| índice | índex | Irvine Welsh | A.M. Homes | Ben Marcus | Rosario Górriz Fons | Enric Casassas | Breves críticas (en inglés) |Ediciones anteriores |
Narrativa breve | Jason Starr | Inglés original |
     
   
 El billetero de Bianca  
   
   por Jason Starr  
________________________  
   
   
   
   dibujo: Rory, 5 años


      Encontrar un taxi en el centro al final de la tarde en hora punta puede ser un infierno, pero fue especialmente grave esa noche. Hundido hasta las rodillas en fango nieve, el rostro bombardeado por el hielo, llamaba a cada taxi que pasaba con la esperanza de que, como un milagro, alguno de ellos parara. Pero todos pasaban de largo, añadiendo al insulto una ducha de fango marrón. Estaba a punto de desistir y empezar a andar las cinco manzanas hasta el metro cuando, como un enviado de Dios, ví que un taxi vacío estaba esperando para girar hacia Broadway.

      Sólo había un obstáculo entre el taxi paradisíaco y yo: una mujer a media manzana, más cerca de la esquina que yo, que también estaba hundida en el fango hasta las rodillas. En cualquier otro momento menos infernal, puede que hubiera permitido que la mujer subiera al taxi, pero esa noche decidí que las reglas de etiqueta habituales en cuestión de taxis no eran aplicables. Esa noche, cada hombre y cada mujer estaban solos.

      Asegurándome de que no me viera, caminé por la acera pasando por detrás de ella, resbalé en el hielo casi hasta caer varias veces y, metiéndome de lleno en el desagüe de la cuneta, intercepté el taxi cuando éste empezaba a girar. Le dije al taxista dónde quería ir -Sesenta y ocho con Columbus- y miré hacia el frío exterior y a la mujer enfadada sin ningún tipo de remordimiento. Después de todo, ¿quién me decía a mí que ella no se había colado a algún otro para conseguir su posición en la calle? Y, aunque no lo hubiera hecho esa noche, seguramente lo había hecho en algún momento de su vida.

      Mientras el taxi se dirigía hacia las afueras atravesando charcos me di cuenta de lo afortunado que era de encontrarme en un lugar abrigado. Ni el olor a pollo mojado ni la musica salsera que sonaba en el taxi me molestaba. Me saqué los guantes y me froté las manos intentando devolverles la sensibilidad. Intenté mover los dedos de los pies, pero todavía los tenía helados y me hormigueaban. Pensé en el caso en que me encontraba trabajando en esos momento: un tío denunciaba a la ciudad porque había resultado herido en un accidente con un autobús. Por supuesto que el tipo no había resultado herido a causa del accidente -ni tan solo se encontraba en el autobús en ese momento- pero tenía sólidos testigos que estaban deseando apoyar su historia, así que pensé que tenía una excelente oportunidad de ganar el caso.

      Fue entonces cuando me noté que tenía un objeto bajo el zapato. Primero pensé que era algún desecho, quizá una lata de cerveza, pero entonces caí en la cuenta de que era más plano que una lata de cerveza y pensé que a lo mejor se me había caido uno de los guantes. Me agaché al húmedo y oscuro suelo y agarré un billetero de piel marrón. Era evidente que era un billetero de mujer y, por su peso, parecía lleno.

      Sin dudarlo hice lo que cualquier sensato y normal neoyorquino hubiera hecho: abrí el billetero para ver cuánto dinero había dentro. La vista se me fue a los de cien primero -había tres- y entonces conté dos de cincuenta, cuatro de veinte y unos cuantos de un dólar. Sentí el mismo hormigueo en la espina dorsal que sentí cuando gané cien dólares en un rasca-rasca. Miré los compartimentos del billetero, pero no encontré más dinero excepto unas cuantas monedas americanas y extranjeras. Volví a contar el dinero para saber cuánto había en total: cuatrocientos dólares y sesenta centavos. Reprimí las ganas de exclamar "¡tío!" por miedo a que el taxista viera el billetero y lo reclamara como suyo.

      Ya había planeado la estrategia. Me quedaría el dinero y dejaría el billetero en el suelo del taxi, donde lo había encontrado. Algún otro pasajero lo encontraría y se lo daría al taxista para que la mujer a quien pertenecía pudiera ir a objetos perdidos de la asociación de taxis, o como se llamara, para reclamarlo. Por supuesto que el dinero ya no estaría allí, pero la mujer se sentiría tan contenta de haber recuperado el resto de las cosas que ni se preocuparía por él. Si yo perdiera mi billetero, la última cosa que me preocuparía sería la falta de unos cuantos billetes de cien.

      Por curiosidad, antes de devolver el billetero al suelo, lo abrí otra vez para ver si encontraba alguna identificación de su propietaria. No había ningún carnet de conducir ni ninguna tarjeta de crédito, lo cual me hizo sentir un poco mejor porque, así, aunque quisiera devolver el dinero, no podía. Entonces, en uno de los compartimentos encontré unas cuantas entradas para un concierto: Madonna, Bon Jovi, Sting y algunos otros que debían de ser grupos nuevos desconocidos para mí. Las entradas estaban escritas en español y en una de ellas vi "Buenos Aires". El billetero pertenecía, obviamente, a una adolescente argentina. Busqué en los demás compartimentos pero no encontré ninguna pista sobre su dirección o número de teléfono o dónde debía de estar instalada en Nueva York. Sí había algunas tarjetas de peluquería de Buenos Aires y entonces encontré lo que parecía ser un carnet de biblioteca a nombre de Bianca DeTorres. En otro compartimento había otros carnets a nombre de la misma persona. Entonces, por fin, encontré una pequeña foto de una adolescente. Tenía el cabello largo y de color castaño y un rostro bonito e inocente. Llevaba los labios pintados y rímel en las pestañas, como si intentara parecer mayor.

      Fue en ese momento cuando empecé a sentir tas primeras punzadas de culpa.

      Antes de rebuscar en el billetero y encontrar esa foto, imaginé que la propietaria sería alguna neoyorquina curtida, el tipo de mujer que no duda en robarle a uno el taxi en sus narices durante una tormenta de invierno. Pero Bianca DeTorres, si es que era ése su nombre, seguramente estaría sola en la ciudad, a lo mejor se encontraría visitando a unos parientes, y probablemente estaría llorando desconsoladamente en esos momentos. Ese dinero debía de ser lo único que tenía para hacer el viaje completo, y ahora debería finalizar de golpe sus vacaciones si es que podía pagarse, siquiera, la vuelta.

      Mientras el taxi giraba por la esquina de mi manzana, decidí que no podia dejar el billetero en el taxi como había planeado. Tenía que buscar la manera de devolver el dinero y el billetero a su propietaria.

 

      Mona se encontraba en otro de sus estados de ánimo. Mientras le contaba la historia de cómo había encontrado el billetero, me interrumpió varias veces fuera para anticipar lo que yo iba a decir o para desviarse hacia cualquier otra historia acerca de sí misma. Al llegar a la parte en que yo estaba en el taxi pensando en quedarme el dinero, me interrumpió:

      -¿Cómo serias capaz de quedarte con el dinero?

      -No voy a quedarme con el dinero. He dicho que pensaba quedármelo. -Continué-:

      Mira, mejor que olvidemos todo esto, ¿vale?

      -No, venga, quiero que me lo cuentes.

      Pero, como un esposo que se hace el ofendido, me negué a hablar durante unos minutos. Cuando creí que había conseguido probar algo, acabé mi historia.

      -Y ahora, ¿qué vas a hacer?

      -¿Qué puedo hacer? Me gustaría hacerle llegar el dinero, pero no parece que haya una dirección o un número de teléfono en el billetero.

      -Supongo que si no queda más remedio tendrás que llevarlo a la Embajada Argentina.

      -¿Para qué? ¿Para que se queden ellos el dinero en cuanto yo salga por la puerta?

      -Bueno, de alguna forma tienes que devolver el dinero.

      -¡Dios santo! ¿Es que no me has escuchado durante los últimos quince minutos? Yo quiero devolverle el dinero, ésa es mi única intención, pero si no puedo devolvérselo, no veo la razón de dejarlo por ahí para que un montón de gente extraña se lo quede.

      -Pero tú sabes su nombre, ¿no? Entonces, ¿por qué no averiguas su dirección en Buenos Aires y se lo mandas allí?

      -¿Tienes idea de cómo fúnciona el correo en Sudamérica? La gente no manda ni un solo paquete allí. ¿Puedes imaginarte cuánto tiempo duraría un billetero lleno de dinero? Seria mejor tirarlo por el retrete.

      -No sé porque te enfadas tanto conmigo. Sólo intento ayudarte.

      -Entonces, ayúdame. No te limites a sentarte y a hacerme sugerencias ridículas.

      Fui hacia la cocina. Abrí la nevera, saqué el zumo de naranja y bebí directamente del tetra brick. Estaba enfadado: con Mona, con el tiempo y con todo lo demás.

      -Bueno, ¿qué vas a hacer?

      Estaba detrás de mí, las manos en las caderas. La luz del fluorescente le marcaba las pequeñas arrugas bajo los ojos.

      -Me parece que no hay nada que pueda hacer.

      -¿Quieres decir que piensas quedarte el dinero?

      -A no ser que tengas una idea mejor.

      -Es horroroso, Richard. ¿Es que no tienes una gota de sangre decente en las venas? Porque ése era probablemente todo el dinero que esa pobre chica tenía.

      -Para empezar, no hay manera de saber eso con seguridad. No se me había ocurrido hasta ahora, pero si tenía suficiente dinero para venir a Nueva York, lo más probable es que su familia sea bastante acomodada. Ya sabes lo que pasa en esos países, la clase media no existe. O la gente es rica o es pobre, y si es pobre ten claro que no viaja a Estados Unidos.

      -Eso es lo que has querido creer todo este tiempo, ¿no? -dijo-. Así no podrás encontrar la forma de devolverle el dinero y podrás quedarte con él.

      -Estamos hablando de unos cuantos billetes de cien le contesté-. No es precisamente que necesite el dinero.

      -Razón de más para que se lo envíes por correo.

      -Mira, me parece que deberíamos acabar con esta discusión ahora mismo.

      -¿Cómo te atreves a hablarme así cuando sólo intento ayudarte? Creo que, a partir de ahora, yo decidiré cuándo empezarnos y acabamos una discusión, muchas gracias.

      Se precipitó fuera de la cocina dando un portazo. No me importó. Discutir con Mona se había convertido en una costumbre hacía ya bastante tiempo. Ya sabía que estaría enfadada conmigo el resto de la noche, puede que ni me hablara, pero al día siguiente por la tarde ya se le habría pasado.

      Miré un rato Ranger en la televisión y después me fui al estudio a preparar un poco el tema del accidente de autobús. A eso de las once y media entré en la habitación. Mona estaba sentada en la cama, el rimel se le había corrido por las mejillas como si hubiera llorado. Estaba a punto de decirle algo, pero me dio la espalda, enfadada. Fui al lavabo y me aseé. Cuando salí, me dijo:

      -¿Así que ya has decidido qué vas a hacer con el billetero?

      -No me dí cuenta de que me estabas hablando.

      -¿Y?

      Pensé qué hubiera sido de mi vida si nunca me hubiera casado con Mona, si, después de nuestra primera cita nunca la hubiera vuelto a llamar. Era hora de hablar en serio de divorcio. Habíamos hablado de ello una vez, hacía unos cuantos meses, después de pelearnos la misma noche de nuestro séptimo aniversario. La había llevado a Windows On The World y estuvimos sentados allí sin tener nada de qué hablar. Le dije:

      -Míranos. Es como si ya no nos conocieramos en absoluto.

      Ella estuvo de acuerdo, pero al día siguiente nos comportamos como si esa conversación nunca hubiera tenido lugar. Posiblemente, ambos esperábamos que el problema simplemente desapareciera.

      -Mira, no creo que sea una buena idea continuar discutiendo esto.

      -Te he hecho una pregunta, Richard.

      -Bueno. Creo que me voy a quedar el dinero.

      -¿Es ésa tu decisión final?

      -¡Dios! ¿Por que no lo dejas de una vez?

      -Te he hecho una pregunta.

      -Sí. ¿Vale? Es mi decisión final.

      -Muy bien. Eso es todo lo que quería saber.

      Mona salió de la cama y sacó una maleta del armario. Empezó a colocar sus vestidos dentro, uno a uno.

      -¿Qué mierda estás haciendo?

      -No lo aguanto más. Si ésa es la manera en que vas a comportarte, me voy.

      -¿Puedes dejar de hacer el ridículo?

      -Y te agradecería que no me dijeras constantemente qué debo hacer y qué no debo hacer. Soy adulta y estoy perfectamente capacitada para hacer lo que quiera.

      Después de llenar la primera maleta, la cerró y empezó a llenar otra con el contenido de la cómoda.

      -¿Y qué vas a hacer? ¿Hospedarte en un hotel?

      -No, posiblemente me instale con Renee durante un tiempo. Mientras estabas en la cocina la llamé y dijo que podía quedarme con ella todo el tiempo que quisiera.

      Renee era una prima de Mona que vivía en el East Side. Estaban muy unidas: hablaban por teléfono casi cada noche. Yo nunca le había gustado a Renee. Antes de que nos casáramos, Mona me dijo que Renee pensaba que yo era un egocéntrico y un engreído. Me preguntaba qué debía de haber dicho de mi últimamente.

      -Muy bien, has ganado -dije-. Ahora, ¿puedes guardar las maletas, por favor?

      -No, no puedo- contestó-. Dijiste que tu decisión era definitiva. La mía también lo es.

      -Mira, vamos a ser claros. ¿Vas a abandonarme porque me quedo con el dinero del billetero?

      -No tiene nada que ver con el dinero. Lo único que sé es que no puedo aguantar la forma en que me tratas últimamente. Eres tan egocéntrico y engreído que me pones enferma. Simplemente, no puedo aguantar más esta...       esta mierda. Simplemente, no puedo.

Tiró un puñado de cosas en la maleta y sacó una sábana del armario.

      -¿Qué pasa? ¿Es que Renee no tiene sábanas en su casa?

      -Voy a darte una única oportunidad de hablar sobre lo que acabo de decir. Si no, mañana me voy.

      Cuando hubo salido con un portazo, me reí para mis adentros al pensar en lo cómico de la situación. Sabía que Mona no pensaba abandonarme en realidad; no tenía narices para eso. Lo más probable era que hubiera tenido otra discusión con su jefe. Trabajaba de secretaria de dirección en una pequeña empresa farmacéutica. Era un trabajo sin expectativas en el que tenía planeado permanecer uno o dos años, hasta que tuviéramos hijos. Entonces descubrimos que yo tenía el esperma pobre y lo más probable es que fuera estéril. Consideramos la posibilidad de la adopción pero, últimamente, con todas nuestras discusiones, ninguno de nosotros quería sacar el tema. Durante una de nuestras peleas, le dije que se quejaba tanto de su jefe porque él era una metáfora de mí, que era conmigo con quién estaba realmente enfadada. Ella saltó diciendo que yo intentaba "cambiar de tema", pero nunca negó que eso fuera cierto.

      Por la mañana, cuando salí de la ducha, Mona me esperaba delante de la puerta del lavabo con la misma seriedad de expresión.

      -Bueno, qué, ¿has pensado en lo que te dije ayer?

      -¿Otra vez con esa estupidez?

      -¿Vas a devolver o no vas a devolver ese billetero?

      -¿Dónde está la diferencia?

      -Es diferente para mi.

      Yo llegaba tarde al trabajo y no me sentía con ánimo de empezar otra discusión sin sentido.

      -Vale. Voy a enviar un mensajero con el billetero a la embajada hoy mismo. Ahora, ¿podemos dejar el tema?

 

      El aire gélido había convertido la ciudad en una pista de hielo gigante. Aguantando una temperatura bajo cero, conseguí llegar a la oficina sobre las ocho de la mañana, media hora más tarde de mi hora de llegada habitual. Tuve reuniones durante toda la mañana, relacionadas con el caso del accidente de autobús, y entonces, antes de comer, recordé mi promesa de devolver el billetero. Pensé en quedarme el dinero, tirar el billetero por ahí y decirle a Mona que lo había devuelto. Pero entonces recordé la seriedad de Mona esa mañana y pensé que no sería ninguna sorpresa que llamara a la embajada más tarde para comprobar que el billetero se encontraba allí. No valía la pena empeorar las cosas.

      Pedí a mi secretaria que avisase a un mensajero para que viniera a recoger el billetero y después le eché un último vistazo. Al sacar la foto de la chica que debía de ser Bianca empecé a sentirme culpable otra vez. Era tan inocente, tan joven, parecía como si no se hubiera enfadado con nadie en toda su vida. Recordé lo que Mona me había dicho, que yo no tenía ni una gota de sangre decente en las venas, y después en el caso del accidente de autobús y en todos los demás casos infames que había estado manejando últimamente. Sabía que había dicho eso sólo para hacerme sentir mal, pero una cosa que sí tenía Mona era habilidad para conseguir que sus palabras me hirireran.

      Registré el billetero en busca de alguna pista sobre la dirección de Bianca en Nueva York que se me hubiera pasado por alto antes. Al principio parecía inútil, pero entonces encontré algó que pensé podría ser de alguna ayuda. Era una tarjeta de un salón de peluquería en Queens. Los bordes estaban intactos, así que probablemente no haría más de un par de días que la tenía.

      En efecto, cuando llamé a la peluquería, la mujer que contestó me dijo que Bianca DeTorres había estado en su salón unos cuantos días atrás, pero que ella no conocía a Bianca personalmente. Bianca había estado allí con una amiga, Edilla Gutiérrez, y la mujer me dio el teléfono de Edilla.

      Me felicité a mí mismo por mi excelente trabajo detectivesco, pero tuve una pequeña decepción al no encontrar a Edilla en casa. Por suerte, conseguí que alguien en la casa que hablaba poco inglés me diera el número de teléfono del trabajo de Edilla en Manhattan. Edilla cogió el teléfono a la primera. Se alegró muchísimo al saber que yo había encontrado el billetero de Bianca: me dijo que Bianca había estado muy preocupada. El único problema era que Bianca abandonaba el hotel Milford Plaza a primera hora de esa misma tarde si es que no lo había hecho ya.

      Pedí a mi secretaria que cambiara las citas de la tarde. Corrí a la calle en busca de un taxi sin ni siquiera abrocharme el abrigo ni darme cuenta del penetrante frío. El tráfico a esa hora era tan horroroso que abandoné el taxi antes de llegar y corrí los últimos cuatro edificios hasta el hotel.

      Sin aliento, pregunté al recepcionista si Bianca DeTorres había abandonado el hotel y él me señaló a una mujer sentada en un sofá con dos maletas al lado. Mi primer pensamiento fue que había algún error. Esa mujer no se parecía en nada a la chica de la fotografía. Debía de tener unos veintiún años y, con ese largo pelo negro y ese cutis bronceado era tan guapa como una modelo. Pero cuando me acerqué me dí cuenta de que, efectivamente, se trataba de la misma mujer de la fotografía, sólo que era cinco o seis años mayor.

      -Creo que tengo buenas noticias para usted -le dije.

      Al ver que yo tenía el billetero en la mano, me dirigió una amplia sonrisa. Me di cuenta de lo blancos y perfectos que tenía los dientes y de que, posiblemente, nunca habia visto a una mujer tan perfecta en toda mi vida. También noté que me había quedado mirándola fijamente y aparté la vista.

      -No puedo creerlo. Y todo el dinero está intacto. Mi amiga me dijo que en Nueva York ya me podía olvidar del dinero. Que a lo mejor alguien me devolvería el billetero, pero nunca el dinero.

      Quiso darme una recompensa, cincuenta dólares, pero insistí en que no era necesario.

      -Por lo menos, ¿puedo invitarle a café? Mi avión no sale hasta la noche.

      Acepté y fuimos a la cafetería. Continuó agradeciéndome que le hubiera devuelto el billetero y yo continué actuando como si lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces. Me contó que ese billetero tenía un gran valor sentimental, ya que lo tenía desde la adolescencia.

      Después empezamos a hablar de otras cosas. Me preguntó en qué me ganaba la vida. Cuando se lo dije, pareció muy impresionada, posiblemente porque creyó que me ocupaba de casos criminales.

      -Tu vida debe de ser muy emocionante.

      Ella me contó que era actriz, o que deseaba ser actriz, y que pensaba trasladarse a Nueva York algún día. En un momento de silencio, su mirada se posó en la mía por unos segundos. Durante esos segundos yo fui una persona diferente. Ya no tenía treinta y ocho años ni estaba atrapado en un aburrido matrimonio. Por el contrario, tenía veintiún años, acababa de finalizar los estudios superiores y acababa de conocer a Bianca en un night club. Éramos dos críos que no tenían ni idea de qué significaba la infelicidad, que no poseían ningún futuro ni ningún pasado. Entonces acabaron esos segundos y fui yo otra vez. Pero incluso siendo yo, no pude evitar seguir mirando a Bianca fijamente, imaginando cómo podrían ser las cosas. Tenía unos ojos oscuros preciosos, los labios rosados y llenos y el cabello brillante y negrísimo...

      -¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres muy atractivo?

      Fue ella quien lo dijo, no yo. Pensé que lo había soñado, que era una reminiscencia de esos escasos segundos. Pero entonces me di cuenta de que era real. De golpe estaba nervioso. Sentí que el sudor se me pegaba en la espalda.

      -Eres tú quien debería responder a esa pregunta -le contesté.

      No recuerdo de qué hablamos después de eso. Yo estaba demasiado nervioso para concentrarme. Durante la conversación, escondí la mano bajo la mesa y me quité el anillo de casado. Tan pronto como el anillo fue a parar al bolsillo del pantalón, me sentí un adúltero. Nunca pensé que nueve años de matrimonio podían ser apartados tan fácilmente.

      Ya habíamos acabado los cafés y nos mirábamos más que nos hablábamos. La deseaba, más de lo que había deseado a Mona en muchos años. Puede que más de lo que nunca hube deseado a Mona.

      -Todavía me quedan algunas horas antes de ir al aeropuerto. ¿Te gustaría que fuéramos a un museo?

      Parecía bastante inocente. Después de todo, ¿qué podía suceder en un museo?

      Nos dirigimos en taxi a las afueras. El tráfico ya no me preocupaba. De hecho, estaba tan absorbido por Bianca que casi ni me di cuenta de que estaba dentro de un taxi. Incluso, en una ocasión, sentí tanta confianza en mí que decidí tomar su mano. Increiblemente, no la retiró. En lugar de eso, puso la otra mano enguantada encima de la mía.

      Pasamos el resto de la tarde en el Museo de Historia Natural, pero podría haber sido bajo el agua o en medio de un campo de batalla y yo sólo hubiera sido capaz de ver a Bianca. Me contó que había crecido en un pequeño pueblo en las afueras de Buenos Aires. Yo le conté cosas de mi infancia en Piscataway, Nueva Jersey. Podríamos haber estado hablando de cualquier cosa y nada hubiera sido distinto.

      Al mirar los huesos de dinosaurio, los fenómenos atmosféricos y las reproducciones de África, sólo veía a Bianca. Bianca era el ecosistema, el calentamiento de la Tierra y la evolución del hombre. Nos dimos de la mano de nuevo, pero esta vez la suya no estaba enguantada. Me sorprendió volver a sentir el tacto cálido y suave de una mano de mujer. Había dado la mano a Mona tanto tiempo que ya había dejado de sentirla como una mano de mujer. Era la mano de Mona, tan familiar como si fuera una prolongación de mi propio cuerpo.

      Intenté recordar las cosas que amaba de Mona, pero tenía la mente en blanco. Las cosas que amaba de ella hacía tiempo que habían desaparecido. Difícilmente nos hablábamos -a no ser que estuvieramos discutiendo- y ya no recordaba la última vez que nos reimos juntos.

      Eran las cinco de la tarde. Bianca dijo que tenía que salir hacia el aeropuerto si no quería perder el avión. Me dijo que lo había pasado muy bien y yo no necesité palabras para contestarle. De pie debajo los huesos del Tiranosaurus Rex, la besé impetuosamente como nunca había besado a Mona. Ya había planeado cuáles serían los próximos pasos. Conseguiría su teléfono y su dirección en Buenos Aires y quedaríamos en encontrarnos en algún sitio. Le diría a Mona que me iba de viaje de negocios o a alguna convención. O podía apañármelas para que Bianca volviera a Nueva York. Podía instalarla en un hotel o incluso alquilar un apartamento para ella. Hacer de ella una "querida". ¿No era así como los hombres tenían aventuras?

      El viento había cesado, pero el frío todavía era paralizante. Estaba casi oscuro. Acompañé a Bianca hasta el bordillo de la acera y la besé otra vez. Después nos miramos el uno al otro durante lo que pareció mucho tiempo. No necesitábamos palabras para decirnos que ésos eran nuestros últimos momentos juntos. Más tarde me preguntaría si ella estaba casada también, o prometida, o si vivía con alguien. Podía haber tenido un anillo de boda en el bolsillo que volvería a su dedo tan pronto como se encontrara sola. Al final nos separamos, y me di cuenta de que tenía las manos heladas. Mis últimas palabras fueron:

      -Vigila bien ese billetero a partir de ahora.

      Cuando llegué a casa, Mona no había vuelto del trabajo todavía, así que me quité la ropa y vi el final de las noticias de las seis. Habían pasado unos minutos cuando me di cuenta de que algo había cambiado en el apartamento. Parecía más vacío y más grande que nunca. Entonces me di cuenta de que faltaban cosas, desde estanterías hasta el mantel de sobremesa. Entré en el dormitorio y vi que las maletas de Mona habían desaparecido. Faltaban otras cosas también: sus joyas, los objetos de su tocador, ropa del armario. Incluso se había llevado los cosméticos del armario de los medicamentos.

      Al volver a la sala vi que había un papel clavado en la puerta de la cocina. Sólo tuve que leer una línea de las de enmedio del mensaje: "Sabías que teníamos que enfrentarnos a nuestros problemas más tarde o más temprano, así que esto no debería ser una sorpresa para ti..."

      Pedí comida china y volví a mí despacho a preparar el trabajo para el día siguiente. El caso del accidente de autobús se presentaba ante el tribunal y yo debía estar en el centro de la ciudad temprano. Los Knicks jugaban y me quedé a ver el final del cuarto tiempo; después trabajé un rato más. El ruido de un avión fuera me hizo pensar en Bianca. Me pregunté si podía ser el mismo que la llevaba de vuelta a Argentina.Veía la suavidad de su rostro, las ondas de su pelo; sentía la suavidad de sus manos y veía sus ojos al mirarme por última vez.

      Esa noche no pude dormir. La ventana se quedó abierta, permitiendo que entrara un viento helado, y ni me molesté en cerrarla.


 © 1997 Jason Starr

Traducción: Carol Isern

Esta obra no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor.

Rogamos lean las condiciones de uso.

 | índice | índex | Irvine Welsh | A.M. Homes | Ben Marcus | Rosario Górriz Fons | Enric Casassas | Breves críticas (en inglés) |Ediciones anteriores |