La luz y el pecado
por Antonio Paniagua
Atrancó ventanas y puertas, retiró de las estanterías todo lo que se
pudiera romper (platos, vasos, porcelanas), arrumbó en una esquina muebles inútiles y se
dispuso a esperar la llegada del fin del mundo. En su piso de cuarenta metros cuadrados,
un segundo por el que se cuelan los humos del bar de abajo que sirve bocadillos y comidas
baratas a los recién llegados de la estación de Atocha, Rufino Arellano Fernández se
reconcomía de amargura. Fue en aquella casa que destilaba el sudor de orines de la vejez
donde encontró la soledad del pensionista. Ya sólo le quedaba completar el ciclo
saludando a la muerte. No es que hubiera sufrido un recrudecimiento de los ataques de asma
ni que fuese a quitarse la vida. Simplemente tuvo la certeza, estudiando cómo se habían
ido configurando las goteras del techo del dormitorio, de que la Tierra tenía los días
contados.
Mientras Don Rufino se arrellana en su mecedora,
cubierto por una mantita, desafiando estoicamente la tórrida sobremesa de agosto, Pedro y
Alicia, el nuevo matrimonio del tercero, desembala cajas. Alicia busca mentalmente el
lugar ideal para los numerosos regalos que les han hecho y Pedro coloca los libros en las
estanterías, esforzándose en poner orden en el caos: poesía, teatro, novela, ¿hacer un
apartado con la narrativa latinoamericana?, ¿conveniente separar a los clásicos y,
dentro de los clásicos, realizar una subdivisión entre clásicos griegos y latinos y
clásicos del XIX? Pedro se enfurruña, enjuga los goterones de sudor que le resbalan por
la frente y se derrumba sobre un montón de cojines.
-- ¿Ya te has cansado, pedazo de vago?
-- Mujer, este calor agota a cualquiera, mira: estoy
empapado.
En la penumbra, el viejo sestea y con la mirada
desleída por el sopor trata de descifrar los enigmas de las goteras. Esa mancha de
humedad tiene el aspecto de una hoguera en la que arden todos los subsecretarios que han
pasado por el Ministerio; en aquella otra están siendo crucificados los pistoleros que de
niño se llevaron a su padre para no volver jamás y dejaron a su madre con el mandil
descosido y un pecho ensangrentado; adivina en la pared un enjambre de demonios que le
aguijonean con su cola puntiaguda; cada pinchazo es un remordimiento: uno por el día que
zurró a su mujer cuando convalecía del parto de Marquitos; otro por la vez que contrajo
una gonorrea con una puta de encías roídas y otro por las apuestas perdidas y otro más
por las ocasiones en que desvalijó el monedero de su hija Carmen porque no tenía dinero
para ir al bar y echar la partida.
-- Vamos a ver, quítate esa camisa. Uy, si está
chorreando. Pero qué mojado tienes el pecho, mi osito.
-- Anda, ponme una inyección como tú sabes. Así,
mordisquitos en el culo. Y ahora besitos para se me pase el dolor. Ufff, cómo escuece la
pupita, una caricita por donde el nene mea. Voy a llolal si no me coges en blazos.
Ríen. Se incorporan y recogen libros esparcidos por
el suelo. Pedro sigue demandando mimos, arrumacos, frotamientos y ella le conmina a que se
ponga a trabajar de nuevo, tienen poco tiempo y mucha tarea, aunque él remolonea.
Cariño, no te pongas ganso.
En la cocina del bar se está friendo una morcilla.
Sube el olor por el piso de la pareja, que de nuevo ha reanudado el trajín de la mudanza,
se adensa y desciende el humo hasta colarse por uno de los intersticios del balcón de la
casa del viejo. Hasta las narices del jubilado llega un agradable aroma de especias y
cebolla crepitantes y el hombre recuerda aquel día de su juventud que se sació de
verdad. Tenía el estómago a punto de reventar, con la sensación de que el tocino se
rebelaba, los garbanzos hacían contorsiones y salían disparados y el jamón se
desgañitaba pidiendo auxilio. Había sido una comilona de padre y muy señor mío, cuando
almorzar en el Lhardy era un insulto para bocas hechas a la cartilla de racionamiento. El
comisario invitaba y él, aunque realizaba modestos encargos de soplón, estaba entre los
comensales.
-- Brindemos. A la salud de todos nosotros, que con
nuestros desvelos hemos dejado Madrid limpio de rojos y masones. Dios y España
agradecerán nuestros esfuerzos. Y ahora, amigos, propongo que nos vayamos de putas.
Con la prostituta que le había tocado en suerte,
Rufino no pudo aguantar las cabalgadas del fornicio y vomitó el cocido, allí, en las
mismas sábanas, donde en habitaciones paredañas policías y militares de alto rango,
celosos de preservar el anonimato, hacían crujir las camas con sus embestidas. Darse un
atracón y luego trotar en la cama como un caballo desbocado no hay estómago que lo
aguante, piensa Rufino. Desde aquel día fue el hazmerreír de la comisaría. Cada vez que
transponía el umbral y se encontraba con aquellos tipos de gafas de cristales ahumados y
bigotillo pespunteando el labio superior le venía encima un chaparrón de insidias. Jefe,
traiga un babero, que ha llegado el Papillas.
-- Alicia, que te estoy viendo las bragas y me estoy
poniendo muy cachondo.
-- Pero qué burro eres, hijo --dice, aunque esboza
una sonrisa de asentimiento que quiere decir tienes vía libre.
Pedro lo sabe y se le abulta aún más lo que él
llama su fiel espada triunfadora. Se desabrocha el pantalón, se baja la bragueta
produciendo un rasgueo mudo y aparecen unas caderas bien torneadas y unos muslos en los
que se notan todavía las demarcaciones del bañador. Bronceado adquirido en las playas de
Canarias, durante la luna de miel.
La calle hierve en un calor caldoso, aunque a Rufino,
arrebujado en su mantita, poco le importen los sofocos de un sol que hace de las calles un
horno. Desde hace tiempo siente en el cuerpo un frío del que no logra desembarazarse. Los
primeros síntomas de destemplanza le vinieron con la delación de su compañero de
oficina, Santiago Balsa. Jamás pensó que su traición acarrearía la muerte de don
Santiago; su ejecución fue para él como matar al tío venerable de la familia. Un hombre
de letras, respetable, de ademanes casi aristocráticos, traje impecable y la pequeña
extravagancia de llevar siempre una flor en el ojal poco pintaba en el Ministerio. Decían
que sin ser un hombre peligroso, se permitía licencias que arriba no eran bien vistas,
como ser un anglófilo, no ir nunca a misa y, sobre todo, haber jurado por su honor en una
noche de farra, una de las pocas veces que perdió la compostura, si bien era poco
frecuentador del alcohol, que la mujer del Caudillo era frígida, estéril y por las
hechuras de su cráneo y el lóbulo de sus orejas, una lesbiana inconsciente de sus
apetitos. Todos rieron la ocurrencia, menos Rufino. No sentía hacia don Santiago
animadversión, al contrario. Pero una ocasión en que tuvo que dar noticias de lo que se
urdía entre los enemigos del Régimen, como no se le ocurría nada, soltó que había un
hombre en su oficina, muy leído, que proclamaba a cada rato que la esposa del
Generalísimo era una invertida. Repite la historia a quien quiera oírla, una vergüenza,
señor comisario. Cuando a la mañana siguiente vio el sitio de don Santiago vacío, le
recorrió un escalofrío por el cuerpo. Después, en la morgue, a la hora del
reconocimiento, el pecho diezmado de su compañero por dos orificios de bala, la crisma
quebrada y la cara hecha un Cristo, le produjeron otra tiritona que no se le pasó ni con
tres copas de coñac seguidas. Aquel aterimiento se hizo perenne y Rufino llamó la
atención por llevar siempre bufanda, aunque el termómetro marcase cuarenta grados.
Sobre papeles de periódicos y cajas de cartón
deshechas, Alicia y Pedro funden sus alientos en besos descarnados. La mujer desliza su
mano sobre el cuerpo húmedo del hombre, buscando los recovecos más íntimos, y cuando
descubre el secreto de sus nalgas pimpantes, su nardo cárdeno y desafiante, siente que la
pasión la desmadeja y que necesita asirse a algo firme. Por ello se monta encima y
enjaeza los costados de Pedro con sus muslos, como si reptara de rodillas, e inicia un
trote que culmina en un aullido.
Al escuchar el grito, Pedro se sorprende de la
fogosidad de su mujer. Nunca antes se la había chupado como hasta entonces ni le había
picoteado las tetillas con tanta maestría. ¿Dónde habrá aprendido la técnica?, se
interroga Pedro, quien se retira de los arcos de las piernas de su mujer como si se
liberase de un amasijo de hierros retorcidos.
Oye el viejo el alarido y tiembla. Nunca había
participado en una sesión de tortura. Él se limitaba a procurar confidencias
insignificantes. Por eso, cuando el comisario le invitó, por decirlo de alguna forma, a
que presenciase el interrogatorio de un prisionero, sintió el pasmo que desde hacía
tiempo se había apoderado de su cuerpo, un estremecimiento gélido que le agarrotaba los
miembros. Eres un blando, le dijo el policía con un rictus de desprecio en la cara: otra
vez había vomitado, otra vez se había hecho acreedor al mote del Papillas, todo porque
no pudo soportar sin un ataque de arcadas aquel puñetazo que hizo saltar el globo ocular
del preso.
Tuvo que darle un guantazo a su mujer. ¿Cómo se le
ocurrió preguntarle a las pocas horas de lo sucedido qué iba a cenar? Su hija Carmen
salió en defensa de su madre y se ganó otro sopapo. Hasta Marquitos, tan obediente,
prorrumpió en lloros y también se vio en la obligación de atizarle. Lágrimas, mocos,
gemidos. Aquello parecía el purgatorio. A su mujer le dio por hacer ganchillo en trance
de autismo y Carmen y Marquitos se confabularon para soliviantar al padre jugando a las
muñecas. Sólo faltaba que el chico, en quien tantas esperanzas había depositado,
terminara afeminándose. El chaval estaba llamado a estudiar Derecho y ejercer de notario,
un oficio que renta y confiere prestigio, no como el suyo.
No le abandonaron, pero el silencio, la indiferencia y
el ostracismo hacia su persona en aquel cuchitril eran la peor de las venganzas. Lo que
más le dolió fue lo de Marquitos. Tan buen muchacho, con lo guapo que era y esa apostura
de galán que gastaba sin necesidad de fingir. Fue él el que le infligió el mayor
disgusto. Si era tan aplicado en los estudios, cómo terminó maleándose de aquel modo.
Alicia peina su cabellera, se hace un moño y se
ajusta los pantalones, que se ciñen sobre su culo como un tatuaje. Pedro la mira con
estupefacción y regocijo, todavía incrédulo por la rabia con que le ha fustigado y los
espasmos de amazona con que ha acometido esa estampida de carnes trémulas y pechos
basculantes.
-- Esto tenemos que celebrarlo con champán --dice
Alicia--.
La sangre del viejo se espesa en coágulos que
producen borbotones en su cabeza. Retumban zumbidos y retazos de conversaciones: copas
tintineando por encima del cocido, la lengua ebria de don Santiago balbuciendo exabruptos,
la voz meliflua de Marquitos, quien se esconde bajo las faldas de su madre, arcadas, el
chisporroteo de la morcilla desangrándose. Ya no sólo es el frío, ahora también siente
un hormigueo en el cuello, fruto de tantas horas con la cabeza hacia arriba escrutando las
goteras y concluyendo premoniciones. Sólo le queda por saber la fecha y hora del
Apocalipsis para descifrar la predicción. Quizá en algún recodo de los tabiques del
piso de arriba se halle un trozo de pintura descascarillada que le anuncie el momento del
desenlace fatal. Sí, seguro que desentraña el enigma. Con maneras indolentes retira la
manta, se incorpora, sube las escaleras y aprieta el timbre con dedo tembloroso.
Le franquea la puerta una mujer de pelo alborotado con
una botella de champán en la mano. En un lapso que dura un segundo ambos se miran, se
presienten, se adivinan, se reconocen. Con ojos desorbitados el jubilado da un respingo de
sorpresa. ¡Será mariconazo!, masculla el viejo para sí. Esos ojos pintados de rímel
son los mismos que él restregaba con un algodón mojado en manzanilla cuando el niño,
tan delicado, amanecía con ojos legañosos. Esa melena tan larga y sedosa fue un día
pelo fosco que Rufino trató de planchar con gomina cuando el chaval cumplió los 15 años
y lo apuntó a clases de karate. El espacio del tórax, que dejaba traslucir unos
costillares de cordero, ha sido usurpado por unos senos turgentes de vedette, y en el
esternón, que parecía un mondadientes, se abre una hondonada entre dos cimas de
silicona. Cuanto más mira a la mujer más se le revelan las facciones de Marquitos, que
son las suyas, pues el chico se parecía mucho a él de joven. Se reprocha no haberle
matado cuando le sorprendió con el sujetador y las bragas de su mujer puestos, el chaval
que es muy teatrero, se dijo, sin advertir la catástrofe que se le venía encima. En
efecto, el fin del mundo está cerca, por lo menos para él, a juzgar por ese ahogo que le
nace de los pulmones y le empaña la vista.
Casi desfallecido, atisba una lágrima que se desliza
por la mejilla de la mujer. Encontrar vivo a su padre era lo último que se podía
imaginar Alicia. Lo creía muerto o encerrado en un manicomio, pues tenía noticias de que
erraba por las calles predicando la destrucción del mundo. Le parece mentira que ese
hombre enjuto haya levantado la mano a su madre y arrancado mechones de pelo a su hermana.
Pero lo que le espanta es que, años después, tenga que sostener la mirada al hombre que
le denunció ante la Policía. Joven que participa en actividades políticas y sindicales
clandestinas, mantiene económicamente a su familia, homosexual de conductas aberrantes.
Cuando el comisario blandió el papel de la denuncia, supo que su padre le había
traicionado. El impreso rezumaba la huella agria del aliento de su padre, aquel olor
inconfundible que despedía siempre, cuando se ponía enfermo del estómago.
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