Rodrigo Hasbún
Familia
I
Hay una mujer en medio de la calle, tirada en el suelo, temblando, y a su alrededor se han agrupado cinco peatones, pero solo uno de ellos, de rodillas, agitado, intenta hacerla reaccionar. Quizá es médico, aunque de lejos no lo parece, precisamente por la agitación, por la tensión que revelan los movimientos que a unos pasos todavía del gentío logro entrever. Va de terno, al igual que dos del grupo de mirones, y la mujer, más vieja a medida que me acerco, más demacrada y perdida en la confusión que experimenta, todavía temblando, aunque cada vez menos, porque quizá el corazón siente fatiga y añora detenerse, lleva puesto un grueso vestido que seguramente propicia una vaga sensación de seguridad. Esto sucede en la acera izquierda de una avenida ancha, los conductores no se dan cuenta de nada, pensando en la cena, en algún encuentro previsto, en el partido de fútbol que verán a las ocho, y hay alrededor, envolviéndonos en su espesura, un bullicio habitual de viernes al final de la tarde. Un adolescente habla por su celular. Solo cuando larga una risotada descubro que no ha llamado a ningún servicio de ambulancias, sino a algún amigo al que le causa gracia oír ese tipo de historias de gente que desfallece o muere en la ciudad. Incluyéndome e incluyendo al adolescente ahora somos más, quizá diez o doce, pero el único que sigue intentando ayudar es el hombre arrodillado. Anochece de a poco y hay una mujer en medio de la calle que recorro todos los días a esta misma hora, abatido siempre y dándole vueltas a las mismas preguntas y a los mismos recuerdos, pensando también qué haré cuando llegue al apartamento y abra la puerta que da a esa pequeña sala silenciosa sin cuadros ni muebles, cómo ocuparé el tiempo obligándolo con esas ocupaciones a que pase desapercibido y pese menos. Den campo, grita uno de los recién llegados, así no le llega el aire, pero nadie parece oírlo quizá porque nadie está dispuesto a ceder proximidad a esa realidad que intentaremos reproducir luego y que nos hace sentir un poco más vivos. No debería pero pienso en mi hija justo cuando empiezan a oírse unas sirenas que paralizan el tráfico, ahora la mayoría de los conductores hace a un lado sus vehículos para dar paso. Miro a los que tengo cerca queriendo saber, solo por medio de gestos y miradas, cuál de ellos llamó y cuándo, si he visto a alguno en el restaurante, en qué momento decidirán retomar su caminata. El enfermero que baja de la ambulancia y despeja al grupo es menos joven de lo que se espera de esa gente, calvo y de barba, pero se desempeña eficientemente y muy pronto está al lado de la mujer, midiendo sus signos vitales. Su compañera, una muchacha de rasgos duros, baja la camilla mientras tanto y nos pide que retrocedamos. Perdido el interés, varios se van y en la avenida los autos y buses circulan con la misma furia de unos minutos atrás. Yo empiezo a caminar hacia el apartamento pero descubriendo o decidiendo que no quiero llegar aún, imaginando al hijo de la mujer preocupado por la demora de su madre, sin saber qué hacer, a quién llamar, adónde ir, o a su marido, un anciano que ya no puede acompañarla en sus paseos diarios por el barrio, o a sus gatos, varias horas después, avasallados por el hambre que no se saciará con la porción de alimento seco, o a una amiga vecina que no se da cuenta de nada hasta mucho después, cuando ya es tarde y los gatos han muerto también, si los hay, o cuando el marido ha empezado a gritar como desquiciado desde su cama, las fuerzas menguadas, o cuando el hijo ha querido averiguar si ella supo o sabe algo, pero ella recién se entera. El bar de la esquina está lleno, en la televisión transmiten el preámbulo de lo que será el partido de fútbol de las ocho. Saludo a la camarera y le pido una cerveza, que ella la deja segundos después a centímetros de mi mano, sobre la barra. Los demás beben y ríen, algunos de ellos llevan puestas las camisetas de su equipo, podría armarse una batalla campal con sillas en el aire y puñetes que no siempre llegan a destino. Antes del silbato inicial, los jugadores dando saltitos o estirando, miles de personas mirándolos en vivo y quizá millones en transmisión directa, en todo el mundo, aunque en otras partes sea de día o un nuevo día, pago y me voy. El teléfono está sonando cuando llego al apartamento. Sé que es Laura y por eso dudo, pero después de cuatro o cinco timbres contesto. Papá, dice ella, la voz ronca. Laura, digo yo. Papá, repite ella y se queda callada. Siempre es lo mismo, su silencio crece y nos agobia y luego es imposible huir, hacer como si no se debiera a algo, a decisiones equivocadas y a reacciones excesivas y a oportunidades que se perdieron sabiendo, nosotros, de algún modo que fue mejor acallar, que las perdíamos, aunque tampoco era viable lo contrario. La culpa empieza a expandirse, la siento ya por todas partes, pero no quiero que Laura lo sepa, también guardo silencio y después de uno o dos minutos digo que debo colgar. No responde, ni siquiera sé si sigue ahí. Papá, dice luego, pero en ese momento ya he dejado caer el auricular, porque Laura podría pasarse horas sin decir nada, su silencio da terror, es insondable, y yo esta noche no estoy dispuesto a tolerarlo o enfrentarme a él. Me asomo a la ventana, afuera está oscuro, más oscuro que de costumbre, y en el edificio de enfrente casi todas las luces permanecen apagadas. Si lloviera no sería capaz de verlo o daría lo mismo, pienso. Ojalá estuviera acá, pienso también, así, sin nombrarla, sin darle ni eso a la mujer que me visita a veces. Pero está con su marido, seguramente echados en la cama, quizá incluso cogiendo. Vuelve a sonar el teléfono. Papá, dice Laura, sentada en el suelo de una cabina pública destartalada de uno de los peores barrios de la ciudad o en casa de alguna amiga o amigo o novio o novia o no sé quién ni cómo exactamente, no se perciben sonidos de ningún tipo, ni haciendo qué ni vestida de qué manera ni exigiendo o necesitando qué respuestas. No recuerdo cómo me enteré ni cuándo me llegaron los rumores. En cualquier caso, jamás dejé de preguntarme si pude evitar algo, al principio, cuando todavía vivíamos juntos y aparecieron las primeras señales de que nuestras vidas empezaban a tambalear, pero esas señales siempre son difíciles de ver en el momento, solo retrospectivamente se aclaran. Con Margo dormíamos en cuartos separados y ya casi no hablábamos cuando supimos de las borracheras y de la marihuana y de todo lo que vino después, lo que hizo que la situación resultara imposible, y entonces me fui. Con el auricular apoyado todavía en el hombro, escucho la voz de Laura al otro lado de la línea, su voz tan distinta a como era antes, diciéndome que necesita verme. Son más palabras de las que suele decir y pregunto en vano para qué, se queda callada, lo único que sabe hacer, su refugio idiota y recurrente. Para qué, pregunto, bajo, sin abrir la boca, y poco después, desesperándome, sintiendo ya la misma inquietud que otras veces, pregunto dónde. Me lavo los dientes y la cara y bajo. El bus que pasa por la parada justo cuando llego está vacío, la mayoría de los habitantes de la ciudad, los que no alcanzaron o quisieron o pudieron comprar entradas, ven el partido en alguna televisión, los bares por los que pasamos incluso tienen gente en las aceras. Avanzamos rápido, el tráfico ha desaparecido. ¿Cuántos años tiene Laura ya? ¿Diecinueve? ¿Y Margo? No he sabido nada de ella ni de su nuevo marido ni de sus nuevos hijos ni de su nueva ciudad en meses. El bus se detiene en el semáforo de la esquina donde hoy mismo, cuando regresaba del trabajo, había una mujer en la calle, hasta que de nuevo da verde y partimos. Más o menos treinta cuadras más allá toco el timbre y el conductor detiene el bus. Resuenan en el aire algunos petardos, lejanos pero fuertes, apenas doy unos pasos y me adentro en una de las calles del barrio, que conozco bien y no es el que imaginaba cuando hablaba con Laura por teléfono. La recuerdo de niña y luego de menos niña, pero son recuerdos difusos a los que se le imponen otros, algunos falsos, como los de las fotografías que vi mucho después y que me provocaron asco y una tristeza invencible. Soy un hombre que va al encuentro de su hija un viernes por la noche y que intermitentemente piensa en la mujer que lo visita a veces, necesitándola mientras llego al café donde nos vimos alguna vez. Desde la mesa que elijo le pido a la mesera que me traiga un cortado. Me lo tomo de un sorbo, sin azúcar y sintiendo ardor en la garganta. Al otro lado de la puerta corrediza veo a un muchacho que, se me ocurre por la insistencia de su mirada, intenta saber si soy el hombre que ayudó a engendrar a Laura, su padre, uno de los que la trajo. Mueve la cabeza, asintiendo, y aparece ella, que entra en el café después de quedarse mirándome a los ojos durante unos segundos. No puedo no fijarme en su ropa descuidada ni en el cabello largo y sucio. Se sienta al otro lado de la mesa, sin besarme y con la cabeza agachada, y como hace por teléfono, no dice nada, ni una sola palabra que me ayude a evaluar su estado. La mesera nos observa, presencia nuestro silencio. Yo, para aligerarnos a todos la molestia, saco pronto del bolsillo unos billetes y los dejo sobre la mesa. Laura estira la mano, rápido, y sin agradecérmelo, aún callada, se levanta bruscamente y se va. Viejo puto, me grita su amigo o novio, que le ha abierto la puerta, y como un eco de sus palabras vuelven a oírse algunos petardos, ya son dos goles pero no sé de cuál de los equipos. Esta vez tengo menos suerte y debo esperar media hora en la parada. De regreso en el apartamento me acerco a la ventana, que es lo que suelo hacer cada vez que llego, a mirar hacia el edificio de enfrente, imponente en medio de la oscuridad. Ya hay más luces encendidas. Por alguna razón extraña, como consuelo, resulta aliviador.
II
Lo que él no sabe es que será abuelo dentro de algunos meses, voy pensando mientras salgo del café y Rafa le grita algo que no alcanzo a oír. Todo está brumoso, suspendido, nosotros mismos estamos brumosos y suspendidos, y Rafa le grita algo mientras salgo del café y voy pensando en lo que él no sabe ni sabrá, lo del embarazo y tantísimas otras cosas. Y me siento un poco triste, pero después ya no, y sigo caminando, rápido, con Rafa detrás, acelerándome el paso, como si huyéramos de una matanza o de un incendio, hasta llegar a la avenida y no sé por qué razón subirnos al primer bus que pasa y que ni siquiera sabemos adónde va. Nos sentamos hacia el medio, donde hay más gente, un poco también para pasar desapercibidos. ¿Hacemos una?, me pregunta bajito, al oído. ¿Ahora?, digo yo, que sigo aturdida, encerrada en esa bruma extraña. Asiente, sonriendo, y luego me da un beso cerca de la oreja. Sin pensármelo dos veces me dejo caer en el pasillo, así de golpe, como si sucediera realmente, y sucede realmente. Cierro los ojos, me abstraigo. Los gritos de Rafa, su desesperación de mentira, me devuelven al lugar. Alguien me busca el pulso. Debe de ser anémica, dice una mujer que imagino mayor. Después, a pesar del ajetreo, me adormezco. Seguramente hacen parar el bus y Rafa me carga y un grupo de peatones se aglomera a nuestro alrededor y a lo mejor él se ha alejado ya y toma las fotos. Después de un rato regresa y me dice al oído que ya terminó, que puedo recuperarme, abrir los ojos, sonreír. Eso hago. Rafa agradece y la gente aplaude y nos vamos abrazados. No estamos lejos, decidimos seguir caminando. Ya llegaron la vieja Berta, que nos cuenta que tuvo que ir hasta el hospital, algún comedido llamó a la ambulancia, y Ernesto, que se burla de ella, y los dos Juanes, que hicieron tres en todo el día. Nosotros contamos las nuestras, después mostramos las fotos y vemos las de ellos. No falta mucho para la exposición, nos lo aclarará Dino cuando llegue. Llega, llegan algunos más, Rafa no me suelta la mano, ya están sudadas y no importa. Comienza la reunión. Hay risas y cigarrillos y un cronograma de actividades para las próximas semanas. Nadie aquí sabe que tengo algo dentro que crece y que en algunos meses será algo distinto. Se lo diré pronto a Rafa, quizá esta noche, todavía no sé cómo reaccionará, lo he estado tanteando, he estado explorando el rango de posibles reacciones, puede haber de todo. Dino dice que ya está listo el texto que acompañará a lo demás, videos y fotos y textos, y que revolucionaremos el panorama, pero que no olvidemos que necesitamos llegar al monto que la galería exige como adelanto. Suelto la mano de Rafa y reviso en mi bolsillo, toco los billetes, son más que de costumbre. Le entrego la mayoría a Dino, sonrío, Rafa sonríe a mi lado, él lo anota en su cuaderno y hace lo mismo con algunos otros. Simular la vida para que luego sea más intensa y sepamos apreciarla más, eso es lo que buscamos, aunque la vida también es simulada y esto empiezo a pensarlo ante la sonrisa de Rafa y ante la mía propia, y ante lo que crece dentro mío y nadie sabe qué es, a lo mejor una pequeña monstruo parecida a mí. La reunión termina, quedamos en volver a encontrarnos dos días después. Hay un aire de júbilo en la ciudad, muchísima más gente de la que había cuando entramos. Al parecer hubo algo, quizá una manifestación o una guerra rápida. ¿Comemos?, pregunta Rafa, feliz, feliz quizá hasta que se entere. Mejor en la casa, digo yo. Y entonces nos vamos a casa, que en realidad es un cuarto con baño y una pequeña cocina adjunta, y él se ofrece a preparar algo cuando ve que me estoy tumbando en la cama. ¿Crees que todo esto tenga sentido?, pregunta, ¿crees que de verdad resulte significativo para alguien? ¿O nos estamos engañando y es un poco estúpido? Hago como si durmiera, no respondo ni una sola vez, pero él igual sigue preguntándome cosas que en realidad se pregunta a sí mismo. Y vuelvo a estar con papá en el café y lo que hago esta vez es acercarme y darle un beso en la mejilla y decirle que lo he perdonado y que ya pronto estaré en condiciones de retomar nuestra relación, y también le digo que será abuelo, y en ese momento Rafa me está sacudiendo y abro los ojos y me dice que la cena ya está lista. Cenamos y yo lavo los platos y nos echamos en la cama y él me acaricia el culo. Pienso en lo que debería decir, en las palabras que se necesitan, lo miro a los ojos, siento que me quiere y soy feliz y ya no digo nada. Más vale que nos durmamos rápido, dice Rafa, mañana entro temprano. ¿Mañana trabajas?, pregunto. Me lo pidieron, dice. ¿Por qué no me contaste?, digo yo. Se me debió haber olvidado, dice él. Y cuando se queda dormido me pongo a pensar en lo que podría hacer mientras tanto, quizá seguir a papá y tomarle fotos para algún día armar una exposición a partir de ellas. Un hombre que vive una vida que a lo mejor no es la que más le hubiera gustado, eso aparecería. Un hombre viejo y cansado que tuvo sus errores, que hizo cosas indebidas y ahora carga con el peso. Yo lo seguiría durante semanas o meses, durante años, y encerraría su vida en unas cuantas fotos. Sí, pienso cuando me paro a apagar la luz, debería intentarlo, empezar mañana o el día después. Como si una y otra cosa estuvieran vinculadas, como si una determinara a la otra, Rafa empieza a roncar.
© Rodrigo Hasbún 2011
Relato extraído de:
Los días más felices
Rodrigo Hasbún
Duomo ediciones, Barcelona 2011
Este relato ha sido cedido por el autor en exclusiva a The Barcelona Review para su publicación. Su reproducción, distribución o copia está prohibida. Todos los derechos reservados.
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Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) Ha publicado el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogotá39, así como de la selección de Los mejores narradores jóvenes en español elaborada por la revista Granta. Dos de sus cuentos han sido llevados al cine con guiones co-escritos por él. En la actualidad cursa un doctorado en la Universidad de Cornell en Ithaca, Nueva York.