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Reseñas

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bulletHotel Dorado Alberto Gimeno
bulletRompepistas Kiko Amat
bulletPasajero de tránsito Ernesto Cardenal
bulletIndignación Philip Roth
bulletDesayuno en la cama Lawrence Schimel
bulletObra poética Elizabeth Bishop
bulletDiez  poetas canadienses  VV.AA.

portadaHotel Dorado
Alberto Gimeno
Saymon ediciones, Barcelona, 2009

 

Un joven norteamericano llamado Walter, ejecutivo de la General Motors, viaja a España para realizar un estudio de marketing sobre la viabilidad de fabricar un coche utilitario. Al llegar a la estación de Barcelona, se ve arrastrado por una turbamulta que protesta por la ejecución de Julián Guimau. La policía, con la profesionalidad que les caracteriza, dispersa la manifestación. En la desbandada, sin saber qué está pasando, Walter pierde sus maletas y documentación. Extraviado, llega a un barrio donde se topa con una casa que “se erguía como una alta serpiente de luces que se iban apagando. Eran tres plantas, seis claraboyas, doce ventanas y una buhardilla reducida a gatera sobre la azotea repleta de cuerdas para la ropa que, a esas horas de la noche, ya había sido retirada. Basculando entre las sombras, el edificio se escurría hasta encajarse sobre el viejo talud de la Habana que segaba en dos mitades la playa de la Barceloneta.”  Walter, sin sospechar de las arteras trampas que tiende el destino, entrará confiado en esa casa sita en la  Rue de Percebe número 13. A partir de ese momento su vida se verá alterada por una serie de malentendidos y la experiencia de un amor inusitado. Walter tendrá que esconderse en una mísera pensión, a la que bautiza como Hotel Dorado, puesto que la policía le acusa de agitador político al  comprobar que su padre participó en la Guerra Civil como voluntario en la Brigada Lincoln. Un siniestro comisario de la Brigada Social dirigirá las pesquisas para capturar al norteamericano. En las peripecias de Walter para salir de ese embrollo intervendrán  todos los personajes del edificio: un ácrata moroso, un ladrón torpe, una solterona rodeada de mascotas, un sastre catalanista, un sagaz veterinario, un mezquino tendero, la patrona de la pensión junto con sus peculiares huéspedes, una mujer -cuyo marido la ha abandonado- con una bella hija (Dorita) y tres traviesos niños, y un infrahombre que habita en la cloaca.

Para varias generaciones, las viñetas de Francisco Ibáñez sobre los personajes de 13 Rue de Percebe nos han hecho reír despreocupados, pues nos veíamos reflejados en las cuitas diarias de los vecinos. Alberto Gimeno -con lenguaje preciso, feraz y en ocasiones facundo- dota a estos personajes de identidad e historia; les confiere cuerpo, personalidad y emociones, deviniendo así más carnales y próximos. Todos ellos suponen una muestra sociológica del grueso de población que malvivía en la España de Franco durante los años sesenta y a los que, eufemísticamente, se les calificaba como “clase media baja”.

El tono de la novela es de tragicomedia. No obstante, predominan más las situaciones cómicas que las dramáticas, pues éstas se concretan, especialmente, en torno al amor imposible entre Walter y Dorita. Las abundantes secuencia de hilarante humor grueso (¡tan valenciano!) se conjugan con párrafos de una excelente factura literaria próxima a la prosa poética. La literatura con mayúsculas aquí se hace manifiesta. Respecto a la  irrisión -de lo cotidiano y de sí mismos-, recordemos que era el recurso más usual de la gente pauperizada para soportar mejor la realidad umbría y mísera de aquellos años. Ese ambiente sórdido y precario, en el que para sobrevivir era preciso agudizar el ingenio y fiarse de la divina providencia, está acendradamente descrito en Hotel Dorado. Si Juan Marsé, con Últimas tarde con Teresa,  situó el barrio del Guinardó en el mapa de la literatura,  Alberto Gimeno con Hotel Dorado hace lo propio con la Barceloneta. Alberto Hernando

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“Conga en la cola del INEM”
portadaRompepistas
Kiko Amat
Anagrama, Barcelona, 2009

 

Suenan los Clash en el viejo radiocasete del comedor. La voz de Mick Jones cuenta una historia con pocas palabras, “Stay free”. Pero es una canción inusual dentro del movimiento punk, una canción que va del pasado al presente, y el presente es el único terreno resbaladizo por el que se mueve el punk, autoproclamado sin futuro, desconectado de las generaciones anteriores, a las que rechaza, y con historias personales cortas que se agarran al jamesdiniano eslogan vive intensamente y deja un bonito cadáver. Pero como dice Marcelo Díaz en su blog Acción Literaria (http://accionliteraria.blogspot.com/2009/02/stay-free.html), en Stay free hay pasado, un pasado que se filtra como una gotera por esa brecha temporal y tiñe de melancolía la canción. Es una canción ambigua, en parte amarga, en parte festiva, con algo de realismo resignado.

Algo parecido podríamos decir de Rompepistas, la tercera novela de Kiko Amat, ese fabulador santboiano irónico e irreverente cuyos libros deberían ser editados junto a la banda sonora que los inspira -nota para la editorial-. Rompepistas es la historia de un punk miope y desgarbado de diecisiete años nacido en el extrarradio de Barcelona, una suerte de Sant Boi, ciudad sin ley, que durante el verano del 87 acelera sus horas junto a sus mejores amigos: Carnaval, el batería gordito de su grupo Las duelistas, Clareana, su ex novia y bajista del mismo, y el Chopped, líder de los Skinheads por la Paz. Suenan los Generation X, los Jam y los Clash mientras la cabeza de Rompepistas parece a punto de estallar: acaba de empezar una guerra sangrienta con una banda del pueblo de al lado, sus padres están a punto de separarse, Clareana le odia cada día más, Carnaval apenas le habla y el Chopped está perdiendo la cabeza.

Como “Stay free”, la novela de Amat se zambulle en un ritmo ágil, incisivo y tremendamente contagioso, constantes de una prosa que es heredera natural de su melómana adicción a la música pop. Si su primera novela El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003) era una novela nerviosa con la intensidad de una canción pop, y Cosas que hacen BUM (2007) fue un fogonazo soul discretamente snob, Rompepistas es un grito punk, un alarido iniciático que resuena como una mascletá y prende como un cigarro empapado en gasolina. Desgrana el paso de la adolescencia a la juventud como aquellas canciones punk de apenas un minuto que sorprendieron a toda una generación en los 70. Todo quema en la cabeza de Rompepistas: el desespero callado del cinturón industrial barcelonés (una ciudad de locos incrustada con superglue a orillas de dos manicomios); dolorosas peleas generacionales; la culpa exacerbarte y metódica, producto de la católica y castradora educación de curas sádicos; cobayas domésticas llamadas Pol Pot; vidas rotas amansadas por el alcohol o alguna que otra sustancia psicotrópica; el traumático despertar de la madurez que deja cadáveres en el camino… Y todo bajo esa extraña e intensa mirada de Amat, sencilla y audaz hasta el paroxismo, que mezcla como nadie la melancolía y el sentido del humor en su novela más personal y apasionada hasta el momento.

Novela vivida desde las situaciones límite propias de la adolescencia, que bien podrían resumirse en una de las socarronas preguntas tan del gusto de Carnaval, el amigo gordito de Rompepistas: “En una situación límite, ¿cuál de estas cuatro cosas harías, si te obligaran a escoger una?: a) chuparle la polla a alguien, b) comerte los mocos de alguien, c) comerte tu propia mierda o d) beber los meados de una tía”. Pero Rompepistas no puede escoger, debe conformarse con el onanismo por ser tan torpe y echar al traste su relación con Clareana, se come los mocos ante los tipos peligrosos que nada tienen que ver con su rebeldía de fin de semana, es obligado a tragar mierda por un embudo en una ciudad desolada y deprimida en la que no encuentra nada que hacer y deambula por sus calles sintiendo el desagradable olor del orín que impregna sus sucias paredes.

En los tiempos que corren, bien haríamos de seguir los pasos de Rompepistas y su banda de Skinheads por la Paz, y unirnos todos en una infinita conga en la cola del INEM. Ante la crisis, recomendamos fervientemente la lectura de Rompepistas. We met when we were in school, never took no shit from no one, we weren't fools the teacher says we're dumb, we're only having fun, we piss on everyone in the classroom, palabra de The Clash. Aldope

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“Viajes de Ernesto Cardenal”
portadaPasajero de tránsito
Ernesto Cardenal
Editorial Trotta, Madrid 2009

 

Ernesto Cardenal ha ganado, este mismo mes de abril, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Poco antes apareció Pasajero de tránsito, su último libro publicado por Trotta, donde reúne poemas ya escritos, cuyo tema central es el viaje; así, aunque no encontremos poemas nuevos, el libro es un repaso a esa vida “más bien ganada que perdida”, como dijo Bolaño, y un alegre reencuentro con uno de los mayores poetas vivos de nuestro idioma.

            A diferencia, por ejemplo, del poemario June 30th, June30th, de Richard Brautigan, este libro no es un diario de viaje. Los poemas de Brautigan transmiten su cambiante estado de ánimo al viajar por Japón, sus impresiones del país, la añoranza de su hogar. Es el análisis de su paso por el extranjero, y de cómo le ha cambiado. Brautigan hizo una lectura personal y sentimental del viaje. En cambio, Pasajero de tránsito es un mosaico, un recorrido por el mundo donde el autor incluye en cada poema una pintura del lugar, una crítica del lugar, de su historia. No hay sensación de distancia o extrañeza ante la ciudad desconocida, como ocurre en Brautigan, sino una mirada atenta, viva, que quiere abarcarlo todo. Sus poemas son una comunión entre culturas. Eso no es extraño en alguien que ha escrito: “relación es la verdadera sustancia del ser”.

            Al hablar de Ernesto Cardenal es frecuente citar el collage, hablar de poesía exteriorista o remarcar la influencia de Nicanor Parra y la poesía norteamericana en su obra. Sin embargo, Pasajero de tránsito no sólo incluye los poemas largos, característicos de su aliento épico, dónde es más fácil distinguir esos rasgos, sino que también recoge poemas como “Hollywood” o “Viajando en bus por Estados Unidos” o “Postales Europeas”, que son pequeñas pinceladas de sus viajes, como pequeñas instantáneas. En estos poemas de aliento lírico, quizás menos ambiciosos, el poeta transmite la esencia del hecho de viajar, y de cómo él entiende y asimila ese nuevo y desconocido lugar. De esta manera, por ejemplo, su compromiso como la voz dominante de la poesía social en América Latina después de la muerte de Neruda irrumpe en poemas como “Hiroshima”, donde denuncia con imágenes violentas el uso de la Bomba: “Ojos chorreando derretidos. / Piel colgando como algas negras. / Cuerpos engusanados como un montón de arroz”. Asimila el lugar, su historia, y los convierte en poema. Todo el viaje se convierte en un instante, en una imagen, en una reflexión. También la ciudad de Segovia queda retratada en sus versos, (de manera más agradable que Hiroshima), o todo el mar Mediterráneo de manera memorable en su poema “La diosa blanca”. 

            Pero no sólo ha viajado al extranjero. No podía faltar, en un libro de Ernesto Cardenal, la presencia de Nicaragua. Por eso, uno de los poemas más importantes del libro es, para mí, “La llegada”: un poema sobre el sentirse extraño en terreno propio. El poema ofrece no sólo una lectura de la enajenación que representa no sentirse en casa, cuando llegas a casa, sino un análisis de la realidad extrapolable a cualquier momento, a cualquier situación.

            El poema presenta tres lecturas de un mismo hecho: el aterrizaje del poeta en el aeropuerto de Managua. Empieza con una idealización de lo que ve; continúa con el análisis crudo de esa realidad no idealizada; y termina viendo aquello que subyace a la realidad, que a su vez conecta, como un círculo, con esa idealización que presentaba al principio del poema. Parece decirnos que cuando la realidad es amarga, existe la esperanza (si las sabes ver).

            Por otra parte, Visor ha publicado, más o menos al mismo tiempo que Trotta, una antología preparada por el propio autor. La selección incluye poemas de sus libros más respetados, como Epigramas, Salmos, El estrecho dudoso, Hora 0 o Cántico Cósmico. Aunque nuestro libro también sea una selección de su poesía, el criterio es claro: el viaje como tema central. Por ello, y a diferencia de la antología, (más heterogénea y ecléctica, casi por definición), poema a poema se va formando una unidad y una solidez que lo convierten en novedad.

            Probablemente Pasajero de tránsito no tenga la envergadura ni la resonancia de sus mejores libros, pero, de todos modos, parafraseando uno de sus versos, podemos decir que este es un libro modesto que “nos eriza con su silbido de lechuza”. Mario Amadas 

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portadaIndignación
Philip Roth
Trad. Jordi Fibla
Mondadori, Barcelona 2009

A estas alturas no descubrimos nada diciendo que Philip Roth es uno de los nombres indispensables de la literatura norteamericana del S.XX. Eterno candidato al Nobel, Roth surge de la tradición de narradores judíos americanos que representan autores como Saul Bellow (con el que comparte una cierta exploración del americano más o menos culto y acomodado, del que analiza sus neurosis e inhibiciones sexuales, y al que considera como una de las dos ramas básicas de la novelística estadounidense, junto con Faulkner) o Henry Roth (con el que coincide en frecuentar una suerte de autobiografismo o memorialismo novelado).  Los temas de Roth son recurrentes y conocidos: la religión y la cultura judía, el sexo, la escritura, los cruces e intersecciones entre la historia individual y la Historia con mayúsculas y la exploración sobre la vejez nutren la mayor parte de su obra. Su producción más reciente abunda en esta última línea: desde El animal moribundo hasta Sale el espectro, pasando por Elegía, Roth ha indagado constante e inmisericordemente en las consecuencias de la vejez sobre la vida de un hombre antiguamente activo y potente, y en la inminencia de la muerte.

En Indignación, la novela que nos ocupa, el escritor de Newark abandona esta vía, así como el uso de sus dos alter egos literarios básicos (Nathan Zuckerman y David Kepesh, que siempre le han servido para explorar las relaciones entre vida, autobiografía y escritura), volviendo a otra de sus preocupaciones fundamentales, y ya anunciadas: la manera en que se entrecruzan las vidas individuales con la dimensión de lo social e histórico. En este caso, la guerra de Corea servirá como un marco cada vez más decisivo para las andanzas de Marcus Messner, un joven estudioso y aplicado que se verá impulsado a adoptar un papel de rebelde que no siente como propio. Huyendo de la opresiva figura paterna, obsesionada por su seguridad, Marcus acabará estudiando en la universidad de Winesburg, Ohio (en una clara referencia al libro del mismo título de Sherwood Anderson), donde una serie de circunstancias casuales y aparentemente triviales, que el autor narra con un notable dominio de la tensión narrativa, lo llevaran a sublevarse contra todo lo que le rodea.

Roth utiliza la primera persona durante la práctica totalidad del libro, construyendo admirablemente la voz narrativa del protagonista, sobre el que se focaliza la narración. El joven Messner nos remite al que quizá sea el personaje adolescente más célebre de la narrativa norteamericana: el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, de Salinger. Es cierto que la combinación de rebeldía y ambiente universitario quizá no sea suficiente para establecer esta clase de paralelismos, por cuanto los caminos que llevan a su comportamiento son muy diferentes en ambos casos, así como la manera de asumirlo. No obstante, es en la voz narrativa en primera persona, y más concretamente en la hábil estratagema a la hora de demorar la revelación de desde dónde hablan los personajes en lo que coinciden las propuestas de Roth y de Salinger. En la página 49, Roth nos hace replantearnos el estatuto del narrador, acercando por momentos su propuesta al terreno de lo fantástico, pero no será hasta las últimas 4 páginas (que constituyen la brevísima y contundente segunda parte del texto, en que se introduce una nueva y enigmática voz narrativa en tercera persona)  cuando comprendamos al fin, a través de un uso muy hábil de los paratextos (en este caso, de los subtítulos de las dos partes) de donde surge todo el discurso, cuál ha sido el destino final del protagonista (que se nos revela mediante analepsis y prolepsis perfectamente utilizadas) y hasta qué punto la guerra de Corea ha pasado de ser un telón de fondo a convertirse en un escenario crucial para la narración, que se resuelve mediante una alianza indisoluble entre los dos planos antes mencionados que ya se venía anticipando soterradamente durante todo el relato, y que adquiere especial relevancia en el episodio final de los disturbios en el campus, proyección frívola de la cruda realidad exterior y anticipación de lo que está  por venir.

Como señala atinadamente José María Guelbenzu en su crítica en Babelia, los personajes secundarios, que gravitan como satélites en torno al omnipresente Marcus, están diseñados con mucha habilidad, pues sólo aparecen como elementos funcionales que sirven para provocar reacciones en el personaje central, pero no por ello carecen de dimensión, resultando complejos y atractivos y sugiriendo más de lo que muestran, en un acertado ejercicio de elipsis (es especialmente significativo al respecto el caso de la enigmática y compleja Olivia Hutton).

Roth se muestra tan acertado en la construcción textual como en el estilo elegido para desarrollar su novela. Su prosa, ya habitualmente clara y precisa, se vuelve aquí aún más cristalina, concisa y directa, adoptando una creciente potencia que sirve perfectamente para expresar la indignación del título, sentimiento habitual en su producción que en este caso se materializa en un furibundo ataque al autoritarismo y la religión  (una “putrefacta y primitiva superstición” ligada a la carne, la sangre y la muerte, a la que se condena con referencias explícitas al Bertrand Russell de por qué no soy cristiano), y que culmina en un final de gran contundencia y belleza, un lamento fúnebre por las elecciones erróneas y las posibilidades perdidas, por las víctimas sin nombre de la Historia y del sistema.

No descubrimos, pues, nada nuevo diciendo que Philip Roth es uno de los mejores escritores surgidos de la Norteamérica contemporánea, pero quizá si digamos algo señalando que Indignación, una novela aparentemente menor, de apenas 150 páginas, se revela como una de las obras más equilibradas y conseguidas de su última etapa; a mi juicio, quizá la mejor desde su excelente La mancha humana, demostrando encontrarse en una excelente forma creativa a sus 76 años y acreditando que su obra aún es digna de ser tenida muy en cuenta.  Marc García

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Desayuno en la cama
Lawrence Schimel
Egales, Barcelona, 2009

 

Lawrence Schimel es uno de los escasos escritores en inglés que ha hecho del castellano su lengua literaria. Al revés, sí hay más ejemplos, ya desde el siglo XIX: José María Blanco White, exiliado en Londres, y que escribió una de las literaturas más preclaras de su tiempo, el filósofo Jorge (George) Santayana, que fue profesor, en Harvard, de T. S. Eliot y Wallace Stevens, y Felipe Alfau, el singular autor de Locos.

En Desayuno en la cama, el lenguaje es siempre directo y explícito. Hay una nota ausencia metafórica y, en general, retórica. La evidencia del lenguaje se manifiesta asimismo en la nitidez con que se alude al sexo y a los actos sexuales: polla, pico, follar. Quizá explique este rasgo la conjunción de dos razones: la voluntad de afirmación, de visibilidad homoerótica, por una parte, y la tradición de la narración cruda, pragmática, casi periodística, o del realismo sucio, tan propia de la literatura norteamericana (desde Ambrose Bierce hasta Charles Bukowski, desde Ernest Hemingway a Raymond Carver), por otra. Los poemas se constituyen, así, en una suerte de minirrelatos, muy aliviados de ganga poética, pero no exentos de vigor lírico: el poema que da título al libro es muy representativo de este carácter narrativo y, si se me permite la expresión, antipoético. Muchos de ellos incorporan otro rasgo que juzgo muy vinculado a las literaturas anglosajonas: el humor; un humor siempre sutil, amparado en los detalles, irónico, breve.

El lenguaje directo de Lawrence no le impide ser oblicuo, incierto, insinuante, es decir, literario. Y no sólo la forma es así, también los contenidos, lo cual constituye el rasgo más singular de Desayuno en la cama. Me explico: sus poemas hablan sin reparo ni pudor del amor y del amado. Es un poemario erótico y, en ocasiones, pornográfico. Son obvias, pues, las alusiones al cuerpo del otro, a la celebración del sexo, a la pureza y la suciedad de la aventura carnal. Pero, también y simultáneamente, son empresas de ascesis emocional, investigaciones en la ausencia, lamentos por lo perdido: hurgan en lo añorado, en lo que no está, o en lo que, insinuado, aún no ha dado comienzo, o se considera imposible. Y este relato de la ausencia es, como he dicho, indirecto: se construye, por metonimia (y así, justamente, se titula uno de los poemas), con detalles que la evocan o la suscitan: cigarrillos, libros, una costilla rota, globos, un cepillo.
En realidad, esta narración de lo alejado o desunido configura un relato –pudoroso, si bien se mira, y acre– del no tener, del no besar, del no convivir, del no perdurar: del deseo frustrado o insatisfecho y, en último término, de la soledad. Lo que se ha tenido y ya no está, y deja el ánimo áspero y abandonado, yermo de sangre, impregna la mayoría de poemas. La recreación del mito de Peter Pan refleja la certidumbre de haber crecido, es decir, de estar ineludiblemente abocado al angustioso mundo de la búsqueda y la pérdida, de andar sumergido en las aguas del río que nos arrastra inexorablemente, y culmina en una honda y certera duda existencial. Pero la angustia va aún más allá: incluso en los momentos de satisfacción, de fugaz plenitud, el yo poético se remite a hombres anteriores, a placeres anteriores, o a la ruptura que se anticipa, como si ni siquiera un ahora culminado pueda saciar la sed del otro, permanentemente vacante, que hiela al protagonista. Desayuno en la cama bucea en la falta de amor, en la distancia y el vacío. Por eso caracolea a menudo en el flirt, como esperanza de plenitud, pero redunda indefectiblemente en el desengaño y el olvido. Los muchos poemas dedicados al sexo más o menos gratuito, despojado de verdadera entrega o intimidad, revelan la lucidez con la que el poeta acepta su condición individual, impermeable, desgajada del mundo, siempre escindida.

Un rasgo indiscutible de modernidad son los frecuentes trazos metapoéticos, que dan cuenta de la unión inextricable entre lo que se dice y el hecho de que se dice, un bucle racional propio de nuestro tiempo descreído y adiscursivo. También Bukowski, consciente de su naturaleza lingüística y su configuración existencial como hablante, escribía sobre el hecho de que escribía, cuando se sentía solo o vacío. En Lawrence, me parece advertir en este refugiarse en el acto del poema justamente eso: refugio, un guarecerse o cobijarse frente a las inclemencias del amor, o frente a la intemperie del no amor. También a veces el poema es para el poeta una forma de desinhibirse, un grito o una celebración por el instante gozado o contra la falta de placer. Eduardo Moga.

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“La mirada como un bisturí”
portadaObra poética
Elizabeth Bishop
Prólogo de Sam Abrams
Estudio preliminar y traducción de Sam Abrams y Joan Margarit
Editorial Igitur, Tarragona 2008

 

Elizabeth Bishop nació en 1911 en Worcester, Massachussets, vivió sesenta y ocho añoy su vida fue un constante ir y venir, un continuo cambio de lugar, de ambientes y de modos de vida.  Premio Pulitzer en 1956, su obra poética la componen apenas cinco libros, pero a pesar de ello su obra es una de las más sólidas de la poesía norteamericana del siglo XX.   Marianne Moore dirigió sus primeros pasos en el mundo de la poesía, y Elizabeth la tuvo siempre como alguien a quien admirar y seguir.

Bishop concibe la poesía como una necesidad de expresar de la manera más objetiva posible la realidad contemplada, no la vivida. Sus versos buscan la distancia y la perfección en la descripción de las actitudes, los lugares y las cosas. Hay en su poesía una verdadera búsqueda de la exactitud, de lo verosímil, que hace que sus versos aparezcan desnudos, casi sin emoción, de la que huye constantemente igual que de cualquier rasgo autobiográfico.  Así y todo, tenemos que aprender a leer entre líneas para entender cómo se implica la autora en sus poemas. Como ejemplo se suele citar su poema «El pez», escrito en  primera persona: «Cogí un enorme pez», dice el primer verso, y el último: “Y dejé que el pez se marchara”; ahí se ve claramente una implicación que se podría llamar sentimental en la medida en que los jadeos del pez le impiden subirlo a la barca. Sus temas habituales son lugares geográficos. Su primer libro se titula Norte&Sur, y aborda el paisaje, el mundo natural y el conocimiento a través de la percepción. Es una poesía intelectual, tensa, clara, atemporal, que nos acerca a las cosas un poco a través del nombre de las cosas, como diría Juan Ramón Jiménez, con el que comparte muchos elementos estéticos.

La publicación de este libro, que nos acerca una de las figuras  literarias más importantes de su tiempo, es un acontecimiento literario de primer orden. El prólogo de Sam Abrams sitúa la obra de Bishop en relación con sus contemporáneos y facilita las claves para su lectura, aun cuando todos sepamos que la lectura personal es la más valiosa. Por su parte, Joan Margarit nos ofrece una apasionante y detallada biografía de la escritora. M. Cinta Montagut

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“Un olvido subsanado”
portadaDiez  poetas canadienses  
VV.AA.
Edición de Francisco Torres Monreal.
Traducción, selección e introducción de Francisco Torres Monreal.
Libros del Innombrable, Zaragoza, 2008.

 

Se publica en España por primera vez una antología de poetas canadienses  francófonas (cosa que la portada del libro no lo especifica). La poesía de Québec, la provincia francesa del Canadá, es una poesía rica, plural y muy amplia tanto en lo que atañe al número como a la calidad de los poetas, que son, casi sin excepción, unos perfectos desconocidos para los lectores españoles. De ahí la importancia de este libro, que nos da una pequeña muestra, necesariamente breve, pues es imposible dar cabida en un solo volumen a la rica pluralidad de la poesía canadiense escrita en francés. El antólogo limita la selección a diez nombres: Gaston Miron, Jacques Brault, Michel Beaulieu, Nicole Brossard, Denise Desautels, Pierre Nepveu, Louise Dupré, Paul Bélanger, Marie Uguay y Hélène Dorion.

Algunos de estos poeta,s como Nicole Brossard o Hélène Dorion, tienen ya traducciones al castellano o al catalán, pero el resto permanecía inédito en castellano, incluido Gaston Miron, el gran poeta de Québec, equiparable a Salvador Espríu o a Antonio Machado.

En el extenso prólogo, Francisco Torres  Monreal resume la historia de Québec y a continuación presenta un panorama muy documentado de la poesía quebequense moderna desde Emil Nelligan (1879-1941) hasta los poetas de nuestros días, pasando por otras figuras indiscutibles. Seguidamente ofrece una breve semblanza literaria de los antologados, con claves para su lectura.

Encontramos en las composiciones los temas que definen la modernidad del siglo XX y el poco trecho del XXI que llevamos consumido; por ejemplo, el feminismo, representado por Nicole Brossard y Louise Dupré;  Québec como espacio y territorio poemático en Gaston Miron; la reflexión interior en Dorion y Beaulieu: la ciudad como territorio de todas las experiencias y posibilidades vitales en Brossard y Beausoleil; la palabra como vehículo necesario para la transmisión poética y como motivo de reflexión  en Brault y Nepveu; la arqueología de lo íntimo en Desautels; el mundo contemporáneo en toda su extensión en Bélanger; la mirada nítida del mundo a partir de la enfermedad en Maria Uguay.

La edición bilingüe permite al lector un acercamiento mucho más directo a la obra de estos poetas, y constituye, como ya hemos señalado, una pequeña, aunque sólida muestra, de la producción poética de Québec. Libro necesario e imprescindible
para el conocimiento de una poesía que hasta ahora permanecía oculta para los lectores españoles, es de desear que las traducciones continúen y podamos en un futuro próximo disfrutar  de las obras de estos y otros poetas francófonos del Canadá. M Cinta Montagut