considerable.
Alan era uno de ellos. De hecho, no
había razón alguna por la que dejarle jamás. Su anhelo era la privación sensorial y
era de largo mi cliente más fácil. Era el jefe de una corporación multimillonaria, y
nadie cuestionaba las tres horas que se tomaba para comer cada viernes. Mi función se
limitaba a supervisar su transformación de ejecutivo corporativo a momia embutida en
látex y a atarlo a mi acolchada mesa de sometimiento. Se quedaba ahí estirado durante un
total de noventa minutos, en un interludio sin tiempo ni espacio, en silencio, en
suspensión ciega. Su cabeza, como su cuerpo, quedaba totalmente cubierta. La única
abertura era un delgado tubo negro insertado entre sus labios a través del cual podía
tomar aire.
Mi única responsabilidad como
supervisora de este extraño ritual era asegurar que respiraba. Después de Spot, Alan era
mi sumiso favorito. Era dulce y educado, agradecido, tenía una cierta dignidad.
-¿De qué se trata, Alan? -le
pregunté. Todos ellos despertaban siempre mi curiosidad-. ¿Es tan sólo un deseo de
evasión momentáneo?
-No, no -repuso-. Es más profundo que
eso. Es la cosa más profunda que puedas imaginarte. Por debajo del fondo oceánico, el
otro lado de un agujero negro. Me sería imposible encontrar palabras para explicártelo.
Una vez, mientras lo estaba envolviendo,
le oí suspirar algo. Los ojos, oídos, y nariz ya habían desaparecido, y me recliné
para captar las palabras que lo que quedaba de su boca dejaba escapar.
-Elimíname -susurró.
Tras varios meses de preguntas y
respuestas, confesiones íntimas, calor y flirteo, Isaac se echó de repente atrás.
Entré una tarde y no me habló.
-Hola -le ofrecí.
Me saludó inclinando levemente la
cabeza, manteniendo el silencio.
-¿Cómo está usted? -intenté de
nuevo.
-Bien.
Estaba esperando a que yo hablara, tal
como había hecho durante la primera sesión. Pero, como ese día, me costó empezar sola.
Comenté algo acerca del cliente de esa mañana, mencioné que el propietario de mi piso
seguía subiéndome el alquiler. Continué con mi cháchara durante unos cinco minutos
hasta que mi voz se hizo insoportable.
Pensé que quizás estaba enfadado,
aunque no parecía que lo estuviera. Me miraba tan atentamente como siempre. Pero no
ofrecía nada de si. Ninguna ayuda.
-¿Por qué está tan callado? -le
pregunté.
-¿Parezco callado?
-No me habla.
-¿Entonces qué estoy haciendo?
-Venga, va. Lo que quiero decir es que
sólo me habla cuando no tiene más remedio, y eso no es lo que suele hacer.
-Es verdad -contestó-. Y le diré por
qué. Creo que la terapia interactiva que usted prefiere impide que usted sea el centro de
atención y, en cambio, se centra bastante en mí. Y creo que en este momento es
importante que el foco se centre en usted.
¿Hablaba en serio? ¿Pretendía
mantener este método para siempre?
-Pero lo odio -protesté.
-Sé que no es tan cómodo para usted,
pero creo que al final será mucho más útil.
No podía creerlo. No podía soportarlo.
-¿Y por qué ha llegado a esta
conclusión ahora?
-Porque ahora puede aceptarlo
-contestó.
Me recordaba a ese frase hecha utilizada
por muchos sometedores: "límites respetados y extendidos". A mí me parecía
una frase diabólica, un doble sentido total: respeto el hecho de que sólo quieras llegar
hasta A, mientras te llevo a B, C y D.
Pero mantuvo su posición. Era una
medida permanente. Era como una cortina corrida ante una ventana: todo lo emocionante de
las sesiones se había evaporado. Ya no había electricidad, el camino se había allanado.
Sólo mis monólogos rompían el silencio.
Había sido castigada con el silencio
anteriormente, pero eso no facilitaba las cosas. La garganta empezaba a dolerme nada más
entrar en su consulta y continuaba doliéndome horas después de haberme ido a casa.
Empecé a resentirme de tener que trasladarme hasta allí desde mi barrio, sólo para
volver sintiendo que en realidad no había llegado hasta allí. Si no me respondía del
todo, se me hacía difícil creer que tan siquiera había estado allí.
Mira, quería decirle. Está equivocado.
No puedo soportarlo. Sólo mi orgullo más profundo evitaba que se lo
dijera. Yo mantenía mi propio silencio.
Vi a Peter en la panadería Taylor. Era
mi día libre y estaba agotada. Llevaba mis mallas y un par de bambas de ésas que se
pueden conseguir en Chinatown por dos dólares. Llevaba el pelo recogido en un moño, con
mechones apuntando por todos los lados. Nada de maquillaje. Nada de nada. Me miró y se
quedó boquiabierto.
Oh no, pensé. La mayoría de ellos me
mantenían como un secreto muy bien guardado. Pero Peter no iba con nadie. Esperé.
-Ni... ¡ni siquiera te he reconocido!
Bueno, no es precisamente mi hora más
glamurosa.
-Y tú...¡Creí que eras más alta!
Los quince centímetros de tacón son
los que crean esa impresión, mamón.
-Dios mío -concluyó algo aturdido-. Me
imagino...me imagino que no creía que fueras real.
Podía palpar su agonía. Estaba más
que desilusionado, estaba destrozado. Así que le di lo que sabía que más quería. Le
devolví su fantasía.
-¿Nos conocemos? -le pregunté-.
Levanté la mirada hacia él, mostrándome dulce y asombradada, hablándole en un tono
cálido que nunca había oído.
Abrió la boca sin dejar de mirarme.
-¿No eres...?
-Me parece que no le conozco. Estoy
segura de no haberle visto nunca hasta ahora. ¿Quizás me ha tomado por otra persona?
Se lo tragó. No importaba que fuera
absurdo. Lo necesitaba y se lo tragó, y su alivio era palpable.
-Perdone señora. El parecido es
notorio, pero ahora me doy cuenta de que me he equivocado.
El encuentro desembocó en un
experimento. Antes de mi siguiente sesión con Isaac, me senté en los escalones de piedra
en la acera frente a su oficina. Esperándole.
Nunca le había visto en la calle. Sólo
le había visto en su despacho separados por un espacio de un metro. Su oficina, su
territorio, que presidía cual único adulto en una fiesta infantil. Donde el juego de las
sillas no acababa nunca.
Pero ahí estaba, al final de la
manzana. Lo vi por el rabillo del ojo y supe que era él sin tan siquiera tener que girar
la cabeza. Caminaba deprisa, envuelto en una vieja chaqueta. Parecía menudo dentro de la
misma, como un ratón viejo y gris. Era conmovedor y terrible a la vez. Lo que era
increíble era su inocencia, la idea de que yo, como Dios, pudiera observar desde una
posición privilegiada su inocente caminar por la calle.
Eso era lo que sentía. Y, sin embargo,
al mismo tiempo pensé: "Debe saber que estoy sentada aquí. Finge que no lo sabe.
Dentro de un segundo levantará la vista y me taladrará con su mirada omnisciente".
Jugué con ambas premisas hasta el
momento en que abrió la puerta sin mirar hacia donde yo estaba. Y entonces supe que no se
había enterado. Supe que no era omnisciente. Que no era un dios. Y que nunca podría
convercerme de que no había sido él.
Unos días más tarde, durante una de
mis sesiones, un cliente llamado Cyril presionó su desnuda erección contra mi pierna. En
mis escenas, mi regla era ningún contacto con los genitales. Rotundamente ningún
contacto corporal. Si le hacía una paja a alguien, algo que ocurría sólo
ocasionalmente, era siempre con condón y a cambio de cien dólares extra. La violación
me hizo apartarme de un salto dejando escapar un grito.
Spot apareció de inmediato a la puerta
de la mazmorra.
-¡Mi ama! ¿Qué pasa?
-¡Quiero que desaparezca! -chillé.
Spot no necesitaba más palabras. Se fue
de inmediato hacia Cyril gritándole "¡Qué coño te pasa!". No entendía lo
extremo de mi reacción, pero ahí estaba. Temblaba de rabia.
Spot presionó con su fuerte brazo la
traquea del hombre desnudo. No sabía qué había hecho Cyril, no necesitaba saberlo.
Comprendió que me había molestado seriamente.
-Déjeme que le dé su merecido, mi ama
-suplicó.
Estuve tentada. Vacilé. Se me pasó
realmente por la cabeza, sin pensarlo con detenimiento.
-¡Lo siento! -jadeó Cyril -¡No
pretendía nada!
-Ama, permítame que le dé su merecido.
Sabía que no podía permitirlo. Pero
podía castigarle. Castigarle de verdad; pero a mi manera, no a la suya.
-Ponlo en la rueda -le dije a Spot.
Spot lo arrastró hasta la rueda de
tortura que iba del suelo hasta el techo que él mismo había construido para mí. Es una
tortura muy específica girar en esa rueda. A la gente que no le gusta, normalmente no
puede soportarlo.
-¿Qué...qué coño estás haciendo?
-protestó Cyril-. ¿Se supone que esto es parte de la escena? ¡No lo he pedido!
-¡Cierra esa jodida boca! -le contestó
Spot. Colocó a mi cliente en el centro de la rueda, aseguró sus miembros y, con toda su
fuerza, la puso a girar. Cyril empezó a aullar.
Yo no podía pensar con todo ese ruido.
Tuve que dejar la habitación. Spot me siguió y se mantuvo a una distancia respetable
mientras yo intentaba recuperar la compostura. Mantenía su cabeza gacha, molesto,
claramente angustiado. Pero estaba lo suficiente bien entrenado para no hacerme ninguna
pregunta.
¿Qué estaba haciendo? Era una locura.
Respiré hondo y me obligué a contar hasta diez. Cyril no iba a ponerme un juicio, pero
eso no quería decir que estuviera bien. No era justo. Estaba mal.
-Spot, bájalo de ahí y sácalo de
aquí -le pedí.
Lo que, cuando lo pensé mejor, era lo
peor que podía hacerle.
Apenas había repasado este
acontecimiento con Isaac cuando éste dijo:
-De acuerdo. Me gustaría hablar un poco
más sobre ello la próxima semana.
-¿La próxima semana? ¿Qué quiere
decir?
-Quiero decir que me temo que su hora ha
terminado.
Era imposible. Mis ojos se clavaron en
el reloj. Ponía las 7:30 y yo había llegado a las 7:00. ¿Qué estaba diciendo? De
repente, me sentí desorientada, mareada, enferma. Me estaba diciendo que me marchara.
-La veré el próximo sábado
-concluyó.
Incluso en mi confusión supe que iba a
llorar . Me agaché para recoger mis pertenencias, mantuve la cabeza gacha mientras ésta
se llenaba de lágrimas. Deje que el pelo me cayera por la cara, escondiéndola.
Me puse la chaqueta todavía en
posición agachada.
-Vanessa.
No podía levantar la vista, no podía
contestarle.
-Vanessa, ¿sacrificaría de veras
quince minutos completos de su legítimo tiempo -de un tiempo por el que paga- en lugar de
quejarse?
Tuvo que pasar un minuto antes de que
sus palabras adquirieran sentido. Y otro antes de que pudiera responder.
-Capullo.
-No le reprocho su enfado -repuso-. Fue
un golpe bajo por mi parte.
Me levanté. Las lágrimas caían por
mis mejillas.
-Vanessa, se lo ruego, no se vaya.
-¿Qué? -solté con voz ahogada-.
¿Qué acaba de decir?
Tenía que oírlo de nuevo. Necesitaba
oírlo rogar, o llegar tan cerca de ello como jamás lo haría. Y lo hizo. Era lo mínimo
que podía hacer.
-Le he dicho: "Por favor, no se
vaya".
Me caí en la silla y me cubrí la cara
con las manos.
-Usted es lo que en nuestra profesión
llamamos "bien cubierto" -alegó-. Sentí que tenía que emplear tácticas de
guerrilla.
Me podía haber dejado colgando boca
arriba.
-Tenía que asegurarme- continuó.
-¿Asegurarse de qué?
-De que uno de los problemas claves es
la despedida.
Me oí dejar escapar un gemido.
-Vanessa ¿a quién más despidió?
¿Cuánto tiempo quedaba? ¿Diez
minutos? Iba a destapar esta herida y luego me iba a devolver a la calle. Me soltaría a
la calle, con una herida mortal. De nuevo.
-Tenemos tiempo, -dijo.
Otra mentira. No había tiempo para
explicarle, ni siquiera para empezar. No sabría cómo comenzar.
-¿Quién fue, Vanessa?
¿Su nombre? No, no podía decir su
nombre, no podía ni pensar en su nombre...
-¿Qué pasó?
Me echó de su servicio sin darme
ninguna explicación. Mi propio maestro. El mío.
-Hábleme de ello, Vanessa.
No le respondí. Consideré que era una
cuestión de honor no obedecer esa última órden. Mi último servicio a él sería irme
sin proferir palabra alguna. Pero me rompí del mismo modo que se quiebra el mercurio. En
miles de trozos independientes, irreconciliables y peligrosos.
Y dije: Nunca más. Y crucé la calle.
Sólo para llegar al otro lado. Como en un chiste tonto.
-Tendrá que decírmelo. -dijo el Dr.
Landau.
Y si finalmente no hubiera sido capaz de
otra cosa, hubiera creído que era una orden.
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