ÍndiceNavegación

índex català   sep - oct  2002  n° 32

Flash G

El sueño de Flash Gordon
Jordi Salvat

 

 


Años 30s

      Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
      Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
      revela insensibilidad. El que ríe
      es que no ha oído aún la noticia terrible,
      aún no le ha llegado.

      ¡Qué tiempos éstos en que
      hablar sobre árboles es casi un crimen
      porque supone callar sobre tantas alevosías!
      Ese hombre que va tranquilamente por la calle,
      ¿lo encontrarán sus amigos
      cuando lo necesiten?
       
Es curioso. La cabeza le daba vueltas pero en ningún momento sintió que se mareara. Aunque había estado sentado en aquella silla durante más de dos horas, tenía la impresión de que a su alrededor el decorado estaba cambiando continuamente de forma, de color, de luz. Pensó que cualquiera que lo viera, quizás desde ese espaciófono que alguien había colocado en la esquina de la habitación, pensaría que aquel tipo con las piernas abiertas y la cabeza recostada sobre el hombro no podía ser Flash Gordon, el superhéroe más respetado de todos los que nacieron en los años 30s, el primer aventurero a través de los glaciares helados de Mongo.
      ¿Estaba siendo la mescalina o la hipnosis de algún malvado tirano del que ahora no acertaba a recordar el nombre? La sala tenía un enorme ventanal por el que penetraban imágenes de una ciudad en la que se mezclaban construcciones de líneas clásicas y pistas de despegue interespacial. En aquel momento, Gordon hubiera preferido estar salvando princesas o –mejor aún– andar escondido detrás de una viñeta achuchando a la siempre curvilínea Dale, Dale Arden. No nos ve nadie, de verdad, no nos ve nadie. Sin embargo, ahí se encontraba, solo, con un libro de Bertolt Brecht entre las manos, recitando entre dientes y a trompicones un poema que el alemán escribió en 1938, "A los hombres futuros".
      Cuando la década de los años 30s apareció en escena, aún faltaban cuatro años para que el dibujante Alex Raymond creara los huesos de Flash Gordon. Tiempos locos para los visionarios del planeta, descubridores de futuro que estaban obligados a debatirse a cada instante entre el sueño y la pesadilla.
      En los 30s, la guerra y las utopías se daban la mano. Avanzaba el calendario hacia un mundo sin medias tintas por un camino que sólo podía conducir al paraíso o a la miseria más absoluta. En el suelo había un vaso de cristal con agua y cuatro décimas de gramo de mescalina diluidas en ella.
      Gordon cerró los ojos y empezó a viajar en busca de su propia memoria. Él sabía que el universo aún podía ser hermoso y virgen. Le gustaba creerlo. Era el 18 de febrero de 1930 cuando un joven de apenas 22 años llamado Clyde Tombaugh descubrió el que había sido uno de los cuerpos celestes más buscados del siglo, Plutón. En algún lugar –no sabe cuándo, ni mucho menos dónde– Gordon había oído la curiosa historia que envolvía el gran hallazgo que le había obsesionado desde niño. ¡Mamá, dile a papá que ya sé donde quiero que nos lleve de vacaciones este año!
      Pues resulta que a principios de la década la mayoría de voces coincidían en decir que el Sistema Solar tenía sólo ocho planetas. Sin embargo, ya a mediados del XIX algunos astrólogos habían empezado a sospechar en la posibilidad de un nuevo escenario. "Pero una cosa es creer que existe y otra bien diferente es haber estado", pensó Gordon escondido tras la misma sonrisa irónica con la que un día en el pasado se proclamó emperador del universo.
      Un científico llamado Percival Lowel había iniciado los estudios que tenían que servir para ubicar el nuevo planeta. La ciencia –como en las noches de gala y champagne– ponía todas sus fuerzas para dar forma al futuro. Y lo que son las cosas, los estudios de Urano (dios del cielo) y Neptuno (dios del mar) advertían de la presencia de un nuevo compañero de gravitaciones. No hay dos sin tres, seis sin siete, siete sin ocho, ocho sin nueve. Lo malo es que a menudo las certezas no corren tanto como las manecillas de los relojes de pared, de madera noble y campanadas apocalípticas, ding, dong, ding, dong, ding, dong, y el viejo Lowel murió en 1916 sin haber podido localizar en el cielo la respuesta a su crucigrama.
      Veston Melvin Slipher fue el encargado de relevarle en las investigaciones. Sin embargo, fue su ayudante, el joven Tombaugh, el que finalmente acabó poniendo el ojo sobre la silueta del nuevo intruso galáctico.
      El descubrimiento se dio a conocer días más tarde, en marzo, y se le reservó el nada esperanzador nombre de Plutón, dios de los infiernos y de los muertos. Llegaba con las credenciales de ser el planeta más alejado y pequeño del sistema. Cómo decirlo, su tamaño equivalía a dos terceras partes de la Luna, vieja conocida de los soñadores y de las historias fluorescentes contadas en lugares íntimos.
      Gordon abrazaba con sus labios el pelo de Dale en una foto que sabía a sales de plata. No podía estar enamorado porque los superhéroes no tienen corazón, al menos no deberían tenerlo. Se imaginaba volando por los aires, en una nave de motor poderoso y acelerador rápido, que dejaba tras de sí un haz de letras verdes y azules. Frases con olor a cabaret, a amor con falda corta y liga bien apretada a la pantorrilla.
      La última vez que Gordon estuvo en un antro de esos acabó peleándose con cuatro camareros de nombres inventados. Granbo, Ming, Brukka y Rital. Cree Gordon que de noche, cuando los dibujantes han guardado todos los pinceles en sus estuches de metal, es más seguro emborracharse. Al menos no te tocan las pelotas con la jodida imagen delante del público, con que si tienes que hacer buena cara, sonreír, llevar la camisa limpia, planchada y sin olores, con que al día siguiente, a primera hora o antes, tienes que estar en su estudio, con ganas de hacer posturitas y poner cara de hombre interesante, de estrella de Hollywood.
      Pues la última ocasión en la que entró en un cabaret de Berlín, Gordon acabó borracho como nunca lo había estado antes. Dale, cuando la conoció, era bailarina en un viejo garito llamado Golgatha, cerca de Kreuzberg. Fue a verla un par de veces y a la tercera la esperó hasta que cerraron, cuando ya amanecía, y se fueron a bañar a una fuente del Tiergarten. Los inviernos de Berlín tienen estas cosas.
      Pero igual que te pegas un chapuzón embutido en un traje térmico, te quedas helado porque descubres que la chica a la que habías invitado a cenar no llega y probablemente ya no vendrá.
      Dale era así. No necesitaba muchas excusas para enfadarse, una mirada furtiva de otra mujer le bastaba para odiarte durante diez días seguidos, y entonces tú te convertías en un tipo vacío, sin fuerza y con mala, muy mala leche. Como aquella última vez que Gordon estuvo en un cabaret, mugriento, con un par de músicos de jazz y una negra idéntica a Ella Fitzgerald. Ella cantaba y Gordon no paraba de mojarse el paladar. Sería whisky. Apoyado sobre la barra, pedía uno y otro y otro y otro y otro, cuanto más bebiera, más cerca estaría de olvidar el nombre de la chica que le había dejado allí plantado. Dale, Dale, Dale. ¡Camarero, joder, he dicho que otro whisky! Pero llega un momento en el que todos los otros clientes ya se han ido. Entonces es cuando te quedas solo con Ella y en vez de suplicarte que la beses con dulzura, te suelta que te vayas a dormir que estás muy pesado y el aliento te apesta. No te lo puedes creer. Sacas un billete de cien mingols y se lo tiras a un chico que está recogiendo vasos. ¡Eh, tú, ponme un whisky y pregunta qué quieren los demás!
      Así es la vida en un cabaret, antes de que hayas podido decir algo parecido a un "yo invito", ya tienes a cuatro gorilas destrozándote las costillas a patadas. Patético, realmente patético. Granbo, Ming, Brukka y Rital echaron a esa comadreja como se merecía, por la puerta de atrás y con el labio partido en dos. Una noche durmiendo junto a los cubos de basura ayuda a que te lo pienses varias veces antes de ponerte a hacer el imbécil sólo porque tu chica te ha dejado.
      Dale, Dale, Dale. Dale. Dale. Gordon cada vez lo tenía más claro, lo superhéroes no deberían tener corazón. Al menos, no para enamorarse.

      Es cierto que aún me gano la vida.
      Pero, creedme, es pura casualidad. Nada
      de lo que hago me da derecho a hartarme.
      Por casualidad me he librado. (Si mi suerte acabara, estaría perdido).
      Me dicen: "¡Come y bebe! ¡Goza de lo que tienes!"
      Pero ¿cómo puedo comer y beber
      si al hambriento le quito lo que como
      y mi vaso de agua le hace falta al sediento?
      Y, sin embargo, como y bebo.

      Me gustaría ser sabio también.
      Los viejos libros explican la sabiduría:
      apartarse de las luchas del mundo y transcurrir
      sin inquietudes nuestro breve tiempo.
      Librarse de la violencia,
      dar bien por mal,
      no satisfacer los deseos y hasta
      olvidarlos: tal es la sabiduría.
      Pero yo no puedo hacer nada de esto:
      verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.

El futuro se presentaba con los ojos puestos en el nuevo planeta. Plutón con peluca y collares de plata. Rotación, traslación, rotación, traslación, rotación, traslación. Sin embargo, en la Tierra, algunos iluminados habían llegado a una preocupante conclusión, el cielo no podía esperar.
      El 14 de septiembre de 1930, con ciento siete escaños, el nacionalsocialismo se convirtió en la segunda fuerza política en Alemania. Las elecciones legislativas habían evidenciado que cuando el cielo es demasiado oscuro, el ser humano siente debilidad por ponerse en manos del malo de la película. El pago de reparaciones a los países aliados a raíz de los daños ocasionados durante la Gran Guerra del 14, había ahogado el espíritu germano. El mundo intentó dar marcha atrás con el plan Owen, en agosto del 29, pero ya era demasiado tarde. La humillación había sido utilizada como argumento propagandístico del fascismo y los frutos se adivinaban inquietantes. Los espasmos de la esquizofrenia azotan la vida política y social.
      En 1930, Flash Gordon aún no era más que un feto de ficción en la cabeza de Alex Raymond. Si hubiera nacido antes –joder, si hubiera nacido antes– quizás habría tenido tiempo de hacer entrar por vereda a alguno de esos monigotes de alma fachistoide. Pero no. Uno no puede llegar siempre a tiempo a todas partes, por mucha prisa que se dé. Y lo peor de todo es que luego te culpan por actuar tarde, como si tú tuvieras que saber quién es un mamón y quién es un sabio sólo con mirar a los ojos de la gente. Gracias por vuestra comprensión. En el año 2001, Flash Gordón habrá solucionado todos vuestros problemas sin que hayáis tenido que mover un dedo.
      Gordon está triste, ¿qué tendrá Gordon? Por el suelo de tablones de madera se arremolina una montaña de diarios viejos. La habitación está húmeda y se oye una especie de murmullo, como si por allí cerca alguien se hubiera empeñado en colocar una gran cascada, de esas que las parejas cursilonas van a visitar en su viaje de bodas porque les han dicho que quien se moja las manos con aquel agua ya no volverá a desear nunca más las caderas de otra mujer o la lengua de otro hombre.
      Ahora –cree Gordon– ya embotellan ese agua y la venden a buen precio en el supermercado de la esquina de la ciudad, pero en su día era uno de los destinos más visitados de los recién casados en blanco y negro. En la habitación se oía el murmullo de las cataratas del Niágara y el papel de los periódicos, en contacto con la humedad, había empezado a pudrirse.
      Gordon ojea una de las portadas. Dicen que el mañana se acerca pero nadie idea nada para que Thomas Alva Edison no se muera. El que fuera el matemático de la imaginación se va en el 31 dejando tras de sí más de mil patentes y alguna que otra película porno. Su currículum decía que era capaz de producir un nuevo invento cada diez días.
      Mierda de noticias. Gordon tiene sed y relame el vaso con los dientes. Mierda de noticias. A mediados de los años 20s, en Alemania, Hitler había publicado su manual de instrucciones particular, "Mein Kampf". El fascismo ya tenía literatura y fue en el mismo 1930 cuando el libro en cuestión se tradujo a otra lengua, al inglés. Mierda de noticias. Meses más tarde, la crisis financiera se agrava en Alemania y los bancos se ven obligados a cerrar las puertas. Mierda de noticias. Japón ocupa Manchuria y da un paso de gigante para convertirse en el imperio hegemónico de su costado asiático. Mierda de noticias. Y en España –lo que son las cosas– el futuro empieza un día llamado 14 de abril de 1931. Se proclama la II República y Alfonso XIII hace las maletas. Ése futuro, como tantos otros, sería efímero. Mierda de noticias.
      Gordon nunca ha sido un drogadicto y nunca lo será. Un tipo se ríe desde la radio. ¡Que nos atacan, que nos atacan! Gordon lleva un traje gris perla, no sabe de dónde ha salido pero esta mañana lo ha encontrado en el fondo del armario. Lo que no estaba era la ropa de Dale. En alguna canción ha oído que las perlas son lágrimas de hombre. Se meten en un pequeño tubo de cristal y se dejan a secar bien cerca del Sol.
      En Estados Unidos, los efectos del Crack del 29 se extienden. El paro aumenta y en las grandes ciudades el chabolismo abraza lo que hasta hace poco parecían ser metrópolis indestructibles. Qué bonito, qué bonito, qué bonito. Los americanos cada día hacen los rascacielos más altos y se pone de moda la caída libre. Los financieros arruinados se lanzan desde las nubes al asfalto de Wall Street y los que aún se lo pueden permitir se apresuran en acabar los mauseleos –con etiqueta de oficina art déco– que habían planificado durante las opulencias de los años anteriores.
      Primero abrió las puertas el edificio Chrysler, el que fue durante unos meses la construcción más alta de Nueva York. Gordon se conocía la historia al detalle, porque un primo suyo, un irlandés que emigró a los Estados Unidos en busca de las oportunidades de la otra orilla del océano, había trabajado en la obra. Siempre llevaba en el bolsillo de su vieja americana marrón, de la que nunca se desprendía, una foto en la que se le veía desayunando un bocadillo sobre una viga a más de trescientos metros de altura.
      A Gordon le gustaba recordar como explicaba la historia su primo, con aliento a cerveza negra y una gorra deshilachada en la cabeza, cada vez que iba a comprar tabaco y se le ponía a tiro algún turista accidental en el estanco de su esquina de Brooklyn, en la Séptima avenida y la calle Tres. El edificio –hablaba– fue diseñado por William Van Alen por encargo de la compañía automovilística Chrisler, el vestíbulo estaba pensado para acoger muestras de los nuevos modelos, el exterior es una continua evocación de elementos y emblemas del coche... Pero la verdad es que la casa alta con la nariz apuntando a las estrellas nunca fue ocupada por la Chrisler ni su arquitecto fue considerado el paradigma de la honestidad artística. De hecho, todo lo contrario. Van Alen fue acusado de irregularidades financieras y su reputación nunca volvió a ser la misma.
      El futuro tiene estas cosas, a veces se presenta turbio. Y para colmo, a los pocos meses llegan otros arquitectos, el trío formado por Richmond H. Shreve, William Lamb y Arthur loomis Harmon, y se llevan el título de ser los más altos de la clase. Por 61 metros de diferencia. Hasta los 381, que se dicen rápido pero que se tardan un poco más en subir a pie. Dirían los neoyorquinos que se trataba de la octava maravilla del mundo, con King Kong enamorándose de la rubia Ann Darrow. "O de su réplica en la vida real, Fay Wray, véte tú a saber", farfullaba el primo irlandés mientras el turista accidental ya se había buscado un taburete y le pedía al dependiente del estanco, un hombre de unos cincuenta años con gestos de filósofo, si guardaba por ahí alguna caja de puros habanos a buen precio.
      La bella y la bestia haciendo sombra a la gran torre de hierro. En pleno Manhattan, en el cruce entre la calle 34 y la 5a Avenida. Silueta de trazado simple. Formas de granito que poco tenían que ver con el exotismo. El art déco preparaba el terreno para un escenario donde el futuro se convertía en algo sofisticado. En un marcianito saliendo de una gran copa de cóctel con azúcar en el borde. Algunas de las oficinas del Empire State estuvieron durante años sin ocupar. La depresión pasaba factura y sólo después de la guerra el portero pudo colgar el cartel de completo.
      Unos ganan y otros pierden.
      Gordon se peina el pelo con una mano. Quizás ya toca pasarse por el barbero. Al traje gris perla tampoco le iría nada mal pedir cita en la tintorería. Antes era Dale la que se ocupaba de estas cosas. Ahora ella prepara su propia revolución. Gordon se imagina en lo alto del Empire State. Es de noche. Juran que las alturas ayudan a perder el vértigo. Las calles de Nueva York se ven mucho más pequeñas si les echas un ojo desde ochenta pisos hacia el cielo.
      Las puedes aplastar con la palma de la mano. Todas a la vez. Las chicas son neumáticas y Aldous Huxley se inventa un universo lleno de clones desconcertantes que se remueven entre las entrañas del totalitarismo. Un mundo feliz, un mundo feliz, gritan los taxistas a cien por hora, en plena noche y saltándose los semáforos de cualquier ciudad del mundo.
      ¿Quién coño te regaló ese libro, Gordon, quién coño fue? Lo recuerda envuelto en un papel con margaritas blancas estampadas sobre fondo azul. Él iba disfrazado de oficial de la policía secreta, con una calabera pirata en medio del pecho. Sus dedos estrujaban el papel. Había muchísima gente. Todos aplaudían. Muchísima gente. Era como una convención de superhéroes fuera de servicio, como si estuvieran celebrando la jubilación anticipada de alguno de ellos y lo estuvieran mojando con vino barato en el salón de actos de un hotel de lujo.
      Una chica se acercó a Gordon y le alargó un paquete. Igual era Dale. Gracias. Dame un beso. Hace tiempo que no quedamos. Será porque no me llamas. Nunca estás. Tú tampoco. "Un mundo feliz" salió publicado en 1932. Huxley se arrodilló ante la tecnología con una mueca irónica en la boca. Si se trataba de reverenciar a un nuevo dios, la crítica sórdida pudo más que la recreación alegre de un universo venidero.
      Aquí el sensorama sirve para crear una nueva realidad paralela a los sentidos. El soma es la droga que ha de guiar los pasos de la humanidad de cara al próximo siglo. El problema está en que ambos conceptos acaban siendo sinónimo de control social. "Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante... Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes... Uno puede tomarse unas vacaciones siempre que se le antoje, y volver sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología... Un solo centímetro cúbico de soma cura diez sentimientos melancólicos".
      A Gordon se le hizo la boca agua. Dale no era más que un dibujo que se había quedado anclado en el pasado. Yo soma, tú soma, él soma, nosotros soma, vosotros soma, ellos soma. De pequeño –si es que alguna vez fue pequeño– odiaba las clases de física y química. Los números se ponían uno detrás de otro, como cuadrándose ante un ejército de gigantes del frío. Oye, jovencita, no sé qué te he hecho para que me des de lado. Si te soy tan desagradable, ten la seguridad de que no volveré a molestarte.
      El mundo inventado por Huxley es un lugar donde todo, absolutamente todo, parece llamado a ser explicado por una fórmula matemática. Hay quien cree que hacer la vida más fácil es también hacerla más feliz. "Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación". La solución para deshacerse de las emociones está en abreviar al máximo ese tiempo. "Como si fuera así de fácil, jodidos cabrones", gritó Gordon mientras se levantaba de aquella silla con forma de mariposa en la que llevaba horas dormido.
      De repente, notó como los pies se le helaban, fríos como cuando su nave quedó atrapada en un alud de nieve y tuvo que salir haciendo una ventana a golpe de disparos con la pistola calorífica. Alguien golpeaba en el suelo de la habitación y las sienes de Gordon, venosas y rojizas, rebotaban contra su cráneo en un palpitar frenético. Un silbido invadía el aire. Suave, fuerte, suave, y es entonces cuando Gordon volvió a sentarse, fuerte, suave, fuerte.
      La igualdad de todas las personas, el sueño de los utópicos del pasado, sólo puede ser posible igualando su composición fisicoquímica. Esa es la verdad. El futuro de Huxley estará dominado por un mundo lleno de estabilidad, que es lo que le falta a éste. Sin alma, sin cielo, sin Dios, sin religión, sin alcohol, sin cocaína ni morfina ni mescalina, sin vejez, sin azar. Una vida construida tan sólo con soma y muchas ganas –ganas locas hasta la muerte– de consumir tantos productos como la cadena de producción sea capaz de poner en el camino del ciudadano.
      Gordon recordó una biblioteca de Londres a la que solía acudir cuando estuvo viviendo allí, hace sólo unos meses. Fue a Inglaterra porque le habían dicho que era el mejor sitio en el que aprender a volar sin necesidad de ninguna máquina, pero le engañaron. Se ve paseando por Isllington, Holloway Road arriba, Holloway Road abajo, con un buen puñado de títulos en una bolsa de papel. No para de mirar el cielo por si ve pasar un cometa. En 1937, Murray Constantine –pseudónimo de Katherine Burdekin– publica "Swastika Night", novela que vomita sobre el triunfo de Hitler desde un lugar situado varios siglos más tarde. La Luna cae sobre el Reich.
      Pero no todo es mensaje bílico en el mundo de las letras. En 1939, James Dyrenforth y Max Kexter parodian a Lewis Carroll en "Adolf in Blunderland". En el libro, los dos escritores presentan a Hitler envuelto en un universo surrealista que convierte la tragedia en la más salvaje de las carcajadas.
      El metro de Londres está lleno de platillos volantes. Gordon recuerda aquella tarde que, atraído por el perfume amaderado de una muchacha pakistaní, se acercó a una pequeña estantería que estaba completamente ocupada por las obras de un tipo llamado Olaf Stapledon. No había oído ese nombre en toda su vida. La chica, con un shari de color rojo hasta los tobillos, ni siquiera se fijó que alguien la estaba observando. Ella estaba en la T de Tagore y él en la S de Stapledon. Intentando llamar la atención, Gordon se sentó sobre sus propios tobillos y empezó a pasar las páginas de uno de los tomos. Ella se fue y él sintió como de su cabeza salía una ráfaga de humo. Mucho humo.
      A su lado, media docena de volúmenes se amontonaban llenos de teorías, de mapas sociológicos con las claves de los próximos dos mil millones de años del planeta. Toda una historia del futuro, con una exhaustiva radiografía de las 18 razas de la humanidad. Filosofía pura que chamuscó el flequillo del pobre Gordon, que siempre se había esforzado en parecer un hombre de esos que llaman de acción. Escribía Stapledon que el primer Estado Mundial se fundaría en el año 2.500 y que éste duraría hasta que acabaran las existencias de carbón. Ése era el secreto de la supervivencia y de la paz. No hay nada más importante en el universo que el carbón, negro bien negro y combustible, por los siglos de los siglos, amén.
      Música para tus oídos, pensó Gordon de nuevo acurrucado sobre el cuero marrón de su mariposa. ¡Qué maravilloso sería poner el volumen al máximo y olvidarte de todos esos visionarios vinagres que se imaginan el mañana inundado de gris! Espectacular sería pasear por una calle de Berlín, pasar de largo el Zoo y continuar hasta el estudio del doctor Friedrich Trautwein. Lo sabe. Subiría por las escaleras, buscaría puerta por puerta hasta encontrar una placa que pusiera algo así como "ingeniero eléctrico con ideas de seda", entraría y echaría unas risas con él.
      Pudiera ser que Gordon –difícil, difícil y extraño, pero pudiera ser– ayudara al maestro a poner en marcha su gran invento, el trautonium. El nuevo instrumento tenía que acercar las partituras hacia una nueva dimensión. Paul Hindermith, Oskar Sala y Rudolph Schmidt realizaron en 1931 la primera interpretación de una pieza escrita especialmente pensando en las características del artefacto del doctor Trautwein. Un pedal situado en el suelo ayuda a controlar el volumen. Impresiones electrónicas para una nueva vida. Alguien se imagina que sobre su cabeza vuelan un millón de pájaros. Picotean. Hindermith se convirtió en el principal compositor de piezas para trautonium y Oskar Sala en el más asiduo intérprete, incluso llegando a perfeccionar el aparato.
      Sucede que el trautonium fue comercializado por Telefunken entre el 1932 y el 1935. El instrumento inicial disponía de un teclado construido a partir de un cable sobre una superficie metálica marcada con una escala cromática y ligada a un tubo de neón. Alguien pone un dedo sobre el alambre y la electricidad completa todo el circuito hasta salir por un altavoz situado a uno de los lados. Una manada de pentagramas pasan por el cerebro de Gordon. Suena algo de Schoënberg, o Bartók, o Stravinsky... Las corcheas llevan corbata negra y las fusas los labios pintados de rojo y una pitillera de oro. Son preciosas, pero no te fíes de ellas.
      La vida es un lienzo en blanco donde nadie te dice quién te va a dibujar al día siguiente. Gordon odiaba ir a los museos, lo odiaba casi tanto como ir buscando la sombra de Dale entre las viñetas de otros mamarrachos con aire de héroes de la humanidad y fuerza invencible. Dicen que en el mundo del arte los grandes futuristas fueron los italianos de la primera década del siglo. Que después de aquello, los movimientos de vanguardia se sumieron en una especie de locura permanente que habría de disfrazar el porvenir en un intenso viaje lisérgico. El dadaísmo y el surrealismo recogieron el testigo de una tropa de creadores que enfocaron el futuro desde la sonrisa ácida de quien ridiculiza las siempre falsas leyes de la lógica.
      No es de extrañar que Salvador Dalí fuera llamado a construir un pabellón en la Exposición Universal celebrada en Nueva York en 1939. La muestra, que se abría con la promesa de ser la "exhibición del mundo del mañana", sirvió para reunir los diseños más innovadores del momento. Walter D. Teague fue el encargado de asumir la supervisión general del proyecto, que contó además con destacados colaboradores como Raymond Loewy, Russell Wright o Norman Gel Geedes. Los nuevos parámetros futuristas apostaban por formas aerodinámicas y funcionales. Siummmm, siummmm, siummmmmmmm.
      Gordon se acercó una tarde de viernes, cuando los funcionarios salen de trabajar y los dibujantes se van a pasar el fin de semana al campo con sus amantes de faldas cortas y piernas largas. Pensaba que encontraría muchas más colas que las que después había. Al fin y al cabo, no todo el mundo quiere ver el futuro desde el pasado. Por lo que respecta al proyecto realizado por Dalí, polémico hasta la saciedad, el resultado fue distinto al esperado. El pintor quiso nadar a contracorriente a pesar de las evidencias que lo unían al resto del grupo. Lo que hizo fue contraponer elementos y símbolos de la arquitectura clásica a las líneas asépticas que proponían los otros participantes en el evento. La provocación hecha bigote. En el catálogo de una exposición en la galería neoyorquina Julien Levy, semanas antes de la inauguración de la Expo Universal, él ya presentó una retrospectiva individual que se acompañaba de un catálogo cuya portada parodiaba el cartel de la gran feria de Nueva York. A la esfera y el obelisco que la muestra había adoptado como señales identificativas, Dalí añadió caballos al estilo de Leonardo, cabezas de medusa y arquitecturas de la antigüedad. Siummmm.
      Cuando Gordon vio "El Sueño de Venus", nombre del pabellón construido por Dalí, recordó algunas calles de su ciudad. Las autopistas, con varios niveles de altura, se confunden entre esculturas de corte griego. La vida es dura cuando quieres que lo sea. Un tipo lleva una túnica color crema y otro unas botas incandescentes. Gordon imagina el escote de Dale mientras recuerda el beso que una vez dio a la bella Aura. La cabeza vuela más rápido que el cuerpo. Siummmm, siummmmmmmm.
      El vaso está ya tan vacío como su mente. En gris. Gordon busca en la agenda el nombre de algún amigo de esos que de vez en cuando te sacan de un apuro aunque sepan que sólo les llamas cuando tienes el agua al cuello y nada que llevarte al alma. Ader, Clemente; ingeniero. Amundsen, Roald; explorador. Anderson, Carlos David; físico. Artaud, Antonin; poeta.
      Sí. Hace unos días le dijeron que Artaud estaba viajando por México en busca de peyote. Ése tío es la hóstia. Gordon lleva horas sin producir ni un solo sonido. Tiene las amígdalas secas –secas y blancas–, pero cree que aún es capaz de vocalizar tres o cuatro frases. Le llama por el espaciófono. La pantalla se enciende y parpadea. Tuu, tu, tuu, tu, tuu, tu, tuu, tu, tuuu, tu, tuuuuuuu... Mierda, Artaud nunca está en casa cuando le buscas. ¿Dónde coño se habrá metido?
      A Gordon, roto de cuello para abajo, le asaltan un montón de imágenes sin sentido. Puede que pertenezcan a dos de sus películas favoritas, "La vida futura" y "Una fantasía del porvenir". Todo el planeta es cine. De vez en cuando, Gordon tiene la sensación de que alguien le vigila desde una cámara situada medio metro delante suyo. Quisiera quemarla pero no se atreve.
      La primera de las películas, realizada en 1936 bajo el título original de "Things to Come", está basada en una novela de H.G. Wells publicada tres años antes. Entre catástrofe y batacazo, de lo que se trata es de descubrir el sentido último de la guerra y el progreso. Ninguno. Según se desprende de las derrotistas previsiones de este largometraje, dirigido por William Cameron Menzies, en el año 1970 la civilización tenía que haber quedado devastada a causa de una plaga y una contienda bélica de carácter mundial. Todo apunta a que en el futuro no habrá lugar para la esperanza. Sin embargo, entre tanta destrucción, siempre aparece ese reducto de salvadores (en este caso formado por científicos, ingenieros y mecánicos) que hará lo posible para devolver al planeta el esplendor de tiempos pasados.
      ¿Y cuál es el problema? Pues que incluso en situaciones extremas hay quien piensa que la ciencia es un enemigo de todo lo que en la vida es natural. Esto no se come, esto sí se come, esto no se come, esto sí se come. Mal punto de partida que finalmente los héroes de laboratorio consiguen superar. Resultado: en el año 2036 el mundo se ha convertido en un lugar –quién lo iba a decir– respirable y lleno de prosperidad.
      Los científicos de "La vida futura", teléfono de pulsera incorporado, luchan también por enviar el primer ser humano al espacio. El artilugio inventado para hacerlo no tiene desperdicio. Sus avanzadas ideas están basadas en la siempre universal teoría de las muñecas rusas. Insultantemente grande, muy grande, grande, mediana, pequeña, muy pequeña, extremadamente pequeña.
      El invento consistía en un cañón gigante que disparaba un cohete que en su interior llevaba otro cohete igual pero de menores dimensiones. Una vez estaba en el aire, la nave disparaba el trasto que llevaba dentro que a su vez tenía en su interior otro proyectil mucho más pequeño que disparaba uno más, y uno más, y uno más, y uno más, y uno más... hasta dar en el blanco. La Luna no para de girar. También tiene algo de paranóica si te pones a navegar entre sus cráteres.

      Llegué a las ciudades en tiempos de desorden,
      cuando el hambre reinaba.
      Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
      y me rebelé con ellos.
      Así pasé el tiempo
      que me fue concedido en la Tierra.
      Mi pan lo comí entre batalla y batalla.
      Entre los asesinos dormí.
      Hice el amor sin prestarle atención
      y contemplé la naturaleza con impaciencia.
      Así pasé el tiempo
      que me fue concedido en la Tierra.
       
      En mis tiempos, las calles desembocaban en pantanos.
      La palabra me traicionaba al verdugo.
      Poco podía yo. Y los poderosos
      se sentían más tranquilos sin mí. Lo sabía.
      Así pasé el tiempo
      que me fue concedido en la Tierra.
      Escasas eran las fuerzas. La meta
      estaba muy lejos aún.
      Ya se podía ver claramente, aunque para mí
      fuera casi inalcanzable.
      Así pasé el tiempo
      que me fue concedido en la Tierra.

 A Gordon le dolía el espíritu. Tenía ganas de cantar. Cantar, gritar, bailar, llorar, morir. Es una putada pasarte la vida haciendo creer al mundo que controlas la situación, que no hay nada malo que temer, que los malvados siempre pierden y ese tipo de cosas, pero en el fondo tú sabes que todo, absolutamente todo, es mentira. Incluso tú eres mentira, Gordon. ¿Y qué me dices de ese tipo que sale por la televisión imitándote? Él también es mentira. Y Dale. Dale es más mentira que nadie. Calla, ramera. Responde cuando te pregunte.
      Cuentan que en 1930 se rodó "Una fantasía del porvenir", la película que ostenta el título de ser el primer musical de la historia. El futuro visto a partir de un hombre partido por un rayo que es automáticamente transportado medio siglo adelante. Parece imposible, pero de repente te encuentras con gente que en lugar de nombre tiene un número, aeroplanos portátiles de uso individual, píldoras alimenticias por doquier y bebés que se pueden comprar en cualquier máquina expendedora. Además, por si fueran pocas y poco desalentadoras las innovaciones, algún lumbreras ha instaurado un Tribunal Matrimonial que dicta –después de su debida solicitud– quién puede o no puede casarse y con quién tiene permiso para hacerlo.
      "Libertarios de todo el mundo, estáis acabados", escupió Gordon. El protagonista de la película, J21, tiene que convertirse en un hombre de provecho y así conseguir autorización para unirse a LN-18.
      Sé bueno, pequeño. Al chico no se le ocurre otra cosa que enrolarse en una expedición a Marte, el planeta misterioso. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. El viaje dura varios días y allí, él y el resto de la exquisita tripulación, se topan con una descorazonadora noticia: en el espacio conviven dos sociedades diferentes. Curiosidades te da el turismo intergaláctico. Pues ocurre que cada buen marciano tiene un gemelo en forma de diablo.
      Gordon piensa cómo le iría a él. ¿Quién sería, el ángel o el demonio? El cohete con el que viaja J21 le resulta especialmente familiar. En uno así él quisiera conquistar la galaxia. Escucha por la radio que los extraterrestres están invadiendo la Tierra. Alguien debe de estar de broma. Es medianoche y repican unas campanas a lo lejos. Está cansado. Los superhéroes también se cansan de no hacer nada.
      Nunca antes había tenido agujetas, intensas y ácidas sobre unos músculos que hace apenas unos segundos no sabía ni que existieran. Cree que le gustaría cruzar el Atlántico en avión, él solo, como hizo Amelia Earhart. Sería una buena terapia, sin compañía en medio de la nada, a miles de kilómetros de la costa y del cielo, sin nadie que te recuerde que de aquí para allá existe el bien y de aquí para allá el mal. Gordon se refriega la barba con el puño. A menudo se siente como uno de esos robots que construyen los inventores entre conferencia y conferencia, como para pasar el rato y con el convencimiento de que no sirven para nada. Leen, hablan, van a comprar el periódico y te dan un beso cuando estás melancólico.
      El poema de Bertolt Brecht es más triste de lo que pensaba. Esto es lo que hay. ¿Qué dirían mañana los periódicos si apareciera el fiambre de Gordon aplastado contra una silla y con un vaso de cristal vacío a su lado?
      Seguro que nadie haría el más mínimo caso. Mañana –quién sabe– igual ya no hay periódicos. Un planeta tiene los superhéroes que se merece. El calendario lleva siglos parado en el año cero. Putos egoístas.
      Y Dale... Dale lleva cinco días sin volver a casa. Se cansó de Gordon como siempre pasa cuando de las nubes no llueve oro. Se fue y ahora quién sabe dónde estará. Apoyada en una barra de Berlín, contándole a algún tipo que un día conoció a otro que decía ser Flash Gordon y que no hacía más que drogarse sentado en una silla ridícula en medio de una habitación desconchada en la que sólo había un espejo y una ventana que daba al vertedero de una ciudad, no sé qué ciudad. Y entonces ese tipo le dirá que se calle, que no le importa su pasado y que se le ha hecho tarde. Tumbados en la cama, siempre pasa igual.
      Pero a Gordon no le importan todas esas mentiras. Sería capaz de perdonarle todo, hasta el desprecio a sus besos eléctricos, hasta que vendiera los muebles y los libros y los cuadros, hasta que quedara con Raymond un sábado por la noche para ir a cenar. El futuro ya está dicho. Muchos problemas para acabar tirándolo todo por los aires.
      Gordon está volando sobre su silla. Lo último que quiere es que alguien le despierte ahora. Está vivo y un día de estos vencerá a la soledad. Sí, soy Flash Gordon y no me gustan las ratas.

      Vosotros, que surgiréis del marasmo
      en el que nosotros nos hemos hundido,
      cuando habléis de nuestras debilidades,
      pensad también en los tiempos sombríos
      de los que os habéis escapado.

      Cambiábamos de país como de zapatos
      a través de las guerras de clases, y nos desesperábamos
      donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.
      Y, sin embargo, sabíamos

      que también el odio contra la bajeza
      desfigura la cara.
      También la ira contra la injusticia
      pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
      que queríamos preparar el camino para la amabilidad
      no pudimos ser amables.
      Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
      en que el hombre sea amigo del hombre,
      pensad en nosotros
      con indulgencia.

      
© Jordi Salvat
      
 
Jordi Salvat:  Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universitat Autònoma de Barcelona. Empezó su carrera profesional como redactor de la revista cultural Ajoblanco. Luego, trabajó como periodista free-lance desde Londres para diferentes publicaciones españolas, como Woman o Tendencias. Se trasladó a Madrid para ocupar el puesto de redactor jefe de la revista Vanidad. Posteriormente, durante tres años trabajó como corresponsal de cultura y espectáculos del diario Avui en Madrid. Después de coordinar la redacción de la web en catalán elquesigui.com, en la actualidad dirije el colectivo The Cry Project y es redactor jefe del portal juvenil 3xl.net.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

navegación:    

  septiembre - octubre 2002  número 32 

-Narrativa

John Cheever: Una visión del mundo
Barry Gifford: Dos cuentos de Wyoming
Stuart David: Lo que Nalda decía
(extracto)
Jordi Salvat: El sueño de Flash Gordon
Mària Suàrez: Avon llama

-Poesía Esther Zarraluki. Barcelona, mujeres poetas (5)
Pere Pena: Dos poemas inéditos
-Ensayo Rodrigo Fresán: El mundo según Cheever
Eloy Fernández Porta: Noticias del bulevar periférico
-Entrevista

Stuart David

-Reseñas G. González de la Vega Antología de relatos    españoles de piratas 
Antoni Libera Madame
Stuart David Lo que Nalda decía
-Secciones
  fijas
Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Envío de textos
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il