TACO DE PLAYA (Costa Pool Bum)
ALAN WARNER
La noche de la Gran Final se trajo a su mujer. Daba pena verla, aburrida, con las gafas
puestas y la mirada fija en las imágenes que reflejaban los ventanales del bar Champagne,
o tal vez más lejos, en los riachuelos de arena que serpenteaban sobre las baldosas de la
terraza. No se me escapó el mohín calculador y a la vez paternalista que su marido
dedicó al público asistente a la velada, al doctor Tenis y a su séquito, compuesto casi
exclusivamente por participantes ya eliminados del torneo y por las mujeres y novias de
rigor. Todos sedientos de sangre extranjera.
De pronto, me dio rabia ser yo el finalista con
posibilidades de ganar el dinero que tanta falta me hacía. Absurdo. Lo que me apetecía
era sentarme solo en una mesa y pasarme la noche y puede que parte de la madrugada
preparándome psicológicamente para el momento, observar sin más a mi contrincante, tal
como hacía en los viejos tiempos de terrazas y horas muertas, siguiendo con la vista los
pensamientos erráticos de los transeúntes, intrigado por sus costumbres.
Me tomé un cortado a la salud del doctor Tenis y una
tapa de tortilla a cuenta del bar. Luego vi cómo mi contrincante se acercaba a la barra a
pedir una copa de champán barato para su mujer y una cerveza para él. Pagaba la casa. La
camarera nueva se equivocó y le sirvió la cerveza en una copa de coñac, pero él
prefirió tomárselo por el lado cómico y echar los primeros tragos con la nariz
sumergida en la espuma. El parisino que regentaba el local bebía anís del más barato.
Mi contrincante llevaba una chaqueta de punto anodina, una camisa raída y un pantalón
marrón recién planchado: el mismo atuendo que en la semifinal, donde había eliminado a
Froilán el Gordo en la negra.
Cuando ya faltaba poco para las ocho, me alejé con
ese ademán brusco, cabizbajo y suplicante que adopto para ir al baño. Los hombres con
los que estaba hablando casi ni se dieron cuenta de que me había ido. Se limitaron a
volver ligeramente la cabeza para estrechar el corro y excluirme de la conversación, que
giraba en torno a los rumores del regreso de Hart a la competición. Alguien lo había
visto disputar la final del bar Mar Azul aquel mismo verano.
En dos zancadas me planté junto a su mesa. La silla
crujió cuando tiré de ella hacia mí. La mujer apartó los ojos de la copa negra para
dedicarme una mirada imparcial. Le salían unos cuantos pelos de punta de la barbilla.
--Mi mujer.
--Señora.
Como pude, di la vuelta a la mesa, que estaba
demasiado cerca de los ventanales, y me acerqué a la mujer del otro finalista para
besarle las mejillas acaloradas. Sin despegarse siquiera del asiento, farfulló en su
dialecto:
--Buenas noches, joven.
Había imaginado que la mujer de mi contrincante
sería hermosa. Me senté a su lado consternado por la evidencia de que no lo era.
--¿Y bien, forastero? --preguntó él con la mano
apoyada sobre la mesa. Todo su cuerpo respondió al sonido de su voz y transmitió las
vibraciones al mueble.
Entonces empecé a creer que se había traído a su
mujer con la única intención de hacerme sentir incómodo, convencido de que la
curiosidad me desconcentraría. Si hubiera sido más joven, me habría permitido cometer
la que Hart --el hombre que me ha enseñado todo lo que sé-- consideraba la mayor y más
peligrosa de las locuras: dejarse convencer por el contrincante de que uno ha perdido la
partida aún antes de empezar a jugar. Pero ya era demasiado mayor para eso, demasiado
blando. Dicho con otras palabras, la vida me había maltratado tanto, el dolor que yo
mismo había sembrado me había erosionado tanto, que había terminado por aceptar la
desolación que cada noche me acompañaba mientras iba y venía por los descampados --la
maravillosa realidad de uno de los mayores alicientes del país no respeta siquiera el
espacio entre apartamentos de lujo-- con el taco fuera del estuche, intentando adivinar en
la oscuridad la superficie ondulada de los charcos para no mancharme los zapatos de
vestir, avanzando una vez más bajo los cielos de mis maldicione La tristeza que me
embargaba era la garantía de que la estrategia de mi contrincante fracasaría. Los dos
éramos hombres desesperados --que es tanto como decir que ya habíamos dejado de ser
niños--, pero él no se daba cuenta de que el más fuerte era él, aunque yo fuera
el más joven, de que el más excepcional era él. Mi arma secreta era que me
importaban un bledo Villafeliz y sus costumbres. Mi apariencia desmentía mis razones y
podía ser el instrumento de mi victoria.
--Hace un tiempo asqueroso --dije.
--Aquí dentro el aire está viciado --intervino la
mujer.
El otro finalista soltó una carcajada que casi me
hizo parpadear. Sin volverse siquiera a mirarla. Se quieren de verdad --pensé--, y
me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta --una prenda de diseño-- para sacar un
paquete de cigarrillos baratos, buscando la salvación, como de costumbre, en gestos sin
sentido (queriendo desayunar otra cosa pero volviendo siempre a lo mismo, queriendo vivir
sin una mujer al lado pero sobresaltado por los mismos deseos exóticos y el mismo hastío
infinito, sabiendo que afeitarse es perjudicial para la piel pero incapaz de afrontar la
imagen devuelta por el espejo matutino). No podía costearme el vicio, pero siempre
llevaba encima un paquete que justificara la presencia en mi bolsillo del encendedor de
Helen, el mechero sobadísimo que ella me había comprado en un quiosco el día de la
excursión a York. Antes de mandarme al infierno y abandonarme. Con lo que yo la quería.
--Señora --dije--, el billar americano se basa en la
manipulación del universo físico, expresión que algunos han utilizado para definir la
magia. Esas esferas de marfil que giran a través de las horas de fieltro celeste son una
representación en miniatura de las fuerzas mismas que rigen el cosmos. O, si lo prefiere,
de las que Dios utilizó para formar todo cuanto nos rodea. Es un juego sagrado. Todos
surcamos las mismas aguas. En la mesa no hay lugar para rencillas. ¿Me equivoco, amigo
mío?
--A éste le han echado algo en el vaso --comentó la
mujer.
Otra carcajada, más fuerte que la primera.
--Hablas muy bien el castellano --sonrió el marido.
--Señora --dije--, le aseguro que tengo el pulso
firme.
Entonces le tendí solemnemente la mano y me puse a
temblar a propósito. Los dos celebraron mi ocurrencia. Luego les ofrecí un cigarrillo.
Ambos aceptaron. Cuando les di fuego con el mechero de Helen --que nunca me
atrevía a usar por temor a que un día se le acabara el gas y tuviera que seguir
llevándolo encima--, procuré concentrarme en lo que estaba haciendo y mantener el pulso
lo más firme posible, bromas aparte, sin dejar de hablar para que los demás no se dieran
cuenta de la concentración que requería controlar el temblor de mis dedos. Las pupilas
de mi contrincante cayeron pesadamente sobre los nudillos que aprisionaban el encendedor,
y al verlo se me afiló el pensamiento igual que un cuchillo. Sí, viejo amigo, parece
que al menos sigues respirando. Acerqué el encendedor de Helen a la nariz del otro
finalista, adornada con una cresta de espuma seca, e intenté imaginar aquel cuerpo
alargado encima del de su mujer. Espero que le dé asco.
--Gracias --dijeron mientras yo recitaba la misma
letanía que en tiempos había asustado a otros jugadores.
--Dos amigos y yo hemos montado un sindicato secreto.
Vivimos aquí, en Villafeliz, y nos desplazamos por toda la Costa con un par de coches
viejos. Durante el año hay más de trescientos sesenta torneos de billar sólo en esta
zona, y entre todos podemos participar en tres competiciones por semana. Más o menos. Lo
malo es organizarse para que no nos toque jugar en dos sitios distintos a la misma hora.
El dinero nos llega de sobras para ir a la última. Chalé, parabólica...
--O sea --resumió la mujer--, que, siendo joven y
jugando cada día, lo hace igual de bien que mi marido, que trabaja en la construcción
toda la semana y sólo se dedica a estas chiquilladas los sábados y domingos. ¿No?
Su marido la interrumpió, y, sabiendo lo que sabía
de mí, debió de hacerlo para ahorrarme una humillación:
--Puede, pero al cabo del año los dos pagamos lo
mismo en impuestos.
Los tres soltamos una carcajada estúpida.
--¡Salud! --gritó antes de apurar su cerveza.
--Su marido es un jugador excepcional. No me
importaría perder con él --sonreí, convencido por fin de que iba a ganar.
Entonces me di cuenta de algo estaba pasando. La mujer
se había levantado de repente para ir al baño, y su marido se había puesto a hablar tan
pronto como creyó que ya no podía oírnos.
--Quiero a mi mujer, forastero. Te gustaría saber
qué hago con semejante adefesio, ¿verdad? Sí, lo leo en tus ojos. Pues entérate de que
a mí esas cosas no me importan. Yo adoro cada palmo de su cuerpo. Hasta la mugre de las
uñas. De joven me corrí mis buenas juergas. Vino y chavalas a gogó. Con que no creas
que eres el único que ha echado una cana al aire. A esa mujer que has visto estuve a
punto de perderla, pero fui lo bastante listo como para aprender la alegría del
sacrificio. Desde entonces no sé lo que es el miedo ni la amargura.
(Por un instante creí que había estado fisgando mi
diario, el mismo que Hart y Manolo leían en voz alta junto a la piscina algunas noches,
borrachos de cloro y cerveza, cuando les apetecía reírse un rato.)
--Me parece que no has aprendido a querer como es
debido, forastero. Me parece que no te das cuenta de la fuerza que da el amor. Puede que,
con los años, llegues a ser un gran jugador, pero ya no eres tan joven como para vivir
sin amor. Así es la vida. Aunque esta noche ganes la partida, ya sabes quién es el
auténtico vencedor.
--¿Ah sí? --repliqué--. ¿Incluso cuando esté
trabajando en la obra, con las orejas llenas de cemento, mientras yo estoy en La Estrella
a punto de zamparme una cena de tres platos y hasta de cincuenta si me diera la gana?
--Aun entonces habré ganado, tan seguro como la luz
que me encuentra al lado de mi mujer y me oye pedir bises al amanecer. Tan seguro como el
sol que baña estas costas y los peñascos de este mar. Estás perdido.
--No exagere. No es más que una partida de billar
--me escabullí.
--Qué va, qué va --rió--. Tú y yo sabemos que esto
es la vida, la vida de verdad, pérdida, victoria, derrota, sumisión, honor... Eso es lo
que hay dentro de ti. ¿Tienes el alma atontada o aún eres capaz de ver lo que eres?
--Mire, yo soy un taco de playa --respondí--.
¿Quiere hablar de amor? Muy bien. Yo no me dedico a esto por los chalés, por los ligues
de verano ni por los trapos --dije mientras tiraba de la manga de mi chaqueta--. Mi madre
vive en uno de los chalés que hay en la montaña, en pleno cementerio de elefantes. Es
una ancianita delicada, está sola y se preocupa por su hijo, que siempre anda
confraternizando con los nativos de bar en bar. Por eso nunca toco el alcohol. Cuando
recojo ochocientas libras, o dos mil, como pasó un agosto, se acaban las preguntas
durante una temporada. Sí, vivo con mi madre, estoy enamorado de una mujer que me espera
en mi país, y hace más de un año que no me como una rosca --me encogí de hombros--.
Por eso juego al billar.
Mientras yo demostraba el auténtico alcance de mi
soledad con aquella perorata quejumbrosa, las estufas portátiles que acababan de traer
para combatir el frío del invierno perfumaron de queroseno el aire que respirábamos. Al
otro lado de los ventanales el viento silbaba entre las cañas de los descampados y
amenazaba con arrancarlas. Ya no oía romper las olas en la oscura arena. Sólo sentía el
calor que despedían los hombres que vivían y respiraban a mi alrededor. Y mientras todo
esto sucedía, mi contrincante siguió sonriendo y apurando la colilla de su cigarrillo.
Luego se irguió un poco para mirar por encima de mi hombro, y dijo:
--La primera vez que estuve con mi mujer, antes de
casarnos, se quedó preñada. Así, sin más. Después, una noche, cuando el sol aún no
había salido y yo aún no había pedido ningún bis al amanecer, empezó a sangrar.
Tuvimos que coger el autobús, porque no tenemos coche. Todavía me acuerdo de la mancha
de sangre que dejó en el asiento al levantarse para bajar en la parada de la clínica de
aquí, de Villafeliz. «Pues menos mal que me he puesto la falda oscura», me dijo.
Créeme, forastero, las mujeres viven en otro mundo, un mundo salpicado de placeres
extraños y plagado de infiernos que nosotros nunca llegaremos a conocer. La enfermera se
quedó lívida al ver lo que mi mujer traía entre las piernas. Al cabo de un rato se la
llevaron al quirófano. Luego ella misma me contó que el cirujano le sacó lo que había
y lo dejó en una palangana de plástico. Sólo le habían puesto anestesia local; por eso
se daba cuenta de todo. Cuando la enfermera le pasó la palangana por encima, a la altura
de los ojos, el fondo de plástico blanco se volvió transparente bajo los focos. Entonces
mi mujer vio flotar en la palangana la mueca de nuestro hijo muerto. Al cabo de dos días
de haber vuelto a casa, empezó a sangrar otra vez. El médico no la había limpiado bien,
y su cuerpo expulsaba el resto. El mismo viaje en autobús, la misma parada de la
clínica, el mismo sufrimiento --concluyó con una bocanada de humo.
--Señor --dije yo--, a veces la vida nos hace cosas
tan indecibles que casi llegamos a odiarla, pero eso es un error, y su caso ilustra a la
perfección la ironía que encierra dicho impulso.
Mi contrincante me dio la razón con un gesto
afirmativo.
--Yo creo en un solo Dios, forastero. En el Amor.
Cuando siento tentaciones de ser cruel o de tener pensamientos abstractos, como los que
estamos compartiendo ahora, me levanto y salgo rápidamente a comprar un bonito ramo de
flores para mi mujer. O subo a la fuente que hay en lo alto del pueblo y saco veinte cubos
de agua para que los nietos de nuestros ancianos no tengan que hacerlo antes de ir a la
escuela por la mañana. O me acuerdo de mi época consumista y regalo alguna prenda a la
tienda de beneficencia. Obras concretas. Nada de pajas mentales. La vi sufrir, forastero.
Por eso me prometí que, aunque pudiera tener mujeres bonitas, nunca dejaría de quererla
a ella. La había visto sufrir, y estaba dispuesto a quererla y a hacer que nuestras vidas
fueran inseparables. Si alguna vez tenía que volver a sufrir, no estaría sola. Yo
estaría a su lado. El amor siempre es correspondido, forastero. Y es la única
justificación posible de nuestra presencia en este mundo extraño.
Asentí con respeto, invadido por un sentimiento de
ternura hacia aquella mujer poco agraciada que mi contrincante había escogido como
depositaria de su primera caricia sincera y también de la última. Volví la cabeza hacia
los cristales para ver una estrella o cualquier otra cosa, pero el edificio del bar era
demasiado bajo para tener vistas.
--¿Y el billar? --pregunté.
--Hasta la última tacada es para ella. Juego por
amor, y el dinero que gano cuando lo hago bien lo gasto en regalos y en limosnas. A ella
el juego la aburre. En nueve años no ha sido capaz de aprender siquiera las reglas.
--¿Y con esta noche de perros la ha traído hasta
aquí en autobús?
--Forastero --se carcajeó--. Forastero, qué poco
sabes de la vida. Ha sido ella la que ha insistido.
Tragué saliva y lo miré sin decir nada. Pisaba
terreno desconocido.
--Oye --me tanteó--, ¿tú crees que tus amigos me
dejarían formar parte de vuestro sindicato?
--Lo del sindicato era mentira --respondí
rápidamente--.
Mi contrincante asintió con la cabeza.
--Eso tenía entendido. Ese tal Hart, el inglés, ha
intentado convencerme. Manolo y él me han dicho que tú los habías dejado hace tres
años, que hace siglos que no juegas y que sólo te descuelgas de uvas a peras, cuando
sabes que ellos tienen cosas más importantes que hacer, para demostrarte algo a ti mismo.
Agaché la cabeza a modo de asentimiento.
--¿Aceptarás su oferta?
--Pues claro que no. ¡Qué iba a pensar mi mujer!
Sonreí. Él siguió hablando.
--También cuentan que tu madre murió hace tres
años, y que desde entonces vives solo pero te ocupas de un viejo inglés, un coronel
retirado. Dicen que hace tiempo oías música a todas horas, todas las noches, sentado en
la terraza, siempre Bach, pero que un buen día lo dejaste y ahora te sientas a escuchar
la oscuridad. Y que, a pesar de tu aspecto, y de esa chaqueta que llevas siempre, comes lo
primero que pillas y tienes que vender los muebles para ir tirando.
Sonreí. Volví la vista hacia la pizarra donde se
apuntaban los apellidos y motes de los participantes en el torneo. Alguien se había
tomado la molestia de ir borrando los de los eliminados. Ya sólo quedábamos él y yo.
Estábamos llamando la atención. Eran y veinte. La
mujer del otro finalista, de pie, charlaba en voz baja con una mujer de mediana edad. Me
sorprendió ver que no tenía intención de volver a la mesa para seguir hablando conmigo.
Luego me sentí insultado, y al final me entraron ganas de llorar. Mientras la miraba y la
imaginaba en la cama con su marido, sentí el cuchillazo de la lujuria. La derrota se
cernía sobre mí. El viento rugía. Desconcertado, me volví hacia mi contrincante.
--El viejo Salvador Bas decía que no había que
hablar con los contrincantes, pero creo que eso es llevar las cosas demasiado lejos
--sonrió--. ¡A jugar! --anunció.
Hubo algún que otro aplauso. Antes de que pudiera
pedírselo, la chica de la barra me sirvió un vaso de agua --un vaso bajo, como en los
viejos tiempos--. Luego me ofreció un taco sujetándolo por el mango. Parecía
impaciente. Los hombres que habían estado bebiendo cerca de la mesa de billar se
apartaron para dejarnos jugar. Aún llevaba el mechero de Helen en la mano. Le di con el
pulgar y aguanté la llama encendida hasta que el metal se puso al rojo y empezó a
quemarme la parte del dedo con la que tendría que sujetar el taco. Mi contrincante se me
acercó y me dijo en voz baja:
--Yo me llevaré las tres primeras. Tú ganas las tres
siguientes y luego te dejo ganar el desempate en la negra.
Cuando saqué, ni siquiera se tomó la molestia de dar
la espalda a la mesa para demostrar que tanto le daba cómo quedaran colocadas las bolas.
Prefirió prestar atención e inclinarse de inmediato para ejecutar su primera tacada.
Impecable.
© Alan Warner 1996
Traducción: Mercè López Arnabat
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