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índex català     enero - febrero  n° 46

Ana y los Diez
Alejandro Tellería

 

Vaya mierda de fin de año, se dice el chico sentado frente a mí, preocupado por lo grande del chicle de chupachup que mordisquea, perplejo, mientras se dirige a algún sitio donde no quiere ir; eso se ve. En medio del bullicio del metro de Nochevieja, siente satisfacción mientras se imagina las campanadas que no oirá por la música a tope de la fiesta a la que va, una fiesta que no le espera a él –como a él a ninguno– mientras serpentea por entre las vísceras de la ciudad, totalmente ajeno –como él, todos– a la inmensa desesperación que siente por sentir algo que le haga olvidar el sabor insondable y amargo de la insignificancia. Vaya mierda, repite, tumbado con los pies sobre el asiento frente a él y a mi izquierda, hiriendo mi pituitaria siniestra con una hediondez rebelde mal sometida en sus pezuñas. La cabeza, abatida sobre el cristal rayado de garabatos, le descansa en ralentí mientras intenta hacer circular sus pensamientos por el tránsito errático de las rayas que lleva encima.

La ciudad no tiene encantos que calmen mis sueños, ni los del chico de al lado / de enfrente, de llegar a ningún lugar. A esa hora el metro sabe que va triste, arrastrando el tedio de quienes trabajarían en él hasta la mañana, cargado de entidades que intentamos articular vulgares simulacros de alegría, lleno de nada y de nadas en toda forma posible y en alguna imposible también (mujer, sesenta años, falda corta, pantimedias de malla de pescar, tacones, cuero negro, exceso de maquillaje). Sólo un vómito, el primero del año, se atreve a decir su verdad apestando el vagón en que vamos el muchacho del cadáver alojado en los zapatos y yo. La menor de edad que lo expulsa de sí importa poco: las entidades sólo saben sentir asco a lo que es distinto, porque cualquier escape hacia verdades ajenas ayuda a esconder lo desagradable de las propias. La masa regurgitada, similar a la mezcla de comidas y bebidas que llevamos todos dentro y que huye –pobre– cuando se le obliga a vivir en una abyección mayor que la de ella misma, cae inerte en el suelo salpicando, en su trayectoria e impacto, a cuanto celebrante tiene a tiro; de inmediato, la aturdida baja tambaleándose en Urquinaona entre los vítores de pasajeros más jóvenes y achispados, jubilosos por no haber sido ellos el objeto de tan incierta aclamación.

Mi compasión se dirige –excepcionalmente, por Fiestas; yo no soy compasivo– hacia el vómito que yacía allí, consumiéndose rápidamente en vapor a lo largo de todo el salón, desintegrándose a cada paso de los viajeros que intentan esquivar su roce haciendo contrapeso con vasos de ponche caballero y Coca Cola. Entre estación y estación me sumo al ambiente festivo con una fetidez aérea, debidamente insonorizada por la siempre eficaz posición de ángulo de cuarenta y cinco grados que doy a mis nalgas sobre el asiento en casos como éste, ahora confiado en que será desvirtuado por una repugnancia mayor. Me sorprende el poco impacto olfativo de mi pedo y su inesperada limpieza; quizá porque su combustible es mi sencilla sopa de pollo de la hora de comer. Quizá porque he usado la receta de sopa de pollo que ha dejado Ana. Quizá porque nadie hace la sopa de pollo como Ana; quizá porque ninguna otra sopa de pollo tendría valor para mí hasta que la volviese a ver.

Ana hace mi estancia en el metro totalmente consistente: yo soy nada sin ella, y como buena nada debo estar junto a mis pares. Por eso me obligo a festejar su ausencia de esa Nochevieja entre desconocidos; para mentir descaradamente sobre su presencia en la levedad de la charla pequeña –aunque pequeña para mí no es, por mi propia dificultad para desconectarme voluntariamente del tiempo cuando ella no estaba– y proclamar sin que me preocupe la verdad de los vómitos cuánto me quería Ana y cuánto deseo bajarme a cambiar de línea de metro por última vez para llegar a casa y verla, a la hora que fuese porque los dos juntos somos más fuertes que el tiempo, tomar las doce uvas abrazándola, tocándola, dichoso una vez más desde el día en que entró a la frutería a comprar seis mandarinas, una manzana verde y un racimo de uvas, y se largó tan campante con mi corazón metido en la bolsa también. Para eso quería llegar, para verla y quedarme viéndola un año y mil, recorriendo con la vista los pequeños trazos de su sonrisa insegura, los poros de su piel, el aliento saliendo de su boca porque hasta eso le podía ver, para desearme a mí mismo Feliz Año porque, como Ana y yo estamos tan unidos, su año feliz será mío también y tendremos un año inconcebiblemente mejor que

- ¡Calla, gilipollas: deja de tocar los cojones!

el del hijoputa de las rayas y los pies pestilentes a quien se me ocurre hablarle de ella y preguntarle porqué los pasajeros del metro eran nada y se enorgullecían de serlo, buscando llegar a fiestas tan infelices en una noche tan feliz. Mala elección. Gente de mierda, no aprecia el amor. Debe de ser por lo mucho que se sientan en aquellos asientos de plástico reforzado. O por las barras de hierro envueltas en bakelita. O por los cristales rayados. O por el vómito impregnado en las paredes. O por las voces magnetizadas que anuncian los nombres de las estaciones. O por la gente asida de la palanca de la puerta, forzándola para abrirla desde el instante en que el tren deja la estación anterior, asqueados por el mal olor pero con una sonrisa en la cara. Por lo que sea, todas sus sonrisas me asquean y decido unirme a la vorágine que baja en la Plaza del Centro, deseando no volver a verlas más. Fuerzo los pasos para llegar primero a la escalera mecánica, pero me sigue un tropel que arrastra consigo los vahos envejecidos del vómito revueltos con los deep reds, j’adores y hasta ruiz de la pradas que salen con ímpetu de los bolsos de mujer. Gano la calle, o me gana ella a mí porque Ana no está; necesito verla. Para lograrlo, camino con los ojos cerrados y

"miro la ciudad como me gusta mirarla
desde un fondo de botella,
sufro la vida cuando intento olvidarla
desde que tropiezo sin ella."

me prohibo olvidar una canción de letra barata mientras bebo de un botellín de ajenjo. El año es nuevo pero el dolor no, y el ajenjo a ojos cerrados me trae un calor que se parece al de Ana, el pico de la botella son sus labios en un beso suyo mientras desliza su amarga esencia por mi garganta, Ana o el ajenjo, los sentidos se me nublan como cuando sé que está dentro de mí y yo dentro de ella. Soy consciente de lo vano de las prioridades de mi existencia, pero me importa poco todo y cualquier cosa y nadie y las nadas del metro y las que merodean la ciudad junto a mí, mientras se ocupan de aparentar que se dirigen a algún lado cuando están sin rumbo realmente. La prueba de esto soy yo mismo, porque camino a paso rápido hacia ninguna parte y me veo tan falsamente impecable como una publicidad navideña del corte inglés, tan bien vestido con el traje que ella me acompañó a comprar, la corbata que me regaló cuando cumplimos un año juntos, la camisa que con tantas risas me manchó con vino tinto y que con tanto cariño desmanchó, como si llevando puestas las cosas que Ana tocó alguna vez hiciera que ella me pudiese tocar una más. Pero noto su ausencia en la sonrisa precaria que pongo ante el escaparate de una tienda, intentando probar que todo es una farsa y que en realidad no me duele el año nuevo sin ella mientras tenga ajenjo, y me lleno más de él para llegar a la misma fascinación que me produce Ana pero no es Ana, es el ajenjo quien me abraza esta noche fría porque el frío te empuja a buscar locamente calor y bienestar, en botellas o en cajetillas o en gramos, con amor o sin él. El ajenjo me hace invisible a la gente y puedo beber con tranquilidad y con Ana, camino de algún lugar que me dé el placer de enfriarme más, de endurecerme más, de aislarme más, de estar más a solas con mi incuestionable condición de nada recién adquirida con un pedo sin olor allí atrás, en el multitudinario aislamiento del metro.

Artemisia Absinthum, alias Ajenjo. Planta de raíces perennes, tallo firme y leñoso, con hojas de color blanquecino por ambos lados. Recogido del cultivo en plena floración del mes de agosto, según la etiqueta. Su sabor es tan amargo que hace falta tener mucha amargura dentro para enfrentarlo. Su psicoactividad es como la de la marihuana cuando las calles son más anchas cuando no hay nadie con quién caminarlas. El viento de diciembre se cuela por ellas y castiga con su gelidez a quien, por no tener nadie con quién quedarse al calor de un hogar, pretende agobiarle el paso. Me enfrento al viento mientras busco a Ana, azuzado por el ajenjo, sabiendo que está en casa y que no está en casa. Por eso deseo ir a casa y a buscarla en ningún lugar, porque no tengo cómo encontrarla cada vez que se mete dentro de mí. Queda calor en el segundo botellín de mi ajenjo marca Ana, y veo que estoy usándolo más de la cuenta en unas lágrimas que no dejan de rodar hacia un vaso de cristal medio sucio que es el más limpio de un bar donde no estoy, verde, vueltas del restaurante salaam aleikum – waleikum salaam nadie impreciso busca salir de la cuenta espectacular de lo que se había comido cuando Ana cayó y volteó sobre la acera delante de un pardillo sudamericano anda que cómo os lo montáis con un vaso a medio llenar, gilipollas, fumando tabaco que no conozco las cosas son así la soledad cambia de cara hasta hacerse añicos conmigo a cuestas sobre una montaña donde la nieve se mete la nariz cálida y ácida va bajando por la garganta sin pedir disculpas ni permiso andando respirando fuerte, cuantas veces puedas, mejor hiperventilar que morirse joven menos por una mujer de cuarenta kilos de paella riéndose en tu cara de gafas oscuras y pasta negra volando no tengo peso sin saber dónde está el centro codicioso de alguien volador agente de seguros, inseguro, muriendo sin valor de morir de una jodida vez vuelta esperma sin final ni orden ni concierto acústico joder tío vaya rollo me imaginaba otra cosa con erotismo fantasías sexuales y lujuriosas quemando las hierbas finas de una cabeza múltiple, sola, de par en par sin par de risas con las que me descojono andando dirección mar todo recto por una calle con rectas en forma de rayas directas al olvido dolor de llaves que abren puertas que se cierran cayendo a golpe de cincel dentro de tu alma codiciosa, Ana, esta noche has de llegar pronto al Marsella calle Sant Pau cariño ¿has comido algo por ahí? hacia las 11 pillas mesa ahora no obnubilado por el ajenjo, a la puta calle, flota un poco más mirando toda la gente que va entrando a la calle más golfa de Barcelona que es Santa Mónica y el pequeño bistrot Pastís portuario sin puerto ni marineros con fotos y botellas antiguas y postales de la Francia de los 60 yo me llamó Anne-Sophie chanson francesa me apellidó Edith Piaf fumando gavachos de la mesa de al lado les pides un porro mais oui que es verdad todo esto que te digo por más que te rías pero no te vayas coño la prochaine fois más chocolate diez mil veces te lo dije sin saber lo que decía diez mil más queriendo decir algo, algo verde, que no me sale nunca en tu presencia porque cada vez que desciende el sol tú te vas, no es cierto, volviendo sólo a los muñecos de peluche que cuidas quince veces por semana en la cama caliente pero sin el dolor

dolor

dolor

antiguo, a medio olvidar, de una acera que me hace abrir los ojos en horizonte vertical. Elijo no abrirlos ante el latigazo de luz diurna que me reprende por algo que sé que no hice pero que recuerdo como si hubiera hecho. He bebido íntegros los dos botellines de ajenjo. El innoble sabor que llevo escondido tras la lengua y la punzante aspereza de mi garganta me indican que he fumado e inhalado cosas que no suelo fumar o inhalar. No recuerdo haber estado en los lugares horribles cuyo olor peculiar empiezo a percibir. Hago un inventario personal de urgencia; mi inesperada situación lo amerita. Creo no haber muerto, y dudo que eso sea una buena noticia pero no logro pensar por qué no lo es. Un rumor conocido de autobús que pasa cerca me recuerda que no he cambiado de ciudad. Voy ganando calma al sentir mis signos vitales en aparente normalidad. Entra Ana al asunto –por eso me latía el corazón tan fuerte, yo no sabía por qué – y vuelve un malestar tan grande que me hace desear la muerte. La muerte es fría como la sensación que me invade cuando noto que estoy en mangas de camisa. De inmediato mis dientes empiezan a rechinar y mi mandíbula a trastabillar. Estoy en un parque porque llevo césped entre los dientes. La cartera, en su sitio habitual del bolsillo trasero. El reloj de pulsera también. Me incorporo y veo la noche escrita en mi camisa. Empiezo a correr hacia el centro del parque para ganar un calor que ya no me pueden dar ni el ajenjo ni Ana. Alcanzo el centro y corro al otro extremo también. Trato de orientarme buscando el camino hacia mí mismo o la parada de metro más cercana, lo que encuentre primero.

Ana, el metro, el Año Nuevo, el vómito con pedo, la camisa desmanchada y manchada, el camino a casa del dolor, el recuerdo del ajenjo de malas noches, el horizonte vertical del parque que da frío, la muerte que nunca llega cuando se le necesita, la vida que se aparece cuando uno se quiere morir. Con este inventario de diez por diez en la cabeza, más un dolor brutal en las sienes, he entrado a la parada de metro y salido de esta mierda de año nuevo –vaya mierda– por la puerta más sucia, levantando los pies para no pisar los desperdicios y empujado por una fuerza que no conozco, nueva en su trabajo pero lo suficientemente intensa para aventarme a la cama con frío y sin Ana. Es una cama que no entiendo sin ella y lo frío molesta, pero qué le voy a hacer. Lo bueno es que Ana ha empezado a irse, ahora de verdad. Lo bueno es que este será un buen año para la fruta. Lo bueno es que no le llenaré la oreja a nadie en el metro de regreso con ella y su maldita sopa de pollo de Nochevieja; eso, nunca más.

 

© Alejandro Tellería
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TelleriaBIO: Alejandro Tellería (Lima, Perú, 1967) estudió Letras y Humanidades en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y Contabilidad en la Universidad Mayor de San Marcos. Escritor autodidacta desde su infancia temprana, trabaja en medios de comunicación y publicidad desde 1995. Ha publicado el libro de relatos El Rey de la Paja (Jaime Campodónico, 2001), merecedor de excelentes críticas. The Barcelona Review publicó un relato de dicho libro, Don Abel Velezmoro se defiende del frío invierno (TBR, 39). Actualmente prepara su primera novela en un piso conocido como "La embajada del Perú", en la Plaza Rius i Taulet del barrio barcelonés de Gràcia.

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enero - febrero  n° 46

Narrativa

Alejandro Tellería: Ana y los diez
Alex Ariel Acevedo: Secos
Teresa Álvarez: Epílogo

Palabras del Oficio

Concha García: Poesía en la Patagonia

Poesía

Galicia, mujeres poetas (IV)
Ana Romaní
***
Antonio Tello: Poemas de Un silabario de arena (Audio)
Maria Mercè Marçal: Poemas de Deshielo

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