Arturo Rubio
Madero #637
El tío Marcelo ya rondaba los setenta años en aquella época cuando yo lo frecuentaba. Vivía solo en un humilde y diminuto cuarto en la Avenida Madero, en el centro de Tijuana. A él le gustaba decir que era un “estudio”. Más bien habrá sido una pieza perteneciente a una antigua casa, de las primeras construidas en el centro de esta ciudad, que en alguna época fue transformada en peletería. En la pared que le separaba de la peletería aun se distinguía el ladrillo y cemento que cubrió lo que alguna vez fue una puerta. Por alguna razón al sufrir la casa aquella metamorfosis, de vivienda a comercio, este pequeño cuarto quedó huérfano, triste y olvidado.
Al no ser una verdadera casa habitación este cuarto carecía de algunos servicios. No contaba con baño ni cocina, aunque si había electricidad y gas por tubería. La cama del tío compartía esta pequeña pieza con una diminuta estufa, un pequeño refrigerador y una televisión a blanco y negro, la cual descansaba sobre una silla de madera que le faltaba una pata, que a su vez se apoyaba en el ángulo de un rincón.
Era muy oscura esta habitación, al no contar con ventanas. La única conexión con el exterior era una vieja puerta de madera, más ligera de lo que aparentaba, gracias a la labor de las termitas, que la habían dejado prácticamente hueca y que daba muestras de haber sido pintada decenas de veces, capa sobre capa. En la época que yo visitaba al tío la puerta era de un opaco y tétrico color gris.
Entre la puerta y la banqueta había un pequeño espacio, que mi tío en broma denominaba “el atrio”, cuyas paredes laterales estaban adornadas con una buena dotación de medidores de electricidad.
Todas estas características, tanto fuera como dentro de la vivienda improvisada, formaban un conjunto bastante deprimente.
Pero al tío Marcelo nada de esto le angustiaba. No le importaba comer sentado en la orilla de la cama, ni tampoco el no tener donde bañarse de a diario. Para eso, y para cumplir con otras necesidades, se turnaba de casa en casa con sus vecinos. Procuraba bañarse máximo dos veces por semana, y siempre alternando entre vecinos, para no “cargarle la mano” a uno solo, según decía él. Lo mismo hacia cuando necesitaba usar el sanitario. Una sola vez por día y jamás dos días seguidos con el mismo vecino.
De lo que si se quejaba seguido era de las jeringas hipodérmicas que encontraba en su atrio por las mañanas. También en ocasiones al ir a visitarlo uno era recibido por un intenso olor a orines, descarga hedionda de algún malviviente que había encontrado en el atrio de mi tío el lugar perfecto para vaciar la vejiga.
En una de tantas visitas lo encontré escribiendo sobre una hoja de madera que descansaba sobre la estufa. Plumón negro en mano, daba los últimos toques a lo que él luego denominó su obra maestra. Al acercarme para ver en qué consistía aquella creación me di cuenta que se trataba de un rótulo, en el cual se podía leer lo siguiente:
Atencíon Mucho
Ojo
toda Persona Que Se Oríne
Ó tíre Basura en este lugar
Sera Consignada Ante las
Autoridades.
—Vas a ver que con este rótulo la van a pensar dos veces antes de orinarse o picarse afuera de mi puerta —me dijo muy seriamente—. Siempre que usas palabras que suenan importantes, como consignar, la gente piensa que sabes mucho o que a lo mejor eres abogado, y que de veras se pueden meter en una bronca.
Lo primero que se me vino a la mente fue que ningún abogado estaría viviendo en semejante cueva, pero decidí expresarlo de otro modo.
—Mire tío, va estar difícil que esos vagos se la crean que usted es un abogado o alguien influyente.
—¿Y por qué no?
—Porque ningún abogado escribe así.
—¿Así como?
—Así con acentos y mayúsculas donde no van.
Se quedó mirando detenidamente la hoja de madera un momento, y luego se rió.
—Capaz de que piensan que aquí vive algún policía. Así menos se orinan —dijo encogiendo los hombros.
De una pequeña caja de madera que estaba a un lado de la estufa sacó un martillo y unos cuantos clavos y me pidió que le ayudara con el rótulo.
Solo para no contrariarlo lo acompañé a donde estaban los medidores. Después de estudiar detenidamente el área el tío Marcelo se decidió por un espacio entre la puerta y los medidores, y mientras yo detenía el rotulo fue cuidadosamente clavando la madera sobre la pared.
Ya terminada su labor se quedó un rato allí parado, admirando su obra como si se tratase de una valiosa pintura.
—Perfecto —dijo el tío Marcelo mientras encendía un cigarro.
Me retiré y no volví a pensar en ese asunto. Cuando regresé a visitar a mi tío, aproximadamente una semana después, me di cuenta que el rotulo ya no estaba en la pared. Cuando entré a la habitación mi tío estaba sentado sobre la cama, visiblemente molesto. Sostenía en la mano una taza de café, y observaba el rotulo que descansaba sobre la estufa.
—¿Qué pasó tío? ¿Por qué tan molesto?
—Les valió madre el anuncio que coloqué afuera. A la mañana siguiente después de que colocamos el rotulo el atrio apestaba a orines y a cagada. Ha de haber sido en son de burla, o no sé qué, pero parecía que todo un ejército se había cagado en mi atrio, exactamente bajo el rotulo. Y así ha seguido casi todos los días. Cuando bien me va encuentro solo orines o un par de jeringas usadas.
—Oiga tío. ¿Y porque no le dice a Don Lupe que ponga una reja en la entrada? Así de fácil.
Don Lupe era un señor bastante mayor, que muchísimos años antes había heredado varias propiedades en aquella cuadra, incluyendo donde vivía mi tío. De naturaleza apática, prefería pasársela encerrado en su casa, la cual estaba a unos cuantos metros del cuarto de mi tío. Se ponía de mal humor cada vez que un inquilino le pedía que le hiciera alguna mejora o reparación a alguna de sus propiedades.
Para evitarse molestias Don Lupe cobraba rentas muy bajas y cada vez que alguien exigía alguna reparación les recordaba esto, y les salía con la cantaleta de siempre; que en todo Tijuana no conseguirían lugar donde vivir por una renta tan baja. El inquilino entonces tenía que conformarse con arreglar él mismo el desperfecto o simplemente ignorarlo.
— Ese viejo no va querer gastar un solo peso para poner una reja— contestó el tío Marcelo—. Una vez le comenté sobre el problema y me salió con que la Comisión Federal de Electricidad lo multaría si bloqueaba el acceso a los medidores de luz. Viejo exagerado. Simplemente no quería tener que salir a buscar alguien que hiciera el enrejado, y mucho menos gastar dinero en eso.
Nos quedamos en silencio buen rato mientras fumábamos y tomábamos café, sentados sobre la cama. De pronto el tío Marcelo se levantó, se dirigió a donde estaba el rótulo y se quedó mirando con detenimiento. Tomó un plumón y comenzó a escribir algo sobre la madera. Después de un rato dejó el plumón sobre la televisión y se hizo a un lado, para que yo pudiera leer lo que había escrito.
—Sobre aviso no hay engaño —dijo el tío sonriendo.
Me acerqué al rótulo y leí lo que había añadido al mensaje anterior. Ahora el mensaje leía de la siguiente manera:
Atencíon Mucho
Ojo
toda Persona Que Se Oríne
Ó tíre Basura en este lugar
Sera Consignada Ante las
Autoridades.
O Garroteada en este Mismo
lugar
PíeNsalo
ChiNGue A Su MAdRe
QuieN ORíNe AQuí
No pude contener la risa. Mi tío, ya de buen humor, también soltó la carcajada. Seguimos platicando un rato más y después me retiré.
Esa fue la última vez que vi a mi tío en libertad. Una noche un par de policías llegaron al lugar, al parecer atendiendo una denuncia anónima, y encontraron un hombre tirado en el suelo, bajo los medidores de luz. El cadáver estaba tirado boca abajo, pantalones a la rodilla, sobre un inmenso charco de sangre. La sangre había salpicado abundantemente los medidores de luz y el rótulo creado por mi tío. El barrote, partido en dos, quedó tirado frente a la puerta de la habitación de mi tío.
Era muy obvio lo que había sucedido allí. Inmediatamente detuvieron al tío Marcelo.
Me tocó verlo una vez más, en una celda de la comandancia, antes de que fuera transferido a la penitenciería. Pero el tío no duraría mucho tiempo. El estar encerrado le fue robando las ganas de vivir. Y quitarle la vida a un hombre simplemente le consiguió cambiar un cuartucho por otro. Irónicamente, consiguió su enrejado, pero no precisamente el que deseaba. Cayó en una fuerte depresión. Comía poco y sufría de insomnio con regularidad. Unos seis meses después del suceso encontraron al tío colgado de una cuerda dentro de su celda.
Nadie volvió a habitar el cuartucho localizado en Madero #637. La puerta de madera, cubierta de polvo y pintura agrietada, no se ha vuelto a abrir desde entonces. Por alguna razón un par de medidores de luz fueron desmontados de su lugar original y colocados sobre el rótulo de mi tío. Con el paso de los años aquel cuartucho, y los sucesos de aquella noche, al igual que el tío Marcelo, quedaron en el olvido.
© Arturo Rubio 2011
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Arturo Rubio (Tijuana - México, 1970) Escritor y fotógrafo. Ha publicado artículos, relatos y fotografía en Fifth Wednesday Journal, San Diego Reader, Strange Horizons y otras revistas estadounidenses.